04 | Cuando una puerta se abre

“Cuando una puerta se abre”

Octubre, 2006.

La escasez de trabajo en el pueblo era evidente, y Kiyo y Miya se las estaban viendo negras al intentar conseguir un empleo fijo. Por más que lo intentaban, solo lograban obtener trabajos ocasionales, mal pagados y agotadores, que no les brindaban ni la mínima estabilidad que tanto necesitaban para mantener a sus familias. 

Cada mañana, antes de que el sol siquiera asomara en el horizonte, salían de casa con la esperanza de encontrar algo mejor. Caminaban largas distancias, golpeaban puertas y preguntaban en cada rincón del pueblo, pero las respuestas siempre eran las mismas: "No hay vacantes", "No estamos contratando", "Quizá el próximo mes". 

Para la familia de Miya, el hecho de que su esposa fuera la costurera del pueblo aliviaba un poco la carga económica. Su trabajo era constante; siempre había alguien que necesitaba arreglar una prenda o coser algo nuevo, y aunque no siempre ganaban lo suficiente, ese ingreso fijo ayudaba bastante con los gastos del hogar. En cambio, Yuki no tenía la misma suerte. A pesar de su esfuerzo por apoyar a su esposo vendiendo pan y pasteles caseros, las ventas eran inestables. Había días en los que volvía con la canasta casi vacía, pero otros en los que regresaba con las manos llenas de pan y los bolsillos vacíos. Esos días eran los peores. Se sentía inútil, una carga para Kiyo, aunque él insistiera una y otra vez en que hacía todo lo posible y que no tenía por qué culparse. 

Pero esa frustración no era solo de ella. Kiyo y Miya, como los hombres de la casa, sentían el peso de la responsabilidad aplastándolos un poco más cada día. No se trataba solo de sobrevivir, sino de darles a sus esposas e hijos una vida digna, una vida donde no tuvieran que preocuparse constantemente por el dinero, donde no tuvieran que hacer malabares con las cuentas. Ese anhelo había dejado de ser solo un deseo. Se había convertido en una necesidad urgente. Y sin embargo, cada vez veían más lejos la posibilidad de cumplirla.

Hasta que un día, un amigo de los gemelos, Gonzalo, que estaba de visita en el pueblo, les dio la oportunidad que tanto querían. Entre conversaciones sobre cómo estaban las cosas en el lugar donde ahora vivía, les habló de las novedades que habían ocurrido en los últimos dos años. Entre ellas, les comentó los cambios de la hacienda en la que trabajaba: el hijo de su ex patrón había tomado las riendas del lugar.

El nuevo patrón es bien diferente a su padre —comentó Gonzalo, apoyando los brazos en la mesa con una sonrisa de satisfacción—. El ambiente cambió, y no solo me refiero a la forma de trabajar, sino a cómo nos tratan. El joven es justo, nos respeta, y está mejorando las condiciones para todos.

Miya y Kiyo se alegraron sinceramente por su amigo. Después de todo, sabían lo que era trabajar para un patrón miserable y explotador. Pero lo que más llamó su atención fue la propuesta que les hizo Gonzalo.

Escuchen —el hombre los miró con complicidad y bajó un poco la voz—, están contratando gente en la hacienda. Justamente necesitan más hombres y sé que ustedes son buenos trabajadores. Puedo recomendarlos, presentarles a mi patrón, y estoy seguro de que pueden conseguir algo ahí.

La oferta cayó como un rayo de esperanza en medio de la tormenta que estaban viviendo. Los hermanos intercambiaron miradas, llenos de un entusiasmo que hacía tiempo no sentían. La posibilidad de trabajar en un lugar donde se les respetara, con la seguridad de tener un empleo estable, era todo lo que habían estado buscando.

Después de pensarlo un poco y consultar con sus esposas, ambos decidieron aceptar la oferta y seguir a su amigo. Si existía una pequeña posibilidad de darle a sus familias un futuro mejor, iban a tomarla. Así que, cuando Gonzalo emprendió el camino de regreso al rancho, Kiyo y Miya se unieron a él. La sensación de estar dejando a sus esposas e hijos, aunque fuera solo por unos días, les resultaba inquietante.

El plan era claro: llegar, conocer al nuevo patrón, demostrar sus habilidades y asegurarse un empleo. No pensaban demorar más de lo necesario; cuanto antes resolvieran su situación laboral, antes regresarían a casa. Incluso ante el entusiasmo de Gonzalo, no podían evitar preguntarse si realmente las cosas serían tan diferentes en este nuevo lugar o si, una vez más, se encontrarían atrapados en un ciclo de explotación disfrazado de promesas vacías.

