ℭ𝔞𝔭𝔦𝔱𝔲𝔩𝔬 2 - 𝔘𝔭𝔭𝔢𝔯𝔠𝔲𝔱
Había escuchado muchas veces que el pueblo me toleraba porque mis abuelos eran queridos por todos, pero ese día las cosas llegaron a un límite. No puedo culparlos; rompí otra rueda de carreta al intentar ayudar al señor Kamsan con su carga.
—¡Es suficiente! —gritó él, levantando las manos al cielo como si hablara directamente con los dioses—. Esa niña está fuera de control.
Yo solo bajé la cabeza, aunque en el fondo no estaba arrepentida. Había intentado ayudar, pero mi fuerza siempre parecía hacer más daño que bien.
Un grupo de vecinos se reunió rápidamente, discutiendo sobre mis travesuras. Decían que era una "niña peligrosa", una "mala influencia" para los otros niños, e incluso algunos insinuaron que algo malo corría por mis venas.
—¡No es culpa suya! —dijo mi abuelo con firmeza, poniéndose entre ellos y yo—. Es solo una niña.
—Una niña que ha causado más daño del que muchos podrían pagar en una vida —dijo otra voz desde la multitud—. Si no puede controlarla, será mejor que lo haga alguien más.
Sus palabras dolieron más de lo que quería admitir. Nunca había intentado lastimar a nadie. Yo solo quería ayudar, pero mis habilidades me hacían diferente, y esa diferencia parecía ser un problema para todos.
Cuando las cosas empezaron a caldearse, un grupo de monjes apareció. Venían del templo cercano, con sus túnicas anaranjadas brillando bajo el sol. Entre ellos estaba el maestro Anong, el más respetado de todos.
—¿Qué está pasando aquí? —preguntó con una calma que silenció a la multitud.
El señor Kamsan fue el primero en hablar. —Esa niña es un problema. Rompe más de lo que repara, y ya no podemos tolerarlo. Su abuelo debería pagar por los destrozos o encerrarla antes de que pase algo peor.
Miré al suelo, sintiéndome más pequeña de lo que era, mientras el maestro Anong me observaba detenidamente. Finalmente, se dirigió a mi abuelo.
—Tu nieta tiene un gran potencial —dijo—, pero sin guía, ese potencial puede convertirse en su mayor peligro.
Mi abuelo asintió lentamente. —He tratado de enseñarle, pero parece que no es suficiente.
El maestro Anong se giró hacia mí y me habló directamente. Su voz era suave, pero cargada de autoridad.
—¿Quieres aprender a controlar tu fuerza, niña?
—Sí.—dije sin dudar, aunque mi voz tembló un poco.
—Bueno, entonces ven al templo. Allí aprenderás no solo a controlar tu cuerpo, sino también tu mente.
La multitud se disolvió después de eso. Algunos se mostraron aliviados, otros todavía murmuraban, pero no me importó. Solo quería demostrarles que no era el problema que pensaban.
Al día siguiente, mi abuelo me llevó al templo antes de que el sol saliera. El camino era empinado, y el aire fresco de la mañana me hacía sentir más despierta que nunca. Cuando llegamos, los monjes ya estaban en formación, moviéndose al unísono mientras practicaban Muay Boran.
El maestro Anong me recibió en la entrada. —Antes que nada debes saber que aquí, no se trata de fuerza. Se trata de equilibrio. Aprende eso, y todo lo demás llegará.
No entendí del todo lo que quería decir, pero asentí de todos modos.
El primer ejercicio parecía simple: golpear un tronco cubierto de sogas con las piernas. Pero después de unos minutos, mis músculos ardían y mi respiración se aceleraba.
—Otra vez —dijo un maestro que parecía más un estudiante, pues era considerablemente más joven que los monjes que suelo ver.
Lo intenté, pero cada golpe parecía menos efectivo que el anterior. Finalmente, caí al suelo, jadeando.
—Tu fuerza es impresionante, pero no sirve de nada si no tienes resistencia —dijo cruzando los brazos—. Levántate. La disciplina comienza cuando el cuerpo quiere rendirse.
Me puse de pie, aunque mis piernas temblaban, y continué.
Yo no me quedaba todo el dia en el templo las primeras semanas, regularmente regresaba a casa despues del almuerzo para ayudar a mis abuelos con lo que podia, aunque como suele pasar, tenia historias bastante interesantes, por no decir que la mala suerte me perseguia.
Un día, mis abuelos me mandaron a pastorear las vacas. Todo iba bien hasta que una de ellas se perdió. Intenté buscarla, pero el sol empezaba a esconderse y tenía miedo de quedarme sola en el bosque. Así que volví a casa con las otras vacas, esperando que nadie se diera cuenta.
