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LA ISLA
Había una vez cuatro niños llamados Peter, Susan, Edmund y Lucy que, tras abrir la puerta de un armario mágico, habían ido a parar a un mundo muy distinto del nuestro, y en aquel mundo distinto se habían convertido en reyes y reinas de un lugar llamado Narnia.
Había transcurrido ya un año de todo aquello, y los cuatro estaban en ese momento sentados en un banco de una estación de ferrocarril con baúles y cajas de juegos amontonados a su alrededor. Iban, de hecho, de regreso a la escuela.
Habían viajado juntos hasta aquella estación, que era un cruce de vías; y allí, unos cuantos minutos más tarde, debía llegar un tren que se llevaría a las niñas a una escuela y, al cabo de una media hora, llegaría otro en el que los niños partirían en dirección a otra escuela.
La primera parte del viaje, que realizaban juntos, siempre les parecía una prolongación de las vacaciones; pero ahora que iban a decirse adiós y a marcharse en direcciones opuestas tan pronto, todos sentían que las vacaciones habían finalizado de verdad y también que regresaban las sensaciones provocadas por el retorno del período escolar.
Por eso estaban un tanto deprimidos y a nadie se le ocurría nada que decir. Lucy iba a ir a un internado por primera vez en su vida.
Era una estación rural, vacía y soñolienta, y no había nadie en el andén excepto ellos. De improviso Lucy profirió un grito agudo, como alguien a quien ha picado una avispa.
—¿Qué sucede, Lu? —preguntó Edmund; y entonces, de repente, se interrumpió y emitió un ruidito que sonó parecido a «¡Ou!».
—¿Qué diablos…? —empezó a decir Peter, y a continuación también él cambió lo que había estado a punto de decir, y en su lugar exclamó—. ¡Susan, suelta! ¿Qué haces? ¿Adónde me estás arrastrando?
—Yo no te he tocado —protestó ella—. Alguien está tirando de mí. ¡Oh… oh… oh… basta!
Todos advirtieron que los rostros de los demás habían palidecido terriblemente.
—Yo he sentido justo lo mismo —dijo el azabache con voz jadeante —. Como si me estuvieran arrastrando. Un tirón de lo más espantoso… ¡Uy! Ya empieza otra vez.
—Yo siento lo mismo —indicó Lucy—. Ay, no puedo soportarlo.
—¡Pronto! —gritó Edmund—. Tómense de las manos y manteneos bien juntos. Esto es magia; lo sé por la sensación que produce. ¡Rápido!
—Sí —corroboró Susan —. Tomémonos de la mano. Cómo deseo que pare… ¡Ay!
En un instante el equipaje, el asiento, el andén y la estación se habían desvanecido totalmente, y los cuatro niños, asidos de la mano y sin aliento, se encontraron de pie en un lugar frondoso, tan lleno de árboles que se les clavaban las ramas y apenas había espacio para moverse. Se frotaron los ojos y aspiraron con fuerza.
—¡Cielos, Peter! —exclamó Lucy—. ¿Crees que es posible que hayamos regresado a Narnia?
—Podría ser cualquier sitio —respondió él—. No veo más allá de mis narices con todos estos árboles. Intentemos salir a campo abierto, si es que existe.
Todo se tornó mucho más brillante, y tras unos cuantos pasos se encontraron en el linde del bosque, contemplando una playa de arena. Unos pocos metros más allá, un mar muy tranquilo lamía la playa con olas tan diminutas que apenas producían ruido.
No se avistaba tierra y no había nubes en el cielo. El sol se encontraba donde se suponía que debía estar a las diez de la mañana, y el mar era de un azul deslumbrante. Permanecieron inmóviles olisqueando el mar.
—¡Joder! —dijo Peter—. Esto es fantástico.
A los cinco minutos todos estaban descalzos y remojándose en las frescas y transparentes aguas.
—¡Esto es mejor que estar en un tren sofocante de vuelta al latín, el francés y el álgebra! —declaró Edmund.
Y durante un buen rato nadie volvió a hablar y se dedicaron sólo a chapotear y buscar camarones y cangrejos.
—De todos modos —dijo Susan finalmente—. Supongo que tendremos que hacer planes. No tardaremos en querer comer algo.
—Tenemos los sándwiches que nuestra madre nos dio para el viaje —indicó Edmund—. Al menos yo tengo los míos.
—Yo no —repuso Lucy—, los míos estaban en la bolsa.
—Los míos también —añadió Susan.
—Los míos están en el bolsillo del abrigo, allí en la playa —dijo Peter—. Es decir: dos almuerzos para repartir entre cuatro. No va a resultar muy divertido.