Al llegar al rancho, lo primero que encontraron fue la entrada de la hacienda, un gran portón de hierro forjado enmarcado por un arco de adobe en tonos ocres. Sobre el arco, una pequeña campana descansaba en su nicho, lista para anunciar visitas o llamados importantes. El camino de piedra que conducía hasta ahí estaba flanqueado por macetas de barro con plantas bien cuidadas, mientras que árboles robustos extendían sus ramas, proyectando sombras frescas sobre el suelo. La muralla de la hacienda, de la misma tonalidad cálida, se alzaba firme, resguardando lo que había dentro. 

Tras cruzar la entrada, se dirigieron directamente a la casa principal, un edificio imponente de paredes gruesas y estructura tradicional. Ahí, el capataz, Jacinto, supervisaba con aire de alguien que estaba acostumbrado a dar órdenes y ser obedecido. Su mirada se desplazaba con rapidez entre los trabajadores que iban y venían cargando cajas, asegurándose de que todo marchara como debía. Más plantas decoraban el espacio, mientras que el suelo, ligeramente desgastado por el paso del tiempo, crujía bajo el peso de las botas de los hombres que trabajaban sin descanso.

Quiubo —Jacinto saludó desde lejos, acercándose al ver a su compañero. Su porte rudo y su rostro curtido por el sol le daban una apariencia severa, pero su tono, aunque serio, no era hostil. Ambos estrecharon sus manos con un apretón fuerte—. ¿Ya listo?

Buenas, mi Jacinto —respondió Gonzalo con una sonrisa confiada—. Ya listo para chambear. 

El capataz asintió con la cabeza y luego miró hacia los trabajadores que iban y venían cargando cajas bajo el sol.

Pues vas, ya andamos cargando para ir a repartir.

Simón, voy. Pero oiga… —hizo una seña con la cabeza hacia los gemelos, que esperaban tras él—. Traje a dos compas que quieren hablar con el patrón, para eso del trabajo. 

Jacinto deslizó su mirada hacia Kiyo y Miya, analizándolos con detenimiento. Su expresión se endureció levemente, su desconfianza evidente. No era un hombre que aceptara a cualquiera en el rancho sin asegurarse de que valían la pena. Los gemelos, conscientes de la evaluación a la que estaban siendo sometidos, no se inmutaron. Sin perder la calma, ambos tomaron el borde de su sombrero y lo inclinaron levemente en señal de saludo. 

Pues sería hasta más tarde, ahorita el patrón anda ocupado.

Ándale, Jacinto, viajaron hasta acá solo para eso. Tira paro. 

Jacinto suspiró, su mirada volviendo a posarse en los hermanos. Había algo en su postura, en la manera en que lo miraban de frente, que le indicaba que podían ser hombres de fiar. Se tomó un par de segundos más antes de soltar un resoplido y encogerse de hombros. 

Bueno pues, síganme.

El par lo siguió por el rancho, observando la intensa actividad a su alrededor. Hombres de complexión fuerte cargaban costales sobre sus hombros y los acomodaban en la parte trasera de varias camionetas listas para su repartición. No muy lejos, mujeres pasaban con canastos llenos de frutas y verduras, conversando entre ellas. Más allá, algunos jóvenes empujaban carretillas llenas de alimento para el ganado, dirigiéndose a los establos con la misma prisa que el resto. Se notaba la organización en cada tarea, el ritmo de trabajo constante, pero sin caer en el caos. Era evidente que aquel lugar estaba bien administrado. 

El capataz los guió por los pasillos de la hacienda hasta llegar a una sala destinada a las visitas o socios del patrón, un espacio apartado de las áreas comunes de la casa. 

Jacinto se detuvo frente a la puerta de madera maciza y se volvió hacia los gemelos. 

Espérenme aquí, voy a avisar que llegaron. 

Sin más, desapareció por la entrada, dejándolos solos en aquel sitio. La estancia era amplia y sobria, con muebles de madera tallada y sillones de cuero que denotaban cierto lujo sin caer en la ostentación.

Pasaron unos minutos antes de que Jacinto regresara. Con un simple movimiento de cabeza, les indicó que podían pasar.

Ambos se acercaron a la oficina. Al entrar, se encontraron con el patrón, un hombre relativamente joven, tal vez solo siete años menor que ellos. Estaba sentado detrás de su escritorio, pero lejos de estar concentrado en documentos o cuentas, se encontraba jugando con un pequeño niño. El pequeño intentaba ponerse de pie en su regazo, aferrándose a su camisa y estirando sus diminutas manos, intentando quitarle el sombrero.

