━━𝟎𝟖
Después de la cena, no volvieron a hablar. Intercambiaron alguna que otra mirada distraída, siempre y cuando el otro no se estuviera dando cuenta.
Erial se había tumbado sobre la madera del piso intermedio, en la zona de popa. Estaba relativamente cerca del consultorio de Chopper, y la luz naranja del interior aún salía a través de la rendija de la puerta.
Law entraba de vez en cuando, y salía al poco rato con la misma expresión con la que había pasado. Al parecer, Chopper no encontraba absolutamente nada acerca de esas cosas que había mezcladas en el agua. Había dado con alguna parecida, pero ninguna exactamente igual. Eso le mantenía tan intrigado que perdió la noción del tiempo haciendo pruebas, observando y tomando notas.
Erial había llegado al punto de pensar que pasaría la noche allí adentro, hasta que Franky subió las escaleras. Se acercó a la puerta y, en vez de tocar con las enormes manos de robot, dejó que saliese de una de ellas una mano más pequeña que lo hiciese en su lugar.
A la chica le resultó tan curioso que no fue capaz de dejar de mirarle. De la tripulación, aún había algunos miembros a los que no terminaba de comprender del todo, y Franky era, definitivamente, uno de ellos.
La duda más grande que tenía sobre él era el cómo un ser humano podía sobrevivir aún con tantas piezas insertadas en su cuerpo. Jamás había visto nada parecido antes de subir a bordo del Sunny.
Franky llamó a Chopper, y le advirtió de que la tripulación (menos los que montaban guardia) irían a dormir. A regañadientes, Chopper tomó la determinación de dejarlo estar y continuar al día siguiente.
Al darse la vuelta y con la puerta completamente abierta, el cyborg vio a Erial y se sorprendió. Ella también, ya que no se esperaba siquiera que fuese verla o a hablar con ella.
—Uh, no te había visto, Erial —puntualizó.
Erial se bloqueó. No supo qué contestarle, y se limitó a tratar de esbozar una sonrisa tan sutil que ni se vio.
—¿No estarías mejor con las chicas en el dormitorio? Quizás refresque aquí afuera —advirtió el cyborg.
—No, tranquilo. Aquí estaré bien —negó ella, rápidamente. Carraspeó—. Gracias.
Franky le tomó la palabra y no dudó más. Sonrió y, antes de marcharse, le dijo:
—¡Que tengas una súper buena noche!
—Igual... mente —respondió la chica, un poco a trompicones.
Poco después, Chopper salió y apagó la luz. Se despidió también de Erial y corrió a los dormitorios. Ella lo vio entrar y, cuando la puerta se cerró, la cubierta al fin quedó en calma.
Resultaba extraño. No había tenido calma en todo el día y, pese a que era lo que quería y deseaba, no la había echado de menos. No allí.
La calma era como si no perteneciese a ese barco. Como si estuviera fuera de lugar.
Se le vinieron a la mente las pocas palabras que acababa de intercambiar con Franky, la despedida de Chopper, y las amables palabras de Sanji. Tan buen trato la tenía desconcertada y confundida. Una persona... podía ser. Pero... ¿tantas a la vez? No sabía ni cómo sentirse.
Al otro lado, Law se sentó en el suelo también. Se quedó a buena distancia de ella, aunque por momentos no parecía tanta. El chico había intentado acercarse a ella, indagar, averiguar algo que le diese pistas sobre sus verdaderos motivos para estar allí. Ella lo había esquivado por el momento, aunque se había acercado en el momento más imprevisible y le pilló con la guardia baja.
Para sus adentros, Law lo meditaba mucho. Tenía la misión autoimpuesta de averiguar algo sobre esa chica, por seguridad. Sin embargo, le desconcertaba. Daba impresión peligrosa, con su atuendo, su frialdad y su arma. Por otra parte, demostraba una inocencia y una ignorancia tan rara como muy poco convencional en su edad. Eso le hacía bajar sus escudos. ¿Y si en realidad ella no era peligrosa?
Aunque, visto así, podía ser un papel. Un magnífico papel interpretado por una maravillosa actriz. ¿Sería eso?
¿Qué sentido tendría? ¿Con qué propósito? ¿Aparentar dureza por fuera y actuar así...? ¿Para qué exactamente?
Definitivamente, necesitaba despejar sus dudas. Por seguridad, se repetía.
No por curiosidad, ni interés.
Seguridad. La suya. La de los mugiwara.
¿Pero cómo podía hacerlo mejor? Nunca se le dieron bien esas cosas.
