Sorpresas del destino

Y entonces apareciste un día de la nada, dándole un giro y una razón a mi vida.



(Recuerda que ella es tu compañera de vida. De ahora en adelante, tú la protegerás. Promételo, cariño.)

Los recuerdos de aquel día llegaron de golpe a su mente. Cuando los arcángeles se marcharon, él salió de la habitación con Elizabeth en brazos, se posó a un lado del cuerpo de Saraí y dejó a la bebé en el piso. La llamó repetidas veces, pero no respondió. Puso sus manitas a cada lado de su rostro y la miró de frente. Observó cómo sus ojos estaban abiertos, sus pupilas dilatadas y sin brillo. La sangre que brotaba del agujero en su cabeza empezaba a detenerse por la coagulación. Su cuerpo aún tenía leves espasmos. Él mantuvo sus ojos en ella durante mucho tiempo, hasta que el cuerpo dejó de moverse por completo.

El niño, en un acto inconsciente y ajeno a su realidad, comenzó a dibujar con la sangre de Saraí usando su dedo índice, mientras tarareaba una canción que su madre solía cantarle antes de dormir.

Su cuerpo no resistió el golpe de adrenalina que sintió al recordar. Se quitó la bandana para poder vomitar y, una vez que logró controlarse, volvió a mirar por la ventana:

Era un cuarto pequeño, con paredes totalmente blancas y una cama aún más pequeña, donde apenas cabía una persona acostada. Alrededor de la cama había aparatos de hospital, e incluso se podía apreciar que esta contaba con fajillos de tela como los de un psiquiátrico. Había también una pequeña mesa con dos sillas y algunos libros.

Tendida en el suelo, una joven híbrida llamaba la atención. Su cuerpo era delgado, su piel pálida. Vestía una bata blanca y una especie de camisa de fuerza; sus alas grises se veían muy maltratadas. No se podía distinguir bien su rostro, ya que su cabello rojizo y ondulado lo cubría. Sus pies estaban descalzos y sucios.

Samael se giró hacia la mujer que lo acompañaba y le apuntó con su arma.

—¿Qué le han hecho?

—Yo... no... —titubeó la mujer, temerosa.

—¡Abre la maldita puerta! —gritó exasperado.

La mujer, con dificultad, caminó hacia la puerta, puso una clave y su huella en el lector. Este denegó el acceso, marcando un bloqueo por la alarma en el sistema de seguridad. La mujer abrió los ojos de par en par y palideció. Se giró nuevamente hacia él, esperando lo peor.

—Es el sistema de alarma... no me permite el acceso —habló en un tono bajo, dominada por el miedo.

—¡Hija de puta!

Él se enfureció y la golpeó con el arma en la cara, la mujer cayó al suelo y él le disparó en la pierna, haciendo que pegara un grito de dolor. En segundos su rostro se hincho mientras sangraba de la nariz. Samael volvió a colocar su arma en su espalda baja, cerró los puños y de su espalda surgieron sus enormes alas, que se extendieron antes de cerrarse ligeramente. Sus ojos se volvieron completamente negros. Levantó su mano a la altura del corazón, y una energía intensa la envolvió. Luego abrió la palma y dirigió un rayo hacia la puerta, que se abrió de golpe con un estruendo.

La chica no mostró reacción alguna; estaba totalmente inconsciente. Samael se arrodilló junto a ella y apartó su cabello del rostro con delicadeza para poder observarla mejor. Frunció el ceño al darse cuenta del estado tan deplorable en el que se encontraba: estaba tan delgada que su piel parecía pegada a sus huesos. Verla así lo llenó de ira, deseando hacer estallar todo el laboratorio.

Con cuidado, rompió la camisa de fuerza que aprisionaba sus manos y la liberó. Luego la cargó en sus brazos. Su cuerpo era tan ligero y flácido como el de una muñeca de trapo. Salió del cuarto con paso firme y se dirigió directamente a la computadora.

La puerta de salida del área se abrió y unos hombres con trajes tipo militar entraron con armas largas. Samael extendió sus alas y dio un fuerte aleteo lanzando una gran corriente de aire que los hizo caer hacia atrás, sacó su pistola y les disparó uno a uno. Los militares sin dejar de disparar se ocultaban en la pared. Él se cubría con sus alas, volvió a meter su arma a su espalda baja, sacó una granada y se las arrojó. Se cubrió con sus alas junto con la joven Nephilim que en ocasiones tenía que sostenerla con solo una mano.

