vii
LA VIEJA NARNIA ESTÁ EN PELIGRO
El lugar donde se habían encontrado con los faunos era, desde luego, el Prado Danzarín, y allí Caspian y sus amigos permanecieron hasta la noche del Gran Consejo.
Dormir bajo las estrellas, no beber otra cosa que agua de manantial y alimentarse principalmente de nueces y frutos silvestres fue una experiencia extraña para los azabache, después de su lecho de sábanas de seda en una habitación cubierta de tapices en el castillo, con comidas servidas en platos de oro y plata en la antesala, y sirvientes listos para acudir a cualquier llamada suya.
Sin embargo nunca había disfrutado tanto. Jamás el sueño había resultado tan reparador ni la comida más sabrosa, y empezaba ya a tornarse más aguerrido y su rostro mostraba una expresión más regia.
Cuando llegó la gran noche, y sus diferentes y curiosos súbditos penetraron a hurtadillas en el prado de uno en uno, de dos en dos, de tres en tres o de seis en seis y de siete en siete —con la luna brillando casi totalmente llena—, su corazón se hinchó al ver cuántos eran y escuchar sus saludos.
Todos aquellos que había conocido se hallaban allí: Osos Barrigudos, enanos rojos y enanos negros, topos y tejones, liebres y puercoespines, y otros a los que no había visto antes; cinco sátiros rojos como zorros, todo el contingente de ratones parlantes, armados hasta los dientes y siguiendo el agudo toque de una trompeta, algunos búhos y el Viejo Cuervo de Cuervocaur.
Por último, y fue algo que dejó a los príncipes sin respiración, con los centauros llegó un pequeño pero genuino gigante, Turbión de la Colina del Hombre Muerto, que transportaba a la espalda un cesto lleno de enanos medio mareados que habían aceptado su oferta de transporte y que en aquellos momentos desearían no haberlo hecho y haber llegado hasta allí por sus propios pies.
Los Osos Barrigudos se mostraron muy ansiosos por celebrar el banquete primero y dejar el consejo para después; tal vez hasta la mañana siguiente.
Reepicheep y sus ratones declararon que tanto consejos como banquetes podían esperar, y propusieron atacar a Miraz en su propio castillo aquella misma noche.
Piesligeros y las otras ardillas dijeron que podían charlar y comer al mismo tiempo, de modo que ¿por qué no celebrar el banquete y el consejo simultáneamente? Los topos propusieron levantar trincheras alrededor del prado antes de hacer cualquier otra cosa.
Los faunos pensaron que sería mejor empezar con una danza solemne, y el Viejo Cuervo, si bien estuvo de acuerdo con los osos en que llevaría demasiado tiempo celebrar todo un consejo antes de la cena, rogó se le permitiera dirigir un breve discurso a todos los reunidos.
Pero los príncipes, los centauros y los enanos decidieron en contra de todas aquellas sugerencias e insistieron en celebrar un auténtico consejo de guerra al momento.
Una vez que se consiguió persuadir a todas las demás criaturas para que se sentaran en silencio en un gran círculo, y una vez que —con bastantes más dificultades— consiguieron que Piesligeros dejara de correr de un lado a otro diciendo: «¡Silencio! Acallar todos, los reyes van a hablar», Caspian, algo nervioso, se levantó.
—¡Narnianos! —empezó a decir, pero no consiguió ir más allá, pues en aquel momento la liebre Camilo dijo:
—¡Silencio! Hay humanos por aquí.
Todas eran criaturas salvajes, acostumbradas a que las cazaran, y todas se quedaron inmóviles como estatuas. Los animales volvieron los hocicos en la dirección que Camilo había indicado.
—Huele a hombre, aunque no del todo a hombre —susurró Buscatrufas.
—Se aproxima cada vez más —indicó la liebre.
—Dos tejones y ustedes tres, enanos, con los arcos preparados, marchad en silencio para salirle al paso —ordenó Aria.
—Nos ocuparemos de él —declaró un enano negro en tono sombrío, encajando una flecha en la cuerda de su arco.
—No disparen si está solo —dijo Caspian—. Capturenlo.
—¿Por qué? —preguntó el enano.
