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CAPÍTULO 23
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☠. ROSIER NO SABÍA CÓMO REACCIONAR. Por primera vez en siglos, su mente se quedó en blanco, una sensación casi desconocida para ella sin contar, por supuesto, la presencia de Tártaro, que ya era suficiente para descolocar a cualquiera.
Algo dentro de ella se retorcía con furia, una incómoda certeza de que su cuerpo había sido ocupado sin su permiso. Pero ahora no era el momento de cuestionarlo.
No cuando los amigos de Percy la observaban con desconcierto, especialmente una rubia.
Cada vez que el velo de humo del gigante intentaba envolver a uno de ellos, Nico aparecía de la nada, cortándolo con su espada estigia, devorando la oscuridad con su filo como si estuviera acostumbrado a lidiar con cosas peores.
Rosier observaba la escena con una mezcla de cansancio y resignación. Percy estaba de pie, visiblemente débil y aturdido, pero con su espada firmemente sujeta. A su lado, ella misma sostenía a Occiso, aunque no recordaba en qué momento la había sacado. No le importaba demasiado, pero sí le pareció gracioso que los demás parecieran sorprendidos de verla ahí, como si fuera un espejismo.
Pero no hacía falta que intervinieran. El gigante estaba acorralado.
Clitio gruñía, girando su enorme cuerpo de un lado a otro, como si le costara decidir a cuál de ellos matar primero.
— ¡Esperad! ¡Quedaos quietos! ¡No! ¡Ay!
La oscuridad que lo cubría se disipó en un instante, dejando su maltrecha armadura como única protección. Icor dorado brotaba de una docena de heridas, y aunque su cuerpo trataba de regenerarse con rapidez, Rosier podía notar que el gigante estaba cansado. No era difícil ver cuando alguien estaba al borde del colapso
Jason, con su dramatismo habitual, se elevó en el aire y descendió con un golpe brutal, dándole una patada en el torso que partió su peto en pedazos. Clitio vaciló, tambaleándose hacia atrás. Su espada cayó al suelo con un estruendo metálico antes de que él mismo se desplomara de rodillas.
Y, como si todo hubiera estado cuidadosamente orquestado, los semidioses lo rodearon.
Entonces, Hécate dio un paso adelante con sus antorchas en alto. La Niebla se arremolinó a su alrededor, siseando y burbujeando al entrar en contacto con la piel del gigante.
— Aquí termina la historia —anunció la diosa.
— No se ha terminado —gruñó Clitio. Su voz sonó amortiguada, como si llegara desde otra dimensión—. Mis hermanos se han alzado. Gaia solo espera la sangre del Olimpo. Ha hecho falta que luchéis todos vosotros para vencerme. ¿Qué haréis cuando la Madre Tierra abra los ojos?
Rosier bufó. Lo típico de los gigantes: muchas amenazas, poca creatividad.
Hécate no perdió el tiempo con más palabras. Con un simple movimiento, giró sus antorchas y las lanzó como dagas directas a la cabeza de Clitio.
El fuego prendió al instante, extendiéndose por su cuerpo como una hoja seca atrapada en un incendio. El calor era abrasador, incluso para alguien acostumbrada al inframundo. Rosier miró el espectáculo sin pestañear mientras el gigante caía sobre los restos del altar de Hades, reduciéndose a cenizas en un silencio sepulcral.
Por un instante, nadie dijo nada. El único sonido era el de la respiración irregular de Hazel.
Hécate giró su mirada hacia la hija de Plutón.
— Debes irte, Hazel Levesque. Saca a tus amigos de este sitio.
Hazel apretó los dientes, intentando ocultar su furia.
— ¿Y ya está? ¿Ni «gracias»? ¿Ni «buen trabajo»?
Hécate inclinó la cabeza con la paciencia de quien ha escuchado la misma queja demasiadas veces.
Galantis, su comadreja, farfulló algo antes de desaparecer entre los pliegues de su túnica.
— Si buscas gratitud, te equivocas de lugar —sentenció la diosa—. En cuanto a lo de «buen trabajo», todavía está por verse. Corred a Atenas. Clitio no estaba equivocado. Los gigantes se han alzado; todos, más fuertes que nunca. Gaia está a punto de despertar. La fiesta de la Esperanza tendrá un nombre de lo más desacertado a menos que lleguéis a tiempo para detenerla.
Rosier suspiró, girando a Occiso.
— Vaya. Y yo que pensaba que esto había sido lo más complicado del día.
Percy le lanzó una mirada de advertencia. Hazel la miró con sospecha.
La cámara retumbó. Otra estela cayó al suelo y se hizo añicos.
—La Casa de Hades es inestable —explicó Hécate—. Marchaos ya. Volveremos a vernos.
Y con eso, la diosa se desvaneció. La Niebla se disipó como si nunca hubiera estado allí.
—Qué simpática —masculló Percy.
Rosier dejó escapar una risa baja.
Los demás se giraron al escuchar su voz y, por primera vez, parecieron realmente notarla realmente.
Jason cruzó la distancia en un parpadeo y abrazó a Percy con un entusiasmo casi sofocante.
—¡Colega!
Leo alzó los brazos con una expresión triunfal.
—¡Los desaparecidos en el Tártaro han vuelto! ¡Bravo!
Piper se lanzó a los brazos de Rosier y… no. Un segundo después, la hija de Afrodita se desvió hacia Percy y lo abrazó con tanta fuerza que casi lo tiró al suelo. Rosier sonrió con sorna. Sí, no la conocían. Para ellos, ella era solo… una extraña.
Hazel, por su parte, apenas tuvo tiempo de reaccionar antes de que Frank la envolviera en un abrazo con más cuidado que fuerza.
