ℭ𝔞𝔭𝔦𝔱𝔲𝔩𝔬 13 - 𝔗𝔯𝔞𝔳𝔢𝔰𝔦𝔞

El amanecer trajo un aire fresco, pero mi mente seguía pesada por los eventos de la noche anterior. Mientras recorría los restos del pueblo, observaba a los aldeanos reconstruir con una determinación inesperada. Había vida, aunque precaria, entre las ruinas.

Alucard, ni bien despertó, se quitó la capa, se remangó las mangas finas de su camisa blanca y, sin decir palabra, se dispuso a adentrarse en el bosque. Su propósito era claro: cazar un jabalí. Para cuando regresó, traía la presa al hombro, listo para cocinar algo para las familias que no podían hacerlo por sí mismas. No importaba lo elegante que se viera con sus ropas, Alucard siempre encontraba una forma de sorprenderme con su practicidad.

Ashaan, por su parte, comenzó a ayudar en la reconstrucción de las casas junto a otros hombres. Lo observé cargar maderas pesadas, con la camisa empapada en sudor y una expresión decidida. Sin embargo, no dejó de lado su prudencia. Antes de unirse a los aldeanos, se aseguró de que Dashka estuviera bien atado bajo un techo improvisado de madera.

Desde mi posición, vi cómo un grupo de niños se acercaba sigilosamente a Dashka, sus risas traviesas llenando el aire. Uno de ellos le sacó la lengua, y otro le lanzó una pequeña piedra que rebotó inofensivamente cerca de su pie. Dashka gruñó, intentando mantener su dignidad, aunque claramente irritado por la burla infantil. Los niños se alejaron corriendo, riendo a carcajadas, y no pude evitar esbozar una sonrisa ante la escena.

En medio de todo el caos, un pequeño respiro de normalidad y esperanza logró colarse entre las grietas.

Decidí que también debía hacer algo útil. No me traía gratos recuerdos el ayudar en aldeas; la última vez que lo hice, todo terminó en cenizas y sangre. Pero, tal vez, si mantenía mis manos ocupadas, lograría distraerme de mi propio desastre mental.

Mis ojos se detuvieron en un grupo de niños que jugaban cerca de unos escombros. Uno de ellos tenía una quemadura en el brazo, aunque su sonrisa permanecía firme, como si el dolor no existiera.

Respiré hondo y me acerqué. Había pasado mucho tiempo desde la última vez que interactué con niños humanos. Al principio, me observaron con desconfianza, pero ninguno huyó.

Uno de ellos sostenía una muñeca con un brazo roto. Me incliné y la recogí sin pensar demasiado. Con un trozo de tela improvisé una venda, asegurando la extremidad como pude.

Cuando se la devolví, su rostro se iluminó.

Luego, me arrodillé junto al niño herido. Su piel enrojecida indicaba que la quemadura era más grave de lo que aparentaba.

—Déjame ver eso —dije en voz baja, para no asustarlo.

Con movimientos cuidadosos, recogí unas hierbas que había traído conmigo y preparé un remedio casero. Había hecho esto antes, mucho tiempo atrás. Mi abuela me había enseñado, y aunque los recuerdos eran lejanos, mis manos aún recordaban qué hacer.

El niño hizo una mueca de dolor cuando apliqué el ungüento, lo que me hizo detenerme. Su expresión me inquietó, y entonces recordé algo más que había aprendido, esta vez de mi tío.

Coloqué una mano sobre la suya y cerré los ojos, concentrándome en las líneas negras que comenzaron a surgir en mi piel, serpenteando con lentitud. Era una técnica que me permitía absorber el dolor físico de otros, aunque solo temporalmente. Sentí el calor y la punzada del dolor atravesar mi cuerpo, pero lo soporté.

—¿Mejor? —pregunté con una pequeña sonrisa.

El niño me miró sorprendido, y luego sonrió ampliamente.

—¡Usted es una doctora mágica! Muchas gracias.

