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SEGUIR POR EL BORDE DE LA GARGANTA no resultó tan fácil como parecía. No llevaban recorridos muchos metros cuando se encontraron con jóvenes bosques de abetos que crecían justo en el borde, y después de que intentaran atravesarlos, agachándose y apartando ramas durante unos diez minutos, comprendieron que, allí dentro, tardarían horas en recorrer un kilómetro.

Así pues, dieron media vuelta y decidieron rodear el bosque. Aquello los condujo mucho más a la derecha de lo que deseaban ir, tan lejos que dejaron de ver los riscos y oír el río, hasta que llegó un momento en que temieron haberlo perdido por completo. Nadie sabía qué hora era, pero empezaban a acercarse a la hora más calurosa del día.

Cuando por fin consiguieron regresar al borde de la garganta —casi dos kilómetros más abajo del punto del que habían partido— descubrieron que los acantilados de su lado de la garganta eran mucho más bajos y accidentados.

No tardaron en localizar un camino para descender a la cañada y proseguir la marcha por la orilla del río. Pero primero descansaron y bebieron un buen trago. Nadie hablaba ya de desayunar, ni siquiera de comer, con Caspian.

Tal vez lo más sensato fuera seguir el Torrente en lugar de avanzar por la parte alta del acantilado, pues los mantenía seguros de la dirección en que avanzaban: desde el encuentro con el bosque de abetos todos habían temido verse obligados a apartarse demasiado de su ruta y perderse en el bosque.

Era un lugar antiguo y sin senderos, y era imposible andar en línea recta por él. Zonas de zarzas imposibles, árboles caídos, pantanos y maleza espesa se cruzaban continuamente en su camino. No obstante, la garganta del Torrente tampoco era un lugar agradable por el que viajar.

Quiero decir que no era un lugar agradable para quien lleva prisa, aunque resultaría un lugar ideal para dar un paseo tras una merienda campestre.

Contaba con todo lo que se podría desear en una ocasión parecida; cataratas atronadoras, cascadas plateadas, profundos estanques de color ambarino, rocas cubiertas de musgo y gruesas capas de musgo en las riberas en las que uno podía hundirse hasta los tobillos, todas las especies existentes de helechos, libélulas que brillaban como joyas diminutas, de vez en cuando un halcón sobrevolaba el cielo y en una ocasión —según les pareció a Peter y a Trumpkin— un águila.

Pero desde luego lo que los niños y el enano deseaban contemplar lo antes posible era el Gran Río a sus pies y Beruna, así como el sendero que conducía al Altozano de Aslan.

A medida que andaban, el Torrente empezó a descender más vertiginosamente y el viaje se convirtió más en una ascensión que en una caminata; en algunos lugares incluso se trataba de una peligrosa escalada por rocas resbaladizas con un terrible precipicio que se hundía en oscuras simas y con el río rugiendo furioso en el fondo.

Puedo asegurar que observaban ansiosamente los acantilados a su izquierda en busca de alguna señal de una abertura o de algún lugar por el que pudieran escalarlos; pero los riscos siguieron mostrándose despiadados con ellos.

Resultaba exasperante, porque todos sabían que si conseguían salir de la garganta por aquel lado encontrarían al fin una suave ladera y una corta caminata hasta el cuartel general de Caspian.

Los niños y el enano se mostraron entonces a favor de encender una hoguera y cocinar la carne de oso. Susan no estaba de acuerdo; sólo deseaba, tal como dijo: «Seguir adelante y acabar con esto, y salir de semejantes bosques horrendos». Lucy, por su parte, se sentía demasiado cansada y desdichada para opinar.

De todos modos, puesto que no había forma de encontrar leña seca, importaba muy poco lo que pensaran los caminantes. Los niños empezaron a preguntarse si la carne cruda era realmente tan desagradable como les habían dicho siempre. Trumpkin les aseguró que sí.

Desde luego, si los niños hubieran intentado realizar un viaje parecido a aquél días atrás, en su propio país, habrían quedado hechos polvo. Creo que ya he explicado antes que Narnia los estaba transformando.

Incluso Lucy era en aquellos momentos, por así decirlo, sólo en una tercera parte una niña pequeña que iba al internado por primera vez, y en las otras dos partes, la reina Lucy de Narnia.

—¡Por fin! —gritó Susan.

—¡Hurra! —exclamó Peter.

La garganta del río acababa de doblar un recodo y todo el territorio se extendió a sus pies. Distinguieron un terreno abierto que se alargaba ante ellos hasta la línea del horizonte y, entre éste y ellos, la amplia cinta plateada del Gran Río.

