Las cartas
La tensión se palpaba en el lenguaje corporal que Ellery defendía. La distancia con su antiguo amigo de fraternidad se sentía kilométrica, sumía el reencuentro en una sensación de incomodidad cortante.
El inspector Queen se mantuvo en segundo plano sin perder detalle a la reacción de uno y otro hombre.
Mostrando una aduladora sonrisa, acostumbrado a llevar la iniciativa, Tom recorrió el despacho con los brazos abiertos.
—Estás un poco pálido —señaló en un matiz burlón.
—Tú estás como siempre. —Ellery le devolvió la sonrisa extendiendo la mano como saludo.
Inesperadamente, habiendo Tom estrechado la mano que le tendía, un ligero pero acuciante tirón lo encerró entre los brazos de su antiguo compañero. Unas palmadas en la espalda relajaron la tirantez del escritor, que terminó por desistir.
—Entiendo que usted es el padre de este increíble hombre —se dirigió Tom al inspector segundos después con un corto y formal apretón—. Un placer.
—Coincido con usted, señor McKley.
—Pero, por favor, no os quedéis de pie, sentaos —los invitó al tiempo que se acomodaba en uno de los sillones que adornaban el área este del despacho.
Una mesita bajera de mármol, sobre la que reposaban un par de ceniceros de cristal con unos cuantos cigarrillos consumidos y otros a mitad, hacía de intermediario entre Tom y el cómodo sofá color rubí donde los Queen tomaron asiento.
—¿Y bien? —dispuso Ellery con un deje de impaciencia—. ¿Qué necesitas de nosotros?
Richard no pasó por alto su inclusión en la petición, que desaprobó con una mirada esquiva.
—Sin formalidades ni absurdas bienvenidas, ¿no? —entendió Tom. Su conducta se transformó al instante. La inquietud que había intuido por teléfono cobró vida en sus palabras—. Verás, en primer lugar, tengo que informarte de un punto que no te mencioné en nuestra llamada. —Hizo una breve pausa en la que se masajeó las manos—: Estoy casado.
Ellery entreabrió sutilmente los ojos.
—He de darte la enhorabuena —ladeó una mueca—, ¿o no? —añadió.
—Por supuesto —rio Tom—. Si te soy sincero, no eres el único que ha reaccionado así con la noticia de mi compromiso. Nunca es tarde para asentar la cabeza, pero tengo la impresión de que, viniendo de mí, todos pensabais que era inviable. Del casamiento hace ya un año. ¿Qué me dices de ti?
¿Un año?, se repitió Ellery. Le resultaba sorprendente que aquel hombre, cuya cama había degustado a mujeres sin criterio de exclusión alguno -y presentía que a algún que otro compañero masculino-, hubiera soportado un año durmiendo y despertando con la misma mujer.
—No me sobra el tiempo, precisamente.
—Para el amor siempre se tiene tiempo —contrapuso Tom—. ¿No existe ninguna mujer rondando al increíble Queen? Que yo recuerde, en la universidad no te quitaban los ojos de encima.
El inspector echó una mirada fugaz a su hijo.
—No es eso lo que he dicho —rectificó a su amigo—, pero no supera un simple divertimento nocturno... De todos modos, yo no soy la cuestión aquí —retomó el asunto principal, evitando así el tic en la comisura de Richard que anticipaba su intromisión en la conversación—. Celebro tu compromiso, pero, sin ánimo de ofensa, expón lo que tengas que contarme.
Tom unió las manos en rezo pidiendo disculpas, sacó una pitillera del bolsillo interno de la chaqueta y encendió el cigarrillo que colocó entre sus labios.
—¿Quieren?
Ambos Queen negaron.
—De acuerdo... —Dio una profunda calada. La viveza de sus ojos parecía haberse evaporado—. Requiero de vuestra ayuda en un asunto que nos incumbe a mi esposa y a mí. Nadie ajeno a esta casa conoce lo que voy a relataros, no he querido hacerlo oficial. Tenemos dudas... dudas de que haya algo de cierto en ellas... Quizá sea una tomadura de pelo, pero... Necesito... Necesitamos estar seguros.
Tom se retrepó en el sillón, aspiró otra calada y erró la mirada entre los Queen. Movió los ojos con inquietud, tamborileando sobre el filtro del cigarro con el pulgar contrario.
—Hace dos semanas que empezamos a recibir cartas que amenazan la vida de mi mujer.
