ii
LA VIEJA CÁMARA DEL TESORO
—Esto no era un jardín —declaró Susan al cabo de un rato —. Esto era un castillo y aquí debía de estar el patio.
—Ya veo lo que quieres decir —dijo Peter—. Sí, eso son los restos de una torre. Y allí hay lo que sin duda era un tramo de escalera que subía a lo alto de las murallas. Y miren esos otros escalones, los que son anchos y bajos, que ascienden hasta aquella entrada. Eso debía de ser la puerta que daba a una sala enorme.
—Hace una eternidad, por lo que parece —apostilló Edmund.
—Sí, hace una eternidad —coincidió el rubio—. Ojalá pudiéramos descubrir quiénes eran los que vivían en este castillo, y cuánto tiempo hace de ello.
—Me produce una sensación rara —dijo Lucy.
—¿Lo dices en serio, Lu? —inquirió Peter, girandose para mirarla —. Porque a mí me sucede lo mismo. Es la cosa más rara que ha sucedido en este día tan extraño. Me pregunto: ¿dónde estamos y qué significa todo esto?
Mientras hablaban habían cruzado el patio y atravesado la otra entrada para pasar al interior de lo que en una ocasión había sido la sala.
En aquellos momentos la estancia se parecía mucho al patio, ya que el techo había desaparecido hacía mucho tiempo y no era más que otro espacio cubierto de hierba y margaritas, con la excepción de que era más corto y estrecho y las paredes eran más altas.
A lo largo del extremo opuesto había una especie de terraza aproximadamente un metro más alta que el resto.
—Me gustaría saber a ciencia cierta si era la sala —dijo la ojiazul —. ¿Qué es esa especie de terraza?
—Claro, tonta —intervino el rubio, que se mostraba extrañamente nervioso —. ¿No lo ves? Ésa era la tarima donde se encontraba la mesa real, donde se sentaban el rey y los lores principales. Cualquiera pensaría que se les había olvidado que nosotros mismos fuimos en una ocasión reyes y reinas y nos sentamos en una plataforma igual que ésa, en nuestra gran sala.
—En nuestro castillo de Cair Paravel —prosiguió la pelicastaña en una especie de sonsonete embelesado—. En la desembocadura del gran río de Narnia. ¿Cómo he podido olvidarlo?
—¡Cómo regresa todo! —exclamó la pequeña Pevensie —. Podríamos fingir que ahora estamos en Cair Paravel. Ésta sala debe de ser muy parecida a la enorme sala en la que celebrábamos banquetes.
—Pero por desgracia sin el banquete —indicó el pecoso —. Se hace tarde, ¿saben? Miren cómo se alargan las sombras. ¿Y se habrán dado cuenta de que ya no hace tanto calor?
—Necesitaremos una hoguera si hemos de pasar la noche aquí —dijo el ojiazul —. Yo tengo cerillos. Vayamos a ver si podemos reunir un poco de leña seca.
Todos encontraron muy sensata la sugerencia, y durante la siguiente media hora estuvieron muy ocupados. El huerto a través del cual habían llegado a las ruinas resultó no ser un buen lugar para encontrar leña.
Probaron en el otro lado del castillo, saliendo de la sala por una puertecita lateral que daba a un laberinto de montecillos y cavidades de piedra que en el pasado habían sido sin duda corredores y habitaciones más pequeñas, pero que ahora eran todo ortigas y escaramujos olorosos.
Fuera encontraron una enorme abertura en la muralla del castillo y a través de ella penetraron en un bosque de árboles más oscuros y grandes en el que encontraron ramas secas, troncos podridos, palitos, hojas secas y piñas en abundancia. Fueron de un lado para otro con haces de leña hasta que tuvieron una buena pila sobre la grada.
En el quinto viaje descubrieron el pozo, a las puertas de la sala, oculto entre la maleza, pero profundo y de aguas limpias y potables una vez que hubieron retirado todas las malas hierbas. Los restos de un pavimento de piedra lo rodeaban en parte.
