05 | Un nuevo hogar
“Un nuevo hogar”
Octubre, 2006.
La semana de prueba fue una experiencia bastante... extraña, pero no en el mal sentido. Kiyo y Miya venían de un ambiente sumamente hostil y al trabajar para Don Leonardo, les resultaba nuevo el clima laboral que se vivía en esa hacienda.
Desde el primer día, notaron algo que les llamó la atención: los trabajadores se trataban con respeto. No había gritos, ni insultos, ni rivalidades evidentes. Cada quien estaba enfocado en sus labores, sin meterse en los asuntos de los demás. No es que todos fueran amigos, pero existía armonía, una forma de trabajar en equipo sin conflictos ni tensiones innecesarias. Además, las reglas se cumplían. Los horarios de entrada, comida y salida se respetaban al pie de la letra, algo que no podían creer al principio. Habían trabajado justo las horas acordadas durante toda la semana, ni más ni menos. En su antiguo trabajo, las jornadas se alargaban sin previo aviso, y el pago no correspondía al esfuerzo adicional.
Las noches las pasaron en una de las casas de Don Leonardo, una vivienda que les resultó más cómoda y espaciosa de lo que esperaban. Con cada día que transcurría, la idea de traer a sus familias al rancho se volvía más atractiva. Si aceptaban el trabajo, no solo tendrían una casa para cada uno, amplia y acogedora, sino que estarían muy cerca uno del otro, lo que particularmente le daba paz a Kiyo. Saber que Yuki y su cuñada estarían a poca distancia, en caso de cualquier emergencia o situación, le brindaba tranquilidad. La cercanía entre las familias les permitiría apoyarse mutuamente, algo que en tiempos difíciles era invaluable.
Mientras convivían con sus compañeros, se enteraron de que varios de ellos también vivían en las propiedades del patrón. Jacinto, por ejemplo, había vivido temporalmente en una de las casas del rancho antes de terminar de construir la suya propia. Cassandra, una mujer que solían ver con su hijo pequeño, también residía en una de ellas. Al principio, ambos asumieron que el niño era hijo de Don Leonardo y que Cassandra era su mujer, ya que siempre los veían juntos. Fue Jacinto quien, al notar su curiosidad, les aclaró la confusión: el niño no era suyo y ella solo era una amiga. Esta información los sorprendió, pero también reforzó su impresión de que Don Leonardo era un hombre generoso y atento con su gente, cualidades que no estaban acostumbrados a ver en un patrón.
Cuando llegó el día de la paga, su sorpresa fue mayúscula al descubrir que su sueldo estaba completo. Cada hora laborada durante la semana de prueba estaba reflejada en el sobre que les entregaron. A pesar de no ser aún empleados oficiales, fueron tratados como tal y remunerados en consecuencia. En su antiguo empleo, se esforzaban mucho más por una cantidad considerablemente menor, soportando condiciones desiguales y sin garantías de un pago justo. Aquí, en cambio, el trato era equitativo, el esfuerzo era reconocido y existía la posibilidad real de crecimiento. Con el tiempo, podrían asumir nuevas responsabilidades y, con ello, mejorar sus ingresos.
Finalmente, cuando Don Leonardo volvió a preguntarles si aceptaban el trabajo, no hubo más dudas. Ambos dieron su respuesta afirmativa y firmaron su contrato como trabajadores de la hacienda. El patrón les dio la bienvenida oficialmente y les entregó las llaves de sus nuevas casas. Solo restaba regresar a su pueblo para compartir la noticia con sus familias y preparar su mudanza definitiva.
✩
La reacción de Mamasagi no fue la que Miya esperaba. Lejos de alegrarse, lo regañó por tomar una decisión tan importante sin consultarla lo suficiente. La idea de depender de un hombre que apenas conocían le resultaba inquietante, y mudarse a un lugar desconocido significaba abandonar la vida que habían construido en el pueblo. Le parecía una locura arriesgarse de esa manera, sobre todo teniendo a su hijo de por medio.
