xv

ASLAN ABRE UNA PUERTA EN EL AIRE

En cuanto vieron al león, las mejillas de los soldados telmarinos adquirieron un color ceniciento, las rodillas empezaron a temblarles y muchos cayeron de bruces al suelo.

No creían en leones y aquello aumentaba aún más su miedo. Incluso los enanos rojos, que sabían que venía como amigo, se quedaron boquiabiertos y fueron incapaces de hablar.

Algunos de los enanos negros, que habían estado de parte de Nikabrik, empezaron a alejarse disimuladamente.

Pero todas las Bestias Parlantes rodearon al león, entre ronroneos, gruñidos, chillidos y relinchos de satisfacción, haciéndole fiestas con la cola, restregándose contra él, acariciándolo respetuosamente con el hocico y paseando de un lado a otro bajo su cuerpo y entre sus patas.

Si alguna vez has contemplado a un gatito haciéndole carantoñas a un perro enorme al que quiere y en quien confía, podrás hacerte una buena idea de cómo se comportaban. Entonces Peter, conduciendo a los azabache, se abrió paso por entre la multitud de animales.

—Éste es Caspian y Aria, mi señor —presentó.

Y los hermanos se arrodillaron y besaron la pata del león.

—Bienvenidos, príncipes —saludó Aslan—. ¿Sean consideras capaz de tomar posesión del trono de Narnia?

—No… no sé si lo somos —respondió Aria—. Solo somos unos niños.

—Estupendo —respondió Aslan—. Si te hubieras sentido capaz, ello habría sido prueba de que no lo eras. Por lo tanto, bajo nuestro mando y el del Sumo Monarca, serán Reyes de Narnia, Señor de Cair Paravel y Emperador de las Islas Solitarias y Reina de Narnia, Señora de Cair Paravel y Emperatriz de las Islas Solitarias. Lo serán ustedes y lo serán sus herederos mientras dure tu estirpe. Y su coronación… pero ¿qué tenemos aquí?

Se interrumpió al ver acercarse en aquel momento a una pequeña y curiosa procesión; once ratones, seis de los cuales transportaban algo sobre una camilla hecha de ramas, una camilla que no era mayor que un atlas grande. Nunca se habían visto unos ratones más desconsolados que aquéllos.

Estaban manchados de barro —algunos también de sangre— y tenían las orejas gachas y los bigotes caídos. Sus colas arrastraban por la hierba y su cabecilla entonaba con su flauta una triste melodía.

En la camilla yacía lo que no parecía más que un montón de piel mojada; todo lo que quedaba de Reepicheep. Respiraba todavía, pero estaba más muerto que vivo, cubierto de innumerables heridas, con una pata aplastada y, en el lugar que había ocupado la cola, un muñón vendado.

—Ahora te toca a ti, Lucy —indicó Aslan.

La niña sacó su botella de diamante al momento. A pesar de que sólo se necesitaba una gota para cada una de las heridas del ratón, éstas eran tantas que se produjo un largo e inquieto silencio hasta que hubo terminado y el ratón abandonó la camilla de un salto. La mano del roedor salió disparada hacia la empuñadura de su espada, mientras que con la otra se retorcía los bigotes.

—¡Se os saluda, Aslan! —dijo con voz aguda—. Tengo el honor de… —Entonces se interrumpió bruscamente.

Lo cierto era que seguía sin tener cola; ya fuera porque Lucy la había olvidado o porque su licor, aunque capaz de curar heridas, no podía hacer crecer cosas.

Reepicheep se dio cuenta de su pérdida al efectuar la reverencia; tal vez porque alteró en cierto modo su equilibrio. Miró por encima del hombro derecho, y al no conseguir ver la cola, estiró aún más el cuello hasta que se vio obligado a girar los hombros y todo el cuerpo siguió el movimiento.

Pero entonces también los cuartos traseros giraron y siguieron fuera de su vista. Volvió a estirar el cuello para mirar por encima del hombro, con el mismo resultado. Únicamente tras girar en redondo tres veces seguidas comprendió la horrible verdad.

—Estoy desconcertado —dijo a Aslan—. Estoy totalmente avergonzado y debo implorar vuestra indulgencia por aparecer de un modo tan indecoroso.

—Te sienta muy bien, Pequeña Criatura —respondió el león.