Luego las niñas salieron a por más manzanas, y los niños encendieron el fuego sobre la tarima y muy cerca de la esquina entre dos paredes, que consideraron el lugar más cómodo y cálido.
Experimentaron grandes dificultades para encenderlo y utilizaron gran cantidad de cerillos, pero acabaron por conseguirlo.
Finalmente, los cuatro se sentaron con la espalda vuelta hacia la pared y el rostro en dirección al fuego.
Intentaron asar algunas manzanas en las puntas de unos palos; pero las manzanas asadas no son gran cosa sin azúcar, y están tan calientes que, para comerlas con los dedos, hay que esperar hasta que están demasiado frías para que valga la pena comerlas.
De modo que tuvieron que contentarse con manzanas crudas, lo que, tal como Edmund dijo, hacía que uno se diera cuenta de que, al fin y al cabo, las cenas del colegio no eran tan malas.
—No me importaría tener una gruesa rebanada de pan con margarina ahora mismo. ¡Estaría buenísima! —añadió.
No obstante el espíritu aventurero empezaba a despertar en todos ellos, y ninguno deseaba de corazón regresar al colegio.
Poco después de que comieran la última manzana, Susan salió al pozo para tomar otro trago. Cuando regresó llevaba algo en la mano.
—Miren —dijo con una voz algo ahogada—. Lo encontré junto al pozo.
Se lo entregó a Peter y se sentó en el suelo. A los demás les dio la impresión de que estaba a punto de echarse a llorar. Edmund y Lucy se apresuraron a inclinarse al frente para ver lo que Peter tenía en la mano; era un objeto pequeño y brillante que relucía a la luz de la hoguera.
—¡Por Dios! —exclamó el rubio, y su voz también sonó extraña; a continuación entregó el objeto a sus hermanos.
Todos vieron entonces de qué se trataba: un pequeño caballo de ajedrez, normal de tamaño pero extraordinariamente pesado debido a que estaba hecho de oro macizo; y los ojos de la cabeza del animal eran dos diminutos rubíes, mejor dicho, uno lo era, porque el otro había desaparecido.
—¡Vaya! —dijo Lucy—. Es exactamente igual que una de las piezas de ajedrez con las que jugábamos cuando éramos reyes y reinas en Cair Paravel.
—Anímate, Su —dijo Peter a su otra hermana.
—No puedo evitarlo —respondió ella—. Me ha recordado… una época tan hermosa… Y recuerdo cómo jugaba al ajedrez con faunos y gigantes buenos, y los tritones que cantaban en el mar, y mi hermoso caballo… y… y…
—Bien —dijo entonces el ojiazul con una voz bastante distinta—, es hora de que los cuatro empecemos a usar el cerebro.
—¿Por qué lo dices? —inquirió el azabache.
—¿Es que ninguno ha adivinado dónde estamos? —preguntó su hermano mayor.
—Sigue, sigue —dijo la pequeña ojiazul —. Hace horas que presiento que hay algún misterio maravilloso flotando en este lugar.
—Adelante, Peter —exigió el pecoso a su hermano —. Todos te escuchamos.
—Nos encontramos en las ruinas de Cair Paravel —respondió su hermano.
—Pero, oye —replicó Edmund —. Quiero decir, ¿cómo has llegado a esa conclusión? Éste lugar lleva en ruinas una eternidad. Mira todos esos árboles que crecen justo hasta las puertas. Fíjate en las piedras mismas. Cualquiera puede darse cuenta de que nadie ha vivido aquí en cientos de años.
—Lo sé —respondió Peter —. Ésa es la dificultad. Pero dejemos eso por el momento. Quiero ir punto por punto. Primer punto: esta sala tiene exactamente la misma forma y tamaño que la sala de Cair Paravel. Imaginen simplemente cómo sería con techo y un pavimento de color en lugar de hierba, y con tapices en las paredes. Así estaba nuestra sala de banquetes.