Solté una leve risa y asentí, haciendo una reverencia con la cabeza. Antes de que pudiera decir algo más, el niño me tomó de la mano y me condujo hacia una de las casas del pueblo.

—Mi mamá también está herida, ¿puedes ayudarla?

Lo seguí hasta una de las casas, y al cruzar la puerta, mi cuerpo se tensó al instante.

Ahí, inclinado junto a una mujer con la pierna vendada, estaba Alucard.

Su expresión era tan serena como siempre, pero noté el leve fruncimiento de su ceño al inspeccionar la herida. No era un simple corte; la infección ya comenzaba a extenderse.

—¡Mamá, la señorita es una doctora mágica! —exclamó el niño con emoción—. Ya no me duele el brazo. Ahora te va a ayudar a ti, y vas a estar bien.

La mujer me miró con dulzura y asintió en agradecimiento. Pero mis ojos estaban fijos en Alucard, quien, por primera vez, parecía realmente enfocado en algo más que en vigilarme.

Me arrodillé junto a la cama sin decir nada y revisé la herida.

Sin decir nada, me agaché junto a la mujer para revisar su herida. Tenía un corte profundo en la pierna, y la piel alrededor comenzaba a mostrar signos de infección. Solté un leve suspiro al ver el estado de la herida. Esto sería complicado.

Tomé un pañuelo limpio y lo presioné contra la herida para detener el sangrado, mientras con un trozo de tela mojado en alcohol intentaba desinfectar. Cada movimiento mío era seguido de cerca por Alucard, quien finalmente se arrodilló a mi lado y sacó un pequeño frasco de crema hecha con hiervas medicinales.

—Esto ayudará a reducir la inflamación —dijo en su tono característicamente calmado, aplicándola con cuidado.

La mujer se quejaba del dolor, apretando los labios para no gritar. Alucard, con el ceño ligeramente fruncido, la observó por un momento.

—Si esto se infecta más... no sobrevivirá —dijo en voz baja, casi para sí mismo, con una expresión de preocupación inusual.

Sin decir nada, envolví nuevamente la pierna de la mujer con las vendas. Aproveché un momento en el que nadie prestaba atención para colocar mi otra mano sobre su pierna sana. Cerré los ojos brevemente y, con discreción, absorbí parte del dolor. La mujer dejó escapar un leve suspiro de alivio, y un brillo de esperanza apareció en sus ojos cansados.

El niño corrió hacia mí de repente, rodeándome con sus pequeños brazos. Me quedé inmóvil, sorprendida por el gesto. No sabía qué hacer, hasta que sentí los ojos de Alucard sobre mí. Suspiré suavemente y acaricié la cabeza del niño, aunque mi incomodidad persistía.

Alucard me dedicó una sonrisa casi imperceptible, una que no sabía cómo interpretar. Decidí ignorarla.

—Vamos —dijo él después de un momento, levantándose con fluidez—. Hay más que hacer.

Lo seguí hasta una cocina improvisada dentro de una de las casas. Mientras él preparaba los ingredientes con movimientos rápidos y precisos, me recogí el cabello en un moño para ayudarlo.

Alucard arqueó una ceja al verme.

—¿Sabes cocinar?

Me crucé de brazos, fingiendo estar ofendida.

—Por supuesto que sé. No eres el único con talentos, ¿sabes?

Su sonrisa fue apenas un atisbo, fugaz pero cargada de ironía. Yo simplemente seguí con mi labor. Lo había hecho muchas veces; era fácil.

—Curioso método el tuyo. ¿Siempre golpeas la comida antes de cocinarla?

Le dirigí una mirada de lado mientras continuaba con mi tarea. Decidí responder de manera sarcástica también.

—Solo cuando lo merece. Y si necesita ser sazonada de manera correcta.

Alucard inclinó levemente la cabeza, como si analizara mis palabras con la misma precisión con la que blandía su espada.

—Una técnica peculiar... aunque, viniendo de ti, no me sorprende en absoluto.

Rodé los ojos y tomé un cuchillo para cortar unas verduras. No dijo nada más, pero podía sentir su mirada fija en mis manos mientras trabajaba.

