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—Y ASÍ —DIJO TRUMPKIN, PUES, COMO ya habrás comprendido, era él quien había estado relatando toda aquella historia a los cuatro niños, sentado sobre la hierba de la sala en ruinas de Cair Paravel—. Así fue como metí unos mendrugos de pan seco en mi bolsillo, dejé atrás todas las armas excepto mi daga, y me dirigí hacia el bosque con las primeras luces del día. Anduve sin pausa durante muchas horas hasta que oí un sonido que no se parecía a nada que hubiera oído en todos mis días de vida. No lo olvidaré jamás. Todo el aire se llenó de él, sonoro como el trueno pero mucho más largo, fresco y dulce, como música sobre el agua, pero lo bastante poderoso para estremecer los árboles. Y me dije a mí mismo: «Si eso no es el cuerno, podéis llamarme conejo». Y, al cabo de un momento, me pregunté por qué no lo había hecho sonar antes.

—¿Qué hora era? —preguntó Edmund.

—Entre las nueve y las diez de la mañana —respondió el enano.

—¡Justo cuando estábamos en la estación de ferrocarril! —exclamaron los niños, e intercambiaron miradas con ojos brillantes.

—Por favor, sigue —indicó Lucy al enano.

—Bien, tal y como iba diciendo, me intrigó, pero seguí adelante corriendo tan de prisa como me era posible. Seguí así toda la noche, y entonces, cuando empezaba a amanecer esta mañana, como si no tuviera más sentido común que un gigante, me arriesgué a tomar un atajo a través de campo abierto para acortar por una larga curva que describía el río, y me atraparon. No me capturó el ejército, sino un pomposo idiota que está a cargo de un pequeño castillo que es la última fortaleza de Miraz que existe en dirección a la costa. No es necesario que les diga que no consiguieron sacarme nada, pero era un enano y eso fue suficiente. Pero, langostas y langostinos, fue toda una suerte que el senescal fuera un imbécil presumido. Cualquier otro me habría atravesado con su espada allí mismo; pero él no estaba dispuesto a conformarse con nada que no fuera una ejecución a lo grande: quiso enviarme a reunirme con «los fantasmas» con todo el ceremonial necesario. Y entonces esta joven señorita —señaló a Susan con un movimiento de cabeza—. Llevó a cabo su exhibición de tiro con arco, y fue un gran disparo, permítame que se lo diga, y aquí estamos. Y sin nuestros armaduras, pues desde luego nos las quitaron. —Dio unos golpecitos en la pipa para vaciarla y la volvió a llenar.

—¡Válgame el cielo! —dijo Peter—. ¡De modo que fue el cuerno, tu propio cuerno, Su, el que nos arrancó de aquel asiento en el andén ayer por la mañana! Casi no puedo creerlo; sin embargo, todo encaja.

—No sé por qué no ibas a creerlo —intervino Lucy—. Si crees en la magia realmente. ¿No existen gran cantidad de historias sobre la magia que saca a la gente de un lugar, de un mundo, y lo lleva a otro? Quiero decir, cuando un mago en Las mil y una noches invoca a un genio, éste tiene que aparecer. Nosotros hemos venido, justamente igual.

—Sí —respondió Peter—. Supongo que lo que lo convierte en algo tan curioso es que en los relatos es siempre alguien de nuestro mundo quien efectúa la llamada. Uno no piensa realmente en el lugar del que viene el genio.

—Y ahora ya sabemos lo que siente el genio —indicó Edmund con una risita ahogada—. ¡Cáspita! Resulta un poco incómodo saber que se nos puede llamar con un silbido de ese modo. Es peor que lo que dice nuestro padre sobre vivir a merced del teléfono.

—Pero si Aslan nos necesita, deseamos estar aquí, ¿no es cierto? —dijo Lucy.

—Entretanto —comenzo a hablar Romeo después de haber escuchado la historia del enano—. ¿Qué vamos a hacer? Supongo que será mejor que regrese junto al rey Caspian

━Y decirle que aquí no ha llegado ninguna ayuda.

—¿Ninguna ayuda? —dijo Susan—. Pero sí que ha funcionado. Y aquí estamos.

—Hum, hum, sí, sin duda. Ya lo veo —repuso el enano, cuya pipa parecía estar atascada, o por lo menos él se mostró muy atareado limpiándola—. Pero… bien… quiero decir…

—Pero ¿es qué no comprendes aún quiénes somos? —gritó Lucy—. Eres tonto.

