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LA GENTE QUE VIVÍA ESCONDIDA

Se iniciaron entonces los días más felices que los príncipes había vivido jamás. Una deliciosa mañana de verano, mientras el rocío cubría aún la hierba, partió con el tejón y los dos enanos, ascendiendo a través del bosque hasta un elevado paso en las montañas para, a continuación, descender hasta sus soleadas laderas meridionales, desde donde se podían contemplar las verdes y onduladas llanuras de Archenland.

—Iremos a ver primero a los Tres Osos Barrigudos —anunció Trumpkin.

En un claro encontraron un viejo roble hueco cubierto de musgo, y Buscatrufas dio tres golpecitos sobre el tronco con la zarpa sin recibir respuesta. Luego volvió a golpear y una especie de voz amortiguada dijo desde el interior:

—Vete. No es hora de levantarse aún.

Pero cuando golpeó por tercera vez se oyó un sonido parecido a un pequeño terremoto en el interior y se abrió una especie de puerta y tres osos pardos salieron; los tres realmente barrigudos y pestañeando sin parar.

Y una vez que les explicaron todo, lo que llevó algún tiempo porque estaban demasiado adormilados, declararon, tal como había dicho Buscatrufas, que dos Hijos de Adán y Eva debería ser Reyes de Narnia y todos besaron a Aria y Caspian —fueron unos besos muy húmedos y resollantes— y le ofrecieron un poco de miel. Los hermanos en realidad no deseaba comer miel, sin pan, a aquellas horas de la mañana, pero les pareció de buena educación aceptar. Aunque luego les costó un buen rato eliminar los restos de miel.

Después de aquello siguieron adelante hasta que se encontraron entre altas hayas, y Buscatrufas llamó a grandes voces: «¡Pasosligeros! ¡Pasosligeros! ¡Pasosligeros!», y casi al instante, saltando de rama en rama hasta quedar justo por encima de sus cabezas, apareció la ardilla roja más magnífica que Aria había visto nunca.

Era mucho mayor que las ardillas mudas corrientes que en ocasiones había visto en los jardines del castillo; a decir verdad tenía casi el tamaño de un terrier y en cuanto se la miraba a la cara uno se daba cuenta de que podía hablar.

En realidad el problema estaba en conseguir que callara, pues, como todas las ardillas, era una charlatana. Dio la bienvenida a los azabache al instante y le preguntó si le gustaría una nuez, y Aria le dio las gracias y le dijo que sí. Mientras Piesligeros marchaba dando saltos a buscarla, Buscatrufas susurró al oído de Caspian:

—No miren. Desvíen la mirada. Es de muy mala educación entre las ardillas observar a cualquiera que vaya a su almacén, así como dar la impresión de que uno quiere saber dónde se encuentra éste.

Entonces Piesligeros regresó con la nuez, y Aria la comió, y después de eso la ardilla preguntó si podía llevar algún mensaje a otros amigos.

—Puedo ir casi a cualquier sitio sin poner los pies en el suelo —declaró.

Buscatrufas y los enanos consideraron que era una buena idea y dieron a Piesligeros mensajes para toda clase de gente con nombres curiosos pidiendo que acudieran todos a un banquete y consejo en el Prado Bailarín a medianoche al cabo de tres noches.

—Y será mejor que se lo digas también a los Tres Osos Barrigudos —añadió Trumpkin—. Olvidamos mencionárselo.

Su siguiente visita fue a los Siete Hermanos del Bosque Tembloroso. Trumpkin encabezó la marcha de regreso al paso entre las montañas y luego abajo hacia el este por la ladera septentrional de las mismas, hasta que llegaron a un lugar muy solemne situado entre rocas y abetos.

Avanzaron silenciosamente, y al poco tiempo Caspian sintió que el suelo temblaba bajo sus pies como si alguien diera martillazos bajo tierra.

