xiv
TODOS TIENEN UN DÍA MUY AJETREADO
Un poco antes de las dos de la tarde, Trumpkin y el tejón estaban sentados junto con el resto de las criaturas en el linde del bosque, contemplando la reluciente hilera del ejército de Miraz situada a unos dos tiros de flecha.
Entre ambos se había delimitado con estacas un espacio cuadrado de hierba rasa para el duelo. En los dos extremos más alejados estaban Glozelle y Sopespian con las espadas desenvainadas.
Las dos esquinas más cercanas las ocupaban el gigante Turbión y el Oso Barrigudo, quien a pesar de todas las advertencias recibidas se dedicaba a lamerse las patas y mostraba un aspecto, si hay que ser sincero, extraordinariamente estúpido.
Para compensarlo, Tormenta de las Cañadas, al lado derecho del terreno de la liza, completamente inmóvil excepto cuando golpeaba el suelo con uno de los cascos traseros, aparecía mucho más impresionante que el barón telmarino, situado frente a él a la izquierda.
Peter acababa de estrechar las manos de Edmund y del Aria, y se dirigía al lugar del combate. Era igual que el momento antes de que suene el disparo en una carrera importante, o mucho peor.
—Ojalá Aslan hubiera aparecido antes de tener que llegar a esto —comentó Trumpkin.
—También lo pensaba yo —dijo Buscatrufas—, pero mira a tu espalda.
—¡Cuervos y cacharros! —masculló el enano en cuanto lo hizo—. ¿Qué son? Son gente enorme, gente hermosa, igual que dioses, diosas y gigantes. Cientos de miles de ellos, que se aproximan por detrás. ¿Qué son?
—Son las dríadas, hamadríadas y silvanos —respondió el tejón—. Aslan los ha despertado.
—¡Vaya! —dijo la princesa—. Serán muy útiles si el enemigo intenta alguna traición. Pero no ayudarán demasiado al Sumo Monarca si Miraz resulta ser más diestro con su espada.
El tejón no dijo nada, pues en aquel momento Peter y Miraz entraban en el terreno cercado, ambos a pie, ambos con cotas de malla, yelmos y escudos.
Avanzaron hasta estar muy cerca el uno del otro. Ambos realizaron una inclinación y parecieron hablar, pero fue imposible oír lo que decían.
Al cabo de un instante las dos espadas centellearon bajo la luz del sol, y durante un segundo se pudo oír el estrépito del metal, pero éste quedó inmediatamente ahogado porque los dos ejércitos empezaron a gritar igual que una multitud enfervorizada en un partido de fútbol.
—¡Bien hecho, Peter, muy bien hecho! —gritó Edmund al ver como Miraz retrocedía un paso y medio—. ¡Sigue así, rápido!
Y Peter lo hizo, y durante unos segundos pareció que el combate estaba ganado. Pero entonces Miraz se recuperó, y empezó a hacer auténtico uso de su peso y estatura.
—¡Miraz! ¡El rey! ¡El rey! —rugieron los telmarinos.
Aria y Edmund palidecieron, llenos de horrible ansiedad.
—¡Menudos golpes está recibiendo Peter! —dijo Edmund.
—¡Vaya! —exclamó Aria—. ¿Qué sucede ahora?
—Se están separando —indicó Edmund—. Espero que recuperen el aliento. Observa. Ya vuelven a empezar, de un modo más técnico. Describen círculos sin parar, tanteándose las defensas mutuamente.
—Me temo que este Miraz sabe lo que se hace —refunfuñó el doctor.
Pero apenas acababa de decirlo cuando hubo tales aplausos, gritos y voltear de capuchas en el aire entre los viejos narnianos que resultó casi ensordecedor.
—¿Qué ha sido eso? ¿Qué ha sido eso? —inquirió el doctor—. Mis ancianos ojos no lo han captado.
—El Sumo Monarca acaba de pincharlo en la axila —explicó Aria, sin dejar de aplaudir—. Justo donde el agujero de la manga de la cota de malla deja pasar la punta. Se acaba de derramar sangre.