—Supongo que son los cuatro niños salidos de los viejos relatos —dijo Trumpkin—. Y me alegro mucho de conoceros, desde luego. Y resulta muy interesante, sin duda. Pero… ¿no se ofendenden? —Y volvió a vacilar.

—Haz el favor de seguir y decir lo que quieras decir —dijo Edmund.

—Bueno, pues… sin ánimo de ofender —siguió el enano—. Pero, como ya sabéis, el rey, Buscatrufas y el doctor Cornelius esperan… bueno, si comprenden lo que quiero decir, ayuda. Para expresarlo de otro modo, creo que se han estado imaginando como grandes guerreros. Tal como están las cosas… Nos encantan los niños y todo eso, pero justo en este momento, en mitad de una guerra… Bueno, estoy seguro de que me comprendéis.

—Quieres decir que crees que no servimos de nada —dijo Edmund, enrojeciendo.

—Les ruego, no se ofendan—interrumpió Romeo al ver qué el enano estaba arruinando todo—. Les aseguro, mis queridos y jóvenes amigos…

—Que tú nos llames «jovenes» realmente es pasarte de la raya —dijo Edmund, poniéndose en pie de un salto—. ¿Supongo que no crees que ganáramos la batalla de Beruna? Bueno, pues puedes decir lo que quieras sobre mí porque yo sé…

—De nada sirve perder los estribos —dijo Peter—. Equipémoslos con armaduras nuevas y equipémonos también nosotros en la sala del tesoro. Ya hablaremos después de eso.

—No veo por qué tenemos que… —empezó Edmund, pero Lucy le susurró al oído.

—¿No sería mejor que hiciéramos lo que dice Peter? Es el Sumo Monarca, ya sabes. Y creo que tiene una idea.

De modo que Edmund accedió y con la ayuda de su linterna todos, incluido Romeo y Trumpkin, volvieron a bajar por la escalera en dirección a la oscura frialdad y al polvoriento esplendor de la cámara del tesoro.

Los ojos del enano brillaron al ver las riquezas colocadas en las estanterías —aunque tuvo que colocarse de puntillas para hacerlo— y murmuró para sí:

—No hay que dejar que Nikabrik vea esto; jamás.

No les costó demasiado encontrar una cota de malla para ellos, ni tampoco unas espadas, unos yelmos, unos escudos, unos arcos y unas aljabas llena de flechas, todas de talla enana, pero Romeo tuvo que rechazar lo último puesto que el se sentía más cómodo con la espada.

Los yelmo era de cobre, incrustado de rubíes, y había oro en la empuñadura de la espada: Trumpkin no había visto nunca, y aún menos había llevado puestas, tantas riquezas en toda su vida.

Los niños también se pusieron cotas de malla y yelmos; encontraron una espada y un escudo para Edmund y un arco para Lucy, pues Peter y Susan llevaban ya sus regalos.

Mientras regresaban escaleras arriba, con las cotas de malla tintineando, parecían y se sentían más próximos a los narnianos que a otros escolares, y los dos niños cerraron la marcha, al parecer preparando un plan. Lucy oyó que Edmund decía:

—No, deja que lo haga. Le fastidiará más si yo gano, y no será una decepción tan grande para todos nosotros si fracaso.

—De acuerdo, Ed —respondió Peter.

Cuando salieron a la luz del día, Edmund se volvió hacia el enano y Romeo con suma educación y dijo:

—Tengo algo que pedirte. Los chicos como nosotros no tienen a menudo la oportunidad de conocer a un gran guerrero como tú. ¿Querrías celebrar una pequeña competición de esgrima conmigo? Sería algo muy decente por tu parte.

—Pero, muchacho —dijo Trumpkin—. Estas espadas están afiladas.

—Lo sé. Pero yo no conseguiré acercarme a ti y tú serás tan hábil que me desarmarás sin hacerme ningún daño.

—Es un juego peligroso, pero déjate que el chico lo haga—dijo Trumpkin—. Pero puesto que te importa tanto.

Si Caspian era bueno con la espada Romeo lo era el doble, entrenaba día y noche para poder conversar en un guarida real, no solo un guarida real si no el guardia que cuidaría la vida de su rey.

En un instante estuvieron desenvainadas las espadas, y los otros cuatro saltaron de la tarima y se pusieron a observar. Valió la pena. No fue como esos combates tontos con espadas de dos filos que se contemplan en los escenarios; ni siquiera fue como las peleas con estoques que a veces se ven llevar a cabo con mayor pericia.