Miya, entendiendo el miedo de su esposa, se tomó el tiempo para explicarle cada detalle. No quería que ella se sintiera abrumada o insegura, así que le habló de la actitud amable y respetuosa de Don Leonardo, de cómo el patrón los había recibido con una sonrisa. Le contó cómo los demás trabajadores se llevaban bien entre ellos, cómo el ambiente en la hacienda era de colaboración y no de competencia, y cómo él y Kiyo habían sido tratados con respeto desde el primer día.
Le mostró el salario que había recibido, un monto que superaba lo que ganaban en el pueblo. Le habló de la posibilidad de ganar aún más en un futuro, de cómo podrían ahorrar y mejorar su calidad de vida. Con una sonrisa llena de esperanza, le dijo que con ese dinero podría comprarle una mejor máquina de coser, una que ella siempre había querido pero que nunca habían podido permitirse. Le prometió que, con el tiempo, podría darle todo lo que ella le pidiera. Pero lo que más ilusión le hacía era pensar en su hijo, Junior. Miya le prometió que podrían darle todo lo que necesitara, desde juguetes que lo hicieran feliz hasta ropa nueva y de buena calidad.
Mamasagi escuchaba, aún incrédula, preguntándose si su esposo le contaba todo aquello solo para evitar más regaños. Pero algo en su tono, en la seriedad de sus palabras y, sobre todo, en la honestidad de su mirada, le decía que Miya estaba siendo sincero. Sabía que su marido no tomaría una decisión que no fuera por el bienestar de la familia. Era esa confianza en él, construida a lo largo de su relación, lo que la hizo ceder. Aunque la duda aún anidaba en su corazón, si su marido decía que esta era la mejor opción para ellos, entonces ella estaba dispuesta a dar el salto.
Al mismo tiempo, Kiyo le compartía la noticia a su esposa. Yuki, al principio, reaccionó con alegría al enterarse de que su marido por fin había conseguido trabajo. La idea de verlo menos preocupado por los gastos de la casa, por ella y por su hijo, le brindaba un alivio que no había sentido en mucho tiempo. Pero cuando Kiyo mencionó la necesidad de mudarse, su ánimo cambió por completo. Yuki se llenó de tristeza de inmediato. La idea de alejarse de su familia y de dejar su hogar la asustaba; le rompía el corazón pensar en todo el esfuerzo que habían invertido para convertir aquella casa en un verdadero hogar. Se deprimía al imaginar que ese lugar, donde habían compartido tantos momentos, quedaría atrás. No quería irse del pueblo, a pesar de ser consciente de sus limitaciones y de que tal vez no era el mejor lugar para criar a su hijo. Aun así, Yuki siempre se había visualizado viendo a su pequeño crecer en ese pueblo donde ella había pasado toda su vida.
Kiyo, entendiendo el dolor de su esposa, la abrazó con ternura mientras la dejaba desahogarse. Escuchó con paciencia su tristeza y temores. Una vez que Yuki terminó de hablar, Kiyo comenzó a describirle con suavidad la vida que podrían construir en el rancho. Le aseguró que, aunque dejarían el pueblo, siempre podrían regresar de visita. Estas palabras trajeron algo de consuelo a Yuki. Aunque el dolor de separarse de lo conocido no desaparecía, la promesa de su marido, hecha con la misma sinceridad y firmeza que el día de su boda, le recordó al juramento que hicieron de estar juntos en las buenas y en las malas. Decidió aceptar la idea de mudarse, sabiendo que, al final, su verdadero hogar era donde estuviera su esposo y su hijo.
Lo más difícil para la pareja fue darles la noticia a sus familias, en especial a la familia de Yuki. Su padre, un hombre tradicional y apegado a sus raíces, se negó de inmediato. La discusión se volvió tensa, llegando al punto de un enfrentamiento verbal con Kiyo que terminó en términos más o menos amargos. Pero, al final, se vio obligado a aceptar las decisiones de su hija. Ya no era su niña pequeña; ahora era una mujer que tenía que velar por su propia familia. Aunque le rompió el corazón saber que estaría más lejos de ella, para evitar más problemas y conflictos, la dejó partir.