Tomó el maletín de la droga y recogió la USB que estaba conectada a la computadora. Luego caminó hacia la mujer que se ocultaba aterrada en un rincón entre los cubículos. Ella negaba con la cabeza, temblando, e intentaba inútilmente protegerse con las manos. Sin decir una palabra, le arrancó el gafete que llevaba colgado junto con su identificación.

Samael se dio la vuelta y corrió hacia una ventana que daba al exterior del edificio. Golpeó el cristal con su cuerpo, haciéndolo estallar en mil pedazos. Extendió sus alas y se lanzó al vacío, alejándose rápidamente y perdiéndose en la oscuridad de la noche.

Eran ya las cuatro de la mañana cuando un ruido despertó a Elliot. Se levantó lentamente, tratando de no hacer demasiado ruido, y abrió la puerta con cuidado. Desde el pasillo, vio que la luz de la habitación de Ezequiel estaba encendida.

Suponiendo que su amigo había llegado tarde, como solía hacer después de visitar los bares y clubs de la ciudad, Elliot se dirigió a la cocina para beber un vaso de agua. Sin embargo, al salir de la cocina notó algo extraño: en uno de los sillones de la sala había un maletín y un arma.

Se puso nervioso. Aunque sabía que Ezequiel trabajaba para la mafia, nunca habían hablado abiertamente del tema. Elliot no estaba de acuerdo con su estilo de vida, pero respetaba que fuera su decisión. Con creciente inquietud, decidió ir a ver a su amigo.

Se acercó a la puerta de su habitación y llamó.

—Ezequiel, ¿está todo bien?

No obtuvo respuesta. Esperó unos minutos, pegó su oído a la puerta y volvió a llamar.

—Hermano, ¿estás bien? Voy a entrar.

Abrió la puerta lentamente y lo encontró sentado junto a su escritorio, con los brazos cruzados y la mirada fija al frente.

—¿Estás bien?

Ezequiel no respondió, como si no lo hubiera escuchado. Elliot entró y siguió su mirada, tratando de entender qué estaba ocurriendo. Entonces, lo vio: sobre la cama estaba la joven pelirroja, tan delgada que parecía hecha de huesos y piel. Dormía aparentemente tranquila, acostada sobre sus propias alas grises.

Elliot no pudo evitar quedarse paralizado, sin saber qué decir o hacer ante aquella inesperada escena.

—¡Mierda! ¿Ella es?

—Estoy seguro. No sé cómo, pero lo sé.

—¿Dónde la encontraste? —Ezequiel no respondió.

—¿Está dormida?

—Está inconsciente.

—¿La secuestraste? —Silencio nuevamente—. Pero, ¿cómo ha pasado? No se ve nada bien.

—Vete a dormir, Elliot. Después hablamos.

—¿Pero tú estás bien? No te ves muy bien tampoco.

—Estoy bien, no te preocupes.

Elliot notó que la ropa de su amigo estaba manchada de sangre.

—¿No estás herido? Parece sangre.

—Estoy bien. La sangre no es mía ni de ella. Solo necesito un momento para aclarar mi mente.

—Está bien. Te dejaré. Si necesitas algo, avísame, ¿quieres?

Ezequiel asintió sin apartar la mirada de la joven. Elliot se retiró a su habitación, inquieto. Conocía a Ezequiel, y sabía que cuestionarlo no serviría de nada.

Horas más tarde, un grito lo despertó de golpe. Se levantó rápidamente y corrió al cuarto. La chica estaba histérica, gritando y llorando como si sintiera un dolor insoportable. Ezequiel trataba de calmarla, pero ella se alejaba con violencia, como si todo contacto le causara más sufrimiento.

—¿Qué le pasa? —preguntó Elliot, alarmado.

—Yo qué sé. ¿Alguna idea?

—¿Por qué me preguntas a mí? ¡Yo qué voy a saber! Tú la trajiste.

El rostro de Ezequiel mostraba una expresión poco común de él: preocupación y frustración. Tomó a la joven con fuerza, intentando someterla. Ella se retorcía, pataleaba y gritaba. Elliot notó que su piel estaba muy roja y se acercó para tocar su frente.

—Está ardiendo en fiebre.

—¿Y qué se supone que haga si no se queda quieta? ¡Tranquila, escúchame!

