⠀⠀⠀⠀⠀⠀⠀⠀⠀⠀⠀⠀O18.
☠. — ¿Estás bien, grandullón? —susurró Percy.
Bob frunció el entrecejo.
— Pues no lo sé. En medio de todo esto —señaló alrededor de ellos—, ¿qué significa «bien»?
Rosier miraba hacia las Puertas de la Muerte, pero la manada de monstruos le tapaba la vista.
— ¿He oído bien? ¿Otros dos titanes están vigilando nuestra salida? Eso no es bueno.
Percy miró a Bob. La expresión distante que vio en el titán le preocupó.
— ¿Te acuerdas de Ceo? —preguntó con delicadeza—. ¿Te acuerdas de todo lo que ha dicho?
Bob cogió su escoba.
— Cuando me lo ha dicho me he acordado. Me ha devuelto mi pasado como… como si fuera una lanza. Pero no sé si debería aceptarlo. ¿Sigue siendo mío aunque no lo quiera?
— No —dijo Rosier rápidamente y segura de lo que decía—. Ahora eres distinto, Bob. Eres mejor.
El gatito saltó de la cabeza de Bob. Empezó a dar vueltas alrededor de los pies del titán, golpeando las vueltas de sus pantalones con la cabeza. Bob no pareció darse cuenta.
Percy deseó poder estar tan seguro como Rosier. Deseó poder decirle a Bob con absoluta certeza que debía olvidar su pasado. Sin embargo, Percy entendía la confusión de Bob. Se acordó del día que había abierto los ojos en la Casa del Lobo, en California, con la memoria borrada por Hera. Si alguien hubiera estado esperándole al despertar, si lo hubieran convencido de que se llamaba Bob y de que era amigo de los titanes y los gigantes…, ¿se lo habría creído? ¿Se habría sentido traicionado cuando hubiera descubierto su verdadera identidad?
«Esto es distinto —se dijo—. Nosotros somos los buenos».
Pero ¿lo eran realmente? Percy había dejado a Bob en el palacio de Hades a merced de un nuevo amo que lo odiaba. A Percy no le parecía que tuviera mucho derecho a decirle a Bob lo que tenía que hacer, aunque sus vidas dependieran de ello.
— Creo que puedes elegir, Bob —se aventuró a decir Percy—. Quédate con las partes del pasado de Jápeto que quieras conservar y deja el resto. Tu futuro es lo importante.
— Futuro… —meditó Bob—. Es una idea mortal. Yo no estoy hecho para cambios, amigo Percy —echó un vistazo a la horda de monstruos—. Nosotros somos iguales… para siempre.
— Si fueras igual —dijo Rosier—, Percy y yo ya estaríamos muertos. Puede que no estuviéramos destinados a ser amigos, pero lo somos. Has sido el mejor amigo que podíamos pedir.
Los ojos plateados de Bob parecían más oscuros de lo habitual. Alargó la mano, y Bob el Pequeño saltó a ella. El titán se alzó cuan largo era.
— Vamos, pues, amigos. Estamos cerca.
Pisar el corazón de Tártaro no era ni mucho menos tan divertido como parecía.
El terreno morado era resbaladizo y palpitaba constantemente. Parecía liso de lejos, pero de cerca se podía apreciar que estaba hecho de pliegues y surcos que resultaban más difíciles de recorrer cuanto más lejos andaban. Los bultos nudosos de arterias rojas y venas azules ofrecían asidero a Rosier cuando tenía que trepar, pero el progreso era lento.
Y, por supuesto, había monstruos por todas partes. Manadas de perros del infierno rondaban las llanuras, aullando, gruñendo y atacando a cualquier monstruo que bajara la guardia. Las arai daban vueltas en lo alto con sus alas curtidas, formando espantosas siluetas oscuras en las nubes venenosas.
Percy tropezó. Su mano tocó una arteria roja, y una sensación de hormigueo le recorrió el brazo.
— Aquí dentro hay agua —dijo—. Agua de verdad.
Rosier gruñó.
— Su sangre es uno de los cinco ríos.
— ¿Su sangre? —Percy se apartó del grupo de venas más cercano—. Sabía que los ríos del inframundo desembocaban en el Tártaro, pero…
— Sí —convino Bob—. Todos corren a través de su corazón.
— Qué curioso, prácticamente hace unos días bebimos de su sangre. —Rosier rió de manera amarga, y a Percy le dió asco al caer en cuenta de eso.
Percy recorrió con la mano una red de capilares. ¿Fluía entre sus dedos el agua de la laguna Estigia o tal vez del Lete? Si al pisar una de esas venas estallase… Percy se estremeció. Comprendió que estaba paseando por el sistema circulatorio más peligroso del universo.
Delante de ellos, unas franjas dentadas de oscuridad hendieron el aire, como relámpagos pero de un negro puro.
— Las puertas —dijo Bob—. Debe de haber un buen grupo cruzándolas.
—¿Todos los monstruos pasan por la Casa de Hades? —preguntó Percy—. ¿Qué tamaño tiene ese sitio?
Bob se encogió de hombros.
— Quizá los mandan a otra parte cuando cruzan. La Casa de Hades está en la tierra, ¿sabes? Ese es el reino de Gaia. Ella puede enviar a sus seguidores adonde quiera.
— Si Gaia tiene tanto poder, ¿no podrá controlar adónde vamos a parar nosotros? —preguntó Rosier.
Percy detestó esa pregunta. Bob se rascó el mentón.
— Vosotros no sois monstruos. Puede que vuestro caso sea distinto.
A Rosier no le hacía gracia la idea de que Gaia los estuviera esperando al otro lado, lista para teletransportarlos al centro de una montaña, pero por lo menos las puertas ofrecían una posibilidad de salir del Tártaro.
Tampoco tenían una opción mejor.
Bob les ayudó a pasar por encima de otro surco. De repente, las Puertas de la Muerte aparecieron: un rectángulo de oscuridad situado en la cima de la siguiente colina del corazón, a unos cuatrocientos metros de distancia, rodeado por una horda de monstruos tan numerosa que Rosier podría haber ido andando por encima de sus cabezas.
Las puertas todavía estaban demasiado lejos para distinguir los detalles, pero los titanes que la flanqueaban le resultaban bastante familiares. El de la izquierda llevaba una brillante armadura dorada que relucía con el calor.
— Hiperión —murmuró Percy—. No hay forma de que ese tío se quede muerto.
El de la derecha llevaba una armadura azul oscuro con unos cuernos de carnero enroscados a los lados de su yelmo.
— Los otros hermanos de Bob —dijo Rosier. La Niebla de la Muerte se arremolinó alrededor de ella y transformó su cara por un momento en una calavera —. Bob, si tienes que luchar contra ellos, ¿podrás hacerlo?
Bob levantó su escoba como si estuviera listo para limpiar porquería.
— Debemos darnos prisa —dijo, una frase que no era realmente una respuesta, como Percy advirtió—. Seguidme.
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