✩
Ambas familias llegaron al rancho, cargados con bastantes de sus pertenencias en las camionetas que su patrón les había prestado para la mudanza. Al bajar de los vehículos, tanto Mamasagi como Yuki descubrieron que ahora eran vecinas. Aunque sus hogares estaban separados por algunas viviendas, la distancia entre ellos era mínima, lo que emocionó a las dos, en especial a Yuki, que ahora podría ver más seguido a su sobrino.
Por fuera, ambas casas eran similares, diferenciadas el color. La casa de Kiyo era de un rosa sobrio, mientras que la de Miya lucía un amarillo cálido. Ambas contaban con un pequeño patio delantero, y al cruzarlo, se llegaba a la entrada principal.
Miya abrió la puerta de su nuevo hogar y, de inmediato, su hijo Junior salió corriendo hacia el interior, explorando el espacio con esa curiosidad infantil que lo caracterizaba.
—¿Qué opinas, Junior? —le preguntó Miya, observando con cariño cómo su hijo inspeccionaba cada detalle—. ¿Quieres ver tu habitación?
—¡Síp!
Miya, con un gesto juguetón, lo cargó en brazos y lo llevó a conocer su cuarto. Junior miró con atención los detalles de la habitación: una cómoda de madera, una silla, una ventana por donde entraba abundante luz natural y una cama que se veía acogedora.
—Pues bueno, chamaco —acarició la cabeza de su hijo—, vamos a bajar tus cosas para que empieces a acomodarlas, ¿te parece?
Junior asintió emocionado, mientras abrazaba a su padre con fuerza. Miya lo bajó al suelo y salió para comenzar a descargar las cosas de la camioneta. Mientras tanto, Mamasagi se encargaba de revisar el resto de la casa. La vivienda era más amplia de lo que esperaba, con una cocina espaciosa y una sala cómoda. A pesar de sus dudas iniciales, poco a poco comenzaba a aceptar que la mudanza había sido una buena decisión.
—¿Qué te parece, amor? —preguntó Miya, regresando con una caja en brazos.
Mamasagi miró a su esposo, suspirando ligeramente antes de esbozar una sonrisa sincera.
—Es... mejor de lo que pensaba —recorrió la sala con la mirada—. Creo que estaremos bien aquí.
Al otro lado, Kiyo bajaba las cajas de la camioneta y las dejaba en la sala. Yuki se paseaba por el interior de esta mientras cargaba a su pequeño hijo en brazos. La nueva vivienda no se parecía en nada a su antigua casa, esta era un poco más grande. Todo era bastante sencillo, pero estaba amueblado y parecía que nadie había vivido allí en un largo tiempo. Se podía apreciar un poco de polvo sobre las superficies, pero no era excesivo, señal de que le habían dado mantenimiento. Yuki le mostraba cada rincón a su bebé, aunque sabía que él no comprendía lo que le decía. De todas formas, seguía hablándole con ternura, compartiéndole todo aquello que veía.
—¿Ves? Esta es la sala, aquí pasaremos mucho tiempo juntos —decía Yuki, mientras caminaba lentamente por el espacio—. Y allá está la cocina, donde mami te va a preparar muchas comidas ricas —su voz era suave, casi un susurro, mientras su hijo la observaba con esos ojos que tanto la derretían.
Al terminar de bajar las cosas, Kiyo se quedó unos instantes observando a su esposa hablar con su niño. Se acercó sigilosamente hacia ella y le plantó un pequeño beso en la cabeza, rompiendo el momento entre madre e hijo.
—¿Te gusta la cocina? —preguntó Kiyo, señalando el espacio—. Tienes mucho espacio para preparar tus pasteles.
Yuki esbozó una ligera sonrisa y volvió a fijar la atención en su hijo, quien comenzaba a cerrar los ojitos por el sueño que lo vencía poco a poco.