Después de un rato, rompí el silencio.

—No te imaginaba haciendo algo como esto.

—¿Cocinando otra vez? —preguntó, sin apartar la vista de su tarea.

—Ayudando aldeanos. Pareces más el tipo de persona que se mantiene al margen, observando desde las sombras.

Alucard sonrió levemente, pero esta vez no había burla en su expresión.

—Todos necesitan ayuda de vez en cuando. Incluso tú.

Fruncí el ceño.

—Yo no necesito ayuda.

—Por supuesto que no —dijo con su típica calma, esbozando una leve sonrisa—. Solo tienes una curiosa inclinación a coquetear con la muerte... y un orgullo que roza la terquedad.

Lo miré con fastidio, pero él simplemente continuó cortando con precisión inhumana.

Después de un rato, cambié de tema. Uno que hasta ahora me llenaba de curiosidad, este hombre era raro. Bastante.

—No tienes... deseos de sangre, ¿verdad?

Él se detuvo un momento antes de responder.

—No, al menos no como los vampiros completos.

—Eso es un alivio. No quiero terminar con agujeros en el cuello.

Alucard soltó una risa baja.

—Aunque lo intentara, apuesto a que me golpearías antes de que pudiera hacerlo.

Sonreí de lado.

—Es verdad. Aunque, siendo honesta, a veces quiero golpearte sin ninguna razón sobrenatural de por medio.

Él inclinó la cabeza con una sonrisa sutil.

—Eres una persona bastante caótica.

—Y tú eres irritante.

—Un equilibrio perfecto.

Negué con la cabeza, pero una pequeña sonrisa se dibujó en mis labios mientras volvía a tomar el mazo de piedra, espalmando la carne con firmeza para ablandarla. Con movimientos precisos, la sazoné con esmero, asegurándome de que cada especia se distribuyera de manera uniforme.

Luego, con un gesto fluido, lancé la carne al aire, observándola girar por unos segundos antes de soltar el condimento sobre la mesa. Cuando finalmente aterrizó con un golpe seco, sonreí con satisfacción. Según mi lógica, así los ingredientes se absorberían mejor.

De pronto, algo cortó mi concentración.

Él, dejó escapar una leve risa entre dientes, su mirada reflejando una calidez sutil, casi imperceptible.

—Eres así, incluso en la cocina —comentó en un tono bajo, aunque había algo cálido en su voz—. Nunca he conocido a nadie como tú. Eres... impredecible. Exótica, como dice Ashaan.

Lo miré de reojo.

—Bueno, tú tampoco eres fácil de comprender. Así que supongo que podemos ser misteriosos juntos. Alucard, el dhampir refinado, y Daenytte, la guerrera exótica.

Él miro de nuevo hacia la comida, y sonrió cálidamente.

—Suena bien.

Minutos después, en el refugio, traté de calmar mi mente enfocándome en algo mundano: colocar el jabalí en el horno. La tarea requería fuerza y precisión, y, al empujar la bandeja, un poco de hollín del borde del horno saltó, manchándome la frente y la mejilla.

—Perfecto —murmuré con ironía, limpiándome sin mucho éxito con el dorso de mi mano.

De pronto, Alucard apareció silencioso, como siempre. Me observó con una leve sonrisa que no supe cómo interpretar. Antes de que pudiera decir algo, sacó un pañuelo limpio que claramente le pertenecía y dio un paso hacia mí con calma.

—Déjame. —Su voz era baja, casi amable, mientras acercaba el paño a mi mejilla.

Me tensé al instante. No retrocedí, pero tampoco me relajé. La proximidad me incomodaba tanto como su gesto. Su mano era firme, y sus movimientos meticulosos mientras retiraba el hollín de mi piel. Por un momento, el espacio entre nosotros se llenó de un silencio extraño, cargado de algo que no quise definir.

Antes de que pudiera continuar, tomé el pañuelo de sus manos con algo de brusquedad y di un paso atrás, rompiendo la cercanía entre nosotros.