Resopló.
Erial se recostó en el suelo y se giró un poco, dándole la espalda a él directamente, en el lado opuesto de la popa. Había tratado de ignorar los peces muertos del mar, aunque eran menos que al principio. Era mejor obviarlos, y lo sabía por experiencia.
Observó lo poco que se podía ver del cielo por culpa de la tormenta, y se sintió en paz. A la vez, triste.
Ahora sabía que el cielo se ponía así por las noches. Hubo un tiempo en el que no podía verlo y ni siquiera lo sabía. Ni siquiera sabía cómo era el cielo al caer el sol.
Esa época en la que no era más que un mito que podía ser verdad o no, pero que a ella le encantaba. El cielo de los mil ojos.
Se quedó dormida pensando en eso.
Ese día le tocaría a él vigilar uno de los dos puestos más cercanos ala costa. No era un trabajo demasiado agradable, pero alguien debía estar allí por si acaso aparecía algún barco extraviado, u otro de esos seres erráticos de las sombras.
Se puso su traje antirradiación, agarró una linterna en forma de farolillo y se llevó uno de los muchos contadores Geiger de la base principal. Hasta que lograse llegar a la costa, esas serían sus únicas defensas. Luz, un traje impermeable, y los chasquidos continuos del cachivache que se llevaban a todos lados.
Salió y cerró la puerta de la base tras él. Tiró hasta lograr encajarla del todo, y se aventuró al triste exterior de la isla.
Había tormenta. El rugido de los truenos y el sonido vacío del aire llegaron para recibirle.
Suerte que se sabía el camino de memoria. Darzad no era una isla demasiado grande, pero era peligrosa. Demasiado.
Estaba justo en medio de una zona de aguas muy revueltas y, añadido a las tormentas permanentes y a los nubarrones negros que la cubrían, hacían en ella una suerte de noche eterna. Darzad era una isla extraña. Los contadores Geiger se disparaban en determinados puntos del camino, y los habitantes de la isla preferían siempre esquivarlos. Ninguno de ellos había terminado de saber qué había más allá de las rutas que recorrían siempre, pues no sabían el origen de la radiación. Pese a que tenían los contadores consigo, los niveles de radiación que mostraban eran imprecisos. Los números bailaban por la pantalla como locos, y los pocos que vivían en Darzad se acostumbraron a guiarse únicamente por el sonido que emitían.
Ya que la isla estaba en un lugar sumamente peligroso, ningún barco se detenía en ella. La función que ellos cumplían era la de fareros. Llegaban a las costas, del este y oeste, y encendían luces potentes para orientar a posibles barcos perdidos. Hacía mucho que ninguno pasaba por la zona, pero nunca se sabía. Era preferible evitar que alguno se estrellara en plena penumbra.
El chico siguió avanzando. Los chasquidos del contador eran desiguales, aunque ya sabía interpretarlos más o menos. Mientras el contador no se volviese absolutamente loco, estaría a salvo.
La isla era tenebrosa a más no poder. A veces, los fareros habían creído oír pequeños incendios que aparecían de repente en medio del sonido del viento. La radiación y el miedo a las tinieblas les impedía averiguar más, y en su interior casi preferían no saber qué era. Al fin y al cabo, las pocas veces que los oyeron, acabaron disipándose por sí solos.
No había animales en Darzad. O al menos, hasta donde ellos sabían. Fuera de las criaturas marinas y de los seres que vivían en las tinieblas del mar, nadie salvo ellos pisaba esa isla.
El contador se descontroló un tanto sin sentido cuando se acercaba al punto de la costa oeste. El chico se detuvo y golpeó el aparato como pudo con la otra mano. No tenía ningún sentido. Recorría a menudo esa ruta y, aunque viera a duras penas gracias a la luz de la lámpara(aunque fueran metros escasos), había aprendido a reconocer el camino.
Al final el aparato se tranquilizó. No obstante, el que se alteró después fue el chico. En medio de los destellos de relámpagos lejanos, vio una silueta recortada en la luz violeta. Echó a correr hacia la base del oeste, pensando que era un barco que necesitaría luz para guiarse. Entró a lo loco. La base era mucho más pequeña que la principal, casi como un cobertizo o una casa de una única habitación. Rebuscó en una mesa llena de aparatos y botones el interruptor para encender la luz del faro y en cuanto lo encontró, la potente luz comenzó a girar en medio de la penumbra.
Un fuerte trueno sonó a la par que el chico buscaba la radio para ponerse en contacto con la base principal.