Nadie dijo nada.
—Segundo punto —continuó el ojiazul —: el pozo del castillo está exactamente donde estaba nuestro pozo, un poco al sur del gran salón; y tiene exactamente el mismo tamaño y forma.
De nuevo no hubo respuesta.
—Tercer punto: Susan ha encontrado una de nuestras viejas piezas de ajedrez…, o algo que se parece a ellas como una gota de agua a otra.
Siguió sin obtener respuesta.
—Cuarto punto: ¿no se acuerdan? Fue justo el día antes de que llegaran los embajadores del rey de Calormen. ¿No se acuerdan haber plantado el huerto frente a la puerta norte de Cair Paravel? El miembro más importante del pueblo de los bosques, la misma Pomona, vino a lanzar hechizos buenos sobre él. Fueron aquellos tipos tan decentes, los topos, los que se ocuparon de cavar. ¿Lo olvidado de aquel viejo y divertido Guantes de Azucena, el topo jefe, apoyado sobre su pala y diciendo: «Creerme, Majestad, algún día se alegrarán de tener estos árboles frutales»?
—¡Sí, lo recuerdo! ¡Lo recuerdo! —dijo Lucy, y empezó a dar palmas.
—Pero oye, Peter —intervino Edmund —. Eso no son más que alucinaciones. Para empezar, no plantamos el huerto pegado a la entrada. No habríamos sido tan idiotas.
—No, claro que no —respondió él —. Pero ha crecido hasta las puertas desde entonces.
—Y otra cosa —siguió Edmund —. Cair Paravel no estaba en una isla.
—Sí, eso también me intriga. Pero estaba en una, cómo se llamaba, una península. Algo muy parecido a una isla. ¿No podría haberse convertido en una isla desde que estuvimos aquí? Podrían haber excavado un canal.
—Pero ¡espera un momento! —dijo el pecoso —. No haces más que decir «desde que estuvimos aquí». Pero hace sólo un año que regresamos de Narnia. Y pretendes que en un año se hayan derrumbado castillos, crecido enormes bosques y que árboles pequeños que nosotros mismos vimos plantar se hayan convertido en un enorme y viejo manzanal… Es totalmente imposible.
—Una cosa —intervino Lucy —. Si esto es Cair Paravel debería existir una puerta al final de esta tarima. En realidad tendríamos que estar sentados con la espalda apoyada en ella en estos momentos. Ya saben; la puerta que descendía a la sala del tesoro.
—Supongo que no habrá puertas —dijo el rubio, poniéndose en pie.
La pared que tenían a su espalda era una masa de enredaderas.
—Eso se averigua en seguida —anunció el azabache, tomando uno de los palos que tenían preparados para arrojar al fuego.
Empezó a golpear la pared de hiedra. Toc, toc, golpeó el bastón contra la piedra; y de nuevo, toc, toc; y luego, de repente, bum, bum, con un sonido muy distinto, un sonido hueco a madera.
—¡Por dios! —exclamó.
—Tenemos que quitar todas estas enredaderas —anunció Peter.
—¡Vamos, dejémoslo en paz! —dijo Susan—. Podemos probarlo por la mañana. Si hemos de pasar la noche aquí no quiero una puerta abierta a mi espalda y un enorme agujero negro por el que pueda salir cualquier cosa, además de corrientes de aire y humedad. Y no tardará en oscurecer.
—¡Susan! ¿Cómo puedes? —reprendió Lucy, echándole una mirada de reproche.
Pero los dos muchachos estaban demasiado emocionados para hacer caso del consejo de Susan, y se pusieron a hurgar en las enredaderas con las manos y con la navaja de Peter hasta que ésta se rompió. Después, usaron la de Edmund. Pronto todo el lugar en el que habían estado sentados quedó cubierto de enredaderas; y finalmente se descubrió la puerta.
—Cerrada con llave, claro —dijo Peter.
