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EL PRÍNCIPE CASPIAN VIVÍA EN UN GRAN castillo en el centro de Narnia con su tío, Miraz, el rey de Narnia, y su tía, que era pelirroja y por lo tanto recibía el nombre de reina Prunaprismia.

Su padre y su madre habían muerto y la persona a la que Caspian más quería era su profesor y su mejor amigo y, aunque, por ser un príncipe, tenía juguetes maravillosos capaces de hacer casi cualquier cosa excepto hablar, lo que más le gustaba era la última hora del día, cuando los juguetes habían vuelto a sus alacenas y el profesor le contaba cuentos.

No sentía un cariño especial por sus tíos, pero unas dos veces por semana su tío enviaba a buscarlo y paseaban juntos durante media hora por la terraza situada en el lado sur del castillo. Un día, mientras lo hacían, el rey le dijo:

—Bueno, muchacho, pronto tendremos que enseñarte a montar y a usar una espada. Ya sabes que tu tía y yo no tenemos hijos, de modo que podrías ser rey cuando yo no esté. ¿Qué te parecería eso, eh?

—No lo sé, tío.

—No lo sabes ¿eh? —dijo Miraz—. Vaya, pues creo que no hay nada mejor. ¿Qué otra cosa podrías desear?

—Pues la verdad es que sí tengo un deseo —repuso Caspian.

—¿Qué deseas?

—Desearía, desearía, desearía haber podido vivir en los Viejos Tiempos —respondió él, que no era más que un chiquillo por aquella época.

Hasta aquel momento el rey Miraz había estado hablando en el tono tedioso típico de algunos adultos, que deja bien claro que en realidad no están nada interesados en lo que uno dice, pero entonces, al oír aquello, dirigió repentinamente a Caspian una mirada aguda.

—¿Eh? ¿Qué es eso? —preguntó—. ¿A qué «Viejos Tiempos» te refieres?

—¿No lo sabes, tío? —respondió Caspian—. Pues a cuando todo era muy distinto. Cuando todos los animales hablaban y había unas gentes muy simpáticas que vivían en los arroyos y los árboles. Náyades y dríadas, se llamaban. Y había enanos. Y vivían faunos adorables en todos los bosques, que tenían patas como las de las cabras. Y…

—Son todas tonterías, ¡cosas de niños pequeños! —dijo el rey con severidad—. Sólo apropiadas para bebés, ¿me oyes? ¡Ya eres mayor para esa clase de cosas! A tu edad deberías estar pensando en batallas, no en cuentos de hadas.

—Pero si en aquellos días había batallas y aventuras —protestó Caspian—. Aventuras maravillosas. Una vez existió una Bruja Blanca que se nombró a sí misma reina de todo el país. E hizo que fuera siempre invierno. Y entonces dos niños y dos niñas vinieron de no se sabe dónde y mataron a la bruja y los nombraron reyes y reinas de Narnia, y sus nombres eran Peter, Susan, Edmund y Lucy. Y reinaron durante mucho tiempo y todo el mundo lo pasó maravillosamente, y todo sucedió porque Aslan…

—¿Quién es él? —inquirió Miraz.

Y si Caspian hubiera sido un poco mayor, el tono de la voz de su tío le habría advertido de que era más sensato callarse; pero siguió hablando sin pensar.

—¿Tampoco lo sabes? Aslan es el gran león procedente del otro lado del mar.

—¿Quién te ha contado todas estas tonterías? —tronó el monarca, y Caspian se asustó y no respondio—.Alteza Real —dijo el rey Miraz, soltando la mano del niño, que había estado sujetando hasta entonces—. Insisto en tener una respuesta. Mírame a la cara. ¿Quién te ha contado esa sarta de mentiras?

—Ro... Romeo y el profesor —titubeó Caspian, y prorrumpió en lágrimas.

—Deja de hacer ese ruido —ordenó su tío, sujetando a Caspian por los hombros y zarandeándolo—. Para. Y que no vuelva a encontrarte hablando, o pensando siquiera, en todos esos cuentos estúpidos. No existieron nunca esos reyes y reinas. ¿Cómo podía haber dos reyes al mismo tiempo? Y no hay nadie llamado Aslan. Y no existen seres tales como leones. Y no hubo jamás un tiempo en que los animales hablaran. ¿Me oyes?