Se había equivocado. No era un barco. Gracias a la luz del faro lo distinguió mejor.
—Faro Oeste a Base —dijo el chico por la radio.
Un nuevo relámpago llenó la negrura de un color violeta eléctrico.
Gigantescas olas se alzaban furiosas en la oscuridad y chocaban contra los acantilados de Darzad. No eran solo corrientes marinas, ni tormentas.
—Faro Oeste a Base, ¿me reciben? —Repitió.
Truenos.
—Base a Faro Oeste, te recibo —contestó una voz de mujer—. ¿Qué sucede?
—Es esa época del año otra vez.
—¿Los animales? —Preguntó la mujer de la radio.
—Sí —concluyó él—. Debemos dar el aviso al resto de islas. Nadie debe salir a navegar hasta que se les haya pasado la rabia.
Era como un ciclo.
Los animales marinos de esas aguas tenían un comportamiento ya de por sí extraño, errático, aunque no tenía comparación a cuando llegaba esa época. Los animales se volvían hostiles contra toda embarcación que vieran, de formas inimaginables. Enloquecían por completo.
Lo llamaban la rabia, por ponerle un nombre. Aunque nadie sabía bien qué era lo que les pasaba, ni por qué luego se volvían a calmar.
Solo cabía esperar que nadie estuviese ya navegando cerca de allí.
Y tal vez...
Navegando aunque fuese lejos.
Se despertó confundida y angustiada, sabiendo que había tenido un sueño desagradable durante la noche, pero sin poder recordarlo.
No abrió los ojos enseguida. Se sentía especialmente fatigada, y le dolía todo el cuerpo. A juzgar por su postura, había dormido en posiciones muy raras. Le pasaba demasiado a menudo.
También sentía los pinchazos y la tirantez de los puntos del costado. Los sentía mucho más de lo que recordaba el día anterior, por algún motivo que no tardaría en descubrir. Por momentos se había olvidado de ellos, y ese había sido su error.
Alguna astilla, recoveco, o sus propias posturas, le habían roto varios puntos, y la herida se había reabierto.
Erial lo tocó con los ojos parcialmente abiertos. Notó humedad. Estaba sangrando otra vez.
De frente, justo donde estuvo a la hora de la cena, Law estaba durmiendo o eso, al menos, era lo que parecía.
«Mierda.» Pensó la chica.
Trató de abrir los ojos despacio y de incorporarse poco a poco para no empeorarlo. A ese ritmo no acabaría nunca.
Muy lentamente se incorporó y la madera bajo ella crujió un poco. Se apoyó en sus brazos, y después en sus manos para recostarse contra la pared. Tenía un resquicio de esperanza en que podría disimular y esperar a que se curase por sí solo, hasta que una voz a su izquierda lo hizo desaparecer.
—Oi, ¿qué ha ocurrido? ¿Cómo te has hecho eso?
Erial ladeó la cabeza, sentada en tensión.
—¿Crees que lo he hecho queriendo? —Le respondió.
Law se quedó con la boca abierta para añadir algo, pero no lo hizo. No había sido la mejor pregunta que podía haberle hecho.
Se puso en pie y caminó hacia ella. Se agachó para ayudarla a levantarse, pero Erial, cabezota, le negó la ayuda en un principio.
—Debe coserse de nuevo. Vamos al consultorio.
—¿Me vas a coser tú?
Law enarcó una ceja.
—Mapache-ya está aún durmiendo, es muy temprano, cuanto antes mejor —hizo una pausa—. ¿Qué pasa? ¿No te fías de mí?
Erial se detuvo en seco. Estuvo tentada de contraatacar, de decirle que claramente era a la inversa. Se quedó callada.
Se esforzó por ponerse en pie por sí misma, pero la herida se le abrió un poco más y acabó echada a hombros de Law casi sin darse cuenta.
Cuando entraron al consultorio, Law se apresuró a buscar los utensilios que necesitaba. Le dijo a Erial que se tumbase sobre la camilla, e hizo el amago de quitarle el tridente de la espalda.
Como un acto reflejo, Erial le apartó la mano del tridente para agarrarlo ella misma. Lo dejaría, pero cerca de ella. Lo quería tener a mano en todo momento.
Law no dijo nada.
Entendía en cierta manera el recelo a abandonar el arma, aunque ahí tampoco debía temer tanto. Por alguna razón, empezaba a mosquearse.