—Yo puedo hacerlo —dije con firmeza, limpiándome rápidamente con el pañuelo. Miré hacia otro lado, evitando su mirada—. No es necesario que hagas esto.

Alucard me observó por unos segundos, su expresión tranquila pero inquisitiva. Luego esbozó una sonrisa ligera y refinada, como si entendiera algo que yo no quería admitir.

—Muy bien. —Su tono era neutral, pero había una pizca de diversión en su voz. Dio media vuelta, dejándome con mis pensamientos.

Las horas pasaron entre escombros, madera y sudor. Cuando finalmente el pueblo estuvo en condiciones aceptables, me reuní con los demás alrededor de una fogata improvisada. Los aldeanos compartían lo poco que tenían con nosotros en señal de agradecimiento, y por un momento, el ambiente fue casi pacífico.

Sin embargo, yo tenía algo más en mente.

—Tenemos que ir por el vestigio en China —solté de golpe, observando las reacciones.

Ashaan arqueó una ceja y cruzó los brazos, reclinándose ligeramente contra un tronco caído.

—¿Y por qué exactamente deberíamos hacer eso? Apenas salimos vivos de aquí. ¿Quieres meternos en otro problema? —preguntó con evidente escepticismo.

Respiré hondo y mantuve la compostura. Esta era la parte en la que tenía que asegurarme de que mi mentira sonara convincente.

—Ya se los dije antes. Si un simple collar aquí causó tanto caos, imagina lo que pueden hacer los demás vestigios restantes. No podemos ignorarlo —dije con firmeza—. Además, hay algo más detrás de todo este desastre. Las criaturas sin ojos que enfrentamos anoche... No pudieron haber escapado de la montaña por su cuenta. Algo las está ayudando. Algo que, probablemente, también está buscando estos objetos mágicos. Si no actuamos antes, nos arrepentiremos.

Alucard, que hasta ahora había permanecido en silencio, entrecerró los ojos, reflexionando.

—Dicho así, suena lógico —admitió—. Pero esto será un viaje largo.

Se cruzó de brazos y bajó la mirada por un instante, como si estuviera evaluando posibilidades.

—Aquí, en la India, solía vivir... y sé que las criaturas de la noche no pueden actuar por su cuenta sin un invocador o un maestro que las controle. Si realmente hay alguien detrás de esto, entonces su ataque aquí no fue al azar. Sabían exactamente dónde vivía para destrozar mi hogar. Si esa es su intención, entonces no tengo otra opción más que intervenir. —Su tono no tenía rabia, pero sí una fría determinación.

Ashaan suspiró y se encogió de hombros.

—Bien... quizás los acompañe —dijo, con una sonrisa ladeada—. Pero solo porque aquí las deudas me persiguen, y ustedes sin mí no encontrarán nada. Me muevo bastante bien en el bajo mundo, después de todo.

Se inclinó hacia adelante con una expresión astuta.

—Y bueno, si me convierto en un aventurero famoso, podría ganarme popularidad entre las chicas. Un premio triple. Así que estoy dentro.

Rodé los ojos y negué con la cabeza antes de soltar una leve risa. Ashaan era incorregible.

Luego mis ojos se posaron en Dashka, quien seguía amarrado al mismo poste, observándonos con expresión hastiada.

—Tú también vienes con nosotros —dije con tranquilidad.

Dashka resopló.

—¿Por qué demonios querría acompañarte en tu tonta misión suicida? No lo haré. Tengo negocios aquí.

Suspiré y me crucé de brazos.

—Si no lo haces, podemos dejarte amarrado en medio de un lago esta vez. —Me encogí de hombros—. Además, no tienes opción. Ashaan quiere cobrárselas contigo después de todo. Yo que tú tendría cuidado. Este hombre es tan impredecible como yo.

Ashaan soltó una carcajada, divertido con la idea, mientras Dashka gruñía con fastidio.

—Ustedes son un par de malditos locos...

—Nos alegra que lo notes —respondí con una sonrisa.