—De todos modos vuelve a no pintar bien —indicó Edmund—. Peter no utiliza el escudo correctamente. Sin duda tiene el brazo izquierdo herido.
Era muy cierto. Resultaba evidente para todos que el escudo de Peter colgaba sin fuerza. Los gritos de los telmarinos se redoblaron.
—Tu has visto más combates que yo —hablo Aria nuevamente—. ¿Hay alguna posibilidad ahora?
—Poquísimas —respondió Edmund—. Supongo que tal vez pueda conseguirlo. Con suerte.
—¡Ay! ¿Por qué permitimos que sucediera?
De repente todo el vocerío en ambos bandos se acalló. Edmund se sintió desconcertado por un instante; la azabache lo noto y tomo su mano para tranquilizarlo un poco, luego dijo:
—Ya comprendo. Los dos han acordado un descanso. Vamos, doctor. Usted y yo podríamos hacer algo por el Sumo Monarca.
Con la mano aún entrelazada de Aria, bajaron corriendo al cercado y Peter salió fuera de las cuerdas para ir a su encuentro, con el rostro rojo y sudoroso, y el pecho jadeante.
—¿Tienes una herida en el brazo izquierdo? —preguntó su hermano.
—No es exactamente una herida —respondió él—. Recibí todo el peso de su hombro sobre el escudo, como una carretada de ladrillos, y el borde del escudo se clavó en mi muñeca. No creo que esté rota, pero podría ser una torcedura. Si pudieras atarla muy fuerte creo que me las arreglaría.
Mientras lo hacían, Edmund preguntó, ansioso:
—¿Qué opinas, Peter?
—Es duro —respondió él—. Muy duro. Podré vencerlo si lo mantengo en movimiento hasta que su peso y el cansancio se vuelvan en su contra. De lo contrario, no tengo demasiadas posibilidades. Dale todo mi amor a todo el mundo en casa, Ed, si acaba conmigo. Bueno, ya vuelve a la palestra. Hasta luego, chico. Adiós, doctor, Aria. Y oye, Ed, dile algo especialmente agradable a Trumpkin. Ha sido un gran tipo, y por Aslan date una oportunidad con ella.
Edmund no consiguió decir nada. Regresó junto con el doctor y la azabache a sus propias filas con una horrible sensación en el estómago.
—Hey —llamo su atención Aria que había sujetado su barbilla para que la mirara —. Todo estará bien, yo estaré contigo.
Aria puso su mano sobre su mejilla a lo que Edmund cerro los ojos ante su tacto,Sin embargo, en el nuevo asalto le fue bien.
Peter parecía ya capaz de usar un poco el escudo, y desde luego hacía un buen uso de los pies. Casi jugaba a «tú la llevas» con Miraz, manteniéndose fuera de su alcance, cambiando de posición y haciendo que el enemigo se moviera.
—¡Cobarde! —abuchearon los telmarinos—. ¿Por qué no os enfrentáis a él? No os gusta, ¿eh? Pensábamos que habíais venido aquí a luchar, no a bailar. ¡Uh!
—Espero que no les haga caso —dijo Aria.
—No lo hará —respondió Edmund—. No lo conocéis. ¡Vaya!
Miraz había conseguido asestar un golpe al yelmo de Peter, quien se tambaleó, resbaló a un lado y cayó sobre una rodilla. El rugido de los telmarinos se elevó como el sonido del mar.
—¡Ahora, Miraz! —aullaron—. ¡Ahora! ¡Rápido! ¡Rápido! ¡Matadlo!
Desde luego no era necesario incitar al usurpador, pues éste se hallaba ya de pie junto a Peter. Edmund se mordió los labios hasta hacer brotar sangre, mientras la espada descendía sobre su hermano.
Pareció que iba a rebanarle la cabeza, pero ¡a Dios gracias!, rebotó en el hombro derecho. La cota de malla forjada por los enanos era resistente y no se rompió.