—De todos modos —respondió Reepicheep—, si pudiera hacerse algo… ¿Tal vez Su Majestad? —y al decir eso dedicó una reverencia a Lucy.

—Pero ¿para qué quieres cola? —inquirió Aslan.

—Señor —respondió él—, puedo comer, dormir y morir por mi rey sin cola. Pero una cola es el honor y la gloria de un ratón.

—Aveces me he preguntado, amigo mío —dijo Aslan—, si no daréis demasiada importancia a vuestro honor.

—Supremo Señor de todos los Sumos Monarcas —respondió Reepicheep—, permitid que os recuerde que a nosotros los ratones se nos ha concedido una talla muy pequeña, y que si no protegiéramos nuestra dignidad, algunos, que calculan la valía por centímetros, se podrían permitir chanzas impropias a nuestra costa. Por ese motivo me he esforzado por dejar bien claro que nadie que no desee sentir mi espada pegada a su corazón debe hablar en mi presencia de trampas, queso tostado o velas: no, señor… ¡ni el más tonto de toda Narnia!

En aquel punto dirigió una mirada furiosa a Turbión, pero el gigante, que era un poco lento para captar las cosas, todavía no había descubierto de quién hablaban allí abajo, a sus pies, y por lo tanto no captó la insinuación.

—¿Por qué han desenvainado sus espadas todos tus seguidores, si es que puedo preguntarlo? —inquirió el león.

—Con el permiso de Su Excelentísima Majestad —respondió el segundo ratón, que se llamaba Peepiceek—, aguardamos todos para cortarnos la cola en el caso de que nuestro jefe deba seguir sin ella. No soportaremos la vergüenza de exhibir un honor que se le niega al Gran Ratón.

—¡Ah! —rugió Aslan—. Me habéis vencido. Tenéis un gran corazón. No será por salvaguardar tu dignidad, Reepicheep, sino por el amor que existe entre tu gente y tú, y aún más por la bondad que tu raza me demostró hace mucho tiempo cuando royeron las cuerdas que me ataban sobre la Mesa de Piedra (fue entonces, aunque hace tiempo que lo olvidasteis, cuando empezasteis a ser Ratones Parlantes). Por eso volverás a tener cola.

Antes de que terminara de hablar, la nueva cola estaba ya en su lugar. Luego, a una orden de Aslan, Peter otorgó el título de caballero de la Orden del León a Caspian, y Caspian, en cuanto fue nombrado caballero, la otorgó a Buscatrufas, a Trumpkin y a Reepicheep, y nombró al doctor Cornelius su Lord Canciller, y confirmó al Oso Barrigudo en su título hereditario de Juez de la Palestra. Y a continuación se oyó una gran ovación.

Después de aquello se llevó a los soldados telmarinos, con firmeza pero sin mofas ni golpes, al otro lado del vado y encerró bajo siete llaves en la ciudad de Beruna, dándoles carne y cerveza.

Todos armaron un gran escándalo al tener que vadear el río, pues odiaban y temían el agua corriente tanto como odiaban y temían a los bosques y a los animales. Pero finalmente se puso fin a toda aquella lata, y dieron comienzo las actividades más agradables de aquel largo día.

Lucy, sentada muy cerca de Aslan y muy cómoda, se preguntaba qué estarían haciendo los árboles. En un principio creyó que se limitaban a danzar; desde luego daban lentas vueltas en dos círculos, uno de izquierda a derecha y el otro de derecha a izquierda.

Entonces advirtió que no dejaban de arrojar algo al centro de ambos círculos. Hubo momentos en que le parecía como si cortaran largos mechones de sus cabellos; en otras ocasiones era como si arrancaran pedazos de los dedos… pero si era así, tenían muchos dedos de sobra y no les dolía. Sin embargo, lo que fuera que arrojaran, cuando llegaba al suelo se convertía en matorrales o palos secos.

Luego tres o cuatro enanos rojos se adelantaron con sus encendedores y prendieron la pila, que primero chisporroteó, a continuación llameó y luego se encendió como se espera de una hoguera encendida en el bosque en una noche de verano. Y todos se sentaron en un amplio círculo a su alrededor.