Fue un auténtico combate con espadones, en el que lo principal es asestar un tajo a las piernas y pies del enemigo porque son la parte que no lleva armadura. Y cuando el adversario te ataca, saltas en el aire con los dos pies juntos de modo que el mandoble pase por debajo de ellos.

Aquello daba ventaja a Romeo, ya que Edmund, al ser mucho más alto, tenía que agacharse todo el tiempo. Seguramente el muchacho no habría tenido la menor posibilidad de haberse enfrentado con el joven veinticuatro horas antes.

Pero el aire de Narnia había estado actuando sobre él desde que llegaron a la isla, y recordó todas sus viejas batallas, y sus brazos y piernas recuperaron la antigua destreza.

Volvía a ser el rey Edmund. Los dos combatientes describieron círculos sin cesar, mientras asestaban un golpe tras otro, y Susan, a quien jamás había gustado aquello, gritó:

—¡Tengan cuidado!

Y entonces, con tal rapidez que nadie —a menos que estuviera al tanto, como estaba Peter— pudo darse cuenta de cómo sucedía, Edmund hizo girar la espada a toda velocidad con una peculiar torsión, la espada del jovén salió disparada por los aires y Romeo se apretó la mano igual que uno haría al recibir el «aguijonazo» de un bate de críquet.

—No te habrás lastimado, ¿verdad?, querido amigo —dijo Edmund, algo jadeante mientras devolvía la espada a su vaina.

—Ya lo he entendido —respondió el otro con frialdad—. Sabes un truco que yo no sé.

—Eso es muy cierto —intervino Peter—. Se puede desarmar al mejor espadachín del mundo mediante un truco que no conozca. Creo que lo justo es dar a Romeo una oportunidad en otro campo. ¿Te gustaría celebrar una competición de tiro al blanco con mi hermana? No existen trucos en el tiro al arco, ¿sabes?

—Ya veo que son unos bromistas —respondió el enano—. Cómo si no supiera lo buena tiradora que es, después de lo sucedido esta mañana. De todos modos, yo probaré.

Lo dijo en tono brusco, pero sus ojos se iluminaron, pues era un arquero famoso entre los suyos.
Los seis salieron al patio.

—¿Qué usaremos como diana?

—Creo que esa manzana que cuelga de aquella rama sobre el muro servirá —indicó Susan.

—Ésa está muy bien, muchacha —dijo Trumpkin—. ¿Te refieres a aquella amarilla cerca de la parte central del arco?

—No, ésa no —respondió ella—. La roja de allí arriba; encima de la almena.

—Parece más una cereza que una manzana —murmuró el enano, poniendo cara larga, pero no dijo nada en voz alta.

Echaron una moneda al aire para ver quién disparaba primero, algo que despertó un gran interés en Trumpkin, que jamás había visto lanzar una moneda, y Susan perdió.

Dispararían desde lo alto de la escalinata que conducía de la sala al patio, y todos comprendieron, por el modo en que el enano se colocaba y manejaba el arco, que sabía lo que hacía.

Clang, chasqueó la cuerda. Fue un disparo magnífico. La diminuta manzana se movió al pasar la flecha, y una hoja revoloteó hasta el suelo. A continuación Susan se apostó en lo alto de la escalinata y tensó su arco.

No disfrutaba con el concurso ni la mitad de lo que había disfrutado Edmund; no porque sintiera alguna duda sobre si acertaría a la manzana sino porque era tan bondadosa que casi le dolía vencer a alguien que ya había sido vencido.

El enano observó con profundo interés mientras su adversaria se acercaba la flecha a la oreja. Al cabo de un instante, con un sordo chasquido que todos oyeron perfectamente en aquel lugar tan silencioso, la manzana cayó sobre la hierba atravesada por la flecha de Susan.

—Muy bien, Su —gritaron los otros niños.

—En realidad no ha sido mejor que tu disparo —dijo Susan al enano—. Creo que soplaba un poco de aire cuando disparaste.

—No, no es cierto —repuso Romeo

—No lo digas. Sé cuando me han vencido en buena lid. Ni siquiera mencionaré que la cicatriz de la última herida que recibí me molesta un poco cuando echo hacia atrás el brazo—prosiguio el enano.

—¿Estás herido? —preguntó Lucy—. Deja que le eche un vistazo.