No tardamos mucho en alistarnos para partir. Aseguramos nuestras pertenencias y preparamos los caballos. Mientras nos despedíamos de los aldeanos, algunos niños nos rodeaban con admiración, agradeciéndonos por la ayuda.

Alucard, con su habitual silencio, montó su caballo con elegancia, sus ojos dorados fijos en el horizonte. Ashaan revisaba sus armas con despreocupación, y Dashka, aún refunfuñando, ajustaba sus propias cosas con resignación.

Yo, por mi parte, observé el cielo despejado y el camino por delante.

Nuestro destino era China.

Y lo que nos esperaba allí, aún estaba por descubrirse.

El viaje comenzó con un calor seco, el terreno árido se extendía a nuestro alrededor como un mar de arena y polvo. La tierra agrietada se alzaba en pequeñas colinas, y el sol abrasador se reflejaba en las piedras calcinadas. Cabalgábamos en fila, con Alucard al frente, su postura estoica marcando el ritmo. Dashka iba atado a otro caballo, sus manos libres, pero con una soga asegurada a su montura. Yo cabalgaba detrás de él, asegurándome de que no intentara nada estúpido.

El paisaje comenzó a transformarse con cada legua recorrida. Lo que antes era árido, ahora tomaba color. Árboles dispersos surgían entre las dunas, y el aire comenzó a enfriarse gradualmente. A medida que avanzábamos al norte, el frío se fue haciendo más intenso, calándose en los huesos como un aviso de lo que nos esperaba más adelante.

Las nubes se arremolinaban sobre nosotros cuando la tormenta golpeó. El viento aullaba entre las montañas, levantando polvo y dificultando la visión. Las gotas de lluvia, gruesas y frías, empapaban nuestras ropas, pegándose a la piel como un velo helado. Nos cubrimos con las capuchas para poder ver el camino, pero la travesía se volvió cada vez más complicada. La tierra húmeda se convertía en lodo, y los caballos avanzaban con dificultad.

Pronto, nos encontramos en un paso de montaña. La roca desnuda se alzaba a nuestro alrededor en paredes irregulares, y el sendero era apenas una línea angosta entre la piedra y el abismo. Si alguno de nosotros resbalaba, la caída sería mortal.

—Ataremos los caballos —dijo Alucard, su voz cortante sobre el sonido del viento.

Nos movimos con cautela, asegurando las riendas con firmeza. Las pezuñas de los caballos resbalaban sobre las rocas húmedas, y el sonido de piedras desprendiéndose y cayendo por el precipicio hacía que cada paso se sintiera más peligroso. Ashaan masculló una maldición cuando su caballo perdió el equilibrio por un segundo, pero logró estabilizarlo a tiempo.

Con lentitud, atravesamos el estrecho sendero sin incidentes, emergiendo finalmente en un prado abierto. La hierba ondulaba con el viento, y el aire fresco llevaba consigo el aroma de la vegetación húmeda. Era el lugar perfecto para hacer nuestro primer campamento.

Desmontamos, y cada uno comenzó a preparar lo necesario para la noche. Los caballos fueron atados cerca de unos árboles, y Ashaan se encargó de encender una fogata. Dashka, aunque seguía amarrado, se acomodó cerca de la llama, claramente aliviado de haber salido con vida de la montaña.

—Yo iré por la comida —dije sin esperar respuesta.

Me adentré en el bosque con pasos sigilosos, sintiendo la familiaridad del entorno. La humedad de la tierra, el crujir de las hojas secas bajo mis botas. La luna se asomaba entre las ramas, su luz plateada filtrándose entre los árboles.

Fue entonces cuando lo vi.

Una carta, cuidadosamente clavada en la corteza de un árbol. Su presencia no era casual, y el símbolo grabado en la cera del sello me lo confirmó.

Era de mi tío.

El mensaje era claro. Me estaban vigilando.

Con el corazón golpeando con fuerza en mi pecho, tomé la carta y la desdoblé con manos firmes. La letra, elegante y precisa, me resultaba tan familiar como aterradora.