Su semblante se ensombreció. Daba la impresión de que desvelar el secreto que con tanto recelo había guardado para sí hubiera actuado a modo de ansiolítico, pues sus hombros cedieron unos centímetros.
—¿Amenazas? —preguntó Ellery, intrigado.
El joven McKley se levantó y se dirigió a su escritorio. Abrió uno de los cajones, cogió un lote de cartas y regresó a su asiento.
—Tres en total. Todas ellas dicen lo mismo.
Entregó las cartas a Ellery y apoyó los brazos en su regazo, intranquilo, a la espera de su apreciación.
Ellery abrió la primera de las cartas. Antes de leerla, analizó el papel por ambas caras, cerciorándose de no dejar ningún aspecto fuera de su examen preliminar. Después se centró en el contenido. Se percató de la escritura cursiva que sugería un estilo femenino, salvo por la presión en el trazo, revestido de una evidente dureza masculina.
El texto, como había advertido Tom, recurría en las tres cartas:
«Sobre su mujer recae una sentencia de muerte.
Sus manos son las culpables, están manchadas con su sangre.
No tiene escapatoria».
—¿Cuándo las recibiste exactamente? ¿Y cómo? —inquirió, ofreciéndole las cartas a su padre.
—El miércoles de hace dos semanas recibí la primera. Estaba entre el correo de la mañana. Mi mayordomo la depositó en mi escritorio, como es costumbre. Pensé que era una broma pesada de algún vecino. ¡Me reí, incluso! —Exhaló cerrando momentáneamente los ojos—. No sé si el autor de estas cartas esperaba que me pusiera histérico y desplegara una vigilancia policial por toda mi casa, pero solo lo dejé estar. Y entonces el domingo siguiente recibí la segunda. La hallé en el hueco de la puerta de entrada. La última fue este miércoles, de nuevo entre el correo.
—¿Y tu esposa cómo reaccionó ante dichas insinuaciones?
—Al principio como yo. Le restó importancia y me pidió que me deshiciera de ella. Pero después... —Tom negó con la cabeza. Su expresión denotaba desesperación—. La preocupación y la incertidumbre invaden mi matrimonio, Ellery. Intentamos aparentar que no sucede nada, que todo entre nosotros no ha cambiado. Pero lo percibo en sus ojos, en esa forma de mirarme... con desconfianza, como si yo pudiera hacerle daño. No quiero que tenga miedo de mí. —Se aproximó al borde de la butaca y dispuso las palmas sobre la mesita—. Tengo que poner fin a esto.
—Una esposa asustada hace temer lo peor, ¿no? —Tom chasqueó la lengua en un asentimiento—. ¿Por qué no has puesto en antecedentes a la policía?
—Dos semanas, Ellery, dos semanas —dijo, enfatizando la ausencia de un incidente mayor a unas cartas—. No hemos informado a la policía por ese motivo. No deseo rumores ni malos entendidos que perjudiquen mi reputación. Sé que puede sonar presuntuoso —admitió—, pero una conducta desproporcionada a causa de un miedo irracional puede llegar a oídas de terceros y que mi negocio se vea damnificado. Me niego a que usen un presunto desvarío mental como reticencia al cierre de los contratos multimillonarios que tengo sobre la mesa en estos momentos.
—Se trata de la vida de tu esposa —indicó Ellery, alzando las cejas—. A fin de cuentas, ese miedo desproporcionado al que aludes estaría justificado.
Tom carraspeó, ofendido.
—Lo tengo muy presente. Mi esposa y yo hemos hablado largo y tendido sobre el asunto, y comparte mi parecer. No quiere que mi imagen se vea afectada por una falsa alarma. Es por ello que convenimos en ponerlo en manos de profesionales que actúen con discreción.
El silencio engulló la estancia. Ellery se puso en pie, metió las manos en los bolsillos y, con la mirada baja, pensativo, paseó a lo ancho de la sala.
—¿Qué está calculando ese cerebro tuyo? —se aventuró a preguntar Tom.
El escritor paró en seco, sin que sus ojos se despegaran del entarimado.
—Me interesa un detalle en especial de las cartas —se giró hacia Tom—: la insinuación del autor de que tú serás el que se manche las manos con la sangre de tu mujer.
—¡Ellery! —Tom se irguió con tal avidez que el inspector Queen reaccionó en concordancia—. ¡Cómo puedes pensar semejante cosa de mí! ¡Es mi esposa, por favor! ¡Jamás la dañaría!
—El que ha escrito esas cartas discrepa con tu opinión.