Kiyo y Miya se miraron por un instante antes de que el mayor de los dos decidiera hablar.

Buenos días —saludó con respeto, llamando la atención del patrón.

El joven levantó la mirada y sonrió de inmediato, sujetando con cuidado al niño para evitar que se resbalara.

Oh, hola, disculpen —respondió entre risas, acomodando al pequeño de nuevo en su regazo y sosteniéndolo con una mano mientras con la otra señalaba las sillas frente a él—. Adelante, tomen asiento.

Ambos hicieron caso y se sentaron. Observaron con ternura al pequeño, que seguía intentando alcanzar los cuadernos sobre el escritorio, pero sin éxito.

Me presento, soy Leonardo Hamato de la Garza —dijo con un tono relajado—. Los saludaría de mano, pero si lo hago, este niño se me va a caer —rió, ajustando su agarre sobre el pequeño—, y luego su mamá me lo cobra.

Los hermanos compartieron una sonrisa ante su simpatía. Aunque la imagen de un patrón muchas veces evocaba a un hombre severo y rígido, este joven parecía todo lo contrario: accesible, sencillo y con un aire de familiaridad que los hizo sentir menos tensos.

¿En qué puedo ayudarlos? —preguntó Don Leonardo.

Miya tomó la palabra, manteniendo el tono respetuoso.

Nos enteramos de que buscaban gente para trabajar, y nosotros estamos necesitados de empleo.

¿Tienen experiencia en el campo? —inquirió el patrón.

—respondió Kiyo—. Sabemos de labores agrícolas y tenemos experiencia en el manejo de ganado.

Don Leonardo asintió, evaluándolos con la mirada.

Muy bien. Para conocernos mejor, les haré algunas preguntas, ¿les parece?

Don Leonardo inició la entrevista con preguntas que iban desde lo más básico, como su situación familiar y su vida cotidiana, hasta detalles más técnicos sobre su experiencia en el trabajo agrícola y ganadero. Kiyo y Miya respondieron con seguridad y claridad, destacando no solo su amplio conocimiento en el manejo de cultivos y el cuidado del ganado, sino también su destreza en el uso de maquinaria agrícola. Ambos estaban conscientes de sus capacidades y no dudaron en describir sus habilidades con precisión, compartiendo además sus metas y aspiraciones. Su confianza y determinación dejaron en evidencia que no solo eran trabajadores experimentados, sino también personas comprometidas con su labor y con la idea de construir un futuro mejor para sus familias.

El patrón los escuchó atentamente, y a medida que avanzaba la conversación, se iba convenciendo de que ellos eran los hombres que necesitaba en su hacienda. Notaba en ellos la misma dedicación y responsabilidad que valoraba en sus empleados más destacados. Su actitud seria pero entusiasta, su conocimiento práctico y su disposición para aprender lo impresionaron. Tras haber hecho bastantes preguntas, no necesitaba más para decidir. Sabía que iba a contratarlos, sobre todo porque la mano de obra era urgente y estos dos hombres tenían todo lo necesario para formar parte de su gente. Su experiencia y sus valores encajaban perfectamente con lo que él buscaba. Con una sensación de satisfacción, Don Leonardo cerró la entrevista, seguro de que Kiyo y Miya serían una excelente adición a su hacienda.

Bueno —dijo al final, con una sonrisa cálida—, me parece que ustedes son justo lo que estaba buscando, pero antes me gustaría que conocieran cómo trabajamos.

Don Leonardo se puso de pie y cargó al pequeño con uno de sus brazos sin problema alguno. Ambos lo siguieron mientras salían de la casa, adentrándose en el vasto terreno del rancho. El joven patrón comenzó a relatar la historia de la hacienda, cómo su padre y su abuelo habían salvado el lugar de una crisis económica, convirtiéndolo en lo que era hoy: un lugar próspero.

A medida que avanzaban, el joven les explicaba con detalle los procesos que mantenían el rancho en funcionamiento. El primer lugar en el que se detuvieron fue la zona de siembra de maíz, que se extendía abundantemente ante ellos. Las plantas se veían sanas, testimonio del cuidado y la dedicación que se les brindaba. Lo que más llamó la atención de los hermanos fue la forma en que Don Leonardo interactuaba con los campesinos. Con un gesto amable, saludaba a cada uno de ellos por su nombre, y estos le respondían con una sonrisa genuina. Era evidente que, aunque era el patrón, había una relación de confianza y camaradería que rara vez se veía en otros lugares.