—¡Diablos! —gritó Edmund—. Se ha vuelto a levantar. ¡Vamos, Peter, vamos!
—No he podido ver qué sucedía —dijo el doctor—. ¿Cómo lo ha hecho?
—Ha sujetado el brazo de Miraz mientras descendía —explicó Trumpkin, dando saltos de júbilo—. ¡Eso es un guerrero! Utiliza el brazo del enemigo como escala. ¡Viva el Sumo Monarca! ¡Viva el Sumo Monarca! ¡Arriba, Vieja Narnia!
—Miren —indicó Buscatrufas—. Miraz está enojado. Eso es bueno.
Desde luego en aquel momento luchaban a brazo partido: tal era el frenesí de golpes que parecía imposible que no perecieran ambos.
A medida que aumentaba la excitación, los gritos casi se apagaron. Los espectadores contenían el aliento. Era un espectáculo horrible y magnífico a la vez.
Un gran grito surgió de los viejos narnianos. Miraz había caído; no golpeado por Peter, sino de bruces, después de haber tropezado con un montecillo de hierbas. Peter retrocedió, aguardando a que se incorporara.
—Maldita sea, maldita sea, maldita sea —dijo Edmund para sí—. ¿Es que tiene que ser caballeroso hasta ese punto? Supongo que sí. Es el resultado de ser un caballero y un Sumo Monarca. Supongo que es lo que le gustaría a Aslan. Pero ese bruto se pondrá en pie dentro de nada y entonces…
Pero aquel «bruto» nunca se levantó. Los lores Glozelle y Sopespian tenían sus propios planes preparados. En cuanto vieron a su rey caído saltaron a la palestra gritando:
—¡Traición! ¡Traición! El traidor narniano lo ha apuñalado por la espalda mientras yacía impotente. ¡A las armas! ¡A las armas, Telmar!
Peter apenas comprendió lo que sucedía. Vio a dos hombres fornidos que corrían hacia él con las espadas desenvainadas. Luego un tercer telmarino saltó también las cuerdas a su izquierda.
—¡A las armas, Narnia! ¡Traición! —gritó Peter.
Si los tres se hubieran abalanzado sobre él a la vez no habría vuelto a hablar jamás; pero Glozelle se detuvo para apuñalar a su propio rey allí donde yacía.
—Eso es por su insulto, esta mañana —musitó mientras la hoja se hundía.
Peter se dio la vuelta para enfrentarse a Sopespian, le acuchilló las piernas y, con el mismo movimiento de retorno del arma, le rebanó la cabeza. Edmund se hallaba ya junto a él gritando:
—¡Narnia, Narnia! ¡Por el león!
Todo el ejército telmarino se abalanzaba sobre ellos; pero el gigante empezó a avanzar con fuertes pisadas, bien inclinado y balanceando el garrote.
Los centauros cargaron. Clanc, clanc detrás y zum, zum sobre sus cabezas sonaban los arcos de los enanos. Trumpkin combatía a su izquierda. Se había iniciado una batalla campal.
—¡Retrocede, Reepicheep, insensato! —gritó Peter—. Sólo conseguirás que te maten. Éste no es lugar para ratones.
Pero las menudas criaturitas no dejaban de danzar de un lado a otro por entre los pies de ambos ejércitos. Muchos guerreros telmarinos sintieron ese día como si les perforaran el pie con una docena de espetones, saltaron sobre una pierna maldiciendo de dolor, y fueron derribados en no pocas ocasiones. Si alguno caía, los ratones acababan con él; si no lo hacía, otros se ocupaban de él.
Sin embargo, incluso antes de que hubieran empezado a entusiasmarse con la tarea, los viejos narnianos se encontraron con que el enemigo empezaba a retroceder.
Guerreros de aspecto duro palidecían, contemplaban aterrorizados no a los viejos narnianos sino algo situado detrás de ellos, y a continuación arrojaban las armas al suelo, aullando:
—¡El bosque! ¡El bosque! ¡El fin del mundo!