—Sí, tío —sollozó Caspian.

—Entonces, no se hable más —dijo el rey.

A continuación llamó a uno de los gentilhombres de cámara que estaban en el otro extremo de la terraza y ordenó con voz impasible:

—Conduce a su Alteza Real a sus aposentos y di al aya de su Alteza Real y al tal Romeo que vengan a verme ¡Inmediatamente!

Al día siguiente Caspian descubrió qué cosa tan terrible había hecho, pues habían echado al profesor sin siquiera permitirle que se despidiera de él, y le comunicaron que iba a tener un tutor, pero en cambio a Romeo lo habían castigado de tal manera que lo habían encerrado en un calabozo hasta que “aprendiera” la lección.

Caspian echó mucho de menos a su profesor y a su mejor amigo, el azabache derramó muchas lágrimas; y debido a que se sentía tan desdichado, pensó en las viejas historias sobre Narnia mucho más que antes.

Soñó con enanos y dríadas cada noche y se esforzó por conseguir que los perros y gatos del castillo le hablaran; pero los perros se limitaron a menear la cola y los gatos a ronronear.

Caspian estaba seguro de que odiaría al nuevo tutor, pero cuando éste llegó aproximadamente una semana después resultó ser la clase de persona que es casi imposible que a uno no le caiga bien.

Era el hombre más pequeño (y también más gordo) que Caspian había visto en su vida. Tenía una larga barba plateada y puntiaguda que le llegaba hasta la cintura, y el rostro, que era moreno y cubierto de arrugas, parecía muy sabio, muy feo y muy bondadoso.

Su voz era solemne y los ojos chispeantes, de modo que, hasta que uno no llegaba a conocerlo realmente bien, resultaba difícil saber cuándo bromeaba y cuándo hablaba en serio. Su nombre era doctor Cornelius.

De todas sus clases con el doctor Cornelius, la que gustaba más a Caspian era la de Historia. Hasta aquel momento, a excepción de los relatos de su aya, no había sabido nada sobre la historia de Narnia, y se sintió muy sorprendido cuando averiguó que la familia real no era oriunda del país.

—Fue el antepasado de Su Alteza, Caspian I —dijo el doctor Cornelius—. Quien conquistó Narnia y la convirtió en su reino. Fue él quien llevó a toda nuestra nación al país. No son narnianos nativos, ¡en absoluto! Son telmarinos, es decir, todos vienen de la Tierra de Telmar, situada mucho más allá de las Montañas Occidentales. Por eso Caspian I recibe el nombre de Caspian el Conquistador.

—Por favor, doctor Cornelius —rogó Caspian un día—. ¿Quién vivía en Narnia antes de que llegáramos todos nosotros desde Telmar?

—En Narnia no vivían hombres, o eran muy pocos, antes de que los telmarinos la conquistaran —respondió él.

—Entonces ¿quién vencieron mis tatara-tataratatarabuelos?

—A quién, no quién, Alteza —respondió el doctor Cornelius—. Tal vez sea hora de pasar de la Historia a la Gramática.

—Aún no, por favor —dijo Caspian—. Quiero decir, ¿no hubo una batalla? ¿Por qué le llaman Caspian el Conquistador si no había nadie para pelear con él?

—Dije que había muy pocos «hombres» en Narnia —repuso el doctor, mirando al pequeño de un modo muy extraño a través de sus enormes anteojos.
Por un instante el niño se quedó perplejo y luego, repentinamente, el corazón le dio un vuelco.

—Quieres decir —dijo con voz entrecortada— ¿Qué había otras criaturas? ¿Quieres decir que fue como en las historias? ¿Había…?

—¡Silencio! —dijo el doctor Cornelius, acercando mucho la cabeza a la de Caspian—. Ni una palabra más. ¿Acaso no sabes que a tu antiguo profesor la echaron por hablarte de la Vieja Narnia y a tu joven amigo lo tienen en un calabozo? Al rey no le gusta. Si descubriera que te cuento secretos, te azotaría y a mí me cortarían la cabeza.

