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Año 1617 D.C., Aldea de Bang Pa-In, Reino de Ayutthaya, Siam (actual Tailandia)

Recuerdo los días en los que todo parecía tan simple. El sol brillaba con fuerza sobre los campos de arroz, reflejándose en el agua como pequeños espejos que iluminaban nuestro pequeño pueblo, escondido entre montañas verdes y ríos serpenteantes. Siempre estaba lleno de vida. Los elefantes caminaban lentamente, arrastrando carretas cargadas de arroz, mientras los niños corrían tras ellos, gritando y riendo. Yo era una de ellos, siempre la más ruidosa, siempre la más inquieta.

Búfalos avanzaban despacio por los arrozales, su fuerza imprescindible para arar la tierra mientras los aldeanos los guiaban con paciencia. Cerca de las casas, las gallinas picoteaban el suelo, y los patos nadaban tranquilamente en los estanques. De vez en cuando, un cerdo gruñía desde algún corral improvisado, y en las tardes, las vacas regresaban de pastar, acompañadas por los hombres del pueblo.

El canto de los gallos marcaba el inicio de cada día, aunque rara vez me levantaba de inmediato. Prefería quedarme unos minutos más en la cama, escuchando los sonidos del pueblo al despertar. Las mujeres comenzaban a preparar la comida para sus familias, sus voces mezclándose con el crujir de las hojas bajo los pies de los hombres que organizaban las carretas para el trabajo.

Mi verdadero nombre, el que me dieron al nacer, era tan complejo que ni siquiera yo podía memorizarlo del todo o pronunciarlo correctamente. Mis abuelos, tras varios intentos frustrados, terminaron creando un seudónimo que con el tiempo se convirtió en lo único que conocía. No me molestaba. En realidad, lo agradecía. ¿De qué servía aferrarse a algo que ni yo misma podía recordar? El nombre que usaban mis abuelos era sencillo y familiar, y eso era suficiente para mí.

—¡Denayt! —la voz de mi abuela atravesó mi letargo—. Si no te levantas, ya no te dejaré comer el wun kathi que preparé. ¡Apúrate, que se nos va el día!

No necesitaba más advertencias. Me levanté de un salto y corrí al pequeño comedor. Ese postre tradicional era mi favorito. Como a todos los niños, me encantaba lo dulce, y debo admitir que siempre me dejaba manipular cuando había wun kathi de por medio. Hecho de gelatina y leche de coco, era simple, pero delicioso. Y, por supuesto, mi abuela lo preparaba mejor que nadie.

Corrí hacia ella, con los pies descalzos chapoteando en el agua, dejando atrás a los elefantes, los búfalos y los otros niños. Mi abuela siempre decía que tenía más energía que un vendaval y menos concentración que una gallina. Y no estaba del todo equivocada.

Después de un rápido desayuno sentadas en el césped, mi abuela y yo nos dirigimos a los campos de arroz. Era un trabajo duro, pero a mí me gustaba. Me hacía sentir útil, como si formara parte de algo más grande. Mi abuela decía que cada espiga de arroz era una bendición, y que nuestro trabajo ayudaba a alimentar no solo a nuestra familia, sino a todo el pueblo.

—Sujétalo firme, Náamtao —me dijo mi abuela, colocando una hoz pequeña entre mis manos

Náamtao significaba "ojitos bonitos" en el idioma natal de mi abuela, y aunque a veces me hacía avergonzar, era el apodo que siempre usaba para mí con cariño.

Asentí con fuerza, tratando de mostrarle que podía hacerlo bien esta vez. Cortar las espigas parecía sencillo cuando ella lo hacía, pero para mí siempre era un desastre. La primera vez que lo intenté, casi me corto el pie.

—Denayt, no cortes las espigas demasiado abajo —me advirtió mientras yo manejaba la hoz con torpeza—. Vas a dañar las raíces.

—Lo intento, abuela —respondí, concentrándome en cada movimiento. Pero mi mente se distraía fácilmente.

Ese día, nuestro pequeño elefante, de nombre Boon, estaba cerca chapoteando alegremente en el río. No pude evitar mirarlo mientras jugaba con un grupo de niños. De repente, uno de ellos tropezó y cayó de cara contra el barro. Se quedó completamente congelado por unos segundos, como si estuviera procesando lo que acababa de pasar. Cuando finalmente levantó el rostro, estaba de un oscuro fangoso, y parte de este se le había metido en la boca. Comenzó a escupirlo con rapidez, haciendo sonidos exagerados mientras los otros niños reían a carcajadas. Incluso, mi elefante, con su habitual entusiasmo, agitó las orejas como si estuviera disfrutando de la escena. Fue tan inesperado que no pude evitar soltar una pequeña risa, me distraje tanto que corté mal la espiga y terminé desparramando arroz por todas partes.

