01| El esclavo persa

La gran sala del Palacio Topkapi resplandecía con el brillo de los candelabros dorados, reflejando su luz en los intrincados mosaicos que decoraban las paredes. Una brisa suave proveniente del Bósforo se colaba por los ventanales abiertos, llenando el aire con el sutil aroma de las flores del jardín imperial. En las largas mesas de mármol, cubiertas con manteles de seda roja y oro, se extendía un festín digno de la más alta nobleza: manjares exquisitos de todo el imperio, desde el cordero asado hasta los dulces de miel y pistacho, acompañados por vinos traídos desde las más lejanas provincias.

El salón, rodeado de los altos pilares y techos abovedados, estaba lleno de invitados. Nobles y diplomáticos de tierras cercanas y lejanas se inclinaban y brindaban en honor de la nueva gobernante del vasto Imperio Otomano: la sultana Hurrem. Su ascenso al trono había llegado en un momento de incertidumbre y cambio, pues la gran sultana Ayse Hafsa, madre de Hurrem y alfa mayor del imperio, había sido enterrada esa misma mañana en su majestuoso mausoleo, un monumento a su poderosa estirpe.

A pesar de que el luto aún pesaba sobre la ciudad y el pueblo lloraba la partida de la gran sultana, la atmósfera en la corte era una mezcla de solemnidad y celebración. Sabían que el sol del imperio no se había apagado; al contrario, una nueva luz comenzaba a brillar con Hurrem, quien desde su juventud había demostrado ser tan astuta, valiente y capaz como su madre. Los rumores hablaban de su habilidad para la política, su destreza militar y, sobre todo, de su implacable voluntad para proteger a su pueblo.

Hurrem, vestida con un caftán de terciopelo verde oscuro bordado con hilos de oro, se encontraba sentada en el trono de la sultana, su mirada fija en el horizonte más allá de las puertas del palacio. A su lado, los visires, generales y consejeros la observaban con respeto y algo de temor. Ella no era simplemente una sucesora; era una alfa destinada a seguir los pasos de su madre, Ayse Hafsa, y mantener al imperio en la cumbre de su poder.

Los músicos comenzaron a tocar una melodía suave pero solemne, mientras bailarinas vestidas con sedas ligeras danzaban delicadamente ante los presentes, como si sus movimientos fueran una metáfora de la transición de poder: fluida, inevitable. Sin embargo, Hurrem mantenía la compostura, con un porte regio que había heredado de Ayse Hafsa. Sabía que aunque el banquete celebraba su ascenso, la verdadera prueba de su poder comenzaba al día siguiente, cuando tendría que enfrentar los desafíos de un imperio vasto y complejo.

Uno de los eunucos se acercó para servirle un poco de sherbet, y Hurrem, tomando la copa entre sus dedos delicadamente, se levantó. El salón quedó en silencio. Cada mirada se dirigió a la sultana, esperando sus primeras palabras como la nueva gobernante.

—Hoy celebramos no solo el final de una era, sino el comienzo de una nueva —dijo Hurrem, su voz resonando firme por todo el salón—. Mi madre, la sultana Ayse Hafsa, ha dejado un legado inigualable, y aunque sus días en esta tierra hayan terminado, su espíritu y sabiduría guiarán mi reinado. Prometo, ante todos ustedes, mantener el imperio fuerte, como ella lo hizo, y protegerlo de nuestros enemigos, internos y externos.

Al levantar la copa en un brindis, los murmullos de aprobación comenzaron a escucharse por toda la sala. Hurrem estaba lista. El imperio había perdido una gran líder, pero había ganado otra igualmente poderosa.

La nueva era de la sultana Hurrem había comenzado.