Apreté los labios, sintiendo la presión del papel en mis dedos. La promesa de poder, la afirmación de que estaba en el camino correcto... pero también la advertencia velada. No debía desviarme. No debía olvidar el propósito de todo esto.

Doblándola con cuidado, guardé la carta en mi gabardina, luego debía quemarla. Me enderecé, respiré hondo y continué mi camino. No podía permitirme titubear.

Cazaría algo, regresaría con los demás y actuaría como si nada hubiera pasado.

Como si su sombra no estuviera acechándome en cada paso que daba.

Recordé el ritual de ascenso y el de control de la bestia interna. En la cultura del Imperio de Sombras, era tradición que los jóvenes lycans, al cumplir los quince años, se sometieran a una prueba que definiría su lugar en la manada. Mayormente participaban aquellos de rango Beta, herederos de su linaje.

Era una batalla campal, una lucha sin piedad donde los más débiles caían primero. Los que sobrevivían a esta carnicería pasaban a la segunda etapa: una prueba mental. Con la ayuda de hongos alucinógenos y la luz mágica de la luna, enfrentaban sus peores miedos y a la bestia que habitaba en su interior. Si no enloquecían, avanzaban a la última fase.

El último paso era el más crucial: encontrar un ancla, un soporte que canalizara la transformación. Podía ser una persona, un sentimiento, hasta un mantra. Aquellos que lo lograban, mutaban por primera vez y volvían a su forma humana a voluntad, convirtiéndose en miembros oficiales de la manada. Los que fracasaban... o se quedaban atrapados en un estado salvaje para siempre o morían en medio de la transformación.

Los Omegas eran los más débiles. La mayoría no sobrevivía.

Yo nunca tuve la oportunidad de hacer el ritual. Ahora tenía veinte años, y por ser impura, nunca me permitieron intentarlo. Pero Zagreus prometía cambiar eso si cumplía mi misión. Si obtenía el rango de Beta por mi cuenta, podría hacer el ritual sagrado de la luna y finalmente controlar lo que dormía en mi interior.

El collar que llevaba con el símbolo Montclaire lo mantenía contenido. Cada luna llena, se supone que debía amarrarme con cadenas hasta que se clavaran en el hueso si no quería descontrolarme. Pero por suerte, con el collar podía contenerme un poco. Aun así, con cada año que pasaba sin transformarme, el riesgo aumentaba. El riesgo de convertirme en un ser de pesadilla, en algo sin voluntad propia.

El proceso de transformación en lycan era una de las experiencias más dolorosas que existían. Los huesos se rompían y deformaban, la piel se estiraba hasta desgarrarse, mientras algo nuevo surgía desde dentro, cubriéndola como una segunda piel peluda. Las uñas de los dedos caían, reemplazadas por garras afiladas y grotescas. Pero lo peor no era el dolor físico... sino la pérdida del control. La mente quedaba relegada a un rincón oscuro, devorada por el instinto de una bestia que no reconocía aliados ni familia. Si no encontraba una forma de controlarlo, corría el riesgo de convertirse en un ser sin alma, una criatura que destruiría todo a su paso.

Antes, mi collar había sido encantado por mi padre, Ignatius, para suprimir mis habilidades. Por eso nunca descubrí mi regeneración acelerada ni sentí un descontrol real... hasta aquel día.

Pero Zagreus lo alteró. Ahora el hechizo era más débil. Ahora podía usar más mis dones.

Cerré los ojos, sintiendo la incertidumbre apoderarse de mí. Se suponía que hice una promesa: matar al asesino de mi abuelo y brindar justicia al pueblo de Bang Pa-In, mi hogar... pero cada vez se volvía más difícil pensar en Alucard como un asesino.

Desde el inicio, mi percepción de él había sido errónea. Lo imaginé como un monstruo grotesco, una abominación sin humanidad. Pero lo que encontré fue diferente... un hombre que no era horrible. Incluso... hasta algo atractivo. Odiaba admitirlo.

