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LO PEOR DE DORMIR AL AIRE LIBRE ES que uno se despierta terriblemente temprano. Y cuando uno se despierta tiene que levantarse porque el suelo es tan duro que resulta muy incómodo. Además, empeora mucho las cosas que no haya nada más que manzanas como desayuno y que uno tampoco haya tenido otra cosa que manzanas en la cena de la noche anterior.

Una vez que Lucy dijo —sin faltar a la verdad— que era una mañana espléndida, no pareció que hubiera ninguna otra cosa agradable que mencionar. Edmund expresó lo que todos sentían.

—Tenemos que salir de esta isla.

Después de que hubieran bebido en el pozo y se hubieran lavado la cara, volvieron a bajar hasta la playa siguiendo el arroyo, y una vez allí contemplaron fijamente el canal que los separaba del continente.

—Tendremos que nadar —declaró Edmund.

—Eso no será un problema para Su —dijo Peter, pues su hermana había ganado trofeos de natación en la escuela—. Pero no sé cómo nos irá al resto.

Al decir «el resto» se refería realmente a Edmund, que aún no era capaz de efectuar dos largos en la piscina de la escuela, y a Lucy, que apenas sabía nadar.

—De todos modos —repuso Susan—, podría haber corrientes. Papá dice que no es sensato bañarse en lugares que uno no conoce.

—Pero, oye, Peter —intervino Lucy—. Ya sé que soy incapaz de nadar en casa; en Inglaterra, quiero decir, pero ¿acaso no sabíamos nadar hace mucho tiempo, si es que eso fue hace mucho tiempo, cuando éramos reyes y reinas en Narnia? Entonces sabíamos montar a caballo también, y hacer toda clase de cosas. ¿No crees que...?

—Ah, pero entonces era como si fuéramos adultos —contestó Peter—. Reinamos durante años y años y aprendimos a hacer cosas. Sin embargo, ¿acaso no hemos regresado ya a nuestras edades reales de verdad?

—¡Oh! —dijo Edmund con una voz que hizo que todos dejaran de hablar y le prestaran atención.

—Acabo de comprenderlo todo —anunció.

—¿Comprender qué? —preguntó Peter.

—Pues, todo —respondió él—. Ya saben lo que nos desconcertaba anoche, que hace sólo un año que abandonamos Narnia y sin embargo parece como si nadie hubiera vivido en Cair Paravel durante cientos de años. Bien, ¿no se dan cuenta? Ya saben que, por mucho tiempo que pareciera que habíamos vivido en Narnia, cuando regresamos por el armario parecía que no hubiera transcurrido ni un minuto.

—Sigue —dijo Susan—. Creo que empiezo a comprender.

—Y eso significa —prosiguió Edmund— que, una vez que estás fuera de Narnia, no tienes ni idea de cómo funciona el tiempo narniano. ¿Por qué no podrían haber transcurrido cientos de años en Narnia mientras que sólo ha pasado un año para nosotros en casa?

—Diablos, Ed —dijo Peter—, has dado en el clavo. En ese sentido realmente han transcurrido cientos de años desde que vivimos en Cair Paravel. ¡Y ahora regresamos a Narnia igual que si fuéramos cruzados o anglosajones o antiguos britanos o alguien que regresara a la moderna Gran Bretaña!

—Qué entusiasmados estarán de vernos... —empezó Lucy.

Pero en ese mismo instante todos los demás dijeron: «¡Silencio!» o «¡Cuidado!», pues algo sucedía en aquel momento.

Había un promontorio arbolado en tierra firme un poco a su derecha, y todos estaban seguros de que al otro lado se hallaba la desembocadura del río. Y entonces, rodeando el cabo apareció un bote. Una vez que hubo dejado atrás el promontorio, la embarcación giró y empezó a avanzar por el canal en dirección a ellos.

Había dos personas a bordo; una remaba, la otra estaba sentada en la popa y sujetaba dos bultos que se retorcían y movían como si estuvieran vivos. Las dos personas parecían soldados. Llevaban cascos de metal y ligeras cotas de malla.

Ambos soldados tenían barba y mostraban una expresión torva. Los niños retrocedieron desde la playa al interior del bosque y observaron totalmente inmóviles.

—Esto servirá —dijo el soldado situado en la popa cuando el bote quedó aproximadamente frente a ellos.

—¿Y si los atamos una piedra a los pies, cabo?—preguntó el otro, descansando sobre los remos.

—¡Bah! —gruñó el aludido—. No es necesario, además, no hemos traído piedras. Se ahogarán igualmente sin una piedra, siempre y cuando hayamos atado bien las cuerdas.