—Pero ¿por qué?

—Ya es hora de que empecemos con la Gramática —dijo el doctor Cornelius en voz alta—. ¿Querrá Su Alteza Real abrir la obra de Pulverulentus Siccus por la página cuatro de su Jardín gramático o el emparrado del accidente gramatical gratamente revelado a mentes tiernas?

Tras aquello todo fueron sustantivos y verbos hasta la hora del almuerzo, pero no creo que Caspian aprendiera gran cosa. Se sentía demasiado emocionado.

Estaba seguro de que el doctor Cornelius no le habría contado tanto si no tuviera la intención de contarle más cosas tarde o temprano.

En eso no se vio decepcionado. Unos cuantos días después, su tutor dijo:

—Esta noche les daré una clase de Astronomía. En plena noche dos nobles planetas, Tarva y Alambil, pasarán a menos de un grado el uno del otro. Tal conjunción no se ha dado en doscientos años, y Su Alteza no vivirá para volver a verla. Será mejor si se acuesta un poco antes que de costumbre. Cuando se acerque el momento de la conjunción iré a despertarlo acompañado de su amigo.

Aquello no parecía tener nada que ver con la Vieja Narnia, que era de lo que Caspian realmente quería oír hablar, pero levantarse en plena noche siempre resulta interesante, y se sintió moderadamente complacido.

Cuando se acostó, en un principio pensó que no conseguiría dormirse; pero no tardó en hacerlo y apenas parecía que hubieran transcurrido unos minutos cuando sintió que alguien lo zarandeaba con suavidad.

Se sentó en la cama y vio que la luz de la luna inundaba la habitación. El doctor Cornelius y Romeo se encontraban cubiertos en un manto con capucha y sosteniendo un pequeño farol en la mano, se hallaba de pie junto al lecho.

Caspian recordó al instante lo que iban a hacer. Se levantó y se puso algo de ropa. A pesar de que era una noche de verano sentía más frío del que había esperado y más bien se alegró cuando el doctor lo cubrió con un manto como el suyo y le dio un par de cálidos y suaves borceguíes para los pies.

Al cabo de un instante, tapados los tres de modo que apenas pudieran verlos en los oscuros corredores, y también calzados de manera que no hicieran casi ruido, maestro y pupilo abandonaron la habitación.

Caspian recorrió junto al maestro gran número de pasillos y ascendieron varios tramos de escalera. Por fin, tras cruzar un puertecita de un torreón, salieron al parapeto.

A un lado estaban las almenas; al otro, un tejado empinado; a sus pies, imprecisos y relucientes, los jardines del castillo; sobre sus cabezas, las estrellas y la luna.

Al poco tiempo llegaron a otra puerta que conducía al interior de la gran torre central del castillo; el doctor Cornelius la abrió con una llave e iniciaron el ascenso por la oscura escalera de caracol de la torre. Caspian se sentía cada vez más emocionado; jamás le habían permitido subir por aquella escalera.

La ascensión fue larga y empinada, pero cuando salieron al tejado de la torre y hubo recuperado el aliento, Caspian sintió que había valido la pena.

Lejos, a su derecha, podía distinguir, con bastante claridad, las Montañas Occidentales. A su izquierda centelleaba el Gran Río, y todo estaba tan silencioso que se oía el sonido de la cascada en el Dique de los Castores, a casi dos kilómetros de distancia.

No hubo ninguna dificultad para distinguir los dos astros que habían ido a ver, pues se hallaban bastante bajos en el cielo meridional, casi tan brillantes como dos pequeñas lunas y muy juntas.

—¿Chocarán? —preguntó con voz atemorizada.

—Ni por asomo, querido príncipe —respondió el doctor, hablando también en susurros—. Los grandes señores del cielo superior conocen los pasos de su danza demasiado bien para eso. Miradlos bien. Su encuentro es afortunado y significa algún gran bien para el triste reino de Narnia. Tarva, el Señor de la Victoria, saluda a Alambil, la Señora de la Paz. Ahora están llegando a su máxima aproximación.

