ix
LO QUE VIO LUCY
Susan y los dos muchachos estaban totalmente agotados de tanto remar cuando por fin rodearon el último cabo e iniciaron el trecho final en el interior del Mar de Cristal, y a Lucy le dolía la cabeza debido a las largas horas pasadas al sol y al resplandor del agua.
Incluso Trumpkin ansiaba que el viaje tocara a su fin. El asiento que ocupaba para dirigir el timón había sido hecho para hombres, no para enanos, y sus pies no alcanzaban las tablas del suelo; y todo el mundo sabe lo incómodo que es eso aunque sólo sea durante diez minutos. Y a medida que el cansancio iba en aumento, los ánimos también decaían.
Hasta aquel momento los niños únicamente habían pensado en el modo de llegar hasta Caspian; ahora se preguntaban qué harían cuando lo encontraran y cómo un puñado de enanos y criaturas de los bosques podrían derrotar a un ejército de humanos adultos.
Anochecía mientras remaban despacio, ascendiendo por los recovecos de la Cala del Mar de Cristal; un crepúsculo que se intensificaba a medida que ambas orillas se acercaban y las ramas de los árboles, extendidas sobre el agua, casi se tocaban.
Reinaba un gran silencio allí mientras el sonido del mar se apagaba a su espalda; oían incluso el discurrir de los pequeños arroyos que descendían del bosque para desaguar en el Mar de Cristal.
Finalmente desembarcaron, demasiado cansados para intentar encender una hoguera, e incluso una cena a base de manzanas —aunque muchos se dijeron que no querían volver a ver una manzana en su vida— pareció mejor que intentar pescar o cazar algo.
Tras un corto período de silenciosa masticación se acostaron bien juntos sobre el musgo y las hojas secas entre cuatro enormes hayas.
Todos excepto Lucy se durmieron de inmediato. La niña, que estaba mucho menos cansada, descubrió que le resultaba imposible sentirse cómoda.
Además, hasta aquel momento había olvidado que todos los enanos roncaban. Puesto que sabía que el mejor modo de conseguir dormirse es dejar de intentar hacerlo, abrió los ojos.
A través de una abertura en los helechos y las ramas distinguió un trozo de agua de la cala y el cielo sobre éste. Luego, con un recuerdo emocionado, volvió a ver, después de tantos años, las brillantes estrellas de Narnia.
En otro tiempo las había conocido mejor que las estrellas de nuestro propio mundo, porque como reina en Narnia se había ido a dormir mucho más tarde que como niña en su país.
Allí estaban; al menos se podían ver tres de las constelaciones de verano desde donde ella se encontraba: la Nave, el Martillo y el Leopardo.
—El querido Leopardo —murmuró para sí, llena de felicidad.
En lugar de adormilarse, cada vez se sentía más despierta, con una curiosa clase de nebuloso insomnio nocturno.
La cala resultaba más brillante por momentos, y comprendió que la luna se hallaba sobre ella, a pesar de que no podía verla.
Y entonces empezó a percibir que el bosque despertaba igual que ella. Sin apenas saber el motivo, se levantó rápidamente y se apartó un poco del improvisado campamento.
—Esto es precioso —se dijo.
El aire era fresco y limpio, con aromas deliciosos flotando por doquier. De algún punto cercano le llegó el gorjeo de un ruiseñor que empezaba a cantar, luego se detenía, luego volvía a empezar.
Al frente se veía un poco más de luz, de modo que fue hacia allí y llegó a un lugar en el que crecían menos árboles y había enormes zonas iluminadas por la luna, pero la luz de la luna y las sombras se entremezclaban de tal modo que uno no podía estar seguro de dónde estaba nada ni de qué era lo que veía.
En aquel instante el ruiseñor, satisfecho por fin con su afinación, rompió a cantar.
Los ojos de Lucy empezaron a adaptarse a la luz disponible y vio los árboles situados más cerca con mayor nitidez.
Una gran añoranza de los tiempos en que los árboles podían hablar en Narnia se apoderó de ella. Sabía con exactitud como debería hablar cada uno de ellos si pudiera despertarlos, y que clase de forma humana adoptaría.