—Estás herida —dijo él con preocupación.
—Probablemente me haya roto algunas costillas —reconoció Hazel—. Pero… ¿qué te ha pasado en el brazo?
Frank forzó una sonrisa.
—Es una larga historia. Estamos vivos. Eso es lo importante.
Rosier apartó la vista de la escena. Su mirada se encontró con la de Nico, quien la observaba con algo que, en cualquier otra persona, podría haber sido una emoción cálida. La forma en que sus labios temblaban en una mueca contenida…
Él se acercó con aparente calma, pero sus pasos tenían un ritmo más ligero de lo habitual.
—Tú —murmuró, mirándola con algo que solo ella podría describir como una sutil felicidad.
—Yo —respondió Rosier, alzando una ceja.
Él negó con la cabeza con una sonrisa apenas perceptible, como si le hiciera gracia la situación.
Hazel y Percy no tardaron en darse cuenta.
—¿Cómo es que ustedes dos se conocen? —preguntó Hazel con el ceño fruncido.
—¿Rosier? —Percy parpadeó, confuso.
Pero Nico solo chasqueó la lengua.
—Después —dijo con simpleza.
Rosier se cruzó de brazos, divertida.
—Sí, después —secundó sin más explicación.
La respuesta no pareció satisfacer a los demás, pero no había tiempo para seguir con interrogatorios.
Las grietas en la estructura crecían. Pedazos del techo se desmoronaban y el suelo temblaba bajo sus pies.
—Tenemos que largarnos —dijo Jason.
Frank negó con la cabeza.
—Creo que solo puedo conseguir un favor de los muertos por hoy.
—Espera, ¿qué? —preguntó Hazel.
—Tu increíble novio pidió un favor como hijo de Marte —explicó Piper—. Invocó los espíritus de unos guerreros muertos para guiarnos. Lo único que sé es que estaba muy, muy oscuro.
Un esqueleto tallado en piedra cayó del muro y sus ojos de rubí rodaron por el suelo.
—Tendremos que viajar por las sombras —dijo Hazel.
Nico hizo una mueca.
—Hazel, apenas puedo viajar yo solo. Con siete personas más…
—Te ayudaré —interrumpió Rosier.
El grupo se tensó.
Annabeth fue la primera en reaccionar.
—¿Quién eres tú? —preguntó con evidente desconfianza.
Rosier la ignoró.
—Venga, ¿qué estamos esperando? —dijo en su lugar, y extendió la mano para que se unieran.
Annabeth frunció el ceño, pero cuando el techo crujió peligrosamente, nadie tuvo tiempo de debatir.
—¡Cogeos todos las manos! —gritó Nico.
Rosier sintió cómo las sombras la envolvían en una sensación helada y familiar.
El sol golpeó su piel con tanta fuerza que Rosier se tambaleó. El contraste entre la frialdad del Tartaro y la calidez del mundo exterior era brutal.
Ella entrecerró los ojos, sintiendo cómo su piel ardía ante la repentina luz. Durante unos segundos, el sol parecía ser su peor enemigo, pero luego…
El cambio fue casi imperceptible.
La tierra bajo sus pies vibró. La hierba parecía más verde. El aire más fresco.
Rosier sintió un escalofrío recorrer su cuerpo, pero no era desagradable. Por primera vez en mucho tiempo, no se sentía drenada, no se sentía exhausta. La energía natural la recorría y… sus heridas.
Estaban sanando.
No solo lo sentía. Lo sabía.
Percy la observó en silencio.
Era como si la vida hubiera regresado a ella de golpe, como si nunca hubiera pisado el Tártaro. La sombra perpetua en su piel, el agotamiento en su mirada… desaparecieron en cuestión de segundos. Sus ojos adquirieron un brillo distinto, su piel dejó de verse cenicienta y parecía encajar con el entorno de una manera que Percy nunca había visto antes.
Era hermosa. No en el sentido superficial, sino en la forma en que la naturaleza respondía a ella. Como si la tierra misma la reclamara.
Claro, su ropa seguía hecha un desastre: rasgada, cubierta de polvo y con algunas manchas de lo que probablemente era sangre seca. Pero había algo en ella… algo imposible de explicar.
No se dio cuenta de que estaba mirándola fijamente hasta que Rosier arqueó una ceja en su dirección.
—¿Qué? —preguntó con su usual tono burlón.
Percy parpadeó, sintiéndose descubierto.
—Nada —respondió demasiado rápido.
Rosier sonrió con diversión.
—¿Te has quedado sin palabras, Jackson? Inaudito.
Percy resopló, desviando la mirada.
—Solo digo que… pareces otra persona —murmuró.
Rosier inclinó la cabeza con fingida inocencia.
—¿En qué sentido?
Percy negó con la cabeza.
—No lo sé. Es como si hubieras vuelto a la vida.
Rosier dejó escapar una risa suave antes de desviar la mirada hacia el horizonte.
El sol bañaba la tierra con su calidez, tiñendo el cielo de colores dorados y anaranjados. El viento mecía la hierba, susurrándole promesas de libertad.
Y entonces, sus ojos se cristalizaron.
No era solo el alivio de estar fuera del Tártaro.
Era el recuerdo de lo que significaba estar en la tierra.
La brisa en su piel. El olor a vida en el aire. El simple hecho de estar ahí, sintiendo el mundo a su alrededor.
Por un momento, olvidó todo lo demás. Olvidó la guerra, el peligro, el peso de los últimos meses.
Por primera vez en siglos, sintió lo que era estar viva.
Percy la vio parpadear rápidamente, como si intentara contenerse. Como si no quisiera que nadie la viera así.
Pero él lo notó.
Y, por alguna razón, no dijo nada.
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