⠀⠀⠀⠀⠀⠀⠀⠀⠀⠀⠀⠀⠀035.

Percy y ella permanecieron uno al lado del otro en la puerta, esperando la siguiente oleada de monstruos. La vena que había explotado había hecho vacilar a los monstruos, pero no tardarían en recordar:
« Un momento, nosotros somos tropecientos, y ellos son solo dos» .

—Bueno —dijo Percy—, ¿tienes alguna idea mejor?

Règine deseó tenerla.
Las Puertas de la Muerte estaban justo detrás de ellos: su salida de ese mundo de pesadilla. Pero no podían usar las puertas sin que alguien manejara los mandos durante doce largos minutos. Si entraban y dejaban que las puertas se cerrasen sin que alguien mantuviera el botón apretado, Règine no creía que las consecuencias fueran saludables. Y si se apartaban de las puertas, se imaginaba que el ascensor se cerraría y desaparecería sin ellos.
La situación era tan deplorable que casi tenía gracia.

La multitud de monstruos avanzaba muy lentamente, gruñendo y armándose de valor.
Mientras tanto, los ataques de Bob se estaban volviendo más lentos. Tártaro estaba aprendiendo a dominar su nuevo cuerpo. Bob el Pequeño se abalanzó sobre el dios, pero Tártaro le dio un golpe del revés. Bob atacó rugiendo de ira, pero Tártaro cogió su lanza y se la arrebató de las manos de un tirón. Lanzó a Bob cuesta abajo de una patada, y el titán derribó una hilera de telquines como si fueran bolos con forma de mamíferos marinos.

¡Ríndete!, bramó Tártaro.

—Jamás —dijo Bob—. Tú no eres mi amo.

Pues muere por desafiarme, dijo el dios del foso. Los titanes no significáis nada para mí. Mis hijos, los gigantes, siempre han sido mejores, más fuertes y más crueles. ¡Ellos volverán el mundo de arriba tan oscuro como mi reino!

Tártaro partió la lanza por la mitad. Bob gimió de dolor. Bob el Pequeño saltó en su ayuda, gruñendo a Tártaro y enseñando los colmillos. El titán se levantó con dificultad, pero Règine sabía que era el fin. Incluso los monstruos se volvieron para mirar, como si intuyeran que su amo Tártaro estaba a punto de acaparar toda la atención. La muerte de un titán era algo digno de ser visto.

Percy cogió la mano de Règine con delicadeza, ante aquel contacto ella sintió un revoloteo en el estómago aun en medio de una catástrofe.

—Quédate aquí. Tengo que ayudarle.

—No puedes, Percy —dijo ella con voz ronca—. No se puede luchar contra Tártaro. Nosotros, no.

Ella sabía que estaba en lo cierto. Tártaro no tenía rival. Era más poderoso que los dioses o los titanes. Los semidioses le eran indiferentes. Si Percy lo atacaba para ayudar a Bob, acabaría aplastado como una hormiga. Pero Règine también sabía que Percy no le haría caso. No podría permitir que Bob muriera solo. No era propio de él… y ese era uno de los muchos motivos por los que lo quería, aunque fuera un grano de tamaño olímpico en el podex.

—Iremos juntos —decidió Règine, sabiendo que sería su última batalla.

Si se apartaban de las puertas, jamás saldrían del Tártaro. Por lo menos morirían luchando uno al lado del otro.

Estaba a punto de decir: « Ahora» .

Una oleada de inquietud recorrió el ejército. A lo lejos, Règine oyó chillidos, gritos y un insistente « bum, bum, bum» demasiado rápido para ser los latidos del suelo; parecía más bien algo grande y pesado que corría a toda velocidad. Un Nacido de la Tierra saltó por los aires dando vueltas como si lo hubieran lanzado. Una columna de gas de vivo color verde se elevó formando nubes por encima de la horda monstruosa como el chorro de una manguera antidisturbios. Todo se disolvía a su paso.

Al otro lado de la franja de terreno recién desocupada, Règine vio la causa del alboroto. Sonrió.

El drakon meonio desplegó su collar y siseó, y su aliento venenoso llenó el campo de batalla de olor a pino y jengibre. Movió su cuerpo de treinta metros de largo, agitó su cola verde moteada y aniquiló a un batallón de ogros.

Montado a su lomo iba un gigante de piel roja con flores en sus trenzas de color herrumbroso, un chaleco de cuero verde y una lanza de costilla de drakon en la mano.

—¡Damasén! —chilló Règine.

El gigante inclinó la cabeza.

—Règine Tanaka, he seguido tu consejo. He elegido un nuevo destino.


Bob se alejó de la batalla dando traspiés, acompañado de su gato dientes de sable. Percy les ofreció toda la protección que pudo haciendo estallar un vaso sanguíneo detrás de otro en el suelo. Algunos monstruos se volatilizaban con agua de la laguna Estigia. Otros recibían una ducha del Cocito y se desplomaban, gimiendo sin poder contenerse. Otros se remojaban en líquido del Lete y miraban sin comprender a su alrededor, sin saber dónde estaban ni quiénes eran.