—No es una visión agradable para una niña —empezó a decir Trumpkin, pero en seguida se interrumpió—. Ya vuelvo a hablar como un idiota —dijo—. Supongo que resultarás ser tan buena cirujana como tu hermano espadachín o tu hermana tiradora con arco.

Se sentó en los peldaños, se quitó la coraza y se despojó de la camisa, mostrando un brazo tan peludo y fornido (en proporción) como el de un marino, aunque no mucho más grande que el de un niño.

El hombro lucía un vendaje chapucero que Lucy procedió a desenrollar. Debajo de las vendas, el corte tenía bastante mal aspecto y estaba muy inflamado.

—¡Oh!, pobre Trumpkin —exclamó la niña—. ¡Qué horroroso!

Luego procedió a verter sobre la herida, con sumo cuidado, una gota del licor de su frasco.

—¡Oye! ¿Eh? ¿Qué has hecho? —inquirió el enano.

—Desaparecio—dijo Romeo sorprendió y a la vez sintiendo intriga por la pequeña Lucy.

Pero por mucho que volviera la cabeza, bizqueara y sacudiera la barba de un lado a otro, no conseguía ver bien su hombro. Entonces lo palpó lo mejor que pudo, colocando brazos y dedos en posiciones imposibles como uno hace al intentar rascarse en un lugar situado fuera de su alcance.

A continuación balanceó el brazo, lo levantó y puso a prueba los músculos, y finalmente se puso en pie de un salto exclamando:

—¡Gigantes y jamelgos! ¡Está curado! ¡Está como nuevo! —Dicho aquello profirió una sonora carcajada y siguió—. Vaya, he hecho el ridículo como ningún enano lo ha hecho jamás. No estaran ofendidos, espero. Presento mis más humildes respetos a Sus Majestades… Mis más humildes respetos. Y les doy las gracias por salvarnos la vida, curarme, darnos de desayunar… y darnos, también, una lección.

Todos los niños dijeron que no pasaba nada y que ni lo mencionara.

—Y ahora —dijo Peter—. Si realmente han decidido creer en nosotros…

—¡Por supuesto!—hablaron Romeo y Trumpkin al unísono.

—Está muy claro lo que debemos hacer. Tenemos que reunirnos con Caspian de inmediato.

—Cuanto antes mejor —asintió Romeo.

—Mi estúpido comportamiento ya nos ha hecho perder casi una hora—secundo el enano al joven rubio.

—Son unos dos días de viaje, por el camino que tomaste —dijo Peter—. Para nosotros, quiero decir. No podemos andar todo el día y toda la noche como ustedes—entonces se volvió hacia los demás—. Evidentemente, lo que Trumpkin denomina el Altozano de Aslan es la Mesa de Piedra. Recordaran que había más o menos medio día de marcha, o un poco menos, desde allí hasta los Vados de Beruna…

—El Puente de Beruna, lo llamamos —indicó Trumpkin.

—No existía ningún puente en nuestra época —repuso Peter—. Y luego desde Beruna hasta llegar aquí era otro día y un poco más. Por lo general llegábamos a casa aproximadamente a la hora de la cena del segundo día, andando sin prisas. Yendo de prisa, quizá podríamos realizar todo el trayecto en un día y medio.

—Pero recuerda que ahora todo está lleno de bosques —dijo Romeo tratando de que Peter comprendiera mejor y buscará otra ruta—. Y también hay que esquivar al enemigo.

—Escuchan —intervino Edmund—. ¿Es necesario ir por el mismo camino que utilizó nuestro «Querido Amiguito»?

—No siga con eso, Majestad—protestó Romero poniéndose a la defensiva.

—Muy bien —respondió éste—. ¿Podría decir nuestro QA?

—Vamos, Edmund —dijo Susan—. No sigas tratándolo así.

—No pasa nada, señorita… quiero decir, Majestad —dijo el joven rubio con una risita—. Una mofa no levanta ampollas.

Y después de aquello lo llamaron tan a menudo QA que llegó un momento en que casi olvidaron lo que significaba la sigla.

—Como decía —continuó Edmund—. No es necesario que vayamos por ahí. ¿Por qué no podríamos remar un poco en dirección sur hasta llegar al Cabo del Mar de Cristal y luego remar hasta tierra? Eso nos conduciría justo detrás de la Colina de la Mesa de Piedra. Además, estaremos a salvo mientras nos hallemos en el mar. Si nos ponemos en marcha al momento, podemos estar en el Cabo del Mar de Cristal antes de que anochezca, dormir unas cuantas horas, y llegar hasta Caspian muy temprano mañana.

