⠀⠀⠀⠀⠀⠀⠀⠀⠀⠀⠀⠀O19.

   ⍦.      HASTA EL MOMENTO, SU PLAN de camuflaje con la Niebla de la Muerte parecía estar dando resultado. De modo que, como era natural, Percy esperaba que fracasara estrepitosamente en el último momento.

A quince metros de las Puertas de la Muerte, él y Rosier se quedaron paralizados.

— Oh, dioses —murmuró Percy—. Son iguales.

Enmarcado en hierro estigio, el portal mágico estaba compuesto de una serie de puertas de ascensor: dos paneles de color negro y plateado con grabados art déco. Exceptuando el detalle de que los colores estaban invertidos, eran idénticos a los ascensores del Empire State, la entrada del Olimpo.

Al ver las puertas, Rosier sintió nostalgia en ese momento y varios de sus recuerdos más profundos fueron desempolvados.

Cuando se recuperó de la sorpresa inicial, se fijó en otros detalles: la escarcha que se extendía desde la base de las puertas, el fulgor morado que brillaba en el aire alrededor de ellas y las cadenas que las sujetaban con firmeza.

Cadenas de hierro negro bajaban por cada lado del marco, como los cables de sujeción de un puente colgante. Estaban sujetas a unos ganchos clavados en el terreno carnoso. Los dos titanes, Crío e Hiperión, montaban guardia ante los puntos de anclaje.

Mientras ambos chicos observaban, todo el marco vibró. Un relámpago negro brilló en el cielo. Las cadenas se sacudieron, y los titanes plantaron los pies en los ganchos para afianzarlos. Las puertas se abrieron deslizándose y dejaron a la vista el interior dorado de un ascensor.

Percy se puso tenso, listo para avanzar a toda velocidad, pero Bob le posó la mano en el hombro.

— Espera —advirtió.

Hiperión gritó a la multitud que lo rodeaba:
—¡Grupo A-22! ¡Deprisa, haraganes!

Una docena de cíclopes avanzaron corriendo, agitando unos pequeños billetes rojos y gritando entusiasmados. No deberían haber podido entrar en unas puertas de tamaño humano, pero a medida que los cíclopes se acercaban, sus cuerpos se deformaban y se encogían, y las Puertas de la Muerte los absorbieron.

El titán Crío pulsó el botón de subida situado en el lado derecho del ascensor. Las puertas se cerraron.
El marco vibró otra vez. Los relámpagos oscuros se desvanecieron.

— Debes entender cómo funciona. —murmuró Rosier —. Cada vez que las puertas se abren, intentan teletransportarse a un nuevo lugar. Mi padre las hizo así para que solo él pudiera encontrarlas. Pero ahora están encadenadas. Las puertas no pueden cambiar de sitio.

— Entonces cortemos las cadenas —susurró Percy — ¿Nuestro camuflaje desaparecerá si hacemos algo agresivo como cortar las cadenas?

— No lo sé —le dijo Bob a su gato.

Miau —dijo Bob el Pequeño.

— Sabio el gato. —dijo Rosier.

— Tendrás que distraerlos, Bob —dijo Percy—. Rosier y yo rodearemos a los dos titanes sin que nos vean y cortaremos las cadenas desde atrás.

— Sí, bien —dijo Bob—. Solo hay un problema: cuando estéis dentro de las puertas, alguien deberá quedarse fuera para pulsar el botón y defenderlo.

Percy intentó tragar saliva. Y Rosier mordió su labio al haber olvidado aquél tan importante detalle.

— Eh… ¿defender el botón?

Bob asintió con la cabeza, rascando al gato debajo de la barbilla.

— Alguien deberá mantener apretado el botón de subir durante doce minutos o el trayecto no se completará. —respondió Rosier.

Percy echó un vistazo a las puertas. Efectivamente, Crío todavía apretaba el botón con el pulgar. Doce minutos… Tendrían que apartar a los titanes de las puertas de alguna forma. Luego Bob, Percy o Rosier tendrían que mantener el botón apretado diez largos minutos, en medio de un ejército de monstruos en el corazón de Tártaro, mientras los otros dos se trasladaban al mundo de los mortales. Era imposible.

— ¿Por qué doce minutos? —preguntó Percy.

—No lo sé —respondió Rosier—. ¿Por qué doce dioses del Olimpo o doce titanes?