—Haz lo que se te dice —indico el centauro Borrasca de las Cañadas.
Todo el mundo aguardó en silencio mientras los tres enanos y los dos tejones corrían sigilosamente hacia los árboles del lado noroeste del prado. Al poco rato se dejó oír la chillona voz de un enano.
—¡Alto! ¿Quién anda ahí?
Y hubo un repentino chasquido. Casi al instante, oyeron una voz que Caspian conocía muy bien, que decía:
—De acuerdo, de acuerdo, estoy desarmado. Sujen mis muñecas si quieren, respetables tejones, pero no den ni un mordisco. Quiero hablar con el rey.
—¡Doctor Cornelius! —gritó Aria, lleno de júbilo, y se adelantó corriendo para dar la bienvenida a su tutor, mientras todos los demás se amontonaban a su alrededor.
—¡Uf! —dijo Nikabrik—. Un enano renegado. ¡Un mitad y mitad! ¿Quieren que le atraviese la garganta con mi espada?
—Tranquilo, Nikabrik —dijo Trumpkin—. La criatura no puede evitar su ascendencia.
—Éste es mi mejor amigo y el que nos salvó la vida —explicó Caspian—. Y a quien no le guste su compañía puede abandonar mi ejército, inmediatamente. Queridísimo doctor, cómo me alegra volverte a ver. ¿Cómo conseguiste encontrarnos?
—Usando un poco de sencilla magia, Majestad —respondió el doctor, que seguía resollando y jadeando por haber andado tan de prisa—. Pero ahora no tenemos tiempo para hablar de eso. Debemos huir de este lugar al instante. Lo han delatado y Miraz está ya en camino. Antes del mediodía de mañana estaréis rodeados.
—¡Delatado! —exclamó Caspian—. ¿Y quién ha sido?
—Otro enano renegado, sin duda —dijo Nikabrik.
—Sus caballos, Nieve y Batallador —respondió el doctor Cornelius—. Los pobres animales no pudieron hacer otra cosa. Cuando fuieron derribados, como es natural, marcharon tranquilamente de vuelta a su establo en el castillo. Entonces fue cuando se descubrió su marcha. Yo, por mi parte, decidí esfumarme, pues no sentía el menor deseo de ser interrogado en la sala de torturas de Miraz. Gracias a mi bola de cristal tenía una idea bastante buena de dónde los podría encontrar. Pero durante todo el día, eso fue anteayer, vi a los grupos de búsqueda de Miraz rastreando los bosques. Ayer me enteré de que su ejército se ha puesto en marcha. Creo que algunos de nosotros, ejem, enanos de pura raza no poseen tantos conocimientos sobre los bosques como cabría esperar. Habéis dejado rastros por todas partes. Un gran descuido. En cualquier caso, algo ha advertido a Miraz de que la Vieja Narnia no está tan muerta como él desearía, y se ha puesto en marcha.
—¡Gurra! —gritó una vocecita aguda desde algún punto a los pies del doctor—. ¡Que vengan! Todo lo que pido es que el rey me coloque a mí y a mi gente en la primera línea de ataque.
—¿Qué diablos? —dijo el doctor Cornelius—. ¿Tiene Su Majestad saltamontes, o mosquitos, en su ejército?
Entonces, tras inclinarse hacia el suelo y atisbar con atención a través de sus lentes, lanzó una carcajada.
—Por el León —juró—, es un ratón. Señor ratón, me gustaría conoceros mejor. Me siento honrado de poder tratar con una bestia tan valiente.
—Mi amistad tendrás, docto humano —respondió Reepicheep con voz aflautada—. Y cualquier enano, o gigante, del ejército que no se dirija a ti con buenas palabras tendrá que vérselas con mi espada.
—¿Es que vamos a perder el tiempo en estas tonterías? —inquirió Nikabrik—. ¿Qué planes tenemos? ¿Luchar o huir?
—Luchar si es necesario —dijo Trumpkin—. Pero no estamos demasiado preparados para ello en estos momentos, y éste no es un lugar muy defendible.
—No me gusta la idea de salir corriendo —indicó Caspian.