Muy pronto ya no pudieron oírse ni sus gritos ni el sonido de las armas en medio del rugido parecido a un oleaje de los árboles recién despertados que se abrían paso por entre las filas del ejército de Peter, y luego seguían adelante, persiguiendo a los telmarinos.
¿Has estado alguna vez en el linde de un gran bosque, en una cordillera elevada, cuando el violento viento del sudoeste se abate sobre él con toda la furia de una tarde de otoño?
Imagina ese sonido y luego imagina que el bosque, en lugar de estar fijo en un sitio, corriera hacia ti; y que ya no se tratara de árboles sino de gente enorme; pero que no obstante recordaran a los árboles porque los largos brazos se agitaran igual que ramas y las cabezas se balancearan y una lluvia de hojas cayera a su alrededor. Eso fue lo que vieron los telmarinos.
Incluso resultó un tanto alarmante para los narnianos. En unos minutos todos los seguidores de Miraz corrían hacia el Gran Río con la esperanza de cruzar el puente hasta la ciudad de Beruna y defenderse allí al amparo de murallas y puertas cerradas.
Llegaron al río, pero no había puente. Había desaparecido de la noche a la mañana. Entonces un terror y horror incontrolables se apoderaron de todos ellos y se rindieron.
Pero ¿qué le había sucedido al puente?
Con las primeras luces del día, tras unas pocas horas de sueño, las niñas despertaron y se encontraron con Aslan de pie junto a ellas, que les decía:
—Vamos a divertirnos.
Se frotaron los ojos y miraron a su alrededor. Los árboles se habían ido pero todavía se podían ver alejándose en dirección al Altozano de Aslan en forma de oscuras masas. Baco y las bacantes —sus impetuosas y atolondradas muchachas— y Sileno estaban allí. Lucy, totalmente descansada, se levantó de un salto.
Todo el mundo estaba despierto, y todo el mundo reía, sonaban flautas, golpeaban los platillos. Animales, no Bestias Parlantes, se aproximaban a ellos desde todas las direcciones.
—¿Qué sucede, Aslan? —preguntó Lucy, con los ojos brillantes y los pies deseando bailar.
—Vengan, niñas —dijo él—. Volved a montar en mi lomo.
—¡Magnífico! —exclamó Lucy, y las dos niñas montaron sobre el cálido lomo como habían hecho nadie sabía cuántos años atrás.
A continuación todo el grupo se puso en movimiento; con Aslan a la cabeza, con Baco y sus bacantes pegando saltos, corriendo y dando volteretas, con los animales retozando a su alrededor y con Sileno y su asno cerrando la marcha.
Giraron un poco a la derecha, descendieron corriendo por una empinada colina, y encontraron el largo puente de Beruna frente a ellos. Sin embargo, antes de que empezaran a cruzarlo, de las aguas surgió una enorme y mojada cabeza barbuda, más grande que la de un hombre, coronada de juncos.
Miró a Aslan y de su boca surgió una voz profunda.
—Saludos, mi señor —dijo—. Soltad mis cadenas.
—¿Quién diantres es ése? —musitó Susan.
—Creo que es el dios del río —respondió Lucy.
—Baco —indicó Aslan—, libéralo de sus cadenas.
«Supongo que se refiere al puente», pensó Lucy.
Y así era. Baco y sus acompañantes se introdujeron con un gran chapoteo en las poco profundas aguas, y al cabo de un minuto empezó a suceder algo muy curioso.
Enormes y poderosos troncos de hiedra se enroscaron alrededor de todos los pilares del puente, creciendo con la misma velocidad que las llamas, para envolver las piedras por completo, agrietarlas, romperlas y separarlas.
Las paredes del puente se convirtieron en setos adornados de espinos durante un instante y a continuación desaparecieron cuando toda la estructura, con un estremecimiento y un retumbo se derrumbó en las arremolinadas aguas.