Trumpkin fue hacia una roca plana del tamaño de la parte superior de un tonel de agua, y la golpeó con la planta del pie. Tras una larga pausa alguien o algo situado debajo la apartó, y apareció un oscuro agujero redondo con gran cantidad de calor y vapor surgiendo de él y en medio del agujero la cabeza de un enano muy parecido a Trumpkin.

Entonces tuvo lugar una larga conversación y el enano pareció sentir más suspicacias que la ardilla o los Osos Barrigudos, aunque finalmente todo el grupo fue invitado a descender.

Los azabaches se encontró bajando por una oscura escalera al interior de la tierra, pero cuando llegó al final vio la luz de una lumbre. Eran las llamas de un horno. Todo el lugar era una herrería. Un arroyo subterráneo discurría por uno de los lados.

Dos enanos se ocupaban de los fuelles, otro sujetaba un pedazo de metal al rojo vivo sobre un yunque con un par de tenazas, un cuarto le asestaba martillazos, y dos, que se limpiaban las callosas manos en un trapo grasiento, se acercaban en aquellos momentos a recibir a los visitantes.

Hizo falta algún tiempo para convencerlos de que Caspian era un amigo y no un enemigo, pero cuando lo hicieron, todos gritaron: «¡Larga vida al rey!», y sus regalos fueron regios: cotas de malla, yelmos y espadas para Aria, Caspian, Trumpkin y Nikabrik.

El tejón podría haber recibido lo mismo de haber querido, pero dijo que era un animal (que es lo que era), y que si sus zarpas y dientes no eran capaces de conservarle el pellejo intacto, no valía la pena conservarlo.

La manufactura de las armas era mucho más refinada que ninguna otra que Caspian o Aria hubieran visto, y aceptaron de buena gana la espada de forja enana en lugar de la suya, que, en comparación, parecía tan frágil como un juguete y tan pesada como un palo. Los siete hermanos —todos ellos enanos rojos— prometieron ir a la fiesta del Prado Danzarín.

Un poco más allá, en una cañada seca y pedregosa, llegaron a la cueva de los cinco enanos negros. Éstos contemplaron suspicazmente a los hermanos, pero al final el mayor de ellos dijo:

—Si están en contra de Miraz, lo aceptaremos como reyes.

Y el siguiente de más edad indicó:

—¿Quieres que vayamos un poco más arriba, hasta los despeñaderos? Hay un ogro o dos y una hechicera que te podríamos presentar, allí arriba.

—Naturalmente que no —dijo Caspian.

—Ya lo creo que no —confirmó Buscatrufas—. No queremos a nadie de esa clase en nuestro bando.

Nikabrik discrepó en aquello, pero Trumpkin y el tejón decidieron en contra. Caspian se llevó un buen sobresalto al darse cuenta de que las horribles criaturas de los antiguos relatos, lo mismo que las agradables, todavía tenían descendientes en Narnia.

—No tendríamos a Aslan como amigo si aceptáramos a esa chusma —declaró Buscatrufas mientras se alejaban de la cueva de los enanos negros.

—¡Siempre hablas de Aslan! —exclamó Trumpkin, alegremente pero también con desdén—. Lo que importa mucho más es que no me tendríais a mí.

—¿Crees en Aslan? —preguntó Aria a Nikabrik.

—Creeré en cualquiera o en cualquier cosa —respondió éste—. Que muela a palos hasta hacerlos pedazos a esos malditos telmarinos o los expulse de Narnia. Quien sea o lo que sea, Aslan o la Bruja Blanca, ¿comprendes?

—Silencio, silencio —intervino Buscatrufas—. No sabes lo que dices. Ella era una enemiga peor que Miraz y toda su raza.

—No para los enanos, ya lo creo que no —declaró Nikabrik.

La siguiente visita que hicieron resultó más agradable. A medida que descendían, las montañas fueron dando paso a una gran cañada o vaguada llena de árboles con un veloz río discurriendo por el fondo.

