CAPÍTULO 3
<< Explicar un sentimiento es como entender poesía. Tú tienes tu metáfora, y yo tengo la mía. >>
LYTOS
(POV Luffy)
Dejaste de tocar, me miraste y se me detuvo el corazón.
¿Quién hubiera imaginado que mi color favorito sería el de tus ojos?
Un silencio. Un suspiro irónico y una sonrisa incrédula. Parecía que me hubieras estado esperando tres vidas eternas.
Volviste a desviar tus orbes de plomo hacia las teclas del piano, hinchaste tu pecho con el aire de mis suspiros y seguiste tocando. Cerraste los ojos y nos meciste con delicadeza en la agradable melodía que componían tus manos.
Entonces te vi sonreír; la curva más exquisita que había tenido el placer de estudiar.
Lo reconozco: conseguiste encogerme el corazón. Y es que eras el puro reflejo de la nostalgia y el dolor.
Decidí tomar asiento en el hueco que habías dejado en el banquillo y espié las runas que decoraban la piel de tus manos. Aquello te sorprendió. ¿Cómo no ibas a hacerlo, si hasta ahora tu única compañía había sido la desgarradora voz del silencio y su soledad?
Te pusiste nervioso y no lo disimulaste: dejaste de acariciar las teclas y te encogiste a mi lado. Entonces volví a permitirme el lujo de escrutar la tinta que encriptaba tus manos.
<< Dicen que los tatuajes son cicatrices que se llevan por fuera para mostrar el dolor que sentimos por dentro >> murmuré. Tú me fulminaste con la mirada.
<< Hablas demasiado >> acabaste suspirando. Y comprendí que tu voz era el mar en calma que mecía mis oídos.
Me encogí de hombros y comencé a tocar. Ya habían pasado varias semanas, pero me daba igual. Era verdad; quería recordar lo bien que sonábamos juntos, aunque cuando te fuiste decidí que no volvería a tocar un piano jamás.
Arqueaste las cejas y compusiste conmigo la sonrisa que mejor nos describía.
<< Veo que te gusta esa pieza >> fanfarroneaste. Adorabas recordarme la forma tan mágica con la que me enamoraste.
Aquella vez fue la excepción.
<< No es la música, sino a quién me recuerda >> sonreí.
Tú también lo hiciste.
Sabía que sacarte una sonrisa no era ningún misterio, pero tú estabas acostumbrado a dejar a tu paso una estela de tormento.
Pusiste tu mano sobre la mía y me ayudaste a terminar el acorde. ¿Lo ves? Siempre conseguías completarme.
<< ¿No vas a decirme tu nombre? >> inquirí. Negaste con la cabeza.
Aquello acabó con mi paciencia. ¿Cuándo se suponía que dejarías de tratarme con aquella exquisita indiferencia? Hinché los mofletes y fruncí el ceño para enfrentar a tu arrogante prepotencia, pero sonreíste tras embelesarte, de nuevo, con la imagen que reflejaban mis ojos: la de tu apariencia.
<< ¿Estás libre para cenar esta noche? >> pregunté precipitadamente. Vi que te marchabas y sentí la necesidad de detenerte.
Frenaste toscamente frente a la puerta y me permití el lujo de imaginar los músculos que escondía tu camiseta. Tus dedos se cerraron en torno a la manivela de la puerta y mi corazón se convirtió en un tambor dictado por un par de baquetas.
<< Lo siento, Monkey-ya >> ni siquiera me miraste, << tengo una cita con alguien importante. >>
Malditos tú y tu apretada agenda. ¿Tan atado de pies y manos estabas que no podías dar conmigo ni una vuelta? Agaché la cabeza con sincera tristeza y tú no dudaste en mostrarme otra de tus atrevidas y provocativas sonrisas picarescas.
<< Sin embargo, justo estaba pensando en cómo podría perder mi tiempo lo que queda de mañana >> me espiaste por encima del hombro. << ¿Te apetece ayudarme a sobrellevar el aburrimiento? >>
Aquella fue la primera vez que nuestros ojos se cruzaron mientras sonreíamos. Qué tontos que fuimos...
No esperé ni un segundo más. Sujeté tu mano con altanería y tiré de ti corriendo por los pasillos, conduciéndonos a nuestro pequeño comienzo, el de nuestros sentimientos escondidos.
<< ¡Monkey-ya! >> me regañaste por mi falta de modales, pero lo cierto es que me daba igual lo que pensara de mí un arrogante frescales.
<< Si nos damos prisa, quizás lleguemos a tiempo para coger una mesa >> quise explicarte.
