Capítulo 3
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Llevo dos mil días amándote.
Ya pasó tanto tiempo desde aquél quince de febrero. No sé si recordar sea tan sano como supongo. No quiero recordar tanto. Veo nuestras fotografías y me aturde tener tan pocos recuerdos de ese entonces y tantos recientemente. Leo la carta que me entregaste el mismo día que casualmente te pedí empezar a salir. Leo también las veces que me dijiste que jamás te rendirías, veces donde también yo pensaba «monogamia, Dios, Patria o muerte» y me acomodaba suavemente a la idea de, por primera vez, quedarme para siempre en un solo sitio.
Un sitio llamado «hogar».
Dondequiera que estuvieras, ahí estaba mi hogar. Empezaste a convertirte en ello un día, sin darme cuenta, como epidemia, de la nada volteaba a verte y solo veía a la persona con la que quería estar eternamente. No sé si alguna vez estuviste tan segura como yo. Pero yo si lo estaba. Dime "intenso" o "iluso", como quieras llamarme, solo lo sabía y ya está.
Una mañana desperté de madrugada, a las 3:52 AM y con sudor frío. Inmediatamente intenté cogerte del brazo y apegarme a tu cuerpo en busca de calma. Pero no estabas. Y te busqué a tientas por toda la cama, pero solo encontraba la fría y rígida pared de un costado y la solitaria que era mi habitación del otro. Y me sentí pequeño, minúsculo, como microbio. Prendí las luces y salí al comedor. Quería hablarte de lo que me había azorado y tomarnos de la mano mientras bebía té para relajarme y volver a la cama. Quizás quedarnos en la sala hasta que amaneciera. O volver a enfrazarnos mientras te volvía a dar las buenas noches y sumergirme en la oscuridad con las luces apagadas, pero abrazado a ti. Contigo, pues, más seguro en todo caso.
Y ahí lo supe.
Supe que me sentía solo. Que mi soledad siempre me había parecido magnífica pero contigo, ya no era tan bonito pasar acostado un sábado todo el día o saltarme la cena del miércoles. Que estaba bien despertar un día más, pero si no era contigo el resto de mi rutina perdía sentido. Que quizás prefería volver a casa después de caminar kilómetro y medio desde la parada de autobús, cansado y con ganas de matarme, pero feliz de haberte abrazado una tarde más. Que amaba recogerte a la salida del trabajo y que no me importaba hacerme un viaje de hora y media de ida y dos de vuelta si era por venir apretujados noventa minutos. Que luego de dejarte dos cuadras antes de tu casa, ya sentía de nuevo la imperatividad de volvernos a ver una vez más, y más, quizás de no soltarnos nunca si querías, porque yo quería, pero quería que tú también quisieras...
Las palmas de mis manos se destruyen mientras azoto la pared y golpeo mis nudillos hasta buscar sangrar y sentir dolor. Las palmas de mis manos buscan las tuyas, que talvez y a lo mejor encajan en otras ajenas, pero jamás nunca querré eso, no desde que vi lo hermosas que se veían mientras se entrelazaban nuestros dedos.
Y que a lo mejor hoy fuiste a trabajar y luces hermosa. Pero que no puedo decírtelo más que escribiendo notas estúpidas en un papel y pensando, pensando que desde que nuestras manos entrelazadas me hicieron empezar a sentir algo que jamás imaginé sentir tanto, han pasado dos mil días desde que comencé a amarte. Que te has hecho tan inolvidable que incluso cuando he intentado desaparecerte de mis pensamientos, me recuerdan que tu nombre tiene más peso que cualquiera en mi vida y que flaqueo. Que eres mi debilidad y el punto ciego de mis emociones. Pero que vas ahí, cargando en tu bolso libros, libretas, tu rimel, el móvil y entre tanta cosa, mi corazón a todos lados.
Desde que te atoraste en mis pupilas.
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