—Es una lástima que ese árbol quede en medio —observó Romeo—. Realmente lo veríamos mejor desde la Torre Oeste, aunque no sea tan alta.

El doctor Cornelius no dijo nada durante unos dos minutos, pues se limitó a permanecer con los ojos fijos en Tarva y Alambil. Luego aspiró con fuerza y se volvió hacia Caspian.

—Ya está —dijo—. Han visto lo que ningún hombre vivo hoy en día ha visto, ni volverá a ver. Y tienes razón. Lo habríamos visto mejor desde la torre más pequeña. Los traje aquí por otro motivo.

El príncipe alzó los ojos hacia él, pero la capucha le ocultaba al doctor la mayor parte del rostro.

—La ventaja de esta torre —dijo el doctor Cornelius—. Es que tenemos seis habitaciones vacías por debajo de nosotros, y una larga escalera; y que la puerta del final de la escalera está cerrada con llave. Nadie puede escucharnos.

—¿Me vas a contar lo que no quisiste contarme el otro día? —inquirió Caspian.

—Así es —respondió él—. Pero recordad: ustedes y yo jamás debemos hablar de estas cosas excepto aquí, en lo más alto de la Gran Torre.

—No. Lo prometo. Pero sigue, por favor.

—Lo prometo—contesto el joven rubio mirando con atención al profesor.

—Escuchen —dijo el doctor—. Todo lo que han oído sobre la Vieja Narnia es cierto. No es el país de los hombres. Es el país de Aslan, el país de los árboles vigilantes y las náyades visibles, de los faunos y los sátiros, de los enanos y los gigantes, de los dioses y los centauros, de las bestias parlantes. Contra ellos fue contra quienes luchó el primer Caspian. Son ustedes, los telmarinos, quienes silenciaron a las bestias, los árboles y los manantiales, y los que matasteis y expulsasteis a los enanos y los faunos, e intentan ahora ocultar incluso su recuerdo.

—Cómo deseo que no lo hubiéramos hecho —repuso Caspian—. Y me alegro de que fuera todo verdad, incluso aunque ya no exista.

—Muchos de los de nuestra raza lo desean en secreto —replicó el doctor Cornelius.

—Pero, doctor, ¿por qué dices «mi» raza? Al fin y al cabo, supongo que también eres telmarino—hablo Romeo prestando toda su atención al tema.

—¿Ah, sí?

—Bueno, lo que está claro es que eres un hombre —dijo Caspian.

—¿Ah, sí? —repitió el doctor en una voz más grave, al tiempo que se echaba hacia atrás la capucha para que ambos jóvenes pudiera ver su rostro con claridad a la luz de la luna.

Inmediatamente el niño comprendió la verdad y sintió que debería haberse dado cuenta mucho antes. El doctor Cornelius era diminuto y gordo, y tenía una barba larguísima.

Dos pensamientos pasaron por su cabeza de Caspian y Romeo al mismo tiempo. Uno fue de terror: «No es un hombre, ¡qué va a ser un hombre!, es un enano, y me ha traído aquí arriba para matar a Caspian y culpar a Romeo». El otro fue de auténtico regocijo: «Todavía existen auténticos enanos, y he visto uno por fin».

—De modo que al final lo han adivinado —dijo el doctor Cornelius—. O «casi» lo han adivinado. No soy un enano puro. También tengo sangre humana. Muchos enanos escaparon durante las grandes batallas y sobrevivieron, afeitándose las barbas y llevando zapatos de tacón alto para fingir ser hombres. Se han mezclado con los telmarinos. Yo soy uno de ellos, sólo un medio enano, y si algunos de mis parientes, los auténticos enanos, siguen vivos en alguna parte del mundo, sin duda me despreciarían y me llamarían traidor. Pero jamás en todos estos años hemos olvidado a nuestra gente y a todas las otras criaturas felices de Narnia, ni los hace tiempo perdidos días de libertad.

—Lo… lo siento, doctor —dijo Caspian—. No fue culpa mía, ya lo sabes.