Tampoco tenía un corazón cruel. Lo vi ayudar a personas sin esperar nada a cambio. Y tenía un pasado doloroso, se podía ver en sus ojos aquella vez que hablamos bajo la luna. Era extraño, sí, pero todo lo que había visto en él hasta ahora contradecía la historia que me contaron.

Tal vez debía intentarlo. Algo en mi convicción estaba tambaleando. Ya no odiaba a Alucard con la misma intensidad. Cada día, la rabia que antes me definía se apagaba.

Se suponía que debía matarlo. Había prometido vengar a mi abuelo, traer justicia al pueblo de Bang Pa-In.

Pero Alucard no era el monstruo que me habían descrito.

No podía ser verdad.

Tal vez debía intentarlo. Tenía la ventaja, la poción de invisibilidad de Razaty. Solo debía acercarme mientras dormía. Medir mis habilidades. Saber si aún era capaz de hacerlo.

Me perfumé con hierbas del bosque para cubrir mi rastro.

Después de la cena, lo haría.

Alucard dormía apartado del grupo, lo cual era perfecto.

Nada podría salir mal.

Tomé la poción con cuidado, sintiendo el líquido recorrer mi garganta con un leve ardor. En cuestión de segundos, mi cuerpo pareció volverse más liviano, como si me desvaneciera en el aire. Para asegurarme de que esta funcionaba, me dirigí hacia Ashaan. Recogí una piedrita del suelo y se la lancé directamente a la cabeza.

—¡Mierda! —maldijo, girando rápidamente con los ojos afilados en busca del responsable.

Lo observé escanear la zona con una mirada afilada, pero nunca fijó sus ojos en mí. No podía verme.

Sonreí con satisfacción. Funcionaba.

Sin perder más tiempo, me giré y me acerqué al lugar donde Alucard dormía, envuelto en su capa negra. Mis pasos eran lentos y medidos, recordando cada lección de mi tío: ser uno con la tierra, controlar cada movimiento, sentir el ritmo del viento y adaptarme a él. Cada fibra de mi cuerpo estaba alerta.

La fogata chisporroteaba suavemente a unos metros de distancia, pero en medio del silencio de la noche, cada crujido del fuego sonaba ensordecedor, como un latido ajeno que amenazaba con delatarme. Mi propia respiración se volvió mi peor enemiga, un eco que retumbaba en mi cabeza, como si hasta el aire que exhalaba pudiera traicionarme.

Entonces lo sentí. Mis latidos.

Golpeaban contra mi pecho con una fuerza brutal, acelerados por la adrenalina. Demasiado fuertes. Demasiado peligrosos.

Los lycans podían captar el latido de una presa a metros de distancia. ¿Los dhampirs también? ¿O solo él, con su sangre mestiza y su herencia maldita? ¿Acaso existían otros como él... o era el único de su especie?

El pensamiento me heló. ¿Y si, en ese instante, él podía oír lo mismo que yo? ¿Si el sonido de mi propio corazón era un delgado hilo que podía guiarlo hasta mí?

Apreté los dientes y traté de controlarlo, enfocándome en mi entrenamiento. La clave era ser precisa. No debía haber dudas. No debía haber errores.

Finalmente, lo logré. Estaba frente a él.

Alucard dormía plácidamente, su rostro sereno y relajado. La luz tenue de la fogata titilaba sobre sus facciones, dándole un aire casi irreal. Durante unos instantes, lo observé en silencio, asegurándome de que estaba completamente dormido. No se movía, su respiración era tranquila, acompasada. Parecía tan... humano.

Inspiré hondo y levanté mi espada.

Mi ceño se frunció, mis músculos se tensaron. Tenía que hacerlo. No podía dudar. Si verdaderamente era el asesino de mi abuelo, entonces debía terminar con su existencia sin remordimientos. Mi tío siempre decía que el odio era un arma, pero solo si se blandía con determinación. Y, sin embargo, mi mano tembló ligeramente.

La imagen de Alucard ayudando a los aldeanos cruzó por mi mente como un destello inoportuno. Su mirada seria mientras atendía a los heridos, sus manos cubiertas de sangre que no era suya. Lo vi inclinarse para alimentar a los niños, asegurándose de que comieran antes que él. ¿Un asesino haría eso? ¿Un monstruo se preocuparía así?