La chica se subió a la camilla. No temía que la atacase o algo por el estilo. Mantenía el tridente cerca por otro motivo, y no le apetecía explicárselo, así que no lo hizo.
El chico se puso unos guantes de látex. Erial observó cómo movía los dedos para abrirse paso por el fino plástico azul, y cómo tomaba unas pinzas, hilo, y una aguja curva. Pese a que ninguno de esos utensilios tenía buena pinta en lo más mínimo, ella no sintió miedo.
—Ponte cómoda—le pidió, con algo más de amabilidad—. Es posible que esto te duela.
Erial solo asintió. Dejó a Law hacer.
Empezó limpiando la sangre con una gasa húmeda.
Después, empezó de nuevo a suturar. El chico no pudo evitar sorprenderse. No era que estuviese resistiendo bien el dolor o que estuviera fingiendo de maravilla. No veía el más mínimo ápice de dolor en ninguna parte de su cuerpo. Ni el ceño mínimamente fruncido, ni un solo respingo, ni la mandíbula apretada.
Solo los puños cerrados junto al cuerpo, en los que no se fijó especialmente.
La sutura no duró demasiado. En todo ese tiempo, Law se fascinó en cierta manera con su actitud. No había visto a nadie actuar con ese temple en una camilla. Era casi inhumano. Hubo un momento en el que, solo por el sube y baja de su abdomen, fue capaz de saber que seguía viva.
Una vez acabó de suturar, Erial abrió despacio los puños. Se había vuelto a clavar las uñas en las palmas de las manos, pero Law no se percató.
El cirujano retiró los instrumentos y se quitó los guantes. Erial abrió solo un ojo, y el chico la vio de soslayo.
—Ya he acabado, pero no te levantes aún.
Erial obedeció, aunque no pudo evitar revisar lo que le había hecho. Era una sutura impecable. Eran puntos pequeños, simétricos y limpios. No había duda de que sabía lo que se hacía...
Entretenida en admirar lo bien que lo había hecho (aunque no se lo dijo), no se dio cuenta de que Law preparaba un estetoscopio. Cuando estuvo lo suficientemente cerca de la chica, ella se retiró un poco de él.
Ese cachivache no lo conocía.
Law se quedó quieto. ¿No se asustaba de la aguja y del estetoscopio sí?
—Tranquila, voy a auscultarte.
Ella no bajó la guardia. No tenía ni idea de qué significaba eso. Jamás había ido al médico.
—Solo ibas a coserme —puntualizó, encogida.
—Y lo he hecho —dijo él—. Pero como médico, quisiera comprobar algo más.
Erial seguía reacia.
—No será nada. Solo es escuchar tu corazón... con esto —le enseñó el estetoscopio, como último recurso para hacer que se calmara. ¿Acaso no sabía lo que era?
Sus enormes ojos verdes recorrieron la silueta de Law varias veces, desconfiada.
Law acercó un taburete a la camilla.
—¿Qué le pasa a mi corazón? ¿Qué importa? —Protestó ella.
Trataba de hacerse la sorprendida, pero Law lo cazó al vuelo. La chica disimulaba francamente mal.
La miró fijamente a los ojos.
—Tú lo sabes.
Erial le sostuvo la mirada unos segundos. Y tenía razón. Claro que lo sabía. No sabía ponerle nombre, pero era consciente de ello.
La fatiga, los desvanecimientos, la dificultad para respirar...
—¿Por qué importa eso ahora...? —Preguntó Erial con un hilillo de voz.
—Ya te lo he dicho. Soy médico. Y como tal, siempre procuraré dar la mejor atención a mis pacientes. Y más aún si soy consciente de una cosa como esta desde el principio.
Erial no dio su brazo a torcer enseguida. Se fijó en la seriedad de Law, en la seguridad que reflejaban sus ojos plateados. Se fijó de nuevo en la sutura impecable que le había hecho. No podía negar que daba confianza ponerse en sus manos.
Sin embargo, chocaba con lo que ella quería. No deseaba dar detalles, no quería mezclarlos con sus problemas. No quería involucrarlos en nada que no tuviese que ver con ellos mismos y sus objetivos. No tenían por qué ayudarla en nada. No le debían nada.
Por otra parte, reparó en que de todas formas, Law ya lo sabía. No importaba lo que tratase de esquivar, porque él ya sabía que algo le pasaba y, aparentemente, mucho mejor que ella misma.
Podía esquivar a cualquier otra persona en ese aspecto, pero no a un médico. No a Law, específicamente. El poco tiempo que llevaba allí, le sirvió para percatarse de que era muy astuto, y que no se le escapaba nada. Temió que ese chico fuese su ruina a bordo.