La diferencia de nuestros respectivos parnés fue lo que nos llevó a reunirnos de nuevo en el café donde surgió aquel primer roce de miradas. Nos sentamos en los sofás desde donde yo solía observarte tocar, contemplé una vez más el piano y recordé la destreza con la que tus manos, no viéndose satisfechas con el resultado de tus melodías, recorrían campantes la superficie del teclado.
<< ¿Sueles venir mucho por aquí? >> preguntaste con la mirada perdida en ninguna parte.
Yo volví a la realidad para mirarte a los labios y despistarme con las curvas que los confinaban.
<< A veces... >> murmuré por lo bajo, sin terminar de entender qué era lo que tenías que me llevaba tan de cabeza.
Tú compusiste esa sonrisa que se llevaba todos mis suspiros. Te fijaste en cómo te miraba y ensanchaste el gesto, altivo. Apoyaste los codos sobre el tablero de la mesa y en tus manos entrelazadas, la cabeza.
<< Monkey-ya..., yo solo sé hacer daño >> es lo que me repetías.
<< Tú eres mi razón de levantarme cada día >> te decía, y sonreías.
Tu estabas allí para acabar con algo que no había empezado; yo para convencerte de que hicieras lo contrario. ¿Por qué no intentarlo?
Suspiraste y dejaste varios billetes sobre la mesa antes de levantarte. ¿Ibas a dejarme de nuevo con las palabras en la boca? ¿No te conformabas con robarme el corazón con cada melodía que tocabas y aun tocas?
<< Venga, voy a llevarte a casa >> sentenciaste sin mirarme.
Yo me crucé de brazos, me puse en pie y señalé el dinero que habías dejado entre nuestros platos.
<< De acuerdo, pero yo pago mi parte >> es lo único que fui capaz de contestarte.
<< Cállate, enano. Esta corre de mi cuenta >> me espetaste.
Aquello fue la gota que colmó el vaso. ¿Primero ibas de caballero y luego de prepotente altanero?
Sonreí de lado en un intento de imitar tu cuantiosa presunción, me puse en pie sobre uno de los taburetes que había cerca de la barra y te observé con aire guasón.
<< ¿Cuándo vas a dejar de tratarme como a un crío? >> puse mis brazos en jarras.
<< ¿Qué se supone que haces? >> me recriminaste en voz baja. << La gente nos está mirando. >>
<< La gente nos lleva mirando desde que entré contigo por la puerta >> vacilé con picardía.
<< ¿Estás ligando conmigo? >> inquiriste con socarronería.
<< No sé de qué me hablas, ¿pero cómo se siente ser el más bajo? >>
<< Protegido, supongo... >> ¿Tan roto estabas por dentro?
Uno de los camareros nos llamó la atención y nosotros nos miramos una vez más a los ojos.
<< No volver a llamarte enano. Entendido >> concluiste.
Salimos del local con normalidad dejando a la gente haciéndose vagas ideas sobre lo que acababa de pasar. Subimos a tu coche y condujiste hasta el lugar que siempre podrás llamar hogar.
<< Voy a tener un serio problema si sigues comportándote de esa manera >> suspiraste con los ojos fijos en la carretera.
<< ¿Y eso por qué? >>
<< Porque tu comportamiento empieza a gustarme y no quiero acostumbrarme. >>
Yo sabía que eras diferente. Al menos eso pensaba cuando mi sonrisa y corazón aun eran inocentes.
Dejé de soñar con tocar los instrumentos y comencé a divagar sobre cómo sería el tacto de tu pelo, de tus dedos...
Bajamos del coche y me acompañaste hasta el umbral de mi casa. Nos quedamos un rato en el porche sin decir nada hasta que conseguí reunir el valor suficiente para mirarte a la cara.
<< ¿Vas a decirme ya tu nombre? >> exigí, impaciente.
Negaste con la cabeza y yo estuve a punto de mandarte a la mierda.
<< ¿Vas a volver a desaparecer? >>
<< No lo sé... >> me provocaste adrede. << ¿Acaso quieres que me quede? >>
Y por obra de nuestra pequeña e irónica telepatía, empujé la puerta con el pie para dejarte paso a la intimidad de mi vida.
<< Qué tonto... abriéndole la puerta a un desconocido... >> negaste levemente con la cabeza, sonriente. << Ya no sé quién de los dos es peor >> te acercaste.
<< ¿Por qué lo dices? >> mis sentimientos eran un puto desastre.
<< Porque lo que voy a hacer tampoco es propio de desconocidos >> y me besaste.
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