—Ay, hija —mi abuela suspiró, sacudiendo la cabeza—. Con suerte, algún día aprenderás a concentrarte en el presente, vamos, debemos llevar la carga al caballo.

Mientras trabajábamos, escuché a mi abuela tararear una canción vieja, una que hablaba de Phra Mae Thorani, la diosa de la fertilidad y la tierra.

—¿Por qué siempre cantas eso? —le pregunté, cortando otra espiga con cuidado.

—Porque Phra Mae Thorani cuida los campos y bendice la cosecha. Si tratamos bien a la tierra, ella nos recompensará.

Sus palabras siempre tenían un aire de misterio. La devoción a los dioses en el pueblo había sido muy fuerte desde que tengo uso de razón, y a veces me recorría un escalofrío por la espalda cuando íbamos a los templos o escuchaba historias relacionadas con ellos. Me quedé en silencio, mirándola trabajar con una precisión que solo los años podían dar. A pesar de su edad, mi abuela era fuerte, más fuerte de lo que cualquier persona de su tamaño y edad debería ser.

Un vecino pasó cerca de nuestro campo y se detuvo al vernos. —¡Buenos días, Sunan! ¿Cómo va la cosecha este año?

Mi abuela sonrió y asintió con la cabeza. —Buenos días, Prayut. Aqui, vamos avanzando poco a poco, manda mis saludos a tu esposa.

Debo admitir que mi abuela era bastante conocida entre los vecinos. Bueno, en un pueblo tan pequeño al final todos nos conocíamos, pero ella siempre parecía destacar, ya fuera por su carácter fuerte o su manera de conversar con todos.

—Abuela, ¿qué hacemos después de cortar las espigas? —pregunté con curiosidad, tratando de ignorar el cansancio.

Ella sonrió mientras ataba un manojo de espigas con hilo de yute. —Primero dejamos las espigas al sol para que se sequen. Después, las golpeamos suavemente para separar el arroz de la cáscara. Y finalmente, lo guardamos en sacos para almacenarlo. Es un proceso largo, pero cada paso tiene su importancia.

Pasadas las horas el calor era insoportable, uno de esos días en los que el aire parecía detenerse y la sombra de los árboles apenas ofrecía refugio. Si mi abuela no me dejaba ir al río, yo encontraba mi propia solución: un viejo tronco hueco que usábamos para lavar arroz. Lo llenaba de agua hasta el borde y me metía allí sin pensarlo dos veces, ropa y todo. Mi táctica favorita era colocarme debajo de uno de los chorros naturales de agua que caían en la granja, y para que no me molestara en la cara, me ponía un plato sobre la cabeza y fingía que dormía.

Ese truco no me duró mucho. Recuerdo la vez que mi abuela me descubrió. Me quitó el plato de golpe, haciendo que el agua me cayera de lleno en la cara. Me desperté sobresaltada, escupiendo agua mientras ella me gritaba:

—¡¿Pero qué estás haciendo, Denayt?! ¡Esto no es para jugar, es para el arroz! ¡Y encima durmiendo en hora de trabajo!

Yo solo podía reírme, aunque mi abuela no compartía mi sentido del humor.

Al mediodía, cuando el sol estaba en su punto más alto, tomábamos un descanso bajo la sombra de los árboles. Mi abuela sacaba arroz pegajoso con frutas para comer, y mi abuelo se unía a nosotras con una expresión serena en el rostro, su sombrero de paja inclinado hacia atrás.

—Abuelo, cuéntame otra vez la historia de cuando salvaste a esos aldeanos —le pedí, sentándome a su lado con los ojos brillantes.

Él soltó una leve carcajada y se acomodó contra el tronco de un árbol.

—Siempre quieres escuchar esa, ¿eh? Está bien, pero esta vez será la versión corta.

Yo sonreí, sabiendo que al final me contaría todos los detalles como siempre lo hacía, mientras el calor del día comenzaba a dar paso a la suave brisa de la tarde.