—No les cuento estas cosas para echaros la culpa, querido príncipe —respondió él—. Podían muy bien preguntar por qué os las cuento al fin y al cabo. Pero tengo dos motivos. En primer lugar, porque mi viejo corazón ha cargado con estos recuerdos secretos durante tanto tiempo que el dolor resulta insoportable y estallaría si no pudiera contároslos. Pero en segundo lugar, por este otro: para que cuando sea rey pueda ayudarnos, pues sé que también usted, a pesar de ser telmarinos, aman las cosas de antaño.

—Claro que sí, claro que sí —afirmó Caspian

—Pero ¿cómo podemos ayudar?—intervino Romeo.

—Pueden mostraros bondadoso con los pobres restos del pueblo enano, como yo mismo. Pueden reunir magos sabios e intentar encontrar un modo de despertar otra vez a los árboles. Pueden buscar por todos los rincones y lugares salvajes del país para averiguar si quedan aún faunos, bestias parlantes o enanos ocultos en alguna parte.

—¿Crees que queda alguno? —preguntó Caspian con avidez.

—No lo sé…, no lo sé —respondió él con un profundo suspiro—. A veces temo que no pueda ser. Llevo toda la vida buscando rastros de ellos. En ocasiones me ha parecido escuchar un tambor enano en las montañas. Aveces de noche, en los bosques, me parece vislumbrar faunos y sátiros que bailan a lo lejos; pero cuando llego al lugar, nunca hay nadie. He desesperado a menudo; pero siempre sucede algo que me devuelve la esperanza. No lo sé. Pero al menos vos podéis intentar ser un rey como el Sumo Monarca Peter de la antigüedad, y no como vuestro tío.

—Entonces ¿es cierto lo de los reyes y reinas también, y lo de la Bruja Blanca?—cuestiono está vez Romeo.

—Naturalmente que es cierto —respondió Cornelius—. Su reinado fue la Edad de Oro de Narnia, y este mundo no los ha olvidado jamás.

—¿Vivían en este castillo, doctor?—pregunto Caspian.

—No, hijo mío —respondió el anciano—. Este castillo es una construcción moderna. Tu tataratatarabuelo lo construyó. Pero cuando Aslan en persona nombró a los dos Hijos de Adán y las dos Hijas de Eva reyes y reinas de Narnia, la residencia de los monarcas estaba en el castillo de Cair Paravel. Ningún hombre vivo ha contemplado ese lugar bendito y tal vez incluso sus ruinas hayan desaparecido ya; pero creemos que se encontraba lejos de aquí, abajo, en la desembocadura del Gran Río, en la misma orilla del mar.

—¡Uf! —dijo Caspian con un estremecimiento—. ¿Quieres decir en los Bosques Negros? ¿Dónde viven todos los… los…, ya sabes, los fantasmas?

—Su Alteza habla tal como le han enseñado —respondió el doctor—. Pero son todo mentiras. No hay fantasmas allí. Eso es un cuento inventado por los telmarinos. Vuestros reyes tienen pavor al mar porque les es imposible olvidar que en todos los relatos Aslan viene del otro lado del mar. No quieren acercarse a él y no quieren que nadie se acerque a él, y por eso han dejado que los bosques crezcan, para así aislar a su gente de la costa. Pero debido a que se han enemistado con los árboles, temen a los bosques; y puesto que temen a los bosques imaginan que están llenos de fantasmas. Y los reyes y nobles, puesto que odian tanto el mar como el bosque, en parte creen esas historias, y en parte las alientan. Se sienten más seguros si nadie en Narnia se atreve a bajar a la costa y a mirar el mar, en dirección al país de Aslan y el alba y el extremo oriental del mundo.

Se produjo un profundo silencio entre ellos durante unos minutos. Luego el doctor Cornelius siguió:

—Vamos. Hemos estado aquí demasiado tiempo. Es hora de bajar e irse a dormir.

—¿Debemos hacerlo? —protestó Caspian

—Nos gustaría seguir hablando de estas cosas durante horas y más horas—secundo Romeo la idea de su amigo.

—Si hiciéramos eso alguien podría empezar a buscarnos —advirtió su tutor.

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