Entonces Baco, Sileno y las bacantes iniciaron una danza, mucho más movida que la de los árboles; no era únicamente una danza divertida y hermosa (aunque ya lo creo que lo era), sino también una danza mágica de la abundancia, y allí donde sus manos y pies tocaban, se materializaba el banquete; lonjas de carne asada que llenaron la arboleda de un aroma delicioso, tortas de trigo y de avena, miel y azúcar de muchos colores, crema espesa como pudin y suave como el agua, y pirámides y cascadas de frutas: melocotones, ciruelas, granadas, peras, uvas, fresas, frambuesas.

Luego, en enormes copas, cuencos y escudillas de madera, engalanados con ramas de enredaderas, llegaron los vinos: unos oscuros y espesos como jarabes de zumo de moras; otros de un rojo claro como jalea roja licuada; y aún otros de tonos amarillos, verdes, amarillo verdosos y verde amarillentos.

A la comunidad de árboles se le proporcionó otra clase de comida. Cuando Lucy vio a Cavador Clodsley y a sus topos escarbando el suelo en diversos lugares —lugares que Baco les había indicado— y comprendió que los árboles iban a comer «tierra», la recorrió un escalofrío; sin embargo, cuando vio la clase de tierra que se les llevaba sintió algo muy distinto. Empezaron con un sabroso mantillo que tenía el mismo aspecto que el chocolate; tan parecido al chocolate, en realidad, que Edmund y Aria probaron un pedazo, aunque no lo encontraron nada bueno.

Una vez que el mantillo acalló un poco su apetito, los árboles dedicaron su atención a una tierra de la clase que uno ve en el condado de Somerset, que es casi de color rosa, y declararon que era la más ligera y dulce.

En el apartado de quesos se les sirvió una tierra cretácea, y a continuación pasaron a delicados dulces de las piedras más exquisitas espolvoreadas con arena plateada de primera calidad.

Bebieron muy poco vino, y éste hizo que los acebos se volvieran muy parlanchines: pero por lo general saciaron la sed con grandes tragos de rocío mezclado con lluvia, sazonado con flores silvestres y un ligero toque de las nubes más delgadas.

De este modo agasajó Aslan a los narnianos hasta mucho después de que el sol se hubiera puesto, y las estrellas salieran; y la enorme hoguera, más ardiente entonces pero menos ruidosa, brilló como un faro en el oscuro bosque, y los atemorizados telmarinos la vieron desde lejos y se preguntaron qué significaría.

Lo mejor de aquella fiesta fue que no había separaciones ni despedidas, pero a medida que las conversaciones se tornaban más quedas y lentas, uno tras otro empezaron a cabecear y a quedarse finalmente dormidos con los pies vueltos hacia el fuego y buenos amigos a cada lado, hasta que por fin se hizo el silencio en todo el círculo, y volvió a dejarse oír el murmullo del agua sobre las piedras en el Vado de Beruna. Pero durante toda la noche Aslan y la luna se contemplaron con ojos gozosos y fijos.

Al día siguiente, enviaron mensajeros, que fueron principalmente ardillas y pájaros, por todo el territorio con una proclama a todos los telmarinos diseminados por el país; incluidos, claro está, los prisioneros de Beruna.

Se les informó que los azabache serian ahora reyes y que Narnia pertenecería a partir de entonces a las Bestias Parlantes y a los enanos, dríadas, faunos y otras criaturas tanto como a los seres humanos.

Los que eligieran quedarse bajo aquellas nuevas condiciones podrían hacerlo; pero a quienes no les gustara la idea, Aslan les facilitaría otro hogar.

Todos los que desearan irse de allí debían reunirse con Aslan y los reyes en el Vado de Beruna al mediodía del quinto día. Es fácil imaginar que aquello provocó no poca perplejidad entre los telmarinos.

Algunos, principalmente los jóvenes, habían oído relatos sobre los Viejos Tiempos, igual que Caspian y Aria, y les encantó que regresaran, pues ya habían empezado a trabar amistad con aquellas criaturas.

Todos esos decidieron quedarse en Narnia. Pero la mayoría de las gentes de más edad, en especial los que habían sido importantes bajo el reinado de Miraz, se sentían resentidos y no deseaban vivir en un lugar donde no podían llevar la voz cantante. «¿Vivir aquí con un montón de animales amaestrados? Ni hablar», dijeron. «Y con fantasmas, además», añadieron otros con un estremecimiento. «Eso es lo que son esas dríadas en realidad. No es nada prudente».

