xiii
EL SUMO MONARCA TOMA EL MANDO
—Bien —dijo Peter, cuando terminaron de comer—, Aslan y las chicas, es decir la reina Susan y la reina Lucy, Caspian y Aria, están cerca de aquí. No sabemos cuándo actuará él. Cuando él lo considere oportuno, sin duda, no nosotros. Mientras tanto le gustaría que hiciéramos lo que nos fuera posible por nuestra propia cuenta. Según ustedes, Aria y Caspian, no tenemos un ejército lo bastante poderoso para enfrentarnos a Miraz en una batalla campal.
—Eso me temo, Sumo Monarca —respondió Caspian.
Cada vez le caía mejor Peter, pero se sentía un tanto cohibido. Le resultaba más extraño a él encontrarse con los grandes reyes de las viejas historias que a ellos encontrarse con él.
En cambió la azabache no se limitaba a ver una que otra vez al pecoso, pues le había llamado la atención aquel joven, cuando lo miraba el repentinamente la miraba de igual manera.
—Muy bien, pues —declaró Peter—, le enviaré un desafío para un combate cuerpo a cuerpo.
A nadie se le había ocurrido aquella posibilidad.
—Por favor —dijo Aria—, ¿no podría ser uno de nosotros? Quieremos vengar a nuestros padre.
—Estas herida —contestó Edmund —. Quiero decir que tú estás herida y no creo que puedas ser capas de hacer eso.
—Esta insinuando que no puedo usar mi espada por no ser capas —el rostro de Aria se comenzó a fruncir, haciendo que Caspian mirara a su hermana con cierto temor.
—Y además, ¿no se reiría de un desafío? Quiero decir, nosotros hemos comprobado que son un rey y una reina, además de ser unos guerreros, pero él los considera unos niños —intervino Peter al sentir que el ambiente se tensaba.
—Pero, señor —intervino el tejón, que estaba sentado muy cerca de Peter y no apartaba los ojos de él ni un segundo—. ¿Aceptará un desafío que provenga de usted? Sabe que posee el ejército más poderoso.
—Es muy probable que no lo haga, pero siempre existe la posibilidad de que acepte. E incluso aunque no lo haga, pasaremos la mayor parte del día enviando heraldos de un lado a otro y todo eso. Para entonces tal vez Aslan haya hecho algo. Y al menos podré inspeccionar el ejército y reforzar la posición. Enviaré el desafío. Es más, lo escribiré ahora mismo. ¿Tiene pluma y tinta, maese doctor?
—Un hombre de letras jamás anda por ahí sin ellas, Majestad —respondió el doctor Cornelius.
—Magnífico, empezaré a dictar —dijo Peter.
Mientras el doctor extendía un pergamino y abría su tintero de cuerno y afilaba la pluma, Peter se recostó hacia atrás con los ojos medio cerrados y rememoró la lengua en la que había redactado tales cosas mucho tiempo atrás durante la era dorada de Narnia.
—Bien —dijo por fin—. Y ahora, ¿está listo, doctor?
El doctor Cornelius humedeció la pluma y aguardó, y Peter dictó como sigue:
—Peter, por el don de Aslan, por elección, por prescripción y por conquista, Sumo Monarca sobre todos los reyes de Narnia, Emperador de las Islas Solitarias y Señor de Cair Paravel, Caballero de la muy Noble Orden del León, a Miraz, hijo de Caspian VIII, en un tiempo Lord Protector de Narnia y que ahora se llama a sí mismo rey de Narnia, saludos. ¿Lo has apuntado bien?
—Narnia, coma, saludos —murmuró el doctor—. Sí, señor.
—Entonces empieza un nuevo párrafo —indicó Peter—. Para impedir el derramamiento de sangre, y para el soslayamiento de todos los demás inconvenientes que puedan surgir de las guerras que tienen lugar en nuestro reino de Narnia, tenemos el placer de aventurar nuestra real persona en nombre de nuestros leales y queridos a la princesa Aria y al príncipe Caspian en limpio combate para demostrar sobre el cuerpo de Su Señoría que dicho Caspian es rey legítimo de Narnia tanto por nuestro obsequio como por las leyes de los telmarinos, y que Su Señoría es culpable doblemente de traición tanto por denegar el dominio de Narnia a dicho Aria y a Caspian como por el muy abomminable, no olvide escribirlo con dos emes, doctor, sanguinario, y antinatural asesinato de vuestro bondadoso señor y hermano el llamado rey Caspian IX. Por lo cual muy gustosamente provocamos, desafiamos y retamos a Su Señoría a dicho combate y monomaquia, y enviamos esta misiva de la mano de nuestro muy amado y real hermano Edmund, antiguo monarca bajo nuestro reinado en Narnia, Duque del Erial del Farol y Conde del Linde Occidental, caballero de la Noble Orden de la Mesa, a quien hemos otorgado completos poderes para fijar con Su Señoría todas las condiciones del susodicho combate. Fechado en nuestros aposentos del Altozano de Aslan este día duodécimo del mes de la Bóveda Verde del primer año de Caspian X de Narnia.