Dicho aquello se levantó y alzó el fardo. Peter se dio cuenta entonces de que era algo vivo; se trataba de un enano y un joven que estaban atados de pies y manos, pero que forcejeaban con todas sus fuerzas.

Al cabo de un instante sonó un chasquido junto a su oreja, y de repente el soldado alzó los brazos, soltando al enano y al joven sobre el suelo del bote, y cayó al agua.

El hombre vadeó como pudo hasta la orilla opuesta y Peter comprendió que la flecha de Susan le había dado en el casco. Volvió la cabeza y vio que su hermana estaba muy pálida pero colocando ya una segunda flecha en la cuerda. Sin embargo, no llegó a usarla.

En cuanto vio caer a su compañero, el otro soldado, con un fuerte grito, saltó del bote por el lado opuesto, y también vadeó por el agua, cuya profundidad aparentemente no era mayor que su propia altura, desapareciendo entre los árboles de tierra firme.

—¡Rápido! ¡Antes de que se marche a la deriva! —gritó Peter.

Él y Susan, vestidos como estaban, se zambulleron en el agua, y antes de que ésta les llegara a los hombros, sus manos sujetaron el borde de la embarcación.

En unos segundos ya habían conseguido arrastrarla hasta la orilla y sacar al enano y al joven, Edmund se hallaba ocupado en cortar las ligaduras con su navaja.

Desde luego la espada de Peter estaba más afilada, pero una espada resulta muy incómoda para esa clase de tarea porque no se la puede sujetar por ninguna parte que esté situada por debajo de la empuñadura. Cuando el enano y el jovén quedaron por fin libres, se incorporaron, se frotaron los brazos y piernas, el enamo exclamó:

—Bueno, digan lo que digan, desde luego no parecen fantasmas.

Como la mayoría de enanos, era muy rechoncho y de pecho corpulento. Habría medido apenas un metro de haber estado de pie, y una barba y unas patillas inmensas de áspero cabello rojo no dejaban ver gran cosa del rostro a excepción de una nariz ganchuda y unos centelleantes ojos negros.

—De todos modos —prosiguió el joven de cabello rubio—. Fantasmas o no, nos han salvado la vida y estamos muy agradecido.

—Pero ¿por qué tendríamos que ser fantasmas? —preguntó Lucy.

—Toda mi vida me han dicho —explicó el enano— que estos bosques situados a lo largo de la orilla estaban tan llenos de fantasmas como de árboles.

—Oh eso es lo que se cuenta. Y por eso, cuando quieren deshacerse de alguien, acostumbran a traerlo aquí, tal como hacían con nosotros, y dicen que se lo dejarán a los fantasmas. Pero siempre me pregunté si no los ahogarían o les cortarían el cuello—explico el joven a lo que el enano lo interrumpido.

—Nunca creí del todo en los fantasmas. Pero esos dos cobardes a los que acaban de disparar sí que creían. ¡Les asustaba más conducirme a la muerte que a mí ir a ella!

—Vaya —dijo Susan—. De modo que por eso huyeron los dos.

—¿Eh? ¿Qué quieres decir con eso? —inquirió el enano.

—Huyeron —contestó Edmund—. A tierra firme.

—No disparaba a matar, ¿sabes? —explicó Susan.

A la niña no le habría gustado que nadie pensara que podía errar el disparo a tan poca distancia.

—Hum —dijo el jovén mirando a aquellos cuatro desconocidos—. No me gusta mucho; puede traerme problemas más adelante. A menos que se muerdan la lengua por su propio bien.

—¿Por qué los iban a ahogar? —preguntó Peter.

—Soy un criminal peligroso, eso es lo que soy y este es un boca floja—respondió el enano refiriéndose a él y al joven rubio a su lado—. Pero eso es una larga historia. Entretanto, nos preguntábamos si podrían ofrecernos algo de desayunar. No tienen ni idea del apetito que despierta en uno eso de ser ejecutado.

—Sólo hay manzanas —repuso Lucy, entristecida.

—Mejor que nada, pero no tan bueno como el pescado fresco —dijo el enano—. Parece que tendremos que ser nosotros quien les ofrezca el desayuno.

—Vi aparejos de pescar en ese bote. Y, de todos modos, tenemos que llevarlo al otro lado de la isla. No queremos que nadie de tierra firme venga por aquí y lo vea—comenzo a decir el rubio tomando camino en dirección al bote.

—Tendría que haberlo pensado yo también —dijo Peter.

Los cinco niños y el enano bajaron hasta la orilla, empujaron el bote al agua con ciertas dificultades, y se introdujeron en él.