Algunos se mostraban recelosos, incluso. «No confío en ellos», decían. «No con ese horrible león. No mantendrá esas garras suyas apartadas de nosotros durante mucho tiempo, ya lo vereran».

Pero al mismo tiempo, también se mostraban igualmente recelosos de su oferta de darles un nuevo hogar. «Lo más probable es que nos lleve a todos a su guarida y nos coma de uno en uno», murmuraban. Y cuanto más hablaban entre ellos más enfurruñados y recelosos se volvían. De todos modos, más de la mitad se presentaron allí cuando llegó el día.

En un extremo del claro Aslan había hecho clavar dos estacas de madera, más altas que un hombre y con una separación de un metro aproximadamente.

Un tercer trozo más ligero de madera estaba atado de una a otra, por la parte superior, uniéndolas, de modo que toda la estructura parecía una puerta que iba de ningún sitio a ninguna parte.

Justo enfrente aguardaban Aslan en persona con Peter a su derecha y Caspian a su izquierda. Agrupados a su alrededor estaban, Susan, Edmund, Aria y Lucy, Trumpkin y Buscatrufas, lord Cornelius, Borrasca de las Cañadas, Reepicheep y otros.

Los niños y los enanos habían hecho buen uso de los roperos reales de lo que había sido el castillo de Miraz y entonces era el castillo de los azabaches, y entre sedas y telas de oro, con forros blancos como la nieve asomando desde las mangas acuchilladas, cotas de malla de plata y empuñaduras de espada adornadas con piedras preciosas, yelmos dorados y gorros de plumas, resplandecían tanto que casi deslumbraban.

Incluso las bestias lucían magníficas cadenas alrededor del cuello. Sin embargo nadie tenía los ojos puestos en los niños, pues la melena dorada de Aslan, viva y acariciadora, los eclipsaba a todos.

El resto de viejos narnianos permanecía de pie a ambos lados del claro, y en el extremo opuesto estaban los telmarinos. El sol brillaba con fuerza y los estandartes ondeaban en la brisa.

—Gentes de Telmar —dijo Aslan—, aquellos que busque una nueva tierra, escuchen mis palabras. Los enviaré a todos a su propio país, que yo conozco y ustedes no.

—No recordamos Telmar. No sabemos dónde está. No sabemos cómo es —refunfuñaron ellos.

—Vinisteis a Narnia desde Telmar —siguió Aslan—. Pero llegasteis a Telmar desde otro lugar. No pertenecéis a este mundo, en absoluto. Vinisteis aquí, hace unas cuantas generaciones, desde el mismo mundo al que pertenece el Sumo Monarca Peter.

Al escuchar aquello, la mitad de los telmarinos empezaron a lloriquear: «Ya lo ven. Ya se lo dijimos. Va a matarnos a todos, nos va a enviar fuera del mundo», y la otra mitad se dedicaron a hinchar el pecho y a darse palmadas unos a otros en la espalda mientras murmuraban: «¡Cómo no lo habíamos adivinado! Deberíamos haber sabido que no pertenecíamos a este lugar con todas estas criaturas estrafalarias, desagradables y sobrenaturales.
Tenemos sangre real, ya lo veréis». E incluso los azabaches, Cornelius y los niños se volvieron hacia Aslan con expresiones sorprendidas.

—Tranquilos —dijo el león con aquella voz baja suya que tanto se parecía a su gruñido; la tierra pareció temblar un poco y todos los seres vivos de la arboleda se quedaron quietos como estatuas.