»Eso debería servir —declaró Peter, aspirando con energía—. Y ahora debemos enviar a otros dos con el rey Edmund. Creo que el gigante debería ser uno de ellos.
—No es… no es muy listo, ¿sabe? —dijo Caspian.
—Claro que no. Pero cualquier gigante tiene un aspecto impresionante si mantiene la boca cerrada. Y eso le dará ánimos. Pero ¿quién será el otro?
—Le aseguro —dijo Trumpkin— que si quiere a alguien de mirada asesina, Reepicheep sería el mejor.
—Ya lo creo, a juzgar por lo que he oído —respondió Peter con una carcajada—. Si no fuera tan pequeño… Si lo mandamos, ¡ni siquiera lo verán hasta que esté muy cerca!
—Envien a Borrasca de las Cañadas, Majestad —sugirió Buscatrufas—. Nadie se ha reído jamás de un centauro.
—Puedo ir yo también —dijo Aria llamando la atención de todos los presentes —. Oh el rey Edmund piensa que no soy digna de ir con el.
—No se hable más, Borrascas de las Cañadas, el gigante, la princesa Aria y el rey Edmund irán a dejar el mensaje y firmar los acuerdos —hablo Peter nuevamente para que prepararán a los mensajeros.
Al cabo de una hora dos grandes nobles del ejército de Miraz, lord Glozelle y lord Sopespian, que paseaban ante sus líneas de defensa escarbándose los dientes con un palillo después de haber desayunado, alzaron los ojos y vieron descendiendo hacia ellos desde el bosque al centauro y al gigante Turbión, a los que ya habían visto en combate, y entre ellos una figura que no reconocieron y junto a el a la azabache. Tampoco podrían haber reconocido a Edmund sus compañeros de escuela de haberlo visto en aquel momento. Aslan había soplado sobre él durante su encuentro y una especie de grandeza lo envolvía.
—¿Qué hay que hacer? —preguntó lord Glozelle—. ¿Atacar?
—Parlamentar, diría yo —respondió Sopespian—. Fijaos, llevan ramas verdes. Probablemente vienen a rendirse.
—El que anda entre el centauro y el gigante no tiene aspecto de venir a rendirse, mucho menos Aria —observó Glozelle—. ¿Quién puede ser? No es ese chico, Caspian.
—No, desde luego que no —repuso su compañero—. Éste es un guerrero fiero, se lo garantizo, me gustaría saber de dónde lo han sacado los rebeldes. Es una persona más regia, se lo digo a Su Señoría en privado, de lo que jamás fue Miraz. ¡Y qué cota de malla lleva! Ninguno de nuestros herreros es capaz de crear algo semejante.
—Apostaría mi tordo Pomely a que trae un desafío, no una rendición —dijo Glozelle.
—¿Cómo puede ser? —inquirió el otro—. Tenemos atrapado al enemigo aquí. Miraz jamás sería tan estúpido como para desperdiciar su ventaja en un combate.
—Puede verse obligado a hacerlo —indicó su compañero en voz mucho más queda.
—Hablad en voz baja —dijo Sopespian—. Vayamos un poco hacia allí, donde no puedan oírnos esos centinelas. Bien. ¿He entendido correctamente el comentario de Su Señoría?
—Si el rey aceptara librar combate —susurró Glozelle— o bien mataría o lo matarían.
—Claro —respondió el otro, asintiendo con la cabeza.
—Y si él matara habríamos ganado esta guerra.
—Desde luego. ¿Y si no lo hiciera?
—Pues, si no, tendríamos las mismas probabilidades de ganarla sin el rey que con él. Pues no hace falta que diga a Su Señoría que Miraz no es un gran capitán. Y tras ello, nos encontraríamos a la vez victoriosos y sin monarca.
—Y lo que quiere decir, mi señor, es que usted y yo podríamos gobernar este país tan cómodamente sin rey como con él…
—Sin olvidar —dijo Glozelle, con una expresión repulsiva en el rostro—, que fuimos nosotros quienes lo pusimos en el trono. Y durante todos los años que lleva disfrutando de él, ¿qué frutos hemos obtenido? ¿Qué gratitud nos ha demostrado?