Pudieron ver, incluso, la zona especialmente amplia y poco profunda que en el pasado habían sido los Vados de Beruna pero que ahora atravesaba un puente de numerosos arcos. Había una ciudad pequeña al otro lado.

—¡Vaya! —dijo Edmund—. ¡Libramos la Batalla de Beruna justo donde está la ciudad!

Aquello animó a los muchachos más que otra cosa. Uno no puede evitar sentirse más fuerte cuando contempla el lugar donde obtuvo una victoria gloriosa, por no mencionar un reino, cientos de años atrás.

Peter y Edmund no tardaron en estar tan absortos charlando sobre la batalla que se olvidaron de sus pies doloridos y del terrible estorbo que significaban las cotas de malla sobre sus hombros. El enano también se sintió interesado, pero en cambio Romeo iba “concentrado” mirando a Lucy para que no le pasará nada.

Avanzaban a un paso más rápido entonces, y la marcha resultaba más fácil. A pesar de que seguían existiendo acantilados a su izquierda, el terreno descendía a su derecha y no tardó en dejar de ser una cañada para convertirse en un valle. Desaparecieron las cascadas y al poco tiempo se encontraron de nuevo en medio de bosques bastante espesos.

Entonces —de improviso— escucharon un silbido junto con un sonido parecido al golpear de un pájaro carpintero. Los niños se preguntaban aún dónde, hacía una eternidad, habían oído un sonido como aquél y por qué les desagradaba tanto, cuando Trumpkin gritó: «¡Al suelo!», a la vez que Romeo obligaba a Lucy, que por casualidad estaba junto a él, a caer de bruces sobre los helechos.

Peter, que miraba hacia arriba por si podía distinguir alguna ardilla, había visto de qué se trataba: una flecha larga y mortífera se había clavado en el tronco de un árbol justo por encima de su cabeza.

Mientras empujaba a Susan al suelo y se dejaba caer también, otro proyectil pasó rozándole el hombro y se hundió en el suelo a su lado.

—¡Rápido! ¡Rápido! ¡Retrocedan! —jadeó Trumpkin.

Dieron media vuelta y se deslizaron colina arriba, bajo los helechos, por entre nubes de horribles moscas que zumbaban sin parar y con flechas silbando a su alrededor.

Una golpeó el yelmo de Susan con un agudo chasquido y rebotó en el suelo. Se arrastraron más de prisa, sudorosos. Luego corrieron, doblándose casi por la mitad. Los niños sostenían las espadas en la mano por temor a tropezar con ellas.

Fue una tarea angustiosa; de nuevo colina arriba todo el tiempo, regresando por donde habían llegado. Cuando sintieron que ya no podían correr más, ni siquiera para salvar la vida, se dejaron caer sobre el musgo húmedo que había junto a una cascada y detrás de un peñasco, jadeantes.

Los sorprendió comprobar lo alto que se encontraban ya.
Escucharon atentamente y no oyeron ningún sonido de persecución.

—Ya pasó —anunció Trumpkin, aspirando con energía—. Nos están peinando el bosque.

—Supongo que no eran más que centinelas. Pero eso significa que Miraz tiene un puesto de avanzada allí, nos salvamos por poco—hablo Romeo tratando de recuperar la espiración.

—Tendrías que darme un coscorrón por haberos traído por aquí —dijo Peter.

—Al contrario, Majestad —replicó el enano

—En primer lugar no fue usted, fue su real hermano, el rey Edmund, quien sugirió ir por el Mar de Cristal—prosiguió Romeo.

—Me temo que QA tiene razón —corroboró éste, que sinceramente lo había olvidado desde el momento en que las cosas habían empezado a salir mal.

—Y por otra parte —continuó Trumpkin—. Si hubieran seguido mi ruta, lo más probable es que hubiéramos ido a parar de cabeza a este nuevo puesto de avanzada, o al menos habríamos sufrido los mismos inconvenientes para esquivarlo. Creo que la ruta por el Mar de Cristal ha resultado ser la mejor.

—No hay mal que por bien no venga —dijo Susan.

—¡Vaya consuelo! —exclamó Edmund.

—Supongo que ahora tendremos que volver a ascender por toda la garganta —dijo Lucy.

—Lu, eres una campeona —dijo Peter—. Eso es lo más cerca que has estado hoy de decirnos «Ya se los dije». Sigamos adelante.

—Y en cuanto estemos bien metidos en el bosque —declaró Trumpkin—. Digan lo que digan, voy a encender una hoguera y a preparar la cena. Pero tenemos que irnos bien lejos de aquí.