Entre chapoteos, gritos y risas el alegre grupo se puso a vadear, nadar o bailar a través del remanso
—«¡Viva, vuelve a ser el Vado de Beruna!», gritaban las muchachas—, para luego ascender por la orilla del lado opuesto y dirigirse a la ciudad.
Toda la gente que había en las calles huyó ante ellos. La primera casa a la que llegaron era una escuela: una escuela para niñas, donde un buen número de pequeñas narnianas, con las melenas bien repeinadas, horribles cuellos rígidos alrededor de la garganta y gruesas medias rasposas en las piernas, asistían a una lección de Historia.
La clase de «Historia» que se enseñaba en Narnia bajo el mandato de Miraz era más aburrida que la historia más auténtica que uno haya leído nunca y menos cierta que el relato de aventuras más emocionante.
—Si no prestas atención, Gwendolen —dijo la profesora—, y dejas de mirar por la ventana, tendré que ponerte una mala nota en disciplina.
—Por favor, señorita Prizzle… —empezó la niña.
—¿No me has oído, Gwendolen? —inquirió la señorita Prizzle.
—Pero por favor, señorita Prizzle —repitió ella—. ¡Hay un LEÓN!
—Tienes dos faltas de disciplina por decir tonterías —indicó la profesora—. Y ahora…
Un rugido interrumpió sus palabras, y zarcillos de enredaderas penetraron zigzagueantes por las ventanas del aula.
Las paredes se transformaron en una masa de reluciente color verde, y ramas llenas de hojas formaron arcos sobre sus cabezas allí donde había estado el techo.
La señorita Prizzle descubrió que se encontraba sobre un suelo de hierba en un claro del bosque. Se aferró al pupitre para recuperar la serenidad, y se encontró con que el pupitre era un rosal.
Gentes estrafalarias como nunca había imaginado siquiera se amontonaban a su alrededor. Entonces vio al león, lanzó un alarido y salió huyendo, y con ella huyó su clase, compuesta principalmente por niñas regordetas y remilgadas con piernas rechonchas. Gwendolen vaciló.
—¿Te quedarás con nosotros, querida? —preguntó Aslan.
—¿Puedo? Gracias, gracias —respondió ella.
Al instante tomó las manos de dos de las bacantes, que la hicieron dar vueltas en una alegre danza y la ayudaron a desprenderse de algunas de las incómodas e innecesarias prendas que llevaba.
Dondequiera que fueran en la pequeña población de Beruna sucedía lo mismo. La mayoría de la gente huía, pero unos cuantos se unían a ellos. Cuando abandonaron la ciudad eran un grupo más grande y jubiloso.
Siguieron avanzando por los llanos campos de la orilla norte, o de la orilla izquierda, del río. En cada granja, salían animales a unirse a ellos. Viejos y tristes asnos que jamás habían conocido la alegría se tornaban repentinamente jóvenes otra vez; perros encadenados rompían sus cadenas; los caballos pateaban sus carretas hasta hacerlas pedazos y trotaban para reunirse con ellos —clop, clop— relinchando alegremente mientras hacían volar terrones de barro con sus cascos.
Junto a un pozo situado en un patio encontraron a un hombre que le pegaba a un muchacho. El palo floreció en la mano del hombre, que intentó arrojarlo al suelo, pero éste permaneció pegado a su mano. El brazo se convirtió en una rama, su cuerpo en el tronco de un árbol y sus pies echaron raíces. El muchacho, que momentos antes lloraba, prorrumpió en carcajadas y se unió a ellos.
En un pueblecito a medio camino del Dique de los Castores, donde se unían dos ríos, llegaron a otra escuela en la que una joven de aspecto cansado enseñaba Aritmética a un grupo de muchachos de aspecto porcino. La muchacha miró por la ventana y vio a los divinos festejantes que subían cantando por la calle y una punzada de alegría atravesó su corazón. Aslan se detuvo justo bajo la ventana y alzó los ojos hacia ella.