—¡Me da igual lo que piense ese malnacido! ¡Yo amo a mi esposa! No debe temerme, Ellery, no —contestó, levantando agresivamente el dedo índice contra él.
—Pero has comentado que, a partir de la sucesión de cartas, la has notado más esquiva contigo.
—¡Ella sabe que son un puñado de mentiras! ¡Ellery, por Dios!
El escritor torció un gesto soberbio.
—Tranquilízate, Tom, solo estoy formulando las preguntas de rigor.
—Si me conoces, como creí que hacías, darías por hecho la respuesta.
—Tú has pedido mi ayuda. O aceptas mi modo de proceder o encarga el caso a un oficial de policía. Te aseguro que la afabilidad no está entre los rasgos a explotar por las academias.
Tom expulsó una bocanada de aire, abatido, y se derrumbó en el regazo del sillón sin perder la elegancia de su porte.
—Te pido disculpas, amigo, tienes razón. La simple idea de hacer daño a mi esposa me hace estallar. Sería incapaz. Pero esas cartas... Están trastocando la paz en la que vivíamos. Tres sencillas frases que lo han desbaratado todo. Me trae de cabeza que no añadan nada más, ni que exijan una suma de dinero para terminar con esta pesadilla. Nada. —Se tapó la cara con las manos—. Ayúdame, por favor —susurró.
Ellery se arrimó al sillón de Tom. Instaló la mano en su hombro, conciliador.
—En algo estás en lo cierto. Las cartas no aportan mucha información respecto a cómo llevarías a cabo, supuestamente, el asesinato de tu esposa —convino—. Hay una posibilidad de que estén jugando contigo por diversión o que se trate de un plan más elaborado para hacerte sufrir.
—¿Hacerme sufrir? ¿Por qué?
—Tienes donde elegir: negocios, vida social, familia... ¿Sospechas de alguien que pudiera estar tras esto?
—No estoy seguro. —Se pasó la mano por el cabello, frustrado—. Entre los asociados a mi empresa hay diversos miembros disgustados con el modelo de negocios empleado. Reconozco que la falta de concordancia entre unos y otros ha dado lugar a desavenencias internas. Por otro lado, ha habido despidos. Pero todos ellos han sido indemnizados como es debido. A mi familia ni nombrarla, mantengo muy buena relación con mi madre y parientes lejanos. Asimismo, con el personal contratado en mi hogar. No desconfío de ninguno de ellos.
—En cuanto a su vida social... —intercedió el inspector Queen.
—Eso es un punto muerto. Desde que me casé con Marien, ha sido la única en mi vida.
—¿Quieres reconsiderar la respuesta? —confrontó Ellery, arqueando las cejas. Conocía la faceta conquistadora de Tom. Había sido testigo de sus múltiples episodios de seducción. Sin un mísero escrúpulo, se había llevado colgada del brazo a la mujer a la que acababa de embaucar pese a que horas antes hubiera estado disfrutando en la habitación de otra.
—De eso hace ya muchos años. He madurado, aunque te parezca asombroso.
—Y solo tú puedes confirmarlo —dudó.
—Piensa lo que quieras. Si investigas, no encontrarás nada —replicó tajante. Se hizo un desagradable silencio—. ¿Y bien? ¿Harías el favor de prestarme tus servicios? Te pagaré.
—Todavía no podemos afirmar que realmente esas cartas supongan algo más que una inocentada de mal gusto.
—No importa. Aunque finalmente descubras que se trata de un simple juego, te pagaré por el tiempo malgastado en el asunto. Si no quieres hacerlo por mí, al menos ten piedad de mi esposa.
Los ojos suplicantes de Tom quedaron fijos en los de Ellery. Un sucio truco, se dijo para sí, como el que utilizaba para confundirlo tiempo atrás, cuando sus pensamientos se debatían entre largas y fatigosas noches de estudio o una apoteósica salida hasta el amanecer. No entendía cómo, pero aquella mirada hechizante siempre se aseguraba el éxito.
—Husmearé un poco —aceptó finalmente. La sonrisa de Tom ocupó su rostro—. Si no encuentro pruebas que entrañen un caso de mayor envergadura, se acabó.
Tom se abalanzó contra Ellery, estrechándolo entre sus brazos.
—¡Gracias y mil gracias! Por favor, por favor —indicó de camino a la salida del despacho, respirando agitado de la emoción—, acompañadme. Os presentaré a mi esposa Marien. Está en el patio trasero.
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