Bob se dirigió a las puertas cojeando. De las heridas de sus brazos y su pecho manaba icor dorado. Su uniforme de conserje estaba hecho jirones. Él iba encorvado, como si, al romper su lanza, Tártaro también hubiera roto algo dentro de él. A pesar de todo sonreía, con sus ojos plateados brillantes de satisfacción.

—Marchaos —ordenó—. Yo apretaré el botón.

Percy lo miró boquiabierto.

—Bob, no te encuentras en estado…

—Percy —la voz de Règine amenazaba con quebrarse. No soportaba la idea de que Bob hiciera eso, pero sabía que era la única forma—. No nos queda más remedio.

—¡No podemos dejarlos sin más!

—Debes hacerlo, amigo mío —Bob dio una palmada a Percy en el brazo que por poco lo derribó—. Todavía puedo apretar un botón. Y tengo un gato para protegerme.

Bob el Pequeño le dio la razón gruñendo.

—Además —dijo Bob—, estás destinado a regresar al mundo. Y a poner fin a la locura de Gaia.

Un cíclope chillón pasó volando por encima de sus cabezas, chisporroteando a causa de las salpicaduras de veneno.

A cincuenta metros de distancia, el drakon meonio se abría paso entre los monstruos a pisotones, haciendo nauseabundos ruidos viscosos con las patas como si estuviera pisando uvas. Detrás de él, Damasén gritaba insultos y lanzaba estocadas al dios del foso, provocando a Tártaro para que siguiera alejándose de las puertas.
Tártaro fue a por él cojeando, abriendo cráteres en el suelo con sus botas de hierro.

¡No puedes matarme!, bramó. Yo soy el mismo foso. Sería como intentar matar a la tierra. Gaia y yo… somos eternos. ¡Nos perteneces en cuerpo y alma!

Bajó su enorme puño, pero Damasén dio un quiebro y ensartó su jabalina en un lado del cuello de Tártaro.

Tártaro gruñó, aparentemente más molesto que herido. Giró el remolino de su rostro hacia el gigante, pero Damasén se apartó a tiempo. Una docena de monstruos fueron aspirados por el vórtice y se desintegraron.

—¡No lo hagas, Bob! —dijo Percy, con mirada suplicante—. Acabará contigo para siempre. No podrás volver. No te podrás regenerar.

Bob se encogió de hombros.

—¿Quién sabe lo que pasará? Debes irte. Tártaro tiene razón en una cosa: no podemos vencerlo. Solo puedo daros algo de tiempo.

Règine agarró una flecha de su carcaj que jamás usaba, y acarició la punta de hierro que, ante ese acarició, se comenzó alargar hasta convertirse en una espada bastarda, era del mango dorado pero ante el tacto del dueño correcto era suave y ligero, fácil de manipular. Volteó el mango con la hoja apuntando hacia ella. Se la extendió a Bob.

—Sé que no podrá reemplazar a tu lanza, lamento eso. Pero esta espada será leal a ti y te ayudará a derrotar a Tártaro o cualquier pelea que vayas.

Bob la miró boquiabierto, agradecido ante el obsequio de la hija de Afrodita.

—Pero...

—Acéptalo, por favor. Percy y yo te debemos mucho por todo lo que nos haz ayudado.

Bob agarró la espada bastarda y al hacerlo esta se volvió más grande, adaptándose al tamaño del titán.

—Muchas gracias, Règine.

Las puertas se cerraron contra el pie de Règine.

—Doce minutos —dijo el titán—. Es lo que puedo ofreceros.

—Percy… sujeta las puertas.

Règine saltó y abrazó el cuello del titán. Le dio un beso en la mejilla, con los ojos tan llenos de lágrimas que apenas podía ver bien. La cara barbuda de Bob olía a productos de limpieza: cera para muebles con aroma a limón y jabón para madera.

—Los monstruos son eternos —le dijo, entre lágrimas—. Os recordaremos a ti y a Damasén como a unos héroes, como el mejor titán y el mejor gigante. Les hablaremos a nuestros hijos de vosotros. Mantendremos la historia viva. Algún día os regeneraréis.

Bob le revolvió el pelo. Alrededor de sus ojos aparecieron las arrugas que se le formaban cuando sonreía.

—Eso está bien. Hasta entonces, amigos míos, saludad al sol y las estrellas de mi parte. Y sed fuertes. Puede que este no sea el único sacrificio que debáis hacer para detener a Gaia —la apartó de un empujoncito—. Se ha acabado el tiempo. Marchaos.

Règine ahora miró a Bob el pequeño y no aguantó las ganas de abrazarlo, este soltó un leve gruñido por el repentino abrazo pero le lamió el brazo, se separó limpiándose las lágrimas.

Règine agarró el brazo de Percy. Lo metió a rastras en la caja del ascensor. Vislumbró por última vez al drakon meonio sacudiendo a un ogro como a un monigote y a Damasén lanzando estocadas a las piernas de Tártaro.

El dios del foso señaló las Puertas de la Muerte con el dedo y gritó:
¡Monstruos, detenedlos!

Bob el Pequeño se agazapó y gruñó, listo para la acción.

Bob guiñó el ojo a Règine.

—Mantened las puertas cerradas por dentro —dijo—. Se resistirán a llevaros. Sujetadlas…

Los paneles se cerraron.

Bạn đang đọc truyện trên: AzTruyen.Top