No creo necesario describir cómo ascendieron de nuevo, a duras penas, por la cañada. Resultó muy laborioso, pero, curiosamente, todos se sentían más animados. Empezaban a recuperar el aliento; y la palabra «cena» había producido un efecto mágico.

Llegaron al bosque de abetos que les había causado tantos problemas mientras era aún de día y acamparon en una hondonada justo encima de él.

Hacerse con la leña resultó bastante pesado, pero fue
magnífico cuando el fuego llameó con fuerza y empezaron a extraer los húmedos y manchados paquetes de carne de oso que habrían parecido tan poco apetecibles a cualquiera que hubiera pasado el día en casa sin moverse.

El enano resultó ser un cocinero muy imaginativo. Envolvieron las manzanas (todavía les quedaban unas cuantas) en carne de oso —como si se tratara de pastelitos de manzana, sólo que envueltos en carne en lugar de en masa de pastel, y mucho más gruesos— y a continuación las ensartaron en un palo afilado y las pusieron a asar. Y el jugo de la manzana empapó la carne, igual que si se tratase de salsa de manzana con cerdo asado.

Un oso que se ha alimentado demasiado tiempo de otros animales no resulta muy gustoso, pero un oso que ha comido gran cantidad de miel y fruta tiene un sabor excelente, y aquél resultó ser de esos últimos. Realmente fue una comida espléndida.

Y, además, no había que lavar los platos; bastaba con acostarse, observar cómo se elevaba el humo de la pipa de Trumpkin, estirar las fatigadas piernas y charlar.

Todos se sintieron muy esperanzados entonces de poder encontrar al rey Caspian al día siguiente y derrotar a Miraz en unos cuantos días. Tal vez no era muy sensato que pensaran así, pero lo hicieron.

Se fueron quedando dormidos uno a uno, pero con mucha rapidez.

Lucy despertó del sueño más profundo que imaginarse pueda, con la sensación de que la voz que más le gustaba en el mundo la había estado llamando por su nombre.

En un principio pensó que se trataba de la voz de su padre, pero algo no encajaba. Luego pensó que era la voz de Peter, pero tampoco la convencía. No quería levantarse; no porque se sintiera cansada aún —muy al contrario, se sentía totalmente descansada y ya no le dolía ningún hueso—, sino porque se sentía sumamente feliz y cómoda.

Contemplaba directamente la luna narniana, que es más grande que la nuestra, y el cielo estrellado, ya que el lugar donde habían acampado estaba bastante despejado de árboles.

—Lucy —volvieron a llamarla, y no era ni la voz de su padre ni la de Peter.

Se sentó en el suelo, temblando de emoción y nada asustada. La luna era tan brillante que todo el paisaje boscoso que la rodeaba resultaba tan nítido como si fuera pleno día, aunque tenía un aspecto más salvaje.

A su espalda estaba el bosque de abetos; a lo lejos, a su derecha, los escarpados picos de los acantilados en el otro extremo de la garganta; justo al frente, una extensión de hierba hasta donde empezaba un umbroso claro de árboles situado a un tiro de arco de distancia. La niña contempló fijamente los árboles de aquel claro.

—Pues yo diría que se mueven —dijo para sí—. Están andando.

Se puso en pie, con el corazón latiendo violentamente, y fue hacia ellos. Desde luego se oía un ruido en el prado, un ruido como el que hacen los árboles cuando sopla un fuerte viento, a pesar de que no había viento aquella noche. No obstante tampoco era exactamente un ruido arbóreo corriente.

A Lucy le dio la impresión de que existía una musicalidad en él, aunque no pudo captar la melodía, igual que le había ocurrido con las palabras cuando los árboles estuvieron a punto de hablarle la noche anterior. Pero existía, al menos, una cadencia; sintió que sus propios pies deseaban ponerse a danzar cuando se acercó.

Y ya no existía la menor duda de que los árboles se movían realmente; se movían arriba y abajo entre ellos como si efectuaran un complicado baile campestre. «Y supongo —pensó la niña— que cuando los árboles danzan, debe de tratarse de un baile muy, pero que muy campestre». Para entonces se hallaba ya casi entre ellos.

El primer árbol al que miró no le pareció un árbol a primera vista, sino un humano enorme con una barba enmarañada y grandes matas de pelo. No sintió miedo: había visto tales cosas antes.

Pero cuando volvió a mirar no era más que un árbol, aunque seguía moviéndose. Era imposible distinguir si tenía pies o raíces, claro, porque cuando los árboles se mueven no andan por la superficie de la tierra, sino que vadean por ella como hacemos nosotros en el agua.

