Los Queen registran la propiedad
Tom los guio a través de la casa hacia la inmensa puerta de doble hoja del salón principal. La decoración no distaba en exceso a la que se había ido sucediendo a lo largo del camino entre pasillos. Dos sofás de color gris rodeaban una costosa mesa de cristal que originó un siseo de espanto en el inspector Queen. Una chimenea de mármol y estanterías repletas de libros, con algunas flores invadiendo espacios vacíos, se empeñaban en dotar a un entorno poco agraciado de aquel símil al que llamaban hogar.
La gran cristalera conducía al jardín trasero. Al abrirla, el frescor de la mañana inundó mansamente los pulmones de los tres hombres. La extensión de la parcela abarcaba una vasta superficie. Muros de piedra maciza cercaban los límites y aislaban la finca del frondoso bosque de pinos adyacente. Parte del suelo estaba cubierto de piedras a modo de sendero. A los lados, hileras de arbustos podados en una forma ovoide concebida con la misma dedicación con la que un escultor se entregaba a sus estatuas rodeaban la estructura.
En mitad de aquel edén esmeralda descubrieron la silueta de una mujer. Vestía un ligero y vaporoso vestido blanco. Su cabello dorado como el sol, recogido en una trenza espigada, contrastaba con el grandioso y resplandeciente cielo azul de aquella rara mañana de otoño. Pintaba abstraída en un modesto lienzo sin ser consciente de los tres hombres que la observaban.
—¡Marien, cariño! —exclamó Tom.
La mujer de cabellos dorados elevó la cabeza con la delicadeza propia de una bailarina. Dejó el pincel y la paleta de colores sobre una pequeña silleta junto al caballete y acudió en un andar armonioso.
A medida que la distancia se acortaba, los rasgos de la esposa de Tom se fueron perfilando frente a los Queen. En su rostro ovalado sobresalían unos prominentes labios pintados de un ligero tono rosado. Una corta y respingona nariz hizo recordar a Ellery las suaves laderas del desierto de Farafra que había recorrido en uno de sus viajes inspiracionales. Pero eran aquellos grandes ojos, con una mirada penetrante que robaba el aliento, lo que captó su entera atención. Era como estar en presencia de dos zafiros que imitaban la fuerza del mar en plena revolución.
—Cariño —saludó Marien a su marido, y rozó su mejilla en un beso ligero—. Caballeros —se dirigió a los Queen, agachando la cabeza cortésmente.
—Señora McKley, un placer.
—Ustedes serán los Queen. Deduzco que Tom les ha informado de nuestra peculiar situación.
—De una parte, sí —respondió Ellery. Los ojos azules de Marien desprendieron interés.
—¿Y bien? ¿Qué piensan de todo esto? ¿Debemos preocuparnos?
—Por ahora es pronto para especular —replicó Ellery—. No hay nada que indique que esas cartas no sean más que eso. ¿Cuál es su opinión, señora McKley?
—Llámenme Marien, si me hacen el favor. Y no, a diferencia de ustedes, no me parece ningún tipo de broma que tengamos que dejar pasar —contrapuso airadamente.
—Venga, Marien, querida —reculó Tom, algo abochornado—. Los Queen están aquí para prestarnos su ayuda. Harán todo lo necesario, debes tranquilizarte.
—Espero que no se equivoquen. —Alzó el rostro, barriendo con la mirada al grupo de hombres—. Mi vida depende de ello.
Ellery escondió una expresión de asombro. Marien, lejos de la mujer de modales fáciles y sumisos que había imaginado, supuso toda una sorpresa. Su carácter frío y dominante había tenido un impacto sin precedentes en su antiguo amigo; en lugar de la aversión de antaño que la competencia por el poder en una relación despertaba en Tom, habituado a llevar el rol cantante, se había convertido en el perro amaestrado que Marien ataba en corto.
La joven mujer giró sobre sí con la intención de reanudar la pintura de la que había sido interrumpida. Era tal su delicadeza que daba la sensación de que flotara sobre la hierba.
—Si no me necesitan para nada más...
—Haría bien en contestarnos al mismo interrogante que su marido —la frenó Ellery—. No deseo ser una molestia para usted. Necesitaría que realizara una lista con los posibles autores de las cartas. Ya sabe, personas de las que pudiera concebir alguna sospecha. Añada también la dirección donde poder encontrarlas. Tom —dijo volviéndose hacia él—, tú también has de redactarlo.
—Por supuesto—. Miró discretamente a su mujer, que parecía disgustada por la petición—. Vamos, cariño, lo haremos juntos. ¿Requerís algo más?
—Puesto que no es un asunto oficial, no tienen por qué aceptar, pero un examen de la residencia sería de vital importancia. Nos facilitaría el trabajo, no cabe duda, y nos serviría para apreciar cualquier detalle que haya podido ser ignorado —solicitó el inspector Queen, que hasta ahora había preferido mantenerse como mero espectador.
—Estaremos en el despacho —accedió Tom.
Los cuatro entraron en el salón. Tom y Marien se dirigieron escaleras arriba. Ellery y el inspector Queen se quedaron en la habitación hasta que la pareja desapareció de su vista.
—¿Cuál ha sido tu impresión? —le preguntó Ellery.