—Pero la madera está toda podrida —indicó su hermano —. Podemos hacerla pedazos en un momento, y servirá de leña extra. Vamos.
Tardaron más de lo que esperaban y, antes de que terminaran, la gran sala se había vuelto oscura y una o dos estrellas habían hecho su aparición sobre sus cabezas.
Susan no fue la única que sintió un ligero escalofrío mientras los niños permanecían de pie sobre el montón de madera astillada, limpiándose la suciedad de las manos y con la vista fija en la fría y oscura abertura que habían hecho.
—Ahora necesitamos una antorcha —dijo Peter.
—¿De qué servirá? —replicó Susan—. Y como dijo Edmund…
—Ahora no lo digo —interrumpió éste—. Todavía no lo entiendo, pero podemos resolver eso más tarde. Supongo que vas a bajar, ¿verdad, Peter?
—Debemos hacerlo. Ánimo, Susan. No sirve de nada comportarse como niños ahora que estamos de vuelta en Narnia. Aquí eres una reina. Y de todos modos, nadie podría dormir con un misterio como éste en la cabeza.
Intentaron utilizar palos largos como antorchas, pero no resultó. Si los sostenían con el extremo encendido hacia arriba se apagaban, y si los sostenían al revés les chamuscaban la mano y el humo les irritaba los ojos.
Al final tuvieron que usar la linterna de Edmund; por suerte se la habían regalado hacía menos de una semana, por su cumpleaños, y la pila era casi nueva. Entró él primero, con la luz. Luego pasó Lucy, luego Susan, y Peter cerró la marcha.
—He llegado a lo alto de los escalones —anunció Edmund.
—Cuéntalos —pidió Peter.
—Uno, dos, tres —dijo Edmund, mientras descendía con cautela, y siguió hasta llegar a dieciséis—. Ya estoy abajo —les gritó.
—En ese caso realmente debe de ser Cair Paravel —declaró Lucy—. Había dieciséis.
No se volvió a decir nada más hasta que los cuatro se reunieron al final de la escalera. Entonces Edmund paseó la linterna despacio a su alrededor.
—¡Oooooh! —dijeron todos a la vez.
Pues entonces tuvieron la certeza de que aquélla era realmente la vieja cámara del tesoro de Cair Paravel, donde en una ocasión habían reinado como reyes y reinas de Narnia.
Existía una especie de sendero en el centro —como podría haberlo en un invernadero—, y a lo largo de cada lado, de trecho en trecho, se alzaban preciosas armaduras, como caballeros custodiando los tesoros.
Entre las armaduras, y a cada lado del sendero, había estantes repletos de cosas valiosas; collares, brazaletes, anillos, cuencos y bandejas de oro, largos colmillos de marfil, broches, diademas y cadenas de oro, y montones de piedras preciosas sin engastar apiladas como si fueran canicas o patatas: diamantes, rubíes, esmeraldas, topacios y amatistas.
Bajo los estantes descansaban enormes cofres de roble reforzados con barras de hierro y asegurados con fuertes candados.
Hacía un frío terrible, y reinaba tal silencio que oían su propia respiración, y los tesoros estaban tan cubiertos de polvo que, de no haberse dado cuenta de dónde se encontraban y recordado la mayoría de cosas, no habrían sabido que se trataba de tesoros. Había algo triste y un poco atemorizador en el lugar, debido a que todo parecía tan abandonado y antiguo.
Fue por ese motivo por lo que nadie dijo nada durante al menos un minuto.
Luego, claro, empezaron a dar vueltas y a tomar cosas para mirarlas. Fue como encontrar a viejos amigos. De haber estado allí, uno habría escuchado cosas como: «¡Miren! Nuestros anillos de coronación… ¿Recuerdan la primera vez que llevamos esto?… Pero si éste es el pequeño broche que todos creíamos perdido… Vaya, ¿no es ésa la armadura que llevaste en el gran torneo de las Islas Solitarias?… ¿Recuerdas que el enano hizo esto para mí?… ¿Recuerdas cuando bebías en ese cuerno?… ¿Recuerdas, recuerdas?».