—¡Bravo! ¡Bravo! —gritaron los Tres Osos Barrigudos—. Hagamos lo que hagamos, no hay que correr. Especialmente no antes de cenar; ni inmediatamente después de ello.
—Los que corren primero no siempre son los últimos en correr —observó el centauro—. Y ¿por qué hemos de dejar que el enemigo elija nuestra posición en lugar de elegirla nosotros mismos? Vayamos en busca de un lugar donde podamos hacernos fuertes.
—Eso es algo muy sensato, Majestad, muy sensato —corroboró Buscatrufas.
—Pero ¿adónde debemos ir? —preguntaron varias voces.
—Majestad —intervino el doctor Cornelius—. Y todas ustedes, variopintas criaturas, creo que debemos huir al este y río abajo en dirección a los grandes bosques. Los telmarinos odian esa región. Siempre han sentido miedo al mar y a algo que puede venir del otro lado del mar. Si la tradición no se equivoca, el antiguo Cair Paravel se encuentra en la desembocadura del río. Toda esa parte es favorable a nosotros y odia a nuestros enemigos. Debemos ir al Altozano de Aslan.
—¿El Altozano de Aslan? —inquirieron varias voces—. No sabemos qué es eso.
—Se encuentra dentro de las lindes de los Grandes Bosques y se trata de un enorme montículo que alzaron los narnianos en épocas muy remotas sobre un lugar mágico, donde se levantaba, y tal vez todavía siga allí, una piedra aún más mágica. El montículo está excavado en su interior con galerías y cuevas, y la piedra se encuentra en la cueva central. En el montículo hay espacio para todas nuestras provisiones, y aquellos de nosotros que necesiten resguardarse mejor y estén más acostumbrados a la vida bajo tierra pueden alojarse en las cuevas. Los demás podemos instalarnos en el bosque. En caso de necesidad, todos, a excepción de este noble gigante, podríamos refugiarnos en el montículo mismo, y allí estaríamos fuera del alcance de cualquier peligro, excepto el hambre.
—Es una suerte que tengamos a una persona instruida entre nosotros —dijo Buscatrufas; pero Trumpkin masculló en voz baja:
—¡Sopa y apio! Ojalá nuestros líderes pensaran menos en estos cuentos de comadres y más en víveres y armas.
No obstante, todos aprobaron la propuesta de Cornelius y aquella misma noche, media hora más tarde, se pusieron en marcha. Llegaron al Altozano de Aslan antes del amanecer.
Ciertamente resultaba un lugar imponente, era una colina verde y redondeada en lo alto de otra colina que, con el transcurso del tiempo, se había recubierto de árboles y contaba con una entrada pequeña y baja que conducía a su interior.
Dentro, los túneles eran un perfecto laberinto hasta que uno los conocía, y estaban forrados y techados con piedras lisas, y en las piedras, al atisbar en la penumbra, Aria distinguió extraños caracteres y dibujos sinuosos, sinuosos, e imágenes en las que la figura de un león se repetía una y otra vez. Todo parecía pertenecer a una Narnia aún más antigua que la Narnia de la que le había hablado su aya.
Fue después de que se hubieran instalado en el altozano y a su alrededor cuando la suerte empezó a volverse en su contra. Los exploradores del rey Miraz no tardaron en localizar su nueva guarida, y el monarca y su ejército aparecieron en el linde del bosque. Y como sucede tan a menudo, el enemigo resultó ser más numeroso de lo que habían calculado.
A Caspian se le cayó el alma a los pies al ver llegar una compañía tras otra. Y aunque los hombres de Miraz tuvieran miedo de penetrar en el bosque, sentían más miedo aún del monarca, y con él al mando llevaron la batalla al interior del bosque, y en ocasiones casi hasta el mismo altozano. Los príncipes y los otros capitanes realizaron, desde luego, más de una salida a campo abierto. Así pues, se produjeron combates casi todos los días y en ocasiones incluso de noche; pero el bando de los azabache se llevó por lo general la peor parte.
Por fin llegó una noche en que todo había salido al revés y la lluvia que había caído con fuerza durante todo el día había cesado sólo para dejar paso a un frío insoportable.