Las zonas despejadas cerca de la orilla del agua eran una masa de dedaleras y escaramujos olorosos, y el aire estaba inundado del zumbido de las abejas. Allí Buscatrufas volvió a llamar: «¡Borrasca de las Cañadas! ¡Borrasca de las Cañadas!», y tras una pausa Caspian oyó un sonido de cascos.

Éste fue aumentando hasta que el valle tembló y por fin, quebrando y pisoteando los matorrales, aparecieron las criaturas más nobles que los azabaches habían visto hasta el momento, el gran centauro Borrasca de las Cañadas y sus tres hijos.

Sus ijares tenían un reluciente color castaño y la barba que cubría el amplio pecho mostraba un rojo dorado. Era profeta y astrólogo y sabía para qué habían ido.

—Larga vida a los reyes —gritó—. Mis hijos y yo estamos listos para la guerra. ¿Cuándo tendrá lugar la batalla?

Hasta aquel momento ni los príncipes ni sus compañeros habían pensado en serio en una guerra. Tenían alguna vaga idea, quizá, de alguna incursión fortuita a alguna granja o pensaban en atacar a un grupo de cazadores, si se aventuraban demasiado al interior de aquellos territorios salvajes.

Pero, en general, habían imaginado únicamente que vivirían aislados en los bosques y cuevas e intentarían crear una Vieja Narnia en la clandestinidad. En cuanto Borrasca habló, todos adoptaron una actitud más seria.

—¿Te refieres a una auténtica guerra para echar a Miraz de Narnia? —preguntó Caspian a Borrasca de las Tormentas.

—¿Qué otra cosa si no? —respondió el centauro—. ¿Por qué otro motivo va Su Majestad ataviado con una cota de malla y ciñe una espada?

—¿Es posible la guerra, Borrasca de las Tormentas? —quiso saber el tejón.

—Ha llegado el momento —respondió él—. Vigilo los cielos, tejón, pues es mi misión vigilar, como es la tuya recordar. Tarva y Alambil se han encontrado en las estancias celestes, y en la Tierra se ha vuelto a alzar un Hijo de Adán y una hija de Eva para gobernar y dar nombre a las criaturas. Ha llegado la hora. Nuestro consejo en el Prado Danzarín debe ser un consejo de guerra.

Hablaba en un tono de voz tal que ni Aria, ni Caspian, ni los otros vacilaron por un momento: en aquellos momentos les parecía más que probable que ganaran una guerra y estaban seguros de que debían librarla.

Puesto que ya pasaba el mediodía, descansaron junto a los centauros y comieron lo que éstos les facilitaron: pasteles de avena, manzanas, hierbas, vino y queso.

El siguiente lugar que debían visitar se hallaba bastante cerca, pero tenían que dar un largo rodeo para evitar una región habitada por los hombres.

Era bien entrada la tarde cuando llegaron a terrenos llanos, circundados por setos. Allí Buscatrufas hizo una visita a un pequeño agujero en un terraplén cubierto de hierba, y de él salió lo último que Caspian habría esperado ver: un ratón parlanchín.

Desde luego era más grande que un ratón corriente, de más de treinta centímetros de altura cuando se alzaba sobre las patas traseras, y con orejas casi tan largas como las de un conejo, aunque más anchas.

Su nombre era Reepicheep y era un ratón alegre y marcial. Llevaba un pequeño espadín al costado y se retorcía los largos bigotes como si fueran un mostacho.

—Somos doce, Majestades —anunció con una enérgica y elegante reverencia—. Y pongo todos los recursos de mi gente, sin reservas, a disposición de Sus Majestades.

Caspian hizo un gran esfuerzo, recompensado por el éxito, para no echarse a reír, Aria le dio un ligero golpe con su codo, pero no pudo evitar pensar que a Reepicheep y toda su gente se les podía colocar tranquilamente en un cesto de la colada y transportarlos a casa colgados a la espalda.

Se tardaría demasiado en mencionar a todas las criaturas que los azabache conoció aquel día: Cavador Clodsley, el topo, los tres Trituradores —que eran tejones igual que Buscatrufas—, la liebre Camilo y el puercoespín Hogglestock.