—En estos momentos tengo más sed que hambre —declaró Lucy.
Todos se sentían sedientos, como acostumbra a suceder después de remojarse en agua salada bajo un sol ardiente.
—Es como si fuéramos náufragos —comentó el azabache —. En los libros siempre encuentran manantiales de agua dulce y transparente en las islas. Así que será mejor que vayamos en su busca.
—¿Significa eso que debemos regresar al interior de ese bosque tan espeso? —inquirió la ojiazul.
—En absoluto —contestó Peter—. Si hay arroyos, seguro que descienden hasta el mar, y si recorremos la playa ya verás como los encontraremos.
Nadaron de vuelta entonces y atravesaron primero la arena suave y húmeda y luego ascendieron por la arena seca y desmenuzada que se pega a los dedos, y empezaron a ponerse los calcetines y los zapatos.
Edmund y Lucy querían dejarlos allí y explorar con los pies descalzos, pero Susan dijo que era una locura.
—¡Imagínese que no volvemos a encontrarlos nunca! —señaló —. Además, los necesitaremos si seguimos aquí cuando llegue la noche y empiece a hacer frío.
Una vez que volvieron a estar vestidos, empezaron a recorrer la orilla con el mar a su izquierda y el bosque a la derecha. A excepción de alguna gaviota ocasional, era un lugar muy tranquilo.
El bosque era tan espeso y enmarañado que apenas conseguían ver en su interior; y no se movía nada en él, ni un pájaro, ni siquiera un insecto.
Las conchas, las algas y las anémonas, o los cangrejos diminutos en charcas formadas en las rocas están muy bien, pero uno no tarda en cansarse de todo eso si tiene sed.
Los pies de los niños, ahora que habían abandonado el frescor del agua, les ardían y pesaban; además, Susan y Lucy tenían que cargar con sus impermeables.
Edmund había dejado el suyo sobre el asiento de la estación justo antes de que la magia los sorprendiera, y él y Peter se turnaban en llevar el gabán de Peter.
Al rato la playa empezó a describir una curva hacia la derecha. Alrededor de un cuarto de hora más tarde, después de que hubieran atravesado una cresta rocosa que finalizaba en un cabo, la orilla giró bruscamente.
A su espalda quedaba entonces el mar que los había recibido al salir del bosque, y en aquellos momentos, al mirar al frente, podían contemplar a través del mar otra playa, tan densamente poblada de árboles como la que estaban explorando.
—Escuchen, ¿es una isla o acabarán por juntarse los dos extremos? —dijo Lucy.
—No lo sé —respondió Peter, y todos siguieron avanzando pesadamente en silencio.
La orilla por la que avanzaban se fue acercando cada vez más a la orilla opuesta, y cada vez que rodeaban un promontorio, los niños esperaban encontrar el lugar donde las dos se unían.
Sin embargo se llevaron una desilusión. Llegaron a unas rocas a las que tuvieron que trepar y desde lo alto pudieron ver un buen trecho por delante de ellos.
—¡Mierda! —exclamó Edmund—. No sirve de nada. No podremos llegar a esos otros bosques. ¡Estamos en una isla!
Era cierto. En aquel punto, el canal entre ellos y la costa opuesta tenía sólo unos veinte o treinta metros de anchura, pero se dieron cuenta de que era el punto en el que resultaba más estrecho.
Después de eso, la costa por la que andaban doblaba de nuevo hacia la derecha, y podían ver el mar abierto entre ella y el continente. Resultaba evidente que habían dado la vuelta a más de la mitad de la isla.
—¡Miren! —gritó Lucy de repente—. ¿Qué es eso?
—señaló una especie de larga cinta plateada y sinuosa que discurría por la playa.
—¡Un arroyo! ¡Un arroyo! —gritaron sus hermanos y, cansados como estaban, no perdieron tiempo en descender precipitadamente por entre las rocas y correr en dirección al agua potable.
Eran conscientes de que el agua del arroyo sabría mejor algo más arriba, lejos de la playa, de modo que se dirigieron sin pensarlo más al punto por el que surgía del bosque.
Los árboles seguían igual de tupidos, pero el arroyo había abierto un profundo curso entre elevadas orillas cubiertas de musgo, de modo que si uno se agachaba podía avanzar corriente arriba por una especie de túnel de hojas.
Se arrodillaron junto al primer estanque de rizadas aguas oscuras y bebieron y bebieron, y sumergieron los rostros en el agua, y luego introdujeron los brazos hasta los codos.