—Ese Tom es, con toda certeza, un crío rico con poco seso —refunfuñó—. Su esposa es una mujer muy bella, aunque no se corta en sacar las uñas. Bien puede ser debido a la situación.
—No te falta razón. Marien parece el tipo de mujer por la que Tom podría llegar a centrar la cabeza.
—Se ha enamorado del temperamento de un soldado —malmetió Richard.
—A Tom siempre le han satisfecho sus necesidades sin recibir un no por respuesta. —Se encogió de hombros—. Le hacía falta tomar conciencia de que la vida no es tan fácil cuando a la persona que tienes al lado le da igual lo que implica tu apellido. En fin, será mejor que comencemos o se nos echará el tiempo encima.
Después de un reconocimiento conjunto del salón, los Queen dividieron caminos. El inspector se adentró en la cocina. El tropiezo inoportuno con la cocinera propició un grito agudo y un intento inútil de malabarismo con el cuenco que sostenía. Una porción de la harina contenida en el recipiente se precipitó al suelo. El inspector pidió mil perdones, apocado, y solicitó a la cocinera que se retirara.
Por su parte, Ellery se internó en el segundo salón, más recogido y acogedor, situado bajo el hueco de la gran escalera central. A diferencia de la decoración del recibidor, la naturaleza diferente y rompedora de los cuadros henchía el entorno. Todos ellos contaban con la firma M. Simonson en la esquina inferior derecha, obras de Marien realizadas durante su soltería. La mayoría de pinturas reproducían paisajes donde la naturaleza liberaba su poderío. Mostraban pasión, valoró Ellery, una expresión de emociones impresa en cada pincelada. Un par de cuadros eran autorretratos, pues la mujer perfilada en ellos contenía aquella esencia magnética que había advertido en la esposa de su amigo.
Le resultó, no obstante, peculiar que el único lugar de la casa que exhibía los cuadros de Marien se redujera a aquel saloncito.
—Tiene talento —musitó mientras comenzaba con el registro.
Una hora después, padre e hijo se reencontraron en las escaleras. En el segundo piso se enfrentaron al compendio de puertas cerradas que habían ojeado al inicio de la visita. La destinada al dormitorio estaba precedida por un portalón de madera. Tomaron la decisión de dejar en último lugar la inspección conjunta del dormitorio.
Sin que el inspector tuviera deseos de dar el primer paso en un entorno que lo incomodaba, Ellery se adentró primero en la habitación.
Rayos de sol iluminaban el mobiliario, aportando a la estancia una cálida sensación de confort. La cama de matrimonio usurpaba el área derecha de la estancia. Cuatro columnas robustas sostenían un dosel de tonos dorados con cortinas translúcidas de color canela. La puerta adosada conducía al baño de la habitación. Junto a una de los grandes ventanales había situado un tocador. Sobre este, una variedad de sortijas, colgantes y diademas enzarzadas en diamantes dentro de sus organizadores correspondientes.
A la izquierda del dormitorio, el inspector Queen deslizó una puerta corredera.
—¿Cuánto le habrá costado todo esto? —inquirió al aire mientras contemplaba el vestidor.
Hileras de estantes almacenaban la vestimenta de Marien y Tom por separado. En la zona central se extendía una sucesión de zapatos, también afectados por la perfecta disposición a izquierda y derecha de complementos pertenecientes a uno y otro miembro de la pareja. El suelo del vestidor estaba protegido por una alfombra gris de pelo. Dos butacas sin respaldo se hallaban en los rincones del fondo.
El escritor paseó rebuscando entre los trajes. Aunque quisiera negarlo, sentía cierta satisfacción en la búsqueda de cualquier pormenor que probara que Tom podía haber omitido algún dato de su historia.
En uno de los recovecos del vestidor, otro recuadro oculto a simple vista se hallaba repleto de dispendiosos bolsos y cuatro maletas de viaje, de menor a mayor tamaño, todas ellas de un color atezado brillante.
—Aquí hemos terminado, hijo —dijo el señor Queen saliendo de la habitación.
—¿Ha sido provechosa la indagación? —preguntó Marien al verlos cruzar el dormitorio, no sin cierta dureza en la voz.
—Nada que confirme sus temores —negó el inspector.
—Tomad —intervino Tom, entregándoles las dos listas de nombres. Rodeó la cintura de su mujer y la atrajo a su costado. La miró con una sonrisa que pretendía transmitir calma—. Si ya han finalizado el registro, desearíamos que se quedaran a cenar con nosotros. Estaríamos encantados de disfrutar de su compañía.
La proposición pilló por sorpresa a los Queen. Marien se unió a la expresión de desconcierto con un vistazo de reproche a su marido.
—Siento rechazar tu oferta —dijo Ellery despreocupadamente—. Mi novela no va a escribirse sola.
—Otro día, entonces. —La pareja acompañó a los Queen a la salida—. Llámame cuando tengas noticias, por favor.
—Te informaré con lo que sea.
Se despidieron de Tom con un fuerte apretón de manos. La sonrisa que entallaron hacia Marien no fue recíproca. Recibieron un sucinto gesto de sus labios antes de darles la espalda y perderse en el interior de la mansión.
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