—Qué gran cosa es conocer la costa —dijo Trumpkin—. Ninguno de nosotros sabe nada sobre el Mar de Cristal.

—¿Qué hay de la comida? —preguntó Susan.

—Tendremos que arreglárnoslas con manzanas —respondió Lucy—. Pongámonos en marcha de una vez. No hemos hecho nada aún, y llevamos aquí casi dos días.

—Ah, y por si se les había ocurrido, nadie va a volver a usar mi gorra como cesto para el pescado —declaró Edmund.

—Que poco aguanta su majestad—murmuro Romeo a lo que Lucy sonrió levemente.

Utilizaron uno de los impermeables a modo de bolsa y colocaron una buena cantidad de manzanas en su interior.

Luego todos tomaron un buen trago de agua en el pozo, ya que no encontrarían más agua potable hasta que desembarcaran en el Cabo del Mar de Cristal, y bajaron hasta donde estaba el bote.

Los niños se sintieron apenados por tener que abandonar Cair Paravel, pues incluso en ruinas, de nuevo había empezado a parecerles su hogar.

—Será mejor que el QA se ponga al timón —dijo Peter—. Y Ed y yo nos haremos cargo de un remo cada uno. Esperen un momento. Más vale que nos quitemos las cotas de malla: vamos a sudar bastante antes de haber acabado. Las chicas que se coloquen en la proa y vayan dando instrucciones al Trumpkin o de QA, porque no conoce el camino. Será mejor que nos llevéis bastante mar adentro hasta que hayamos dejado atrás la isla.

Y, muy pronto, la verde costa poblada de árboles de la isla quedó atrás, sus pequeñas bahías y cabos se tornaron más planos, y la embarcación se balanceó en el suave oleaje. El mar fue ensanchándose a su alrededor y tornándose más azul a lo lejos, mientras que alrededor del bote aparecía verde y burbujeante.

Todo olía a sal, y no se oía otro ruido que el susurro del agua, el chapoteo de las olas contra los costados, el salpicar de los remos y el traqueteo de los escálamos. El sol empezó a calentar con fuerza.

Estar en la proa resultó delicioso para Lucy y Susan, que se inclinaban por encima del borde e intentaban introducir las manos en el agua sin conseguirlo. El fondo, en su mayor parte compuesto de arena limpia y clara pero con alguna que otra parcela de algas color púrpura, se distinguía perfectamente debajo de ellos.

—Es como en los viejos tiempos —declaró Lucy—. ¿Recuerdas nuestro viaje a Terebinthia, a Galma, a las Siete Islas y a las Islas Solitarias?

—Sí —respondió Susan—. ¿Y recuerdas tú nuestra gran nave, el Esplendor diáfano, con la cabeza de cisne en la proa y las alas de cisne talladas que retrocedían casi hasta el combés?

—¿Y las velas de seda, y los enormes faroles de popa?

—Y los banquetes en la toldilla y los músicos.

—¿Recuerdas cuando hicimos que los músicos tocaran la flauta en las jarcias para que pareciera música salida del cielo?

Al cabo de un rato Susan se hizo cargo del remo de Edmund y éste fue a reunirse con Lucy en la proa. Ya habían dejado atrás la isla y se hallaban más cerca de la costa, que estaba desierta y llena de árboles. La habrían encontrado muy bonita de no haber recordado la época en que estaba despejada y ventosa y llena de alegres camaradas.

—¡Uf! Es una tarea agotadora —dijo Peter.

—¿Puedo remar un rato? —preguntó Lucy.

—Los remos son demasiado grandes para ti —respondió Peter con sequedad, no porque estuviera enojado sino porque no le quedaban fuerzas para conversar.

—Si gusta yo puedo seguir.

—No Romeo, mejor quédate ahí, yo puedo seguir con esto —respondio Peter secamente al joven rubio, incómodandolo un poco.

—¿Por qué Romeo?—cuestiono la pequeña Lucy al joven que estaba aún lado de ella.

—Quisiera ayudar un poco.

—No me refiero a eso, ¿Por qué tu nombre de Romeo?

—Ah, no lo sé a mi madre le gusto se nombre.

—¿No será por el libro de Romeo y Julieta?

—¿Romeo y quién?

—Julieta.

—Nunca he escuchado ese nombre—y con eso dio terminado la conversación con la pequeña pecosa.

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