⠀⠀⠀⠀⠀⠀⠀⠀⠀⠀⠀⠀⠀019.
En medio del camino, Règine volvió a recordar aquel extraño sueño que tuvo en el Santuario de Hermes.
Sí, anteriormente había tenido sueños muy extraños pero jamás como ese: donde todos sus amigos habían muerto y ella era la única sobreviviente y como la madre tierra prácticamente decía que era una niña maleducada y que era un peón de los dioses —aunque todo semidiós lo era—.
Nada de ese sueño tenía sentido para ella.
De repente Bob se detuvo causando que Règine chocara con él por andar metida en sus pensamientos, escuchó como Percy se rió en voz baja. Levantó la mano: « Esperad» .
—¿Qué pasa? —susurró Percy.
—Chis —le advirtió Bob—. Delante. Algo se está moviendo.
Règine aguzó el oído. En algún lugar, oculto en la niebla, sonaba un profundo zumbido, como el motor al ralentí de un gran vehículo de construcción. Podía notar las vibraciones a través de sus zapatos.
—Lo rodearemos —susurró Bob—. Que cada uno de vosotros elija un flanco.
Règine sacó una flecha de su carcaj seguido de colocarlo en el arco, caminó para el lado izquierdo sigilosamente. Percy fue a la derecha, con la espada en ristre.
Bob avanzó por en medio, la punta de su lanza brillando entre la niebla.
El zumbido aumentó de volumen, haciendo sacudir la grava a los pies de Règine. Parecía provenir justo de delante de ellos.
—¿Listos? —murmuró Bob.
Règine apuntó hacia dónde provenía el ruido, lista para atacar.
—¿A la de tres?
—Uno —susurró Percy—. Dos...
Una figura apareció en la niebla. Bob levantó la lanza. Entonces, la chica supo qué era.
—¡Espera! —gritó Règine, usando su embrujahabla en el acto.
Bob se detuvo justo a tiempo, con la punta de su lanza dos centímetros por encima de la cabeza de un diminuto gato con el pelaje blanco, marrón y negro.
—¿Miau? —dijo el gatito, impertérrito ante su plan de ataque.
Frotó su cabeza contra el pie de Bob y ronroneó sonoramente.
Parecía imposible, pero el profundo sonido reverberante provenía del gatito.
Cuando ronroneaba, el suelo vibraba y los guijarros se movían. El gatito clavó sus ojos amarillos como linternas en una piedra en concreto, justo entre los pies de Règine, y saltó.
El gato podría haber sido un demonio o un horrible monstruo del inframundo disfrazado, pero Règine no pudo evitarlo: lo recogió y lo abrazó, la chica era amante de los gatos y eran su punto débil, tanto