—No pienses —me debatí a mí misma—. Solo hazlo.

Con un movimiento decidido, bajé mi espada.

Pero en el último instante, mi cuerpo se detuvo por completo.

No.

El filo de la hoja se quedó suspendido a centímetros de su pecho. No podía moverme. Mi propia mente, mi propio cuerpo, se negaban a obedecerme. Una oleada de confusión me invadió, ahogándome con preguntas que no quería enfrentar.

¿Qué estaba haciendo?

Aún no era el momento... ¿o acaso nunca lo sería? ¿Y si él no era el asesino? ¿Y si todo esto era un error? Mi tío... Zagreus... se decepcionaría de mí. Él me crió para esto, me entrenó para esto. Mi única misión era vengar a mi abuelo, limpiar la sangre derramada con más sangre.

Entonces, ¿por qué me resultaba tan difícil?

Zagreus no dudaría. Él jamás habría permitido que un pensamiento de compasión se interpusiera en su misión. Siempre decía que la piedad era una cadena que ataba a los débiles, que los verdaderos guerreros no vacilaban. Si él estuviera en mi lugar, Alucard ya estaría muerto. Y yo... ¿qué estaba haciendo?

Mi pecho se apretó con rabia y confusión. No era debilidad. No podía serlo. Quizá solo necesitaba más tiempo, más pruebas. O quizá...

Entonces, algo cambió.

El aire seguía quieto, la fogata crepitaba a lo lejos, pero una sensación extraña se arrastró por mi piel. No era ruido, no era movimiento... era él.

Mi mirada bajó instintivamente a su rostro. Por un segundo, solo un instante fugaz, su respiración cambió. Un latido más lento, un parpadeo apenas perceptible bajo sus párpados cerrados.

El filo de mi espada tembló en mis manos.

Algo estaba mal.

Un escalofrío me recorrió la espalda justo antes de que el aire se agitara de golpe.

Sentí el movimiento cortante de algo acercándose. La espada flotante de Alucard se alzó de inmediato y se lanzó contra mí.

—¡Maldición! —dije para mis adentros, bloqueando el primer ataque con mi propia espada.

Retrocedí de inmediato, defendiéndome de cada golpe de la hoja encantada. Fue entonces cuando lo vi.

Alucard me observaba, su mirada entrecerrada, como si hubiera esperado esto. Y luego... esbozó una sonrisa. No una de burla, ni de satisfacción. Era una sonrisa distinta, cargada de algo más, como si ya supiera lo que había intentado hacer. Un escalofrío me recorrió la espalda, haciéndome erizar la piel. ¿Desde cuándo estaba despierto? ¿Cuánto sabía realmente? Alucard estaba despierto. ¿Sabría que era yo? ¿Cuánto tiempo había estado observándome? ¿Había notado mi presencia antes de que yo siquiera levantara la espada?

Mi mente trabajaba rápido mientras esquivaba los golpes. No podía quedarme allí. Si permanecía demasiado tiempo, algo delataría mi presencia.

Di un paso atrás y corrí hacia el bosque, internándome en la oscuridad. Me aseguré de cubrir mi olor a la perfección, rogando que Alucard no tuviera alguna habilidad que le permitiera ver a través de hechizos.

Me apoyé contra un árbol, tratando de calmar mi respiración acelerada. Mi corazón latía con fuerza contra mi pecho, una mezcla de adrenalina y frustración ardiendo en mi interior.

Esto había sido una locura.

Pero al menos, ahora sabía algo con certeza.

Mi odio no estaba completamente extinto.

Todavía podía intentarlo.

Si Alucard no me mataba antes, quizá aún mi fachada permanecería intacta. Solo me quedaba tener suerte. Mi principal misión estaba en riesgo. Había sido imprudente... ¿qué me sucedía ahora?

Bạn đang đọc truyện trên: AzTruyen.Top