—Vale —dijo Percy, pero le quedó un sabor amargo en la boca — ¿Pero, a qué te refieres con lo de que el trayecto no se completará? ¿Qué les pasaría a los pasajeros?

Rosier no contestó. A juzgar por su expresión de dolor, Percy decidió que no quería estar dentro del ascensor si se paraba entre el Tártaro y el mundo de los mortales.

— Si pulsamos el botón durante doce minutos —dijo Percy— y las cadenas se cortan…

— Las puertas deberían reajustarse —dijo Bob—. Se supone que es lo que hacen. Desaparecerán del Tártaro y aparecerán en otra parte, donde Gaia no pueda utilizarlas.

— Y mi padre podrá reclamarlas —dijo Rosier—. La muerte volverá a su estado normal, y los monstruos perderán el atajo al mundo de los mortales.

Percy espiró.

— Tirado. Menos… bueno, menos todo.

Bob el Pequeño ronroneó.

— Yo apretaré el botón —se ofreció Bob.

Una mezcla de emociones se agitaron dentro de Percy: pena, tristeza, gratitud y culpabilidad, concentrándose en un cemento emocional.

— No podemos pedirte eso, Bob. Tú también quieres cruzar las puertas. Quieres volver a ver el cielo y las estrellas y…

— Me gustaría —convino Bob—. Pero alguien tiene que apretar el botón. Y cuando las cadenas estén cortadas… mis hermanos lucharán para impedir que paséis. No querrán que las puertas desaparezcan.

Rosier contempló la interminable horda de monstruos. Aunque dejara que Bob se sacrificase, ¿cómo podría defenderse un titán contra tantos durante doce minutos mientras mantenía un dedo en un botón?

Rosier apretó los labios, mirando las puertas como si las estuviera memorizando, como si supiera que esa podría ser la última vez que las veía. Percy, mientras tanto, seguía tratando de idear una solución en su cabeza, pero ninguna de sus ideas parecía viable.

— Bob, no puedo dejar que hagas esto tú solo —insistió Percy—. Tiene que haber otra forma.

Bob se limitó a encogerse de hombros, su expresión serena pero resuelta.

— Alguien debe hacerlo.

Rosier mantenía la mirada fija en las puertas, la mandíbula apretada como si intentara contener algo que amenazaba con desbordarse. Percy estaba a punto de decir algo, pero ella habló primero, con la voz suave pero firme.

— Me quedaré.

Percy sintió como si le hubieran dado un golpe en el estómago.

— ¿Qué? No. Rosier, no puedes hacer eso.

Ella se giró hacia él, y por primera vez desde que la conocía, vio algo más que la compostura fría y controlada. Había determinación, sí, pero también un dolor profundo que parecía haber estado guardado por siglos.

— Percy, escucha. —Su voz era baja, pero intensa, como si no pudiera permitirse que alguien más la oyera—. Llevo siglos atrapada en el Tártaro.

Percy se quedó en silencio, sus ojos buscando los de ella, tratando de entender lo que acababa de confesar.

— ¿Siglos?

Rosier asintió, pero apartó la mirada como si no pudiera soportar su reacción.

— No puedo explicarte cómo ni por qué llegué aquí, no ahora. Pero este lugar me ha moldeado, me ha cambiado de maneras que ni siquiera yo entiendo del todo. Salir… no sé si encajo en el mundo allá afuera.

— ¿Eso qué importa? —dijo Percy, dando un paso hacia ella—. No puedes quedarte aquí. Este lugar no es para ti, Rosier. No es para nadie.

Ella dejó escapar una risa amarga, más un suspiro que otra cosa.

— Percy, tú no entiendes. Este lugar es todo lo que he conocido desde que era una niña. —Se detuvo, como si estuviera al borde de revelar demasiado, y luego sacudió la cabeza—. Tú sí perteneces allá afuera. Tienes una vida, amigos, un propósito. Yo...

— ¿Y qué hay de ti? —interrumpió Percy—. ¿No crees que mereces una oportunidad? Una vida fuera de esto.

Rosier lo miró, sus ojos oscuros llenos de emociones encontradas.

— Quizás. Pero no a costa de la tuya.

Percy se acercó más a ella dejando unos centímetros entre ambos, llevó su mano a la mejilla de ella acunandola. Un tacto que envió cargas de energía al cuerpo de ambos:

— No estoy pidiendo que lo hagas a costa de mí. Estoy diciendo que no te sacrifiques. Vamos a salir de aquí juntos, ¿entiendes?

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