—Fue durante una época difícil, cuando nuestro pueblo estaba siendo invadido. Los soldados enemigos eran despiadados, quemaban casas y destruían todo a su paso. Pero yo no podía quedarme de brazos cruzados. Tomé mi lanza y lideré a un grupo de aldeanos para enfrentarlos. Sabíamos que no teníamos muchas posibilidades, pero no podíamos rendirnos.

—¿Y los venciste, verdad? —interrumpí, aunque ya sabía la respuesta.

—Sí, los vencimos. No porque fuéramos más fuertes, sino porque luchábamos por algo más grande que nosotros. Por nuestras familias, por nuestro hogar. Eso es lo que hace que un guerrero sea invencible, Denayt. No su fuerza, sino su propósito.

Esas historias siempre me llenaban de emoción. Quería ser como mi abuelo, una guerrera que protegiera a los demás. A veces me imaginaba con una lanza en la mano, enfrentándome a enemigos imaginarios en los campos, quizá algún día lo conseguiría.

Por la tarde, mi abuela me dio una tarea sencilla: lavar los platos y acomodar los sacos de arroz en el almacén. Pero con Boon cerca, nada era sencillo.

—¡Boom, esto no es para ti! —dije, sosteniendo un cesto con firmeza mientras su trompa se acercaba con curiosidad.

Pero al final, terminé dejando de lado lo que tenía que hacer. En mi cabeza, el tiempo siempre parecía infinito. Así que abandoné el arroz y me puse a jugar con él.

Boom y yo teníamos un juego diario: yo trataba de subirme a su lomo como si fuera un caballo, pero él nunca lo hacía fácil. Se sacudía hasta que me hacía caer al suelo, y luego, como si eso no fuera suficiente, se subía encima de mí. Ambos sabíamos que no pesaba tanto como para aplastarme, pero fingía que iba a hacerlo mientras yo gritaba de risa.

Otro de mis pasatiempos favoritos era disfrazarlo. Le ponía gorros de trabajo y lo adornaba con telas como si fuera un aldeano más. A veces, incluso lo llevaba al mercado con su nuevo "atuendo", y la gente del pueblo no sabía si reírse o regañarme.

Perdí completamente la noción del tiempo, y cuando me di cuenta, mi abuela ya estaba de regreso.

Con el corazón en la garganta, corrí de vuelta a la casa, tratando desesperadamente de arreglar las cosas antes de que me regañara. Pero, en mi prisa, empujé la mesa llena de platos de arroz contra la pared. Esta se rompió en dos con un estruendo, y el contenido se desparramó por el suelo. Me quedé congelada, sin saber qué hacer, mientras mi abuela me miraba con los ojos entrecerrados y una mezcla de cansancio y furia en su rostro.

—¡Denayt! —gritó, llevándose una mano a la frente al ver el desastre.

—Lo siento, abuela. De verdad lo siento —dije rápidamente, con las manos alzadas en señal de rendición.

Ella suspiró profundamente y me señaló la escoba. Intenté arreglarlo lo mejor que pude, pero no había mucho que hacer. Ese día cenamos arroz más aguado de lo habitual, y yo pasé el resto de la noche escuchando a mi abuela quejarse del desastre mientras mi abuelo reía en silencio.

No era solo en casa donde causaba problemas. En el pueblo, mi fuerza siempre parecía ser más una maldición que una bendición.

Una vez, mientras jugábamos a lanzar piedras al río, lancé una con tanta fuerza que rompí una de las ruedas de la carreta de un granjero. Otra vez, tratando de ayudar a mover un poste para una nueva cabaña, empujé con demasiada fuerza y tiré toda la estructura al suelo.

Algunos niños comenzaron a temerme después de eso. No era mi intención asustarlos, pero podía verlo en sus ojos. No jugaban conmigo como antes, y sus padres siempre me miraban con una mezcla de desconfianza y nerviosismo.

A pesar de todo, a mí siempre me gustó ser fuerte. Me hacía sentir especial, pero aun así, no podía evitar preguntarme por qué era diferente. Ningún niño de mi edad podía correr tan rápido, saltar tan alto o levantar pesos como yo. Los demás niños se caían y se raspaban las rodillas; yo rompía rocas cuando tropezaba. No tenía sentido, pero mis abuelos siempre decían que todo lo que tenía era una bendición de los dioses, y yo quería creerles.