—Escuchen —dijo Edmund de repente —. No debemos malgastar la pila; más tarde podemos necesitarla. ¿No sería mejor que tomemos lo que quisiéramos y volviéramos a salir?
—Tenemos que hacernos con los regalos —indicó Peter.
Mucho tiempo atrás, durante unas Navidades en Narnia, él, Susan y Lucy habían recibido ciertos regalos que valoraban más que todo su reino.
Edmund no había recibido ningún regalo porque no se encontraba con ellos en aquel momento; había sido culpa suya no estar allí, pues había sido engañado por la bruja Blanca.
Todos estuvieron de acuerdo con Peter y recorrieron el pasillo hasta la pared del fondo de la sala del tesoro, y allí, efectivamente, seguían colgados los regalos.
El de Lucy era el más pequeño, pues se trataba únicamente de un frasquito, tallado en diamante en lugar de cristal, y estaba aún más que medio lleno del licor mágico que podía curar casi cualquier herida y enfermedad.
Lucy no dijo nada y adoptó una expresión muy solemne mientras tomaba su regalo y se pasaba la bandolera por el hombro y volvía a sentir la botella junto a la cadera, donde acostumbraba a colgarla en los viejos tiempos.
El regalo de Susan había sido un arco, unas flechas y un cuerno. El arco seguía allí, y también la aljaba de marfil, llena de flechas bien emplumadas, pero…
—¡Ven, Susan! —dijo Lucy—. ¿Dónde está el cuerno?
—¡Maldita sea, maldita sea, maldita sea! —exclamó Susan después de haberlo pensado unos instantes—. Ahora lo recuerdo. Lo llevaba conmigo el último día, el día en que fuimos a cazar el Ciervo Blanco. Debe de haberse perdido cuando sin querer regresamos al otro lugar; a Inglaterra, quiero decir.
Edmund lanzó un silbido. Desde luego se trataba de una pérdida terrible; pues era un cuerno encantado y, cada vez que uno lo hiciera sonar, recibiría ayuda, estuviera donde estuviera.
—Justo la clase de cosa que podría ser de utilidad en un lugar como éste —comentó Edmund.
—No importa —repuso la ojiazul—. Todavía tengo el arco.
—¿No se habrá estropeado la cuerda, Su? —preguntó Peter.
Pero tanto si era debido a la magia que flotaba en el aire de la cámara del tesoro como si no, el arco seguía en perfecto estado.
El tiro al arco y la natación eran las dos cosas en las que Susan era experta. No tardó ni un momento en doblar el arco y dar un leve tirón a la cuerda.
Ésta chasqueó con un tañido gorjeante que vibró por toda la habitación. Y aquel ruidito devolvió los viejos tiempos a las mentes de los niños más que cualquier otra cosa que hubiera sucedido hasta entonces.
Todas las batallas, cacerías y banquetes regresaron de golpe a su memoria.Luego la niña destensó el arco otra vez y se colgó la aljaba al costado.
Peter tomó su regalo; el escudo con el gran león rojo en él, y la espada real. Sopló sobre ellos y les dio golpecitos contra el suelo para eliminar el polvo, luego se encajó el escudo en el brazo y se colgó la espada al costado.
En un principio temió que el arma pudiera estar oxidada y se enganchara a la vaina; pero no fue así. Con un veloz gesto la desenvainó y la sostuvo en alto, brillando a la luz de la linterna.
—Es mi espada Rhindon —dijo—. Con la que maté al lobo.
Había un nuevo tono en su voz, y todos los demás sintieron que realmente era Peter el Sumo Monarca otra vez. Luego, tras una corta pausa, todos recordaron que debían ahorrar pila.
Volvieron a subir la escalera e hicieron una buena hoguera y se acostaron pegados los unos a los otros para mantenerse calientes. El suelo era muy duro e incómodo, pero acabaron por dormirse.
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