El enano tomó el mando al instante. Evidentemente, los remos resultaban demasiado grandes para que él pudiera usarlos, de modo que Peter remó y el enano gobernó la embarcación dirigiéndola al norte a lo largo del canal y luego al este rodeando la punta de la isla.

Desde allí los niños pudieron ver directamente río arriba, y todas las bahías y cabos de la costa situada más allá. Les pareció reconocer partes de ella, pero los bosques, que habían crecido desde su estancia allí, hacían que todo tuviera un aspecto distinto.

Una vez que hubieron dado la vuelta y salido a mar abierto en el lado este de la isla, el enano se puso a pescar. Realizaron una excelente captura de pavenders, un hermoso pez con los colores del arco iris que todos recordaban haber comido en Cair Paravel en los viejos tiempos.

Cuando hubieron capturado suficientes, introdujeron el bote en una pequeña cala y lo amarraron a un árbol. El enano, que era una persona muy competente (y, si hay que ser sincero, a pesar de que uno pueda tropezarse con enanos malos, jamás he oído decir de ninguno que fuera tonto), limpió el pescado y dijo:

—Ahora, lo siguiente que necesitamos es un poco de leña.

—Tenemos en el castillo —indicó Edmund.

—¡Barbas y bigotes! —exclamó—. ¿Así que realmente existe un castillo?

—No son más que unas ruinas —explicó Lucy. El enano y el joven paseó la mirada por los cuatro con una expresión muy curiosa en el rostro.

—Y ¿quién diablos...? —empezó Romeo pero luego se interrumpió y siguió—: No importa. El desayuno primero. Pero una cosa antes de que sigamos.

—¿Pongan la mano sobre el corazón y decirme que estoy vivo de verdad? ¿Estan seguros de que no me ahogué y somos todos fantasmas?—dijo nuevamente el enano interrumpiendo a Romeo.

Una vez que lo hubieron tranquilizado al respecto, la siguiente cuestión fue cómo transportar el pescado. No tenían nada para ensartarlo ni tampoco un cesto, y finalmente se vieron obligados a utilizar el sombrero de Edmund porque nadie más llevaba sombrero. El niño habría protestado mucho más de no haber tenido un hambre canina.

Al principio el enano y el joven no parecían muy cómodos en el castillo, y se dedicaron a mirar a su alrededor y a olisquear mientras decía:

—Hum. Parece un poco fantasmal después de todo. También huele a fantasmas—bromeo el joven rubio a su pequeño amigo.

Pero el enano se animó cuando llegó el momento de encender el fuego y mostrarles cómo asar los pavenders recién pescados sobre las brasas.

Comer pescado caliente sin tenedores, y con una sola navaja para seis personas, resulta bastante tosco, y hubo varios dedos quemados antes de que finalizara la comida; pero, como ya eran las nueve y llevaban levantados desde las cinco, a nadie le importaron las quemaduras tanto como podría haberse esperado.

Cuando todos hubieron puesto fin a la comida con un buen trago de agua del pozo y una manzana o dos, el enano sacó una pipa casi del tamaño de su propio brazo, la llenó, la encendió, echó una enorme bocanada de humo aromático, y declaró:

—Magnífico.

—Cuéntenos su historia primero —pidió Peter—. Y luego te contaremos la nuestra.

—Bien —repuso el enano—. Puesto que nos han salvado la vida, es justo que se haga a su modo. Pero apenas sé por dónde empezar. En primer lugar somos mensajeros del rey Caspian.

—¿Quién es? —preguntaron cuatro voces a la vez.

—Caspian X, rey de Narnia ¡y que por muchos años reine! —respondió Romeo—. Es decir, debería ser el rey de Narnia y confiamos en que algún día lo sea. En la actualidad sólo es rey de los narnianos, los viejos narnianos...

—¿Qué quieres decir con «viejos» narnianos, por favor? —preguntó Lucy.

—Bueno, pues lo que somos —contestó está vez el enano—. Somos una especie de sublevación, supongo.

—Entiendo —dijo Peter—. Y Caspian es el viejo narniano en jefe.

—Bueno, si es que se le puede llamar así —respondió el joven, rascándose la cabeza—. Pero nosotros en realidad somos nuevos narnianos, unos telmarinos, no sé si me comprendan.

—Yo no —dijo Edmund.

—Es peor que la guerra de las Dos Rosas —se quejó Lucy.

—Cielos —dijo el enano—, lo estoy haciendo muy mal. Miren: creo que tendré que retroceder hasta el principio y contaros cómo el príncipe Caspian se crio en la corte de su tío y cómo se pusieron de nuestro lado. Pero será una larga historia.

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