Después se dirigieron hacia los campos de hortalizas, donde una variedad de alimentos crecía en hileras ordenadas. Chiles, tomates, cebollas y zanahorias —entre otros— se extendían ante ellos, sus colores vibrantes contrastando con el verde intenso de las hojas. A lo lejos, podían divisar una vasta área de árboles frutales, cuyas ramas cargadas de manzanas, peras y duraznos completaban la producción agrícola del rancho. Desde allí, caminaron hacia la zona donde el ganado vacuno y bovino pastaba tranquilamente. Don Leonardo les explicó cómo cuidaban de los animales, asegurándose de que estuvieran sanos y bien alimentados. Un poco más adelante, llegaron a un área cercada donde las gallinas picoteaban el suelo, y supieron que también había producción de huevos en el lugar. 

Toda aquella extensión de terreno fértil y la abundante producción, tanto animal como vegetal, no eran solo para consumo local o venta minorista dentro del rancho. En realidad, el negocio tenía un alcance mucho mayor: exportaban sus productos a diversas ciudades cercanas.

El recorrido terminó en los establos de caballos, y Don Leonardo lo había planeado de esa manera. A las afueras, vieron a una mujer de cabello negro recogido en una coleta baja, vestida con ropa de trabajo y un sombrero. Estaba ocupada amarrando fardos de heno con un lazo. Antes de que pudieran acercarse más, el niño en los brazos de Don Leonardo se agitó al verla, extendiendo sus bracitos y balbuceando algo que sonaba a "mamá".

¡Cass! —llamó Don Leonardo, y la mujer volteó.

Ella se acercó enseguida, dejando el lazo a un lado, y tomó al niño en sus brazos. El pequeño la abrazó con fuerza, mientras ella besaba su rostro con una ternura que hacía parecer que habían pasado horas sin verse.

¿Cómo se ha portado? —preguntó Cass con una sonrisa maternal.

Ya sabes que bien. Lo llevé a pasear por toda la hacienda —contestó él, acariciando suavemente la cabeza del niño—. Déjame presentarte —añadió, girándose hacia los hermanos—. Ella es Cassandra, una de mis mejores trabajadoras.

Cass sonrió de manera leve por el cumplido y se limitó a saludarlos con una simple inclinación de cabeza. A pesar de tener trabajo pendiente, aprovechó esos minutos para disfrutar la cercanía de su hijo. Mientras tanto, Don Leonardo continuó conversando con Kiyo y Miya.

Entonces, ¿qué opinan? —preguntó Don Leonardo—. ¿Aceptan el trabajo?

Sí, claro —respondió Miya con una sonrisa.

Perfecto, ¿pueden iniciar mañana?

La pregunta hizo que ambos hermanos se miraran entre sí, un poco dudosos. Sus esposas seguían en el pueblo, y comenzar a trabajar sin antes establecerse adecuadamente en el rancho no era algo que tenían previsto.

Sabemos que recién nos contrata y no estamos en posición de poner condiciones —dijo Kiyo—, pero antes de empezar, necesitamos asegurarnos de tener un lugar donde quedarnos aquí en el rancho.

No queremos estar yendo y viniendo todos los días desde nuestro pueblo —agregó Miya, reforzando las palabras de su hermano—, y tampoco podemos simplemente quedarnos sin antes arreglar algunas cosas en casa con nuestras esposas e hijos. ¿Podría darnos algo de tiempo?

Don Leonardo los miró con comprensión, y no pudo evitar esbozar una sonrisa de ternura al escucharlos mencionar a sus hijos. Aunque él no era padre, vivía de cerca el tema de tener un hijo al cuidar del niño de Cass, y los entendía perfectamente. Sabía lo que significaba querer lo mejor para la familia.

Miren, entiendo su situación —comenzó Don Leonardo, con un tono calmado pero directo—, pero realmente me urge que comiencen a trabajar porque nos estamos atrasando en algunos procesos —hizo una pausa antes de continuar—. Por el lugar no se preocupen. Si les acomoda, pueden vivir en alguna de mis propiedades junto a sus familias.

Los hermanos intentaron ocultar su sorpresa por la repentina oferta. No solo era muy generosa, sino que su —casi— patrón lo decía con una facilidad y simpleza, como si no le costara nada el dejarlos vivir en una de sus casas. Don Leonardo notó un poco la desconfianza de ellos, pero no lo tomó como una ofensa; era natural que reaccionaran así.

Tranquilos, es muy común que mis trabajadores vivan en mis casas —dijo Don Leonardo—. Mi padre, en paz descanse, compró muchas propiedades y no tiene sentido que estén vacías. Prefiero que mi gente las habite, y por lo que percibo de ustedes, son personas de confiar.