Mis abuelos nunca hablaban de mis padres. Al principio, pensé que tal vez era porque no querían que me entristeciera, pero con el tiempo entendí que había algo más. Era como si cada vez que alguien mencionaba mi origen, una sombra cruzara sus rostros, así que concluí que mis padres probablemente habían muerto en una de las sequías que a veces azotaban nuestro pueblo, o tal vez en una batalla. Después de todo, estas tierras nunca fueron completamente pacíficas en el pasado.

Al caer la tarde, mi abuelo me llamaba para entrenar. Comenzó a enseñarme los principios básicos del Muay Boran cuando tenía apenas tres o cuatro años, no hace tanto, ya que ahora tengo siete. Este arte marcial sagrado de nuestro país había sido utilizado en guerras pasadas y también como un ritual para honrar a los dioses y a los ancestros. Según mi abuelo, era perfecto para canalizar toda mi energía explosiva y, quizás, también para ayudarme a concentrarme mejor.

—Ponte derecha —me decía mientras ajustaba mi postura—. No importa cuánta fuerza tengas; sin equilibrio, tu fuerza no sirve de nada.

Yo siempre intentaba concentrarme, pero no era fácil. Cada vez que lanzaba un golpe, sentía que podía romper cualquier cosa que tocara, y a veces, lo hacía.

—La fuerza no lo es todo, Denayt —me decía—. Lo que importa es cómo la usas. Nunca pelees con ira. Pelea por proteger, por ser justa.

Asentía, aunque en mi mente siempre pensaba: ¿Proteger qué? ¿A quién? Nuestra vida en el pueblo era tranquila, y no entendía por qué mi abuelo insistía tanto en que debía estar preparada para algo más.

—Siempre debes mantener el equilibrio —me dijo mientras ajustaba mi postura—. Recuerda que tenemos un legado. Quizá en el futuro puedas ir a vender telas con la abuela; viajarán por muchos lugares increíbles. Por eso debes entrenar para protegerla, aunque, siendo sincero, serán los asaltantes los que necesitarán protección contra tu abuela. Tiene un carácter especial desde que la conozco.

—Pero abuelo, yo quiero ser como tú —dije, lanzando un golpe que él esquivó con facilidad—. Quiero ser una guerrera que proteja a todos.

Él sonrió y asintió. —Esa es una gran meta, pero ser un guerrero no es solo pelear. Es saber cuándo usar la fuerza y cuándo detenerse. Pelea por proteger lo que amas.

Asentí, aunque no entendía del todo lo que quería decir. Para mí, la idea de ser una guerrera era emocionante, como las historias que él siempre contaba.

En las fiestas del pueblo, la música, las risas y el baile duraban hasta bien entrada la noche. Yo adoraba bailar, pero después de un rato, el cansancio me vencía. Mis abuelos me dejaban dormir sobre unos troncos secos, y aprendí a quedarme profundamente dormida, sin importar el ruido que había a mi alrededor. Desde entonces, puedo decir que soy inmune al ruido cuando duermo. Al menos, eso creo.

Mi abuelo no bebía mucho, pero cuando lo hacía, era un espectáculo. Recuerdo una vez que volvió a casa tambaleándose después de beber con sus amigos. Mi abuela estaba furiosa, y no tardó en agarrar un trapo lleno de hollín para golpearle en la cara.

—Athit ¡Viejo testarudo! ¿Qué ejemplo le das a Denayt? —le gritó.

Él, en lugar de disculparse, empezó a cantar una canción desafinada, mientras intentaba hablar con una de las gallinas del corral. La gallina, asustada, lo miraba como si estuviera considerando escapar del corral para siempre.

Bueno quiza no queria ser tan igual al abuelo en ese aspecto, como dice mi abuela saca lo mejor de cada persona y forja un nuevo yo mucho mas fuerte.

A pesar de todo, mis días transcurrían en una rutina que, aunque sencilla, estaba llena de momentos que atesoraba. Jugaba con los animales, ayudaba en el campo, visitábamos los templos y participábamos en festividades que llenaban el aire de música y colores. Entrenaba con mi abuelo, perfeccionando cada movimiento, y, de vez en cuando, mis travesuras lograban sacar de quicio a mi abuela. Pero, en el fondo, siempre me hacía feliz ver cómo, al final, me sonreía con paciencia.

Incluso con mi rareza, nunca me sentí sola. Mi familia estaba allí para protegerme, para recordarme que, aunque diferente, era amada. Creía firmemente, con todo mi corazón, que estaba destinada a algo grande, que mi espíritu especial era un regalo de los dioses. Y aunque aún no entendía del todo lo que significaba, sabía que un día descubriría mi propósito.

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