Aquella mañana Caspian junto a Aria había organizado la que había sido su batalla más importante hasta el momento, y todos habían puesto sus esperanzas en ella. El muchacho, junto con la mayoría de enanos, tenía que caer sobre el ala derecha del rey al amanecer, y luego, cuando estuvieran en pleno combate, el gigante Turbión, con los centauros y algunos de los animales más feroces, tenía que salir por otro lado y procurar aislar el lado derecho del rey del resto del ejército. Pero fue un fracaso.
Nadie había advertido a Caspian, pues nadie en aquella época más reciente de Narnia lo recordaba, que los gigantes no son nada listos. El pobre Turbión, si bien era bravo como un león, era un auténtico gigante respecto a su inteligencia.
Había salido cuando no debía y desde el lugar equivocado, y tanto su grupo como el de Caspian habían recibido un fuerte castigo a la vez que hacían muy poco daño al enemigo.
El mejor de los osos había resultado lesionado, uno de los centauros estaba gravemente herido y pocos eran en el bando de los príncipes los que no habían sufrido heridas. Apenas un grupo desalentado se acurrucó bajo los árboles goteantes para comer la parca cena.
El más desalentado era el gigante, que sabía que todo había sido culpa suya. Se sentó en silencio derramando enormes lágrimas que se acumularon en la punta de su nariz y luego cayeron con un fuerte chapoteo sobre el campamento de los ratones, que acababan de empezar a entrar en calor y a dormirse.
Los roedores se incorporaron de un salto, sacudiéndose el agua de las orejas y escurriendo las pequeñas mantas, y preguntaron al gigante con voces agudas pero enérgicas si le parecía que no estaban suficientemente mojados ya sin necesidad de aquello.
Y entonces otros se despertaron y dijeron a los ratones que habían sido alistados como exploradores y no como cuadrilla musical, y les preguntaron por qué no podían permanecer en silencio.
Y Turbión se alejó de puntillas para encontrar un lugar donde pudiera sentirse desgraciado en paz, y pisó la cola de alguien y ese alguien —más adelante se dijo que fue un zorro— lo mordió. Y, como se puede ver, todos estaban de muy mal humor.
Pero en la secreta y mágica estancia situada en el corazón del altozano, el rey Caspian, Cornelius, el tejón, Nikabrik y Trumpkin celebraban consejo.
Gruesos pilares de antigua construcción sostenían el techo, y en el centro estaba la piedra misma, una mesa de piedra, partida justo en el centro, y cubierta con lo que en el pasado había sido escritura de alguna clase: pero siglos de viento, lluvia y nieve casi la habían borrado en épocas pasadas cuando la Mesa de Piedra se había alzado en lo alto de la colina y no se había construido aún el montículo sobre ella.
No usaban la Mesa ni se sentaban a su alrededor: era algo demasiado mágico para darle un uso corriente. Estaban sentados en troncos a cierta distancia de ella, y entre ellos había una tosca mesa de madera, sobre la que habían colocado un sencillo farol de arcilla que iluminaba sus rostros pálidos y proyectaba enormes sombras sobre las paredes.
—Si Su Majestad ha de usar alguna vez el cuerno —dijo Buscatrufas—. Creo que el momento ha llegado.
Aria, desde luego, les había hablado de su tesoro hacía varios días.
—Ciertamente estamos muy apurados —respondió ellal—. Pero es difícil estar seguro de que se trate del mayor de los apuros. ¿Y si llegara un momento peor aún y ya lo hubiéramos utilizado?
—Según ese razonamiento —dijo Nikabrik—, Su Majestad no lo usará hasta que sea demasiado tarde.
—Estoy de acuerdo con eso —coincidió el doctor Cornelius.
—Y ¿qué piensas tú, Trumpkin? —preguntó Caspian.
—Eh, en cuanto a mí —dijo el enano rojo, que había estado escuchando con total indiferencia—, Su Majestad sabe que pienso que el cuerno, y ese pedazo de piedra rota de ahí, y nuestro Sumo Monarca Peter, y nuestro león Aslan, son todo pamplinas. Me da igual cuándo haga sonar Su Majestad el cuerno. Sólo insisto en que al ejército no se le mencione nada al respecto. De nada sirve suscitar esperanzas de ayuda mágica que, en mi opinión, sin duda se verán decepcionadas.