Intentó recostarla en la cama, pero ella seguía pataleando sin parar. Finalmente, la soltó y se apartó, desesperado. La joven, en un esfuerzo por levantarse, cayó al suelo de rodillas. Intentó ponerse de pie, pero Ezequiel la sostuvo antes de que volviera a caer. Ella vomitó encima de él, tosiendo violentamente.

Frunció el ceño y la obligó a sentarse en la cama mientras sostenía su cabello rojizo en una coleta improvisada para evitar que se manchara más.

—Es asqueroso —murmuró Elliot, mientras Ezequiel lo fulminaba con la mirada.

Cuando la joven terminó de vomitar, soltó su cabello y se quitó la chaqueta con cuidado para no ensuciarse más. Sin embargo, la chica empezó a convulsionar.

—¡Mierda! Voy a llenar la bañera con agua fría y traeré hielo. Tenemos que bajarle esa fiebre —dijo Elliot mientras salía apresuradamente de la habitación.

Abrió la llave de la tina en el baño principal, buscó hielo en la nevera y lo llevó al baño. Regresó corriendo al cuarto y encontró a Ezequiel sosteniendo a la joven, que aún convulsionaba. Con una seña, Elliot le indicó que lo siguiera al baño. Allí, intentaron meter a la chica en la tina, pero era complicado porque su cuerpo no dejaba de moverse y sus alas aparecían y desaparecían.

Finalmente, Ezequiel se metió con ella en la bañera, rodeándola con sus brazos para inmovilizarla. Elliot la tomó de los pies para ayudar a introducirla completamente. Una vez dentro, la joven volvió a vomitar. Ezequiel, se recostó en la tina sosteniéndola contra su pecho. Poco a poco, ella comenzó a calmarse hasta quedar inconsciente nuevamente.

Elliot, arrodillado junto a la bañera, suspiró mientras observaba su ropa mojada y manchada.

—Creo que me iré a bañar al baño de arriba —dijo, levantándose.

Se dirigió a su habitación, pero al girar la perilla de la puerta, escuchó que la televisión de la sala estaba encendida. Caminó hacia allí, extrañado, ya que estaba seguro de que no la había encendido.

No vio a nadie. Tomó el control remoto para apagarla, pero de repente...

—¡Hola!

—¡Ah, mierda!

—¿Qué? ¿Te asusté?

—¡¿Qué haces aquí?! ¿Por qué no has llamado?

—Jiji, estaba comiendo una manzana. No llamé porque no quería molestarlos.

—Sí, me doy cuenta.

Se acercó hasta quedar a centímetros de su rostro. Elliot la miró de arriba abajo, molesto, y se dio la vuelta para irse.

—¿No me has extrañado? —preguntó, sonriendo con picardía.

—Voy a cambiarme.

Ella lo detuvo.

—¿Estás molesto? Te ves diferente. Cambiaste mucho. Te ves... mmm, más hombre.
Elliot puso los ojos en blanco y dio unos pasos para irse, pero ella insistió.

—Cuando me fui, eras un niño.

—Y tú también eras una niña, aunque parecías una mujer de 20.

—Lo sé, beneficios de ser un demonio.

Elliot la observó en silencio. Ella era increíblemente atractiva, capaz de desarmar a cualquier hombre con una simple mirada.

—¿Qué es eso? —dijo señalando la camisa de Elliot con su larga uña pintada de rojo oscuro.

—Es vómito —respondió con fastidio.

De repente, la noticia en la televisión llamó su atención:

"Se registró una explosión aproximadamente a las tres de la mañana en el laboratorio Genetics Corporate AMEG. Hasta el momento, hay 15 muertos y varios lesionados."

Ambos miraron el televisor y luego al maletín con las mismas iniciales.

—Parece que nuestro querido hermano ha estado trabajando mucho —comentó la demonio, mordiendo su manzana.

—¿Qué ha hecho ese maldito loco? Mejor me voy a dar un baño. Hay mucho de qué hablar.

—¿Dónde está?

Elliot señaló el baño principal. Neimy, se dirigió allí, abrió la puerta y vio a Ezequiel en la tina, recostado con la joven inconsciente entre sus brazos.

—Hola, guapo. Veo que has estado muy ocupado. Creo que llegué en buen momento. ¿Quién es ella? No me digas... por fin encontraste a tu chica.

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