—Ustedes, sir Caspian y lady Aria —indicó Aslan—, deberías haber sabido que no podías ser un auténtico rey de Narnia a menos que, como los reyes de antaño, fueras un Hijo de Adán y una hija de Eva y vinieras del mundo de los Hijos de Adán. Y eso eres. Hace muchos años en aquel mundo, en un profundo mar que recibe el nombre de Mar del Sur, un barco cargado de piratas fue empujado por una tormenta a una isla. Y allí hicieron lo que hacen los piratas: mataron a los nativos y tomaron a las nativas por esposas, y elaboraron vino de palma, y luego se dedicaron a beber y a emborracharse, y a tumbarse a la sombra de las palmeras a dormir, y cuando despertaban peleaban entre ellos, y en ocasiones también se mataban. Y en una de aquellas refriegas seis de ellos fueron puestos en fuga por el resto y huyeron con sus mujeres al centro de la isla y montaña arriba y entraron, según creyeron, en una cueva para esconderse. Pero se trataba de uno de los lugares mágicos de aquel mundo, uno de los resquicios o abismos entre mundos que existían en épocas pasadas, pero que se han vuelto muy escasos. Aquél era uno de los últimos: no digo el último. Y así pues cayeron, subieron, se metieron o descendieron a través de él, y se encontraron en este mundo, en el País de Telmar, que estaba deshabitado por aquel entonces. Pero por qué estaba deshabitado es una larga historia que no contaré ahora. Y en Telmar sus descendientes vivieron y se convirtieron en un pueblo fiero y orgulloso, y tras varias generaciones padecieron una hambruna e invadieron Narnia, que se hallaba sumida en un cierto desorden (pero eso también es una historia muy larga), y la conquistaron y gobernaron. ¿Escucharon todo esto con atención, rey Caspian y reina Aria?

—Ya lo creo, señor. Nos habría gustado descender de un linaje más honorable.

—Descienden de lord Adán y lady Eva —respondió el león—. Y eso es honor suficiente para que el mendigo más pobre mantenga la cabeza bien alta y vergüenza suficiente para inclinar los hombros del emperador más importante de la tierra. Date por satisfecho.

Los azabaches inclinaron la cabeza.

—Y ahora —siguió Aslan—. Ustedes, hombres y mujeres de Telmar, ¿Regresarán a esa isla del mundo de los hombres de la que vinieron sus antepasados? No es un mal lugar. La raza de aquellos piratas que la descubrieron se ha extinguido, y carece de habitantes. Existen buenos pozos de agua potable, el suelo es fértil y hay madera para construir y peces en las lagunas; y el resto de los hombres de ese mundo no la han descubierto todavía. La sima está abierta para que puedan regresar; pero debo advertiros que, una vez atravesada, se cerrará detrás de ustedes. Dejará de existir comunicación entre los mundos por esa puerta.

Reinó el silencio durante unos instantes. Luego un tipo fornido de aspecto simpático que formaba parte de los soldados telmarinos se abrió paso al frente y anunció:

—Aceptaré la oferta.

—Es una buena elección —respondió Aslan—. Y puesto que has sido el primero en hablar, llevarás contigo una magia poderosa. Tu futuro en ese mundo será feliz. Adelante.

El hombre, algo pálido entonces, avanzó. Aslan y su corte se hicieron a un lado, dejándole libre acceso a la entrada vacía situada entre las estacas.

—Atraviésala, hijo mío —dijo el león, inclinándose hacia él y rozando la nariz del hombre con la suya.

En cuanto el aliento del animal cayó sobre él, una expresión nueva apareció en los ojos del soldado —sobresaltada, pero no desdichada— como si intentara recordar algo. Luego irguió los hombros y atravesó la puerta.

Los ojos de todo el mundo estaban fijos en él. Vieron los tres pedazos de madera, y a través de ellos los árboles, la hierba y el cielo de Narnia, y vieron también cómo el hombre pasaba por entre los postes: luego, en un instante, el soldado se esfumó.
Desde el otro extremo del claro los restantes telmarinos lanzaron un lamento.

—¡Ay! ¿Qué le ha sucedido? ¿Es que piensa asesinarnos? No pasaremos por ahí.

Y entonces uno de aquellos astutos telmarinos declaró:

—No vemos ningún otro mundo a través de esos palos. Si quieres que creamos en él, ¿por qué no cruza uno de ustedes? Todos tus amigos se mantienen bien alejados de ellos.

—Si mi ejemplo puede servir de algo, Aslan —dijo Reepicheep adelantándose al instante y efectuando una reverencia—, conduciré a mis ratones a través de ese arco si lo deseas sin una dilación.

—No, pequeño —respondió él, posando la aterciopelada zarpa con toda suavidad sobre la cabeza del ratón—. Les harían cosas terribles en ese mundo. Los mostrarían en las ferias. Son los otros los que deben dar ejemplo.

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