—Es linda —respondió, mecía al bebé con suavidad—. Me gustaría prepararle algo a tu patrón para agradecerle. ¿Crees que le gusten las tartas?
—Lo más seguro es que sí.
Yuki volvió a desviar la mirada hacia su pequeño, que ahora dormitaba plácidamente en sus brazos.
—¿Podemos desempacar? —preguntó ella, con un tono bajo para no despertar al bebé—. Quiero acostar a Yui en su cuna.
Su marido suspiró, un poco apenado.
—Ay, bonita... Miya y yo tenemos que irnos a la hacienda, todavía nos vamos a quedar un rato trabajando.
Yuki asintió, intentando ocultar su decepción. Entendía que el trabajo era importante, pero había esperado que su esposo se quedara para ayudarla a acomodar todo.
—Oh... lo entiendo. Entonces me adelantaré a desempacar.
—¿Por qué no mejor esperas a que regrese? No quiero que te lastimes cargando cosas pesadas.
Acostumbrada a esa preocupación constante de su esposo, simplemente asintió de nuevo. Kiyo la besó con cariño para después salir de la casa y encontrarse con su hermano. Juntos partieron hacia la hacienda de su patrón.
Yuki suspiró profundamente, echando un último vistazo a la casa antes de girarse hacia la puerta cuando escuchó unos golpes suaves. Al asomarse, vio a su cuñada con su pequeño hijo Junior al lado, y sonrió al verlos. Enseguida, los dejó pasar.
—¡Ya vinimos a hacerte compañía! —exclamó Mamasagi con una gran sonrisa.
—Pensé que estarían desempacando —comentó Yuki, sorprendida pero contenta.
—Esa era la idea, pero este niño —señaló a su hijo—, quería venir a visitarte.
Junior corrió hacia Yuki, abrazando sus piernas con fuerza.
—¡Ow, Junior! Qué lindo de tu parte.
El pequeño levantó las manos, pidiendo que lo alzaran. Yuki, sonriendo, le respondió:
—Mi niño, ahora no puedo. Estoy cargando a tu primo.
Pero Junior insistió, haciendo un puchero y estirando sus manitas nuevamente. Yuki no pudo resistirse y le entregó al bebé momentáneamente a su cuñada, levantando a su sobrino en sus brazos. Era su debilidad; tanto él como su propio hijo le derretían el corazón, y siempre se le hacía difícil no consentirlos.
Ambas mujeres se acomodaron en la sala y empezaron a charlar, disfrutando de la compañía mutua. A la par que conversaban, Junior no tardó en acurrucarse en el regazo de su tía, buscando su atención de manera insistente. El pequeño siempre había sido la adoración tanto de sus padres como de su tía, quien lo consentía cada vez que lo veía. No obstante, desde el nacimiento del pequeño Yui, gran parte de la atención de Yuki se había centrado en su propio hijo, lo que había provocado que Junior sintiera una mezcla de celos y rivalidad. A su corta edad, el hijo de Mamasagi no entendía del todo por qué ya no recibía las mismas caricias y mimos de antes. Aunque Yuki intentaba repartir su cariño, el pequeño no dejaba de notar que su nuevo primito acaparaba cada vez más los abrazos y el tiempo que antes eran solo para él. Ambas mujeres sabían que esos celos eran naturales, y conforme ambos crecieran, estaban seguras de que sus hijos serían inseparables.
✩
Cuando llegó la noche y los hermanos regresaron del trabajo, Mamasagi y su hijo se despidieron de Yuki y regresaron a su casa. Miya y Kiyo no volvieron con las manos vacías; ambos trajeron la cena, comprada en uno de los puestos callejeros que habían descubierto camino al rancho. El aroma a comida llenó la casa, y aunque era algo sencillo, resultó ser un pequeño consuelo después de un día tan agitado.