—En ese caso, en el nombre de Aslan, haremos sonar el cuerno de la reina Susan —declaró Caspian.
—Hay una cosa, señor —dijo el doctor Cornelius—. Que tal vez debiera hacerse primero. No sabemos qué forma adoptará la ayuda. Puede traer al mismo Aslan desde ultramar; pero yo creo que lo más probable es que traiga a Peter, el Sumo Monarca y a sus poderosos hermanos desde el remoto pasado. No obstante, en cualquier caso, no creo que podamos estar seguros de que la ayuda vaya a llegar a este lugar exactamente…
—Jamás has dicho algo más cierto —indicó Trumpkin.
—Creo —prosiguió el docto tutor— que ellos… o él… regresarán a uno de los antiguos lugares de Narnia. Éste, en el que ahora nos encontramos, es el más antiguo y el más mágico de todos, y aquí, pienso, es donde es más probable que llegue la respuesta. Pero existen otros dos. Uno es el Erial del Farol, río arriba, al oeste del Dique de los Castores, lugar en el que los niños reales aparecieron por primera vez en Narnia, según indican los archivos. El otro es abajo, en la desembocadura del río, donde en el pasado se alzaba su castillo de Cair Paravel. Y si aparece el mismo Aslan, ése sería el mejor lugar para encontrarse con él también, pues todos los relatos cuentan que es el hijo del gran emperador de Allende los Mares, y por mar llegará. Me gustaría enviar mensajeros a ambos lugares, al Erial del Farol y a la desembocadura del río, para recibirlos, a ellos, a él o a lo que sea.
—Justo lo que pensaba —murmuró Trumpkin—. El primer resultado de toda esta bufonada no es conseguir ayuda sino hacer que nos quedemos sin dos combatientes.
—¿A quién enviarías, doctor Cornelius? —preguntó Aria.
—Las ardillas son las mejores para atravesar territorio enemigo sin que las atrapen —indicó Buscatrufas.
—Todas nuestras ardillas, y no tenemos demasiadas —indicó Nikabrik—. Son bastante alocadas. La única en la que podría confiar para un trabajo como ese sería Piesligeros.
—Que sea ella entonces —asintió el rey Caspian—. Y ¿quién puede ser nuestro otro mensajero? Ya sé que tú irías, Buscatrufas, pero no eres veloz. Ni tampoco lo es el doctor Cornelius.
—Yo no pienso ir —declaró Nikabrik—. Con todos estos humanos y bestias por aquí, tiene que haber un enano para ocuparse de que se trate a los enanos con imparcialidad.
—¡Dedales y tormentas! —gritó Trumpkin, enfurecido—. ¿Es así cómo le hablas a los reyes? Enviadme a mí, señor, yo iré.
—Pero pensaba que no creías en el cuerno, Trumpkin —dijo la azabache.
—Sigo sin creer, Majestad. Pero ¿qué importa eso? Tanto da que muera en una persecución inútil como que lo haga aquí. Son mis reyes, y conozco la diferencia entre dar consejos y aceptar órdenes. Habéis recibido mi consejo, y ahora ha llegado el momento de las órdenes.
—Jamás olvidaremos esto, Trumpkin —dijo Caspian—. Que uno de nosotros vaya a buscar a Piesligeros. Y ¿cuándo debera hacer sonar el cuerno?
—Yo esperaría hasta el amanecer, Majestad —opinó el doctor Cornelius—. Eso en ocasiones da resultado en las actividades de magia blanca.
Unos pocos minutos más tarde llegó Piesligeros y se le explicó su cometido. Puesto que estaba, como la mayoría de ardillas, llena de valentía, empuje, energía, entusiasmo y picardía, por no decir vanidad, en cuanto lo escuchó se mostró ansiosa por partir.
Se decidió que correría en dirección al Erial del Farol mientras que Trumpkin realizaría el trayecto hasta la desembocadura del río, que era más corto. Tras una comida ligera los dos partieron con el ferviente agradecimiento y los mejores deseos del los monarcas, el tejón y Cornelius.
Bạn đang đọc truyện trên: AzTruyen.Top