Los gemelos volvieron a intercambiar una mirada, sintiendo que la oferta era demasiado buena para rechazarla. No solo resolvía su problema de vivienda, sino que también les permitiría comenzar a trabajar de inmediato, tal como Don Leonardo necesitaba. Sin embargo, la duda aún flotaba en el aire, especialmente para Kiyo, quien no podía evitar desconfiar de algo que parecía demasiado perfecto.

¿Nos permite discutirlo? —preguntó Kiyo.

Por supuesto, tómense su tiempo.

Ambos se alejaron un poco, buscando un espacio donde pudieran hablar en privado y tomar una decisión sin sentirse observados.

Kiyo, tenemos que aceptar —dijo Miya, muy convencido—. Tendríamos trabajo y casa asegurada. ¿Cuándo nos ha salido una oportunidad así?

¿No crees que es demasiado bueno para ser verdad? —cuestionó, frunciendo el ceño—. ¿No te parece sospechoso? No conocemos a este hombre, y ya sabes cómo son las cosas en estos lugares.

A mí me parece que es buena persona —replicó, con un tono más calmado—. Además, no tenemos muchas opciones. ¿O prefieres seguir en el pueblo, ganando apenas lo suficiente para sobrevivir?

Kiyo no respondió de inmediato. Sus ojos se posaron en Don Leonardo, quien en ese momento estaba jugando con el pequeño en sus brazos, haciéndolo reír con gestos exagerados. Su gemelo siguió su mirada y aprovechó el momento para reforzar su argumento.

El niño lo quiere mucho —dijo Miya, encogiéndose de hombros—, y ya sabes que los niños siempre dicen la verdad. Si fuera mala persona, el chamaco no estaría tan tranquilo con él.

Kiyo giró los ojos y suspiró, aún inseguro. Sabía que su hermano tenía razón en muchas cosas, pero no podía evitar sentir que estaban arriesgándose demasiado.

Esta es la oportunidad que necesitábamos —insistió el menor de los Usagi, bajando la voz—. Mudarnos puede ser riesgoso, pero prefiero tomar ese riesgo que quedarme en el pueblo y seguir dándole migajas a mi familia.

Sí, pero...

La otra opción es aceptar el trabajo y buscar un lugar por nuestra cuenta, pero solo ver a nuestras familias los fines de semana. Aunque no creo que quieras dejar a Yuki sola de lunes a viernes.

Miya conocía a su hermano como a sí mismo y sabía perfectamente cómo convencerlo, y su estrategia infalible —aunque algo sucia— era mencionarle a su mujer. Pero tenía razón, sería doloroso para él conformarse con solo ver a su esposa e hijo solo unos días, no despertar a lado de su mujer, de no estar para su niño. Incluso así, no podía confiar ciegamente en Don Leonardo.

Después de unos minutos discutiendo, llegaron a un acuerdo. Los dos regresaron donde estaba Don Leonardo, quien seguía entretenido con el pequeño.

Lo hemos discutido y nos gustaría estar a prueba una semana —propuso Kiyo—, antes de aceptar definitivamente.

No nos malentienda —añadió Miya, intentando suavizar las palabras de su hermano—. Es solo que es una decisión muy importante y queremos asegurarnos que será lo mejor para nuestras familias.

Don Leonardo sonrió ampliamente.

Comprendo —dijo con tono amigable—. De acuerdo, si les parece, le diré a Jacinto que les asigne algunas labores para que comiencen a trabajar. Así podrán ver cómo es el ritmo aquí y decidir si es lo que buscan.

Kiyo y Miya asintieron, creyendo de corazón que estaban tomando la decisión correcta. Aunque las dudas aún persistían, ambos sabían que esta era una oportunidad que no podían dejar pasar. Era como si, de repente, una puerta se hubiera abierto para ellos justo cuando todas parecían haberse cerrado. Tal vez el universo, en su misteriosa forma de actuar, los estaba premiando por ser hombres responsables, trabajadores y  amorosos con sus familias. Quizás, después de tanto esfuerzo y sacrificio, la vida por fin les estaba reconociendo su dedicación y les tendía una mano. Pues, como siempre habían escuchado decir a los mayores, después de una tormenta, las nubes se disipan y los rayos de luz vuelven a iluminar el camino.

ʕ⁠´⁠•⁠ᴥ⁠•⁠'⁠ʔ hola, soy la escritora, Mafer.

QUÉ EMOCIÓN, POR FIN INTERACCIÓN ENTRE LOS GEMELOS USAGI Y DON LEO ✨ no sé, para mí es muy épico JAJAJ AAA

y pues nadaaa, nos veremos en el siguiente cap, bai 👀


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