𝓐𝓷𝓽𝓮𝓼 𝓭𝓮 é𝓵 : 𝓾𝓷𝓸
La primera vez escapando de aquel lugar que había sido mi hogar casi desde siempre. Un lugar lleno de tormentos, psicopatía y locura. Quienes lo consideraban una utopía realmente no sabían nada sobre la realidad. Desearía ser una más de esas almas ignorantes.
Cuando descubrí que había una forma de escapar del paraíso, renació en mí la esperanza, pero no aquella tortuosa que me había acompañado los primeros años en compañía de él, sino una esperanza genuina, por acercarme a una forma diferente de vivir. Una vida libre.
Se dice que a las almas humanas que llegamos al paraíso nos trae una razón divina, que tenemos el honor de acompañar a seres celestiales y únicos, a quienes debemos honrar y respetar.
A diferencia de otras almas que conozco, no tengo recuerdos previos. Ese desajuste en un mundo aparentemente perfecto hizo que mi cabeza no pudiera callar las preguntas. Con el tiempo, aprendí a guardar silencio sobre las dudas que envolvían mi mente; hacer algo que les molestara me metería en problemas.
—Me siento viva, ¿estás segura de que estoy muerta?—. Cuando tenía ocho años, miraba con admiración y respeto a las criaturas divinas. Desde entonces recuerdo haber abierto los ojos en este mundo, que en aquel entonces parecía sacado de un sueño.
—Cualquiera que fue humano en vida y ha llegado aquí, está muerto, Celestia.
Petunia siempre respondía con paciencia y dulzura. A su lado, mi vida parecía tener un poco más de sentido, aunque no era suficiente para calmar la inquietud que sentía. Desde los ocho años recuerdo haber abierto los ojos en este mundo, que en aquel entonces parecía sacado de un sueño, pero con el tiempo se convirtió en una tormentosa pesadilla.
Mientras Petunia me ayudaba a alistarme, mi reflejo en el espejo mostraba una niña con el cabello liso, largo hasta la espalda, de un blanco platinado que contrastaba con mi piel color oliva. Mis grandes ojos, de mirada tierna, ocultaban la desorientación y el miedo que me invadía cada vez que intentaba recordar algo, cualquier cosa de mi vida pasada.
—No recuerdo cómo morí. ¿Será que hay otras formas de llegar al paraíso que no conocemos?
—Cada alma aquí es especial, Celestia. No necesitas esos recuerdos. Yo te enseñaré todo lo que sé, y serás tan capaz como cualquiera.
A pesar de sus palabras de consuelo, siempre me sentí en desventaja, como si la falta de esos recuerdos me convirtiera en una pieza incompleta dentro de este mundo divino. Me comparaba con los otros residentes de nuestra casa. Bimba, por ejemplo, había sido una médica con especialidad en oncología, y falleció a los 90 años tras haber tenido una vida plena. Vef, el mayor del grupo, fue un famoso psicólogo y escritor. Jo, en cambio, había sido abogado y político, muerto a los 39 años en un asesinato de carácter político. Todos ellos tenían historias, recuerdos y habilidades que los hacían útiles. Yo, sin embargo, solo tenía mi curiosidad y mis preguntas sin respuesta.
A mis 13 años, Vef comenzó a ser más directo conmigo sobre la realidad del paraíso.
—Sabes, Cel, que jamás te mentiremos, ¿verdad? —me dijo un día con su habitual amabilidad—. Hay cosas que debes conocer ahora que estás creciendo, porque no estaremos juntos para siempre.
Sus palabras me hicieron sentir insegura. Mi apego a ellos, especialmente a Petunia, era profundo.
—Al menos podré quedarme con Petunia para siempre —respondí, aferrándome a esa idea como si fuera un salvavidas.
Vef sonrió, pero no de la manera cálida a la que estaba acostumbrada. Se echó hacia atrás, mientras Jo, con su semblante serio, tomó la palabra.
—Celestia —dijo, mirándome con frialdad—, no hay garantía de que te quedes con Petunia para siempre. Eso dependerá de la voluntad de los ángeles.
Aquí tienes una versión revisada que incorpora las descripciones físicas y psicológicas de Jo, manteniendo la esencia de la conversación:
—Jo y tú van a la Academia Espíritu, Jo dos años por delante de ti, y tú comenzando el segundo semestre del primer año —continuó Vef, con tono amable.
La Academia Espíritu era una institución a la que debían asistir todas las almas divinas cumplidos los doce años. Jo, con su cabello negro como sapia quemada y su piel pálida, siempre había tenido un aire enigmático. Recuerdo cómo solía ser cariñoso y protector conmigo, su mirada cálida y sus gestos siempre me hacían sentir segura. Pero desde que ingresó a la academia, había cambiado. La formalidad y la corrección se habían apoderado de él, volviéndose frío y distante a medida que avanzaba en sus años de estudio.
—¿Eso quiere decir que voy a volverme tan aburrida y seria como Jo? —lancé la broma a propósito, sabiendo que él estaba escuchando.
—No creo que eso sea posible. Tu encanto es auténtico —respondió Vef. Jo, por su parte, solo lo ignoró—. Ahora, escucha. Nunca te hemos mentido, pero sí te hemos protegido mucho. Es hora de aclarar que el paraíso tiene reglas y responsabilidades muy claras para nosotros, las almas humanas. Estar aquí es un privilegio, y tenemos deberes que cumplir.
Lo observé con atención, entendiendo la seriedad de sus palabras. En la academia ya me habían advertido sobre estas reglas, y conocía parte de la historia. Imaginaba que Vef me plantearía lo mismo.
—Seré muy responsable y agradecida. Los ángeles son criaturas mágicas; nos protegen y hacen que el paraíso exista. Aquí no hay pobreza ni asesinatos. Es una nueva oportunidad para vivir, con la bendición de los conocimientos previos... aunque yo no los posea, seré la mejor en lo que me destinen —dije con determinación. Jo soltó un bufido. No estaba segura si era burla, sarcasmo o molestia, pero decidí ignorarlo, como él hacía conmigo.
—Estoy seguro de que serás excepcional en lo que te propongas —dijo Vef, sujetando mis manos entre las suyas, que eran suaves y cálidas—. En la adolescencia, puede que sientas una llamada a la rebeldía o que no comprendas muchas cosas sobre cómo funciona este mundo. Debido a la falta de tus recuerdos, será más difícil para ti enfrentar lo que se avecina. Por eso quiero que sepas que Petunia, Bimba, Jo y yo estaremos aquí para ti, para responder tus dudas, guiarte y cuidarte, todo el tiempo que nos quede juntos.
Ese era el tema crucial, al menos para mí. Mi corazón se encogía ante la posibilidad de que algún día tuviéramos que separarnos. La idea me llenaba de una tristeza abrumadora, como si el peso del mundo cayera sobre mis hombros.
Mi único consuelo era la creencia de que, si los ángeles eran tan sabios como todos decían, al menos me permitirían continuar con las tareas que había aprendido de Petunia. Pero esa esperanza se desmoronó casi de inmediato cuando, a los veintitrés años, un ángel llegó para reclamarme, llevándome lejos de todo lo que había considerado un hogar.
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