Kiyo se apuró a cenar, consciente de que aún tenía pendientes. Quería ensamblar la cuna de su hijo y asegurarse de que todo estuviera listo para su primera noche en la nueva casa. Entre él y Yuki desempacaron lo esencial: cobijas, pijamas y las pertenencias de su bebé. Yuki, a pesar de estar exhausta, aún tenía esa inquietud de querer organizar más, pero notaba el cansancio en su marido. Kiyo estaba visiblemente agotado, no solo por la jornada laboral, sino también por el estrés acumulado de la mudanza y los cambios.
Después de acomodar al bebé en su recién armada cuna, la pareja se dispuso a descansar. Kiyo cayó rendido casi de inmediato, su respiración profunda revelaba cuán exhausto estaba. Yuki, aunque cansada, no lograba conciliar el sueño. Intentó acomodarse en varias posiciones entre los brazos de su esposo, buscando esa sensación de confort que tanto anhelaba, pero la inquietud persistía. No era que la cama fuera incómoda, sino que no era su cama. Esa sensación de familiaridad y seguridad que solo su antiguo hogar le ofrecía estaba ausente. Girándose suavemente para no despertar a Kiyo, miró hacia la cuna de su hijo. El pequeño dormía plácidamente, pero en cualquier momento de la madrugada podría despertarse. Desvió su mirada hacia la ventana, donde la tenue luz de la luna se colaba entre las cortinas, y luego al techo, sintiendo nostalgia. Esa casa no tenía el calor de su antiguo hogar, y esa era la razón por la que no podía dormir.
Con mucho cuidado, se levantó de la cama, intentando no hacer ruido. Caminó hacia la sala, donde aún quedaban varias cajas por desempacar. En silencio, abrió una de ellas, y comenzó a sacar algunas cosas que había tejido. Había fundas de estambre para cojines, pequeños peluches hechos a mano, y figuras de crochet que había confeccionado. Ella amaba tejer. Yuki continuó decorando la sala con las cosas que había tejido. A medida que colocaba cada pieza, comenzó a sentir una ligera sensación de alivio. Aunque la casa aún no se sentía como su verdadero hogar, ver esos detalles que ella misma había hecho con tanto cariño le proporcionaba un pequeño consuelo. Era como si al colocar esas fundas de estambre, esos peluches y figuras de crochet, una parte de su antiguo hogar comenzara a florecer en esta nueva vivienda.
Estaba tan concentrada que no había notado a su marido recargado en el marco de la entrada de la sala.
—Bonita... ¿qué haces despierta? —murmuró Kiyo, su voz ronca por el sueño.
Yuki volteó, algo asustada por la repentina aparición de su esposo.
—No podía dormir —dijo un poco apenada, bajando la mirada—. Y me dieron ganas de decorar...
Kiyo sonrió ligeramente, comprensivo. Se acercó a ella y la tomó de la mano con suavidad.
—Ven bonita, vamos a dormir —dijo, mientras la guiaba de vuelta hacia la habitación—. Te prometo que mañana te ayudo con las demás cajas, pero ahora necesitas descansar, ¿sí?
Al regresar a la cama, Kiyo volvió a abrazar a su mujer. Su calor le transmitió a Yuki la serenidad que tanto necesitaba. Poco a poco, el agotamiento acumulado de los últimos días, sumado al alivio de sentirse acogida por los brazos de su marido, la llevaron a quedarse dormida. Kiyo, quien ya había caído rendido antes, también descansaba profundamente. Por primera vez en mucho tiempo, sentía que su cuerpo y mente podían relajarse por completo.
A unas cuantas casas de distancia, Miya dormía junto a su mujer en la misma tranquilidad. Presentían que esa sería la primera de muchas noches en las que podrían descansar de esa manera. Habían iniciado una nueva etapa, y aunque aún quedaba mucho por hacer, esa sensación de haber encontrado un lugar de nuevas oportunidades les brindaba paz. El rancho era un nuevo comienzo, un hogar en construcción, y juntos, sabían que podrían hacerlo suyo.
ʕ´•ᴥ•'ʔ Hola, soy la escritora, Mafer.
Aquí el capítulo de esta semana, se lo adelanté 😘
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