Lo mismo sucedió con todos los árboles a los que miraba. En un momento dado parecían ser las amistosas y encantadoras figuras gigantes que la comunidad de árboles adoptaba cuando una magia buena les infundía vida, y al siguiente todos volvían a parecer árboles.

Sin embargo, cuando parecían árboles, eran árboles extrañamente humanos, y cuando parecían personas, eran personas curiosamente ramificadas y frondosas; y no dejaba de oírse aquel curioso sonido cadencioso, susurrante, fresco y alegre.

—Están casi despiertos, pero no del todo —dijo Lucy; la niña sabía que ella misma estaba despierta y muy despejada, mucho más de lo que se acostumbra a estar.

Se introdujo intrépidamente entre ellos, danzando también mientras saltaba a un lado y a otro para evitar ser atropellada por sus inmensos compañeros. De todos modos sólo estaba interesada a medias en ellos, pues lo que deseaba era conseguir llegar hasta algo situado al otro lado; era desde un punto situado detrás de ellos de donde la voz la había llamado.

No tardó en dejarlos atrás, preguntándose en cierto modo si había estado utilizando los brazos para apartar ramas o para asirse de las manos a una gran cadena de danzarines enormes que se inclinaban para llegar hasta ella, pues se trataba realmente de un círculo de árboles alrededor de una zona central despejada. Por fin salió de entre la movediza confusión de exquisitas luces y sombras.

Un círculo de hierba, blanda como si fuera césped, apareció ante sus ojos, con oscuros árboles danzando a su alrededor. Y entonces… ¡Qué gran alegría! Él estaba allí: el enorme león, despidiendo un fulgor blanco bajo la luz de la luna, con su enorme sombra negra proyectándose bajo su cuerpo.

De no haber sido por el movimiento de la cola habría podido pasar por un león de piedra, pero Lucy jamás lo pensó. Ni siquiera se detuvo a pensar si era un león amigo o no, sino que se abalanzó sobre él. Le parecía que el corazón le estallaría si perdía un momento.

Y al cabo de un instante se encontró besándolo y pasándole los brazos alrededor del cuello hasta donde éstos alcanzaban, a la vez que metía el rostro en la hermosa y soberbia sedosidad de su melena.

—Aslan, Aslan. Querido Aslan —sollozó—. Por fin.

La enorme bestia se tumbó sobre el costado de modo que Lucy cayó, medio sentada y medio tumbada, entre sus patas delanteras. El león se inclinó entonces al frente y le rozó la nariz con la lengua. El cálido aliento la envolvió, y alzó los ojos hacia el enorme y sabio rostro.

—Bienvenida, pequeña —saludó.

—Aslan —dijo Lucy—, eres más grande.

—Eso se debe a que tú eres mayor, pequeña —respondió él.

—Entonces, ¿no has crecido?

—No. Pero cada año que crezcas, me verás más grande.

Durante un tiempo, la niña se sintió tan feliz que no quiso hablar. Pero Aslan sí lo hizo.

—Lucy, no debemos permanecer aquí mucho tiempo. Tienes trabajo que hacer y hoy se ha perdido mucho tiempo.

—Sí, ¿no ha sido una vergüenza? —respondió ella—. Yo te vi, pero no quisieron creerme. Son tan…

De algún punto en el interior del león surgió un levísimo asomo de gruñido.

—Lo siento —dijo Lucy, que comprendía algunos de sus estados de ánimo—. No era mi intención empezar a criticar a los demás. Pero de todos modos no fue culpa mía, ¿verdad?

El león la miró directamente a los ojos.

—Por favor, Aslan —protestó la niña—. ¿No querrás decir que sí? ¿Cómo iba a…? No podía abandonar a los otros y subir hasta ti yo sola, ¿cómo iba a hacerlo? No me mires de ese modo… Oh, bueno, supongo que sí podía. Sí, y no habría estado sola, lo sé, no si estaba contigo. Pero ¿de qué habría servido?
Aslan no dijo nada.

—Quieres decir —siguió Lucy con voz algo desmayada— que habría salido bien al final… ¿de algún modo? Pero ¿cómo? ¡Por favor, Aslan! ¿Es que no puedo saberlo?

—¿Saber lo que habría sucedido, pequeña? —respondió el león—. No. A nadie se le cuenta eso.

—Vaya.