Contempló un abedul plateado: éste poseería una voz dulce y lluviosa y tendría la apariencia de una joven delgada, con los cabellos desparramados sobre el rostro y gran amante de la danza.
Miró el roble: éste sería un anciano arrugado pero vigoroso, con una barba rizada y verrugas en el rostro y las manos, y pelos creciendo en las verrugas.
Clavó la mirada en el haya bajo la que se encontraba. ¡Aquél sería el mejor de todos! Sería una diosa gentil, refinada y majestuosa, la dama del bosque.
—Árboles, árboles, árboles —dijo Lucy, aunque no había sido su intención hablar en voz alta—. ¡Despierta, despierta, despierta, árbol! ¿No se acordáis? ¿No se acordáis de mí? Dríadas y náyades, salid, venid a mí.
A pesar de que no soplaba ni una ráfaga de aire todos se agitaron a su alrededor y el susurro de las hojas sonó casi igual que las palabras.
El ruiseñor dejó de cantar como si quisiera escuchar, y Lucy tuvo la impresión de que en cualquier momento comprendería lo que los árboles intentaban decir.
Pero el momento no llegó, el susurro de las hojas se apagó, y el ruiseñor reanudó su canto. Incluso a la luz de la luna el bosque volvía a parecer más vulgar.
Sin embargo, Lucy tenía la sensación, igual que cuando uno intenta recordar un nombre o una fecha y está a punto de conseguirlo, pero se le olvida en el último momento, de que se le había escapado algo: como si hubiera hablado con los árboles una milésima de segundo demasiado pronto o demasiado tarde o utilizado todas las palabras correctas excepto una o añadido una palabra totalmente equivocada.
Repentinamente empezó a sentirse cansada. Regresó al campamento, se acurrucó entre Susan y Peter, y se durmió en cuestión de minutos.
La mañana siguiente les ofreció un despertar frío y melancólico, con una media luz gris —el sol no había salido aún— y todo a su alrededor húmedo y sucio.
—¡Manzanas, bah! —exclamó Trumpkin con una mueca pesarosa—. Debo deciros que ustedes, antiguos reyes y reinas, ¡no sobrealimentáis precisamente a nuestros cortesanos!
Se levantaron, se sacudieron la ropa y miraron a su alrededor. Los árboles estaban muy pegados y no veían más allá de unos metros en cualquier dirección.
—¿Supongo que Sus Majestades conocen el camino perfectamente? —observó el enano.
—Yo no —respondió Susan—. Nunca antes había visto estos bosques. En realidad yo creía que lo mejor era ir por el río.
—¡Pues haberlo dicho antes! —replicó Peter, con disculpable rudeza.
—Vamos, no le hagas ni caso —dijo Edmund—. Siempre ha sido una aguafiestas. Tienes esa brújula de bolsillo, ¿verdad, Peter? Bien, pues no hay de qué preocuparse. Sólo tenemos que seguir en dirección noroeste… cruzar ese río pequeño, el ¿cómo lo llamas? El Torrente…
—Ya lo sé —respondió su hermano—, es el que se une al gran río en los Vados de Beruna o el Puente de Beruna, como lo llama nuestro QA.
—Es cierto. Lo cruzamos y marchamos colina arriba, y estaremos en la Mesa de Piedra, en el Altozano de Aslan, imagino, entre las ocho y las nueve. ¡Espero que los reyes Aria y Caspian nos ofrezca un buen desayuno!
—Confío en que tengas razón —dijo Susan—. Esto no me suena nada.
—Eso es lo peor de las chicas —comentó Edmund a Peter y al enano—. Jamás llevan un mapa en la cabeza.
—Eso se debe a que tenemos algo más dentro de ella —replicó Lucy.
Al principio, las cosas parecían ir bastante bien. Incluso pensaron que habían dado con el viejo sendero, pero si conoces un poco los bosques, sabrás que siempre se encuentran senderos imaginarios.
Desaparecen al cabo de cinco minutos y entonces parece como si se encontrara otro, y uno espera que no sea otro sino una nueva parte del antiguo, y éste desaparece también, y una vez que se ha ido a parar bien lejos de la dirección correcta uno comprende que ninguno de ellos era un sendero de verdad.