—Oh, no, no —dijo ella—. Me encantaría. Pero no debo hacerlo. Tengo que cumplir con mi trabajo. Y los niños se asustarían si te vieran.
—¿Que nos asustaríamos? —inquirió el muchacho que más aspecto de cerdito tenía—. ¿Con quién habla por la ventana? ¡Vamos a contarle al inspector que habla con gente por la ventana cuando debería darnos clase!
—Vayamos a ver quién es —propuso otro muchacho, y todos se apelotonaron en la ventana.
Pero en cuanto sus rostros mezquinos asomaron al exterior, Baco gritó con todas sus fuerzas: «Euan, euoi-oi-oi-oi» y los niños empezaron a chillar aterrorizados y a pisotearse unos a otros para conseguir salir por la puerta o saltar por las ventanas. Y se dijo después, aunque no se sabe si es cierto o no, que a aquellos niños en concreto no se los volvió a ver nunca más, pero que aparecieron gran cantidad de cerditos magníficos que nadie había visto antes en esa parte del país.
—Ya está, querida mía —dijo Aslan a la profesora; y ella saltó al suelo y se unió al grupo.
En el Dique de los Castores volvieron a cruzar el río y siguieron hacia el oeste por la orilla meridional. Llegaron a una casita en la que había un niño en la puerta, llorando.
—¿Por qué lloras, cariño? —preguntó Aslan.
El niño, que jamás había visto un dibujo de un león, no sintió miedo de él.
—Mi tía está muy enferma —explicó—. Se va a morir.
Entonces Aslan hizo ademán de entrar por la puerta de la casa, pero era demasiado pequeña para él. Así pues, una vez que consiguió introducir la cabeza, empujó con los hombros —Lucy y Susan cayeron de su lomo cuando lo hizo— y levantó toda la casa en el aire y ésta se desplomó hacia atrás y se hizo pedazos. Y allí, todavía en la cama, a pesar de que la cama estaba ahora al aire libre, yacía una anciana que parecía tener sangre enana. Estaba a las puertas de la muerte, pero cuando abrió los ojos y vio la reluciente y peluda cabeza del león que la miraba fijamente a la cara, no chilló ni se desmayó, sino que dijo:
—¡Aslan! Ya sabía que era cierto. He esperado esto toda mi vida. ¿Has venido a llevarme contigo?
—Sí, querida mía —respondió él—. Pero no para efectuar el largo viaje, todavía.
Y mientras él hablaba, igual que el arrebol que surge por debajo de una nube al amanecer, el color regresó a su rostro pálido, los ojos recuperaron el brillo y la mujer se sentó en la cama y declaró:
—Vaya, me siento estupendamente. Creo que desayunaré algo.
—Pues aquí tienes, anciana —dijo Baco, sumergiendo una jarra en el pozo de la casa y entregándosela.
Pero en el recipiente no había agua sino el vino más exquisito, rojo como la jalea de grosellas, suave como el aceite, reconstituyente como la carne, reconfortante como el té y fresco como el rocío.
—Le has hecho algo a nuestro pozo —comentó la mujer—. Es todo un cambio, ya lo creo. —Y saltó de la cama.
—Monta sobre mi lomo —indicó Aslan, y añadió, dirigiéndose a Susan y a Lucy—: Ahora ustedes dos tendrán que correr.
—¡Encantadas! —respondió Susan; y ambas se bajaron.
Y así, finalmente, entre saltos, bailes y canciones, acompañados de música, risas, rugidos, ladridos y relinchos, todos llegaron al lugar donde estaba el ejército de Miraz, que arrojaba ya las armas al suelo y alzaba las manos, rodeado por el ejército de Peter, que seguía empuñando sus armas con respiración jadeante, y los contemplaba con rostros severos y satisfechos. Y lo primero que sucedió fue que la anciana descendió del lomo de Aslan y corrió hacia los hermanos y ambos se abrazaron, pues se trataba de su antigua aya.
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