Y ya no había marcha atrás.
Le costó admitir que le pudo el miedo a que fuese algo muy malo, la curiosidad por saberlo, prevenirlo y poder ponerle nombre.
Se relajó y volvió a tumbarse, aún algo reticente.
—Inspira y espira despacio.
Obedeció, algo a regañadientes. El estetoscopio estaba frío.
Lo movió de un sitio a otro. A ella no pareció importarle el tacto del artilugio, al menos, hasta que se dio cuenta de que los dedos de Law casi rozaban su piel sobre el pecho. Normalmente no le importaban esa clase de cosas, pero en esa ocasión se apresuró a subirse el buff hasta arriba. Notaba calor en la cara.
«¿Por qué me pasa esto ahora?» Pensó.
Law se percató y se puso tenso también. No obstante, supo disimularlo algo mejor que ella. Se apresuró a terminar, y cuando pareció estar más convencido, se lo quitó y se apartó.
Cuando el chico se volvió a sentar, Erial se lo quedó mirando. Recorrió cada facción, buscando un alivio, un consuelo... Lo que fuera. Aún sentía algo de calor en las mejillas, y trató de distraerse con alguna otra cosa.
Poco a poco, se fue fijando más que en su expresión. La línea de su mandíbula, sus patillas oscuras, los pendientes dorados, el contorno de su nuez... Cómo el tatuaje de su pecho asomaba ligeramente por fuera de la camisa...
Law carraspeó, tratando de disipar la tensión de la atmósfera.
—Tienes arritmia —le dijo, directamente.
Erial parpadeó deprisa y volvió a mirarle a los ojos enseguida. El sonrojo se esfumó de golpe.
—Latido anormal del corazón —le explicó. Ella no dijo nada—. Como supuse, muestras un latido irregular. No debes hacer esfuerzos demasiado grandes. Está bien que te ejercites, siempre y cuando no rebases cierto límite.
—¿Y si lo hago? —Preguntó, entre curiosa y asustada.
Law se ablandó un poco con su actitud.
—Posiblemente, te marearás. Incluso podrías sufrir desvanecimientos o desmayarte. ¿Lo has experimentado alguna vez?
Erial bajó la mirada. Asintió.
—¿Fatiga? ¿Ansiedad? ¿Sudoración?
Volvió a asentir lentamente.
—¿Cuándo fue la última vez?
Realmente no lo recordaba bien. En situaciones de estrés le empeoraba considerablemente.
—Hace meses... creo —terminó diciendo.
—En fin, aquí somos dos médicos. En cualquier caso, alguno de los dos podrá ayudarte si lo necesitas.
Erial levantó la cabeza de golpe. ¿Se había ofrecido a ayudarla? ¿Él?
—Tranquilo, no hace falta que os preocupéis —dijo sin intención de sonar borde, sonándolo de todas formas.
Law no se lo tomó tan mal, a pesar de todo.
—Lo haremos independientemente de eso. Mapache-ya estará de acuerdo conmigo.
Sus ojos verdes chocaron con los ojos grises del cirujano.
Dado que ella no añadió nada más y se puso en pie, él le dio la espalda para colocar los instrumentos en su sitio.
Según la chica recogía su tridente y se lo colocaba a la espalda, él, sin darse la vuelta, añadió:
—¿Sigues desconfiando de mí?
Había vuelto a sus pullas habituales. Ella acabó de colocarse el tridente, pensando en ignorarle. No obstante, decidió no callarse esa vez y seguirle la corriente.
Con lo bien que habían hablado hasta ese momento.
Cierto era que, después de aquella interacción, el chico no le intimidaba de la misma forma, aunque seguía queriendo ir con cuidado.
Ya no pudo contenerse.
—¿Y tú?
Law dejó la aguja dentro de un estuche de cristal y volvió ligeramente la cabeza. Sonrió de lado.
—No sé qué decirte —respondió él.
No fue capaz de descifrar su tono de voz esa vez.
—Lo mismo digo —replicó ella, abriendo la puerta del consultorio.
Law se encontró sonriendo solo, a saber por qué. Erial, por otra parte, cerró la puerta tras de sí, repitiéndose que quizás no había debido decir eso.
No quería problemas, ni ofender a nadie, y se estaba metiendo en problemas con los que parecían más fuertes a bordo. Primero Zoro y ahora... Law.
Y por algún motivo, Law le importaba más que el espadachín.
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