De todos modos, los chicos y el enano estaban acostumbrados a los bosques y no se dejaron engañar durante más de unos segundos.
Llevaban una media hora de lento avance —tres de ellos estaban totalmente entumecidos por haber tenido que remar el día anterior— cuando Trumpkin susurró de improviso:
—Detenganse. —Todos obedecieron—. Nos sigue algo —anunció en voz baja—. O más bien nos acompaña; por allí a la izquierda.
Se quedaron muy quietos, escuchando y mirando con atención hasta que les dolieron las orejas y los ojos.
—Será mejor que tú y yo coloquemos una flecha en el arco —indicó Susan a Trumpkin.
El enano asintió y, en cuanto los dos arcos estuvieron preparados para entrar en acción, el grupo reanudó la marcha.
Recorrieron con ojo avizor unas cuantas docenas de metros por un terreno con árboles bastante despejado. Luego llegaron a un lugar en el que el monte bajo se espesaba y tenían que pasar más cerca de él.
Justo cuando cruzaban por allí, algo apareció de improviso como una rugiente exhalación, surgiendo como un rayo de entre las ramas que se quebraban.
Lucy cayó al suelo sin aliento, escuchando el chasquido de la cuerda de un arco mientras caía.
Cuando volvió a ser consciente de lo que la rodeaba, vio a un enorme oso gris de aspecto feroz que yacía muerto con la flecha de Trumpkin clavada en el flanco.
—El QA te ha vencido en ese disparo, Su —dijo Peter con una sonrisa ligeramente forzada, pues incluso él se había sentido conmocionado por aquella aventura.
—He… he esperado demasiado —respondió Susan, en tono avergonzado—. Tenía tanto miedo de que se tratara de, ya sabes, uno de nuestros queridos osos, un oso parlante. —La niña odiaba matar.
—Ése es el problema —indicó Trumpkin—, pues aunque la mayoría de osos se han vuelto enemigos y mudos, aún quedan algunos de los otros. Nunca se sabe, pero uno no puede arriesgarse a esperar para comprobarlo.
—Pobre Bruin —dijo Susan—. ¿No creerás que era él?
—No era él —declaró el enano—. Vi el rostro y oí el rugido. Sólo quería a la pequeña como desayuno. Y hablando de desayunos, no quise desanimar a Sus Majestades cuando dijeron que esperaban que el rey Caspian les ofreciera uno abundante: pero la carne escasea bastante en el campamento. Y un oso es un buen manjar. Sería una vergüenza abandonar el cuerpo sin tomar un poco, y no nos retrasará más de media hora. Quizá usted dos, jovencitos, reyes, debería decir, sepan cómo desollar un oso…
—Vayamos a sentarnos un poco más allá —sugirió Susan a Lucy—. Eso va a ser una chapuza horrible.
Lucy se estremeció y asintió, y una vez que estuvieron sentadas dijo:
—Se me acaba de ocurrir una idea atroz, Su.
—¿Cuál?
—¿No sería terrible si un día, en nuestro propio mundo, allá en casa, los hombres se volvieran salvajes, como los animales aquí, pero siguieran teniendo el aspecto de hombres, de modo que nunca se supiera quién era qué?
—Ya tenemos bastante de qué preocuparnos aquí y ahora en Narnia —repuso la práctica Susan— sin tener que imaginar cosas como ésa.
Cuando volvieron a reunirse con los muchachos y el enano, éstos ya habían cortado tanto de la mejor carne del animal como pensaban que podían transportar.
La carne cruda no es una cosa agradable que meterse en los bolsillos, pero la envolvieron en hojas frescas y se las arreglaron como pudieron.
Tenían suficiente experiencia como para saber que pensarían de modo muy distinto respecto a aquellos paquetes blandos y asquerosos cuando llevaran andando el tiempo suficiente y estuvieran realmente hambrientos.
Reanudaron la penosa marcha —deteniéndose para lavar tres pares de manos que lo necesitaban en el primer arroyo que encontraron— hasta que salió el sol y los pájaros empezaron a cantar, y más moscas de las deseadas se pusieron a zumbar en los helechos.
La rigidez producto del manejo de los remos del día anterior empezó a disiparse y a todos se les levantó el ánimo. El sol empezó a calentar y tuvieron que quitarse los yelmos y llevarlos en la mano.