Para mi suerte, mis abuelos estaban tan cansados que ni siquiera notaron que faltaba una. Pensé que había escapado del castigo. Pero, a la medianoche, la vaca perdida volvió sola y empezó a mugir fuera de la casa, pidiendo que le abrieran.
—¡Maldita seas, vaca! —murmuré mientras me dirigía a la puerta con los ojos entrecerrados.
A la mañana siguiente, fui castigada por perderla. Mi abuela se aseguró de recordarme que una vaca no debería ser más responsable que yo.
A medida que los días pasaban, los monjes me sometían a pruebas cada vez más difíciles. Tenía que mantenerme en equilibrio sobre un tronco mientras sostenía dos jarras llenas de agua. Si derramaba una sola gota, debía comenzar de nuevo.
También me enseñaron a moverme con precisión. Golpear una hoja en movimiento con el borde de mi mano parecía imposible al principio, pero poco a poco mi coordinación mejoró.
El maestro Anong observaba cada progreso con una expresión neutral. Cuando me frustraba, él solo decía:
—La fuerza sin control es como un río sin cauce. Solo destruye lo que toca.
Mi primera semana durmiendo en el templo fue un verdadero infierno. Los días empezaban antes del amanecer. A las cuatro de la mañana, el sonido de una campana me sacaba del sueño, y en pocos minutos ya estaba corriendo descalza por los senderos del templo, siguiendo a los monjes. El aire frío de la mañana me cortaba la piel, pero no me detenía.
—Correr fortalece el espíritu tanto como el cuerpo —decía el maestro Anong.
Cada día parecía más difícil que el anterior. Golpear un tronco con las espinillas era solo el comienzo. Los monjes pronto notaron que mi fuerza era mucho mayor que la de cualquier otro aprendiz, así que comenzaron a ponerme retos más extremos.
Una mañana, el maestro Anong me entrenó personalmente por primera vez. Fue como si pudiera ver algo dentro de mí que ni siquiera yo entendía. Sus palabras, llenas de calma y autoridad, me hicieron querer demostrar que podía ser más que una niña traviesa. Pero no tenía idea de lo que significaría entrenar bajo la disciplina de los monjes.
—Hoy no usarás el tronco —dijo, señalando una piedra enorme que parecía imposible de mover, mucho menos de golpear—. Usa esa roca.
No me atreví a discutir. Me posicioné frente a la roca mientras el maestro continuaba:
—Recuerda, Denayt, la fuerza bruta no es suficiente. Debes concentrar tu energía, canalizarla, como un río que encuentra su camino.
Golpeé la roca con todas mis fuerzas, pero el dolor que recorrió mi pierna fue insoportable. Caí al suelo, sujetándome la espinilla mientras reprimía las lágrimas.
—Levántate —dijo con voz firme, pero no cruel—. El dolor es temporal, pero el aprendizaje es para siempre.
Respiré hondo y volví a intentarlo. Esa lección quedó grabada en mí más profundamente que cualquier golpe.
Aunque el entrenamiento era duro, no podía evitar ser yo misma de vez en cuando. Una vez, mientras los monjes meditaban en silencio, decidí que sería divertido imitar sus posturas exageradas. Me paré sobre un pie, agité los brazos como si fuera un pájaro y terminé cayéndome, lo que rompió el silencio sagrado con un estruendo.
El maestro Anong no dijo nada, pero me miró con una expresión que decía todo lo que necesitaba saber.
—Por tu pequeña travesura, más tarde llevarás agua para todos.
Pasé toda la tarde subiendo y bajando por el camino empedrado con baldes de agua, mientras los monjes me observaban en silencio. Al principio me sentí humillada, pero pronto entendí que no era un castigo. Era una lección de carácter.
—Denayt, la disciplina no es solo para el cuerpo. Es también para el alma —me dijo el maestro mientras yo llenaba otro balde.
No llevaba mucho tiempo en el templo cuando me di cuenta de que los monjes tenían un don especial: la paciencia. La necesitaban para soportarme. Entre mis intentos por controlar mi fuerza y las travesuras que hacía para no aburrirme, había días en los que parecían arrepentirse de haber intervenido en el pueblo.
Pero mi abuelo siempre decía que, donde había caos, también podía haber crecimiento. Supongo que por eso los monjes nunca se dieron por vencidos conmigo. Los entrenamientos nunca bajaron su intensidad; incluso llegué a pensar que los monjes me exigían más ahora, ya que solía ser una de las más rebeldes, y que era un tipo de venganza al estilo monje... si es que eso existe.