—Bien —dijo Edmund—, ¿qué pasa con esos sándwiches?
—No sé, ¿no sería mejor guardarlos? —preguntó Susan —. Tal vez nos hagan mucha más falta después.
—Cómo desearía que, ahora que no tenemos sed, pudiéramos seguir sin sentir hambre como antes —dijo Lucy.
—Pero ¿qué hay de los sándwiches? —repitió el pecoso —. De nada sirve guardarlos hasta que se estropeen. Tienen que recordar que hace mucho más calor aquí que en Inglaterra, y hace horas que los llevamos en los bolsillos.
Así pues, sacaron los dos paquetes y los dividieron en cuatro porciones, y nadie tuvo suficiente, pero fue mucho mejor que nada. Después hablaron sobre sus planes respecto a la siguiente comida.
Lucy quería regresar al mar y pescar camarones, hasta que alguien señaló que no tenían redes.
Edmund dijo que lo mejor era buscar huevos de gaviota en las rocas, pero cuando se pusieron a considerarlo no recordaron haber visto ningún huevo de gaviota y, de haberlos encontrado, tampoco habrían podido cocerlos.
Peter pensó para sus adentros que a menos que tuvieran un golpe de suerte no tardarían en darse por satisfechos si podían comer huevos crudos, pero no le pareció que sirviera de nada decirlo en voz alta.
Susan manifestó que era una lástima que hubieran comido los sándwiches tan pronto, y más de uno estuvo a punto de perder los estribos llegados a aquel punto. Finalmente Edmund dijo:
—Miren, sólo hay una cosa que se puede hacer. Debemos explorar el bosque. Ermitaños, caballeros y gente parecida siempre se las arreglan para sobrevivir si están en un bosque. Encuentran raíces y bayas y cosas.
—¿Qué clase de raíces? —quiso saber la ojiazul.
—Siempre he pensado que se referían a raíces de árboles —manifestó la pequeña de ellos.
—Vamos —dijo el rubio —. Edmund tiene razón. Y debemos intentar hacer algo. Además, será mejor que volver a salir a la luz deslumbrante del sol.
Todos se pusieron en pie y empezaron a seguir el curso de agua, lo que resultó una tarea muy ardua. Tuvieron que agacharse bajo algunas ramas y pasar por encima de otras, y avanzaron a tropezones por entre grandes masas de plantas parecidas a rodearlos.
También se desgarraron las ropas y se mojaron los pies en el arroyo; y seguían sin oírse otros ruidos que no fueran el del agua y los que producían ellos mismos. Empezaban a sentirse muy cansados de todo aquello cuando percibieron un aroma delicioso y, a continuación, un destello de color brillante por encima de ellos, en lo alto de la orilla derecha.
—¡Por Aslan! —exclamó Lucy—. Estoy segura de que eso es un manzano.
Y lo era. Ascendieron jadeantes la empinada orilla, se abrieron paso por entre unas zarzas, y se encontraron rodeando un viejo árbol cargado de enormes manzanas de un amarillo dorado, tan carnosas y jugosas como cualquiera desearía ver.
—Y éste no es el único árbol —indicó Edmund con la boca llena de manzana—. Miren ahí… y ahí.
—Vaya, pero si hay docenas —dijo Susan, arrojando el corazón de su primera manzana y tomando la segunda —. Esto debía de ser un huerto, hace mucho, mucho tiempo, antes de que el lugar se volviera salvaje y surgiera el bosque.
—Entonces, en el pasado la isla estaba habitada —hablo Peter.
—Y ¿qué es eso? —preguntó Lucy, señalando al frente.
—Cielos, es una pared —contestó Peter—. Una vieja pared de piedra.
Abriéndose paso por entre las cargadas ramas llegaron ante el muro.
Era muy viejo, y estaba desmoronado en algunos puntos, con musgo y alhelíes creciendo sobre él, pero era más alto que todos los árboles excepto los más grandes.
Y cuando se acercaron lo suficiente descubrieron un gran arco que antiguamente debía de haber tenido una verja, pero que en aquellos momentos estaba casi ocupado por el más grande de los manzanos.
Tuvieron que romper algunas de las ramas para poder pasar, y cuando lo consiguieron, todos parpadearon porque la luz del día se tornó repentinamente mucho más brillante. Se hallaban en un amplio espacio abierto rodeado de muros.
Allí dentro no había árboles, únicamente un césped uniforme y margaritas, y también enredaderas, y paredes grises. Era un lugar luminoso, secreto y bastante triste; y los cuatro fueron hasta su parte central, contentos de poder seguir la espalda y mover las extremidades con libertad.
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