—Supongo que vamos bien, ¿no? —inquirió Edmund una hora más tarde.
—No veo cómo podemos ir mal mientras no nos desviemos demasiado a la izquierda —declaró Peter—. Si nos dirigimos demasiado a la derecha, lo peor que puede suceder es que perdamos un poco de tiempo al tropezar con el Gran Río demasiado pronto y que no podamos tomar el atajo.
Y de nuevo siguieron avanzando lentamente sin oír otro sonido que el golpear de sus pies en el suelo y el tintineo de sus cotas de malla.
—¿Adónde ha ido a parar ese condenado Torrente? —inquirió Edmund al cabo de un buen rato.
—Desde luego pensaba que habríamos dado con él ya —dijo su hermano—. Pero no podemos hacer otra cosa que seguir adelante.
Los dos se dieron cuenta de que el enano los contemplaba con ansiedad, pero éste no dijo nada.
Y siguieron caminando y sus cotas de malla empezaron a resultar muy pesadas y calurosas.
—¿Qué diablos…? —exclamó Peter de repente.
Habían ido a parar, sin darse cuenta, casi al borde de un pequeño precipicio desde el que se podía contemplar una garganta con un río en el fondo. En el otro extremo, el precipicio era mucho más alto.
Ningún miembro del grupo, excepto Edmund y tal vez Trumpkin, sabía nada sobre escalar.
—Lo siento —se disculpó Peter—, es culpa mía por venir por aquí. Nos hemos perdido. Jamás en la vida había visto este lugar.
El enano emitió un sordo silbido por entre los dientes.
—Demos media vuelta y vayamos por el otro camino —propuso Susan—. Desde el principio sabía que nos perderíamos en estos bosques.
—¡Susan! —reprendió Lucy—. No sermonees a Peter de ese modo. Es odioso y, además, él hace lo que puede.
—Y tú no regañes tampoco a Su de ese modo —intervino Edmund—. Creo que tiene toda la razón.
—¡Tinas y tinajas! —exclamó Trumpkin—. Si nos hemos perdido en el camino de ida, ¿qué posibilidades tenemos de encontrar el camino de vuelta? Y si hemos de regresar a la isla y empezar de nuevo desde el principio… incluso suponiendo que pudiéramos… más nos valdría dejarlo así. Miraz habrá acabado con los reyes antes de que consigamos llegar si seguimos como hasta ahora.
—¿Crees que deberíamos seguir adelante? —preguntó Lucy.
—No estoy seguro de que el Sumo Monarca se haya perdido —respondió Edmund—. ¿Qué impide que este río sea el Torrente?
—Pues que el Torrente no está en una garganta —dijo Peter, conteniéndose con cierta dificultad.
—Su Majestad dice «está» —replicó el enano—, pero ¿no debería decir «estaba»? Conocisteis este país hace cientos, tal vez miles, de años. ¿No podría haber cambiado? Un desprendimiento de tierras podría haber arrancado la mitad de la ladera de esa colina, dejando roca viva, y eso habría creado los precipicios que hay más allá de la garganta. Luego el Torrente habría ido hundiendo su curso año tras año hasta formar los precipicios pequeños de este lado. También podría haber habido un terremoto o algo parecido.
—No se me había ocurrido —dijo Peter.
—Y, de todos modos —siguió Trumpkin—, incluso aunque no sea el Torrente, fluye más o menos hacia el norte y, por lo tanto, tiene que ir a parar al Gran Río igualmente. Creo que pasé junto a algo que podría haber sido él cuando me dirigía al mar. Así pues, si seguimos río abajo, por nuestra derecha, daremos con el Gran Río. Tal vez no tan arriba como esperábamos, pero al menos no estaremos peor que si hubiéramos ido por el camino que utilicé.
—Trumpkin, eres un gran tipo —dijo Peter—. Vamos, pues. Bajemos por este lado de la garganta.
—¡Miren! ¡Miren! ¡Miren! —gritó Lucy.
—¿Dónde? ¿Qué? —dijeron todos.
—El león —respondió ella—. El mismo Aslan. ¿No lo habéis visto? —Su rostro había cambiado por completo y sus ojos brillaban.