—No digas más —respondió Sopespian—. Miren; ya vienen a llamarnos a la tienda del rey.
Cuando llegaron a la tienda de Miraz vieron a Edmund, Aria y a sus dos compañeros sentados en el exterior, agasajados con pasteles y vino, tras haber entregado el desafío y haberse retirado mientras el rey lo estudiaba. Ahora que los veían tan de cerca los dos nobles telmarinos se dijeron que los tres resultaban muy alarmantes.
En el interior, encontraron a Miraz, desarmado y terminando de desayunar. Tenía el rostro sonrojado y el entrecejo fruncido.
—¡Tomen! —gruñó, arrojándoles el pergamino a través de la mesa—. Miren qué cuento infantil nos ha enviado ese mequetrefes de mis sobrinos.
—Con su permiso, Majestad —dijo Glozelle—, si el joven guerrero que acabamos de ver ahí fuera es el rey Edmund que se menciona en el escrito, yo no llamaría a eso un cuento infantil. ¡Parece un caballero muy peligroso!
—El rey Edmund, ¡bah! —exclamó Miraz—. ¿Es que Su Señoría cree en esos cuentos de viejas sobre Peter y Edmund y el resto?
—Creo en mis ojos, Majestad —respondió Glozelle.
—Vaya, esto es inútil —replicó Miraz—, pero en lo referente al desafío, ¿supongo que somos de la misma opinión?
—Eso supongo, desde luego, señor —indicó él.
—Y ¿cuál es? —preguntó el monarca.
—Indudablemente rechazarlo —dijo el noble—. Pues si bien jamás me han llamado cobarde, debo decir con toda claridad que enfrentarse a ese joven en combate es más de lo que mi corazón permitiría. Y si, como es probable, su hermano el Sumo Monarca es más peligroso que él…, pues, ni en sueños, mi señor rey, debe tener nada que ver con él.
—¡Maldito seas! —gritó Miraz—. No era ésa la clase de consejo que deseaba. ¿Crees que les pregunto si debería sentir miedo de enfrentarme a ese Peter, si es que existe tal persona? ¿Crees que le temo? Deseaba su consejo sobre lo prudente de la medida; sobre si nosotros, estando en ventaja, deberíamos arriesgarla en un desafío.
—A lo cual sólo puedo responder a Su Majestad —dijo Glozelle— que se dan todas las razones posibles por las que se debe rechazar el duelo. La muerte está pintada en el rostro del caballero desconocido.
—¡Ya volven a empezar! —exclamó Miraz, totalmente furioso—. ¿Es que interesa que parezca tan cobarde como Su Señoría?
—Su Majestad puede decir lo que le plazca —indicó el noble, malhumorado.
—Hablas como una anciana, Glozelle —dijo el rey—. ¿Qué dices tu, lord Sopespian?
—Ni lo toque, señor —fue la respuesta—. Y lo que Su Majestad dice sobre lo prudente de la medida nos viene muy bien. Da a Su Majestad razones para una negativa sin que haya motivos para cuestionar el honor o el valor del rey.
—¡Cielos! —exclamó Miraz, poniéndose en pie de un salto—. ¿Estan también hechizado hoy? ¿Creen que busco motivos para rechazarlo? En ese caso podríais llamarme cobarde directamente.
La conversación discurría exactamente tal como los dos nobles deseaban, de modo que no dijeron nada.
—Ya comprendo lo que sucede —siguió Miraz, tras contemplarlos con tanta fijeza que pareció que sus ojos fueran a saltar de las órbitas—, ¡Son tan cobardes como liebres y tienen la desfachatez de imaginar que soy como ustedes! ¡Motivos para una negativa! ¡Excusas para no pelear! ¿Se llaman soldados? ¿Son telmarinos? ¿Son hombres? Y si rehúso, como todos los argumentos de capitanía y política militar me instan a hacer, piensan, y enseñan a pensar a los otros, que tuve miedo. ¿No es cierto?
—Ningún soldado sensato —dijo Glozelle— llamaría cobarde a un hombre de nuestra edad por rechazar el combate con un gran guerrero que se halla en la flor de su juventud.
—De modo que también soy un viejo chocho con un pie en la sepultura, además de un cobarde —rugió Miraz—. Les diré lo que sucede, nobles míos. Con su consejos afeminados, que no hacen más que huir de la auténtica cuestión, que es la de los principios, habé conseguido todo lo contrario de lo que intentabn. Había pensado rechazarlo. Pero lo aceptaré. ¿Lo oyen? ¡Lo aceptaré! No dejaré que me avergüencen sólo porque algún encantamiento o traición se ha helado la sangre.