Descansaron finalmente junto a un pozo en el linde de un amplio y llano círculo de hierba bordeado por elevados olmos que proyectaban ya largas sombras sobre él, pues el sol se ponía, las margaritas se cerraban y los grajos volaban a sus nidos para pasar la noche.

Cenaron allí, algunas de las provisiones que habían traído con ellos, y Trumpkin encendió su pipa; Nikabrik no fumaba.

—Bueno —dijo el tejón—. Si al menos pudiéramos despertar el espíritu de estos árboles y este pozo, habríamos llevado a cabo un buen trabajo.

—¿No podemos hacerlo? —inquirió Caspian.

—No —respondió Buscatrufas—. No tenemos poder sobre ellos. Desde que llegaron los humanos al país, talando árboles y contaminando arroyos, las dríadas y náyades se han sumido en un sueño profundo. ¿Quién sabe si volverán a despertar algún día? Y ésa es una gran pérdida para nuestro bando. Los telmarinos tienen un miedo cerval a los bosques, y en cuanto los árboles se movieran enfurecidos, nuestros enemigos enloquecerían de miedo y serían expulsados de Narnia a toda la velocidad que les permitieran sus piernas.

—¡Qué imaginación tenéis vosotros los animales! —exclamó Trumpkin, que no creía en tales cosas—. Pero ¿por qué limitarse a los árboles y las aguas? ¿No sería más agradable aún si las piedras empezaran a lanzarse ellas solas sobre el viejo Miraz?

El tejón se limitó a contestar con un gruñido, y después de aquello se produjo tal silencio que los príncipes casi se habían dormido, cuando le pareció oír un débil sonido musical procedente de las profundidades del bosque situado a su espalda.

En seguida pensó que no era más que un sueño y volvió a darse la vuelta, pero en cuanto su oído tocó el suelo, sintieron u oyeron, pues resultaba difícil decidir cuál de las dos cosas era, un débil golpeteo y tamborileo.

Alzaron la cabeza. Caspian golpeteo se tornó inmediatamente más tenue, pero la música regresó, más nítida entonces. Parecían flautas. Vio que Buscatrufas se había sentado en el suelo y tenía la vista fija en el bosque. La luna brillaba con fuerza; los azabache habíeran dormido más tiempo del que creía.

La música se fue acercando, una melodía desenfrenada y a la vez vaga, y también el sonido de muchos pies ligeros, hasta que por fin, saliendo del bosque a la luz de la luna, aparecieron unas figuras danzarinas muy parecidas a aquellas que Caspian había imaginado toda su vida.

No eran mucho más altos que los enanos, pero sí mucho más esbeltos y más donairosos que ellos. Las rizadas cabezas tenían cuernecillos, la parte superior de sus cuerpos centelleaba desnuda bajo la pálida luz, pero las patas y las pezuñas eran como las de las cabras.

—¡Faunos! —chilló Aria, incorporándose de un salto, y al cabo de un instante todos lo rodearon.

No tardaron nada en explicarles la situación, y los faunos aceptaron a los azabache al momento. Antes de que se diera cuenta, los príncipes se encontraban tomando parte en la danza.

Trumpkin, con movimientos más pesados y espasmódicos, hizo lo propio e incluso Buscatrufas se dedicó a dar saltos y a moverse pesadamente lo mejor que pudo. Únicamente Nikabrik permaneció donde estaba, mirando en silencio. Los faunos bailaron alrededor de Aria al son de sus flautas de caña.

Sus curiosos rostros, que parecían afligidos y divertidos a la vez, se dedicaban a inspeccionar el del muchacho; eran docenas de faunos, mentius, obentinus y dumnus, voluns, voltinus, girbius, nimienus, nausus y oscuns. Piesligeros los había enviado a todos.

Cuando Caspian despertó a la mañana siguiente apenas podía creer que no hubiera sido todo un sueño; pero la hierba estaba cubierta de pequeñas marcas de pezuñas hendidas.

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