[***]


En el pequeño pueblo persa de Lalehzar, el aire estaba cargado con el aroma del azafrán y el humo de las hogueras encendidas para la festividad local. Las familias se reunían en la plaza central, donde se escuchaban risas y música. Las mesas estaban llenas de platos tradicionales, y los aldeanos bailaban en círculos al son de tambores y flautas. Era una noche de celebración, una de esas en las que parecía que el tiempo se detenía y los problemas del mundo exterior quedaban fuera de los límites del pueblo.

Halit, un joven de ojos celestes y cabello castaño, estaba entre los danzantes. Con apenas dieciocho años, su rostro reflejaba la alegría despreocupada que caracteriza a la juventud. Llevaba una túnica ligera bordada con motivos persas, y sus movimientos gráciles al bailar llamaban la atención de todos. La música y el ambiente festivo lo habían envuelto en una sensación de libertad. Sin embargo, en medio de esa alegría, algo oscuro se cernía sobre el pueblo.

De repente, el grito de unos niños interrumpió la música.

—¡Cuidado! ¡Los otomanos están aquí!

El grito resonó por la plaza, helando el corazón de los aldeanos. El pánico se extendió como una ola. Los adultos miraron a su alrededor, incrédulos al principio, pero el miedo pronto se apoderó de ellos. Los otomanos, conocidos por sus incursiones brutales, llegaban como una tormenta inesperada. Los aldeanos corrieron a proteger a sus familias, a cerrar puertas y ventanas, pero el tiempo les jugaba en contra. Los otomanos ya estaban demasiado cerca.

Un grupo de soldados a caballo entró por la única calle principal del pueblo, sus siluetas oscuras recortadas por la luz de las hogueras. Llevaban espadas y lanzas, sus armaduras brillaban bajo la luna. Eran bárbaros, enviados para capturar nuevos omegas en nombre de la recién ascendida sultana Hurrem, quien deseaba expandir su harem y asegurar futuros herederos para el imperio.

El caos se desató en cuestión de segundos. Los aldeanos gritaban y corrían, tratando de huir, pero no había escapatoria. Los soldados descendieron de sus caballos, irrumpiendo en las casas, arrebatando a hombres y mujeres de los brazos de sus familias. Los llantos de los niños y los gritos de los padres resonaban por todas partes, mientras los otomanos, implacables, capturaban a los más jóvenes y fuertes. Los omegas, aquellos cuyas cualidades los hacían codiciados, eran el principal objetivo.

Halit, que hasta hace unos minutos disfrutaba de la festividad, sintió una mano ruda agarrarlo del brazo. Trató de zafarse, pero fue en vano. Dos soldados lo inmovilizaron, uno sujetándolo por los hombros y otro rodeándole la cintura. Sus ojos celestes brillaban con terror, su respiración se aceleraba mientras luchaba inútilmente por liberarse. Su fuerza, que había sido suficiente para bailar toda la noche, no podía compararse con la de los soldados entrenados.

—¡Déjenme! —gritó, su voz rota por la desesperación. Miró a su alrededor, buscando ayuda, pero las miradas de los aldeanos eran de impotencia. Nadie se atrevía a enfrentarse a los otomanos.

Los soldados lo arrastraron hacia sus caballos, atándole las muñecas con cuerdas ásperas. Halit, que jamás había conocido la violencia de cerca, apenas podía asimilar lo que estaba sucediendo. Los soldados lo levantaron y lo subieron a la grupa de un caballo, mientras otros aldeanos sufrían la misma suerte. Los capturados, omegas tanto hombres como mujeres, eran ahora prisioneros de los otomanos, destinados a ser llevados al harem de la sultana Hurrem.

El silencio se apoderó del pueblo una vez que los otomanos partieron, dejando atrás a las familias destrozadas. Lo que había comenzado como una alegre festividad se había convertido en una pesadilla que los aldeanos jamás olvidarían. Y mientras los soldados galopaban hacia el horizonte, Halit miraba hacia atrás por última vez, sus ojos llenos de lágrimas y su corazón latiendo con el miedo de lo desconocido.

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