—¿Alguna vez descansaré? —pregunté después de uno de esos días interminables.
El maestro Anong me miró con una calma irritante y respondió:
—Descansarás cuando aprendas a moverte con la gracia de Hanuman y la fuerza de Phra Ram.
—¿Y qué pasa si no quiero ser perfecta? —le respondí una vez, jadeando tras completar una serie de golpes.
Él rió suavemente. —No tienes que ser perfecta, pero al menos trata de no dormirte mientras meditamos.
El único que parecía disfrutar tanto como yo rompiendo las reglas del templo era Somchai, un niño de mi edad que había llegado poco antes que yo. Aunque no tenía mi fuerza, tenía una habilidad especial para meterse en problemas y arrastrarme con él.
—¿Qué haces ahí parada como un tronco? —me susurró una noche mientras yo intentaba concentrarme en la meditación, bueno practicaba hacerlo, nadie puede dormirse parado.
—Estoy tratando de ser seria —le respondí, cerrando los ojos con fuerza.
—Pues yo prefiero ser rápido —dijo, levantándose y desapareciendo en las sombras.
Lo encontré esa noche escondido detrás del altar del maestro Thong, el encargado de comprar tartas para el templo.
—¿Qué estás haciendo? —le pregunté, aunque ya lo sabía.
—Robar un poco de justicia dulce —respondió con una sonrisa traviesa.
No pude evitar reírme. En minutos, estábamos compartiendo la tarta más deliciosa que había probado en mi vida.
Sin embargo, nuestra suerte no duró. Una noche, nos atraparon con las manos en la masa, literalmente. El maestro Thong estaba esperando en la cocina, con los brazos cruzados y una mirada que podría haber cortado acero.
—¿Creen que la disciplina es un juego? —dijo, sacando una cuerda. Antes de que pudiera reaccionar, ató nuestros pies juntos.
—¿Y ahora qué? —pregunté, algo nerviosa.
—Ahora correrán desde esta noche hasta el amanecer.
Pensé que estaba bromeando, pero no lo estaba. Somchai y yo corrimos descalzos por los senderos del templo, tropezando y quejándonos mientras intentábamos no caer. Al final de la noche, estábamos tan agotados que juramos no volver a hacerlo... al menos no tan pronto.
Mi elefante, Boon, solía visitarme en el templo. Al principio, los monjes no sabían qué hacer con él, especialmente porque siempre dejaba un desastre a su paso.
—Si vas a tener un elefante aquí, Denayt, tendrás que limpiar lo que ensucie —me dijo el maestro Anong después de encontrar excrementos por todo el camino principal.
—Pero es Boon, él no lo hace a propósito —intenté justificarme.
—Y tú tampoco haces travesuras a propósito, ¿verdad? —respondió con una ceja levantada.
Pasé toda la tarde limpiando mientras Boon me miraba como si disfrutara de la escena. "Eres el único elefante al que no le importa verme sufrir", pensé, mientras él trataba de robarme una fruta de mi bolsillo.
El entrenamiento no solo era físico. Los monjes me enseñaron sobre los dioses tailandeses y cómo sus historias podían guiarme. Aprendí sobre:
Phra Ram, el guerrero ideal que representaba justicia y equilibrio. Hanuman, el astuto dios mono que nunca se rendía, incluso en las peores situaciones. Phra In, el dios protector que vigilaba la tierra y a sus habitantes.
Cada lección estaba acompañada de un combate. Al principio, me enfrentaba a los monjes más jóvenes, quienes me superaban en técnica, aunque no en fuerza.
—Golpear no es solo mover el brazo —me dijo el maestro Anong mientras yo lanzaba un puñetazo—. Golpear es como plantar un árbol. Si no echas raíces, no crecerá nada.
Poco a poco, aprendí a combinar mi fuerza con precisión. También aprendí a caer. Mis primeros combates terminaron con mi cara en el suelo más veces de las que podía contar, pero con cada caída, me levantaba más rápido.
Con el tiempo, el maestro Anong se convirtió en más que mi instructor. A menudo me llevaba al templo a rezar frente a las estatuas de los dioses. Una de sus favoritas era la estatua de Phra Phrom, el dios de la creación y la protección, cuyas cuatro caras parecían mirar en todas las direcciones a la vez. Nunca entendí completamente lo que significaban esas figuras, pero cada vez que estaba ahí, sentía algo extraño, como si el aire se volviera más pesado y, al mismo tiempo, más sereno.
—¿Por qué los dioses son tan importantes? —le pregunté un día mientras mirábamos juntos la estatua de Phra Phrom.