—Le suplicamos, Majestad… —dijo Glozelle, pero Miraz había salido como una exhalación de la tienda y oyeron cómo chillaba su aceptación a Edmund.
Los dos nobles intercambiaron miradas y rieron por lo bajo.
—Sabía que lo haría si lo irritábamos lo suficiente —comentó Glozelle—. Pero no olvidaré que me llamó cobarde. Pagará por ello.
Hubo una gran agitación en el Altozano de Aslan cuando llegó la noticia y se comunicó a las diferentes criaturas. Edmund, junto con uno de los capitanes de Miraz, había señalado ya el lugar del combate, y lo habían circundado con cuerdas y palos.
Dos telmarinos se colocarían en dos de las esquinas, y uno en el centro de uno de los lados, como jueces de la liza. Otros tres jueces para las otras dos esquinas los proporcionaría el Sumo Monarca.
Peter explicaba en aquel momento a Caspian y a Aria que ellos no podían ser uno de ellos, porque era por su derecho al trono por lo que peleaban, cuando de improviso una voz apagada y soñolienta dijo:
—Majestad, por favor.
Peter se volvió, y allí estaba el mayor de los Osos Barrigudos.
—Si lo permitís, Majestad —dijo—. Yo soy un oso.
—Desde luego, claro que lo eres, y un buen oso, además, no tengo la menor duda —respondió Peter.
—Sí —siguió el oso—; pero siempre fue un derecho de los osos facilitar un juez en las lizas.
—No se lo permita —susurró Trumpkin a Peter—. Es una criatura excelente, pero nos avergonzará a todos. Se dormirá y se chupará las patas. Enfrente del enemigo, además.
—No puedo evitarlo —replicó Peter—, porque tiene toda la razón. Los osos poseían ese privilegio. No sé cómo es que aún se acuerda después de todos estos años, cuando tantas otras cosas se han olvidado.
—Por favor, Majestad —insistió el oso.
—Es tu derecho —dijo Peter—, y serás uno de los jueces. Pero debes recordar no chuparte las patas.
—Desde luego que no —respondió el oso con voz escandalizada.
—Pero ¡si lo estás haciendo en estos momentos! —rugió Trumpkin.
El oso se sacó la pata de la boca y fingió no haber oído nada.
—¡Majestad! —dijo una voz aguda desde muy cerca del suelo.
—¡Ah, Reepicheep! —exclamó Peter, tras mirar arriba, abajo y a su alrededor como acostumbra a hacer la gente cuando les dirige la palabra un ratón.
—Señor —siguió Reepicheep—, mi vida está a su disposición, pero mi honor es mío. Majestad, tengo entre mi gente al único trompeta de su ejército. Había pensado que, tal vez, nos enviaria con el desafío. Majestad, mi gente se siente apenada. Quizá si tuvierais a bien que fuera un juez en la liza, ello la contentaría.
Un sonido no muy distinto de un trueno surgió de algún punto sobre sus cabezas en aquel momento, cuando el gigante Turbión prorrumpió en una de sus no muy inteligentes carcajadas a las que los gigantes de buena pasta son tan propensos. Se contuvo al instante y ya había adoptado una expresión tan seria como la de un nabo cuando Reepicheep descubrió por fin de dónde provenía el ruido.
—Me temo que no podrá ser —dijo Peter muy solemnemente—. Algunos humanos tienen miedo a los ratones…
—Eso había observado, Majestad —respondió el ratón.
—Y no sería muy justo para Miraz —siguió el monarca— tener a la vista cualquier cosa que pudiera embotar el filo de su valor.
—Su Majestad es un modelo de honor —dijo el ratón con una de sus admirables reverencias—. Y en esta cuestión pensamos lo mismo… Me pareció oír que alguien se reía hace un momento. Si alguno de los presentes desea convertirme en el tema de su ingenio, estoy totalmente a su servicio… con mi espada… en cuanto lo desee.
Un silencio terrible siguió a aquel comentario, que rompió Peter al decir:
—El gigante Turbión, el oso y el centauro Borrasca de las Cañadas serán nuestros jueces. El combate se celebrará dos horas después del mediodía. La comida se servirá al mediodía exactamente.
—Oye —dijo Edmund mientras se alejaban—, supongo que todo saldrá bien. Quiero decir, supongo que puedes derrotarlo…
—Por eso peleo contra él, para descubrirlo —respondió su hermano.
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