—Pero cualquiera puede averiguar lo que sucederá —siguió Aslan—. Si regresas junto a los otros ahora y los despiertas, y les dices que me has vuelto a ver, y que todos tenéis que levantaros inmediatamente y seguirme… ¿qué sucederá? Sólo existe un modo de averiguarlo.

—¿Quieres decir que deseas que haga eso? —inquirió ella, atónita.

—Sí, pequeña.

—¿Te verán los otros también?

—Desde luego, no al principio. Más tarde, tal vez.

—Pero ¡no me creerán!

—No importa —repuso Aslan.

—Cielos, cielos —dijo Lucy—. Y yo que me alegré tanto de volverte a encontrar. Y que pensaba que me dejarías quedarme. Creía que aparecerías rugiendo y harías huir a todos los enemigos… como la última vez. Y ahora todo será horroroso.

—Resulta duro para ti, niña —repuso Aslan—. Pero las cosas nunca suceden del mismo modo dos veces. Ya hemos pasado por tiempos difíciles en Narnia antes de ahora.

Lucy hundió la cabeza en su melena para ocultarse de su rostro; pero debía de existir magia en su melena, pues sintió que la energía del león penetraba en ella. Se incorporó repentinamente.

—Lo siento, Aslan —dijo—. Estoy lista.

—Ahora eres una leona —declaró el león—. Y toda Narnia se renovará. Pero ven. No tenemos tiempo que perder.

Se puso en pie y avanzó con pasos majestuosos y silenciosos de vuelta al círculo de árboles danzantes a través del cual la niña había llegado hasta allí: y Lucy lo acompañó, posando una mano algo temblorosa sobre su melena.

Los árboles se hicieron a un lado para dejarlos pasar y por un segundo adoptaron totalmente sus formas humanas. Lucy tuvo una fugaz visión de altos y hermosos dioses y diosas del bosque que se inclinaban ante el león; al cabo de un instante volvían a ser árboles, pero seguían inclinándose, con movimientos de ramas y troncos tan elegantes que las mismas reverencias eran una especie de danza.

—Ahora, pequeña —indicó Aslan cuando hubieron dejado los árboles a su espalda—. Esperaré aquí. Ve y despierta a los otros y diles que te sigan. Si ellos no quieren, por lo menos deberás seguirme tú sola.

Es algo terrible tener que despertar a cinco personas, todas mayores que uno y todas muy cansadas, con el objeto de decirles algo que probablemente no creerán y conseguir que hagan algo que desde luego no les gustará. «No debo pensar en ello, simplemente debo hacerlo», pensó Lucy.

Fue hacia Peter primero y lo zarandeó.

—Peter —le susurró al oído—. Despierta. ¡Rápido! Aslan está aquí. Dice que debemos seguirlo al instante.

—Claro que sí, Lu. Lo que quieras —respondió su hermano inesperadamente.

Aquello resultó alentador, pero puesto que Peter se dio la vuelta inmediatamente y volvió a dormirse, no sirvió de gran cosa.

Luego probó con Susan. Susan sí que se despertó, pero únicamente para decir con su más fastidiosa voz de adulto:

—Estabas soñando, Lucy. Vuélvete a dormir.

Probó con Edmund a continuación. Resultó difícil despertarlo, pero cuando por fin lo consiguió su hermano estaba totalmente despejado y se sentó en el suelo.

—¿Eh? —dijo con voz malhumorada—. ¿De qué estás hablando?

Ella se lo repitió. Era una de las peores partes de la tarea, ya que cada vez que lo decía, sonaba menos convincente.

—¡Aslan! —exclamó Edmund, poniéndose en pie de un salto—. ¡Hurra! ¿Dónde?

Lucy se volvió hacia donde podía ver al león que aguardaba con los pacientes ojos fijos en ellos.

—¡Ahí! —dijo, señalando con el dedo.

—¿Dónde? —volvió a preguntar él.

—Ahí. Ahí. ¿No lo ves? Justo a este lado de los árboles.

Edmund miró fijamente durante un rato y luego dijo:

—No; ahí no hay nada. La luz de la luna te ha deslumbrado; te has confundido. Aveces sucede, ¿sabes? A mí también me pareció ver algo por un momento. No es más que una ilusión op… como se llame.

—Yo le veo todo el tiempo —indicó Lucy—. Está mirando directamente hacia nosotros.

—Entonces ¿por qué no lo veo?

—Dijo que tal vez no podrán.

—¿Por qué?

—No lo sé. Eso es lo que dijo.

—Oh, al diablo con todo —dijo su hermano—. Cómo desearía que no te dedicaras a ver cosas. Pero supongo que tendremos que despertar a los demás.

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