—¿Realmente quieres decir que…? —empezó Peter.
—¿Dónde te ha parecido verlo? —inquirió Susan.
—No hables igual que un adulto —dijo Lucy, golpeando el suelo con el pie—. No me «ha parecido» verlo. Lo he visto.
—¿Dónde, Lu? —quiso saber Peter.
—Justo allí arriba, entre aquellos serbales. No, a este lado de la garganta. Y arriba, no abajo. Justo en la dirección opuesta a la que queréis tomar. Y quería que fuéramos hacia donde estaba él: ahí arriba.
—¿Cómo sabes que era eso lo que quería? —quiso saber Edmund.
—Él… yo… simplemente lo sé por su rostro.
Sus compañeros intercambiaron miradas en medio de un perplejo silencio.
—Es muy probable que Su Majestad haya visto un león —intervino Trumpkin—. Hay leones en estos bosques, según me han contado. Pero no tendría por qué haber sido un león amistoso y parlante, como tampoco lo era el oso.
—Vamos, no seas tan estúpido —dijo Lucy—. ¿Crees que no reconozco a Aslan cuando lo veo?
—¡Sería un león bastante anciano a estas alturas —observó Trumpkin—, si lo conocisteis la otra vez que estuvisteis aquí! Y si pudiera ser el mismo, ¿qué le habría impedido volverse salvaje y necio como tantos otros?
Lucy enrojeció violentamente y creo que se habría arrojado sobre el enano, si Peter no hubiera posado la mano sobre su brazo.
—El QA no lo entiende. ¿Cómo iba a hacerlo? Debes aceptar, Trumpkin, que realmente conocemos a Aslan; sabemos ciertas cosas sobre él, quiero decir. Y no debes hablar de él de ese modo. No trae buena suerte, para empezar: y no son más que disparates, por otra parte. La única cuestión es si Aslan estaba realmente allí.
—Pero yo sé que sí estaba —insistió Lucy mientras sus ojos se llenaban de lágrimas.
—Sí, Lu, pero nosotros no lo sabemos, ¿comprendes? —dijo Peter.
—No se puede hacer otra cosa que votar —indicó Edmund.
—De acuerdo —repuso Peter—. Tú eres el mayor, QA. ¿Por qué votas? ¿Subimos o bajamos?
—Bajamos —contestó el enano—. No sé nada sobre Aslan. Pero sí sé que si giramos a la izquierda y seguimos la garganta hacia arriba, podríamos andar todo el día antes de encontrar un lugar por donde cruzarla. Mientras que si giramos a la derecha y descendemos, acabaremos por llegar al Gran Río en un par de horas. Y si hay leones auténticos por ahí, lo que debemos hacer es alejarnos de ellos, no ir a su encuentro.
—¿Qué dices tú, Susan?
—No te enojes, Lu —respondió ésta—, pero realmente creo que debemos bajar. Estoy muerta de cansancio. Salgamos de este espantoso bosque y vayamos a campo abierto tan rápido como podamos. Y ninguno de nosotros excepto tú ha visto nada.
—¿Edmund? —preguntó Peter.
—Bueno, lo que sucede es esto —dijo él, hablando muy de prisa a la vez que enrojecía ligeramente—; cuando descubrimos Narnia hace un año, o mil años, da lo mismo, fue Lucy quien llegó primero y ninguno de nosotros quiso creerla. Yo menos que nadie, ya lo sé. Sin embargo, ella tenía razón. ¿No sería justo creerla ahora? Yo voto por subir.
—¡Gracias, Edmund! —dijo Lucy y le oprimió la mano.
—Y ahora te toca a ti, Peter —dijo Susan—. Y realmente confío en que…
—Vamos, callense, callense y déjenme que piense —la interrumpió él—. Preferiría no tener que votar.
—Eres el Sumo Monarca —observó Trumpkin con voz severa.
—Abajo —declaró Peter con firmeza tras una larga pausa—. Sé que Lucy puede tener razón después de todo, pero no puedo evitarlo. Debemos hacer una cosa u otra.
Así pues, giraron hacia la derecha siguiendo el borde, río abajo. Y Lucy iba la última del grupo, llorando amargamente.
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