—Porque nos recuerdan que somos parte de algo más grande que nosotros mismos —respondió—. No están aquí para resolver nuestros problemas, sino para inspirarnos a encontrar nuestras propias respuestas. Nos muestran que el verdadero poder no está en depender de ellos, sino en descubrir nuestra fortaleza y usarla para crear un camino lleno de significado.
Esas palabras se quedaron conmigo mucho tiempo después de que dejé el templo.
Cada fin de semana regresaba a casa, con los brazos y piernas tan doloridos que apenas podía moverme. Pero algo dentro de mí comenzaba a cambiar. Por primera vez, sentí que mi fuerza no era solo un problema. Podía ser algo más, algo que tal vez un día pudiera usar para proteger a los demás.
Mis abuelos siempre me esperaban con una comida caliente y palabras de aliento.
—Pareces un saco de huesos andante —bromeaba mi abuelo mientras yo devoraba mi plato—. Pero los guerreros siempre regresan con heridas. Eso significa que estás aprendiendo.
—¿Tú crees que puedo lograrlo? —le pregunté una noche, la duda asomándose en mi voz mientras miraba el suelo.
Él me miró con esa mezcla de seriedad y humor que siempre lo caracterizaba. —¿Lograrlo? Denayt, ya lo estás logrando. Lo difícil no es pelear. Lo difícil es no rendirse cuando las cosas duelen. Y tú, niña, eres demasiado terca como para rendirte.
Sonreí a medias, sintiendo que sus palabras, aunque simples, eran más poderosas de lo que él jamás admitiría.
Cuando volví al templo me esperaba mi compañero y ya veía un castigo nuevo aproximándose.
Somchai siempre tenía las mejores ideas... o las peores, dependiendo de a quién le preguntaras. Una noche, mientras los monjes dormían, me susurró su plan más ambicioso hasta la fecha.
—Vamos a construir un ejército —dijo, con una sonrisa que ya me hacía dudar.
—¿Un ejército? ¿De qué hablas? —respondí, intrigada.
Somchai sostuvo una pequeña vasija con hollín que había encontrado en la cocina.
—Cada vez que le marques la cabeza a un monje, será parte de tu ejército. El que tenga más marcas al final de la semana gana.
No pude evitar reírme. La idea de marcar las cabezas calvas de los estudiantes con nuestras manos negras era tan absurda como divertida.
La primera noche fue un éxito. Somchai y yo nos escabullimos por los pasillos oscuros, y con las manos cubiertas de el material negro, dejábamos nuestras huellas sobre las cabezas de los estudiantes más jóvenes mientras dormían. Al principio, ninguno se daba cuenta, pero por la mañana, cuando salían a entrenar con sus marcas negras, el maestro Anong los miraba con extrañeza.
—¿Qué les ha pasado en la cabeza? —preguntó una vez, mientras yo y Somchai nos mordíamos los labios para no reírnos.
—Es un... ¿mal espíritu, maestro? —respondió uno de los estudiantes, claramente desconcertado.
El juego continuó durante semanas. Cada noche contábamos nuestras marcas y nos jactábamos de quién tenía el ejército más grande. Pero no éramos tan listos como pensábamos.
Una noche, al regresar a nuestras camas, encontramos todo cubierto de polvo negro. Era carboncillo molido, metido incluso entre las mantas y la almohada. Miré a Somchai, quien me devolvió una mirada culpable pero divertida.
—Creo que nos descubrieron —dije, riendo mientras intentaba sacudir el polvo de mis manos.
—Y creo que esta noche dormiremos en el suelo —respondió, tirando las mantas a un lado.
Terminamos acurrucados en una esquina de la habitación, riendo en silencio mientras tratábamos de evitar el frío. A partir de ese día, los estudiantes ya no eran blancos fáciles para nuestras travesuras.
A pesar de todo, los monjes nunca me abandonaron, ni siquiera cuando mis travesuras llegaban demasiado lejos. Cada castigo parecía una lección disfrazada, y aunque no siempre lo admitía, esas lecciones me ayudaban a crecer.
Por las noches, mientras Somchai dormía, yo me sentaba afuera con Boon, acariciando su trompa mientras miraba las estrellas.
—¿Crees que algún día dejaré de meterme en problemas? —le susurraba al elefante, quien respondía con un suave resoplido.
Boon siempre parecía entenderme mejor que nadie. Y aunque sabía que me faltaba mucho por aprender, en esos momentos de tranquilidad, sentía que todo estaría bien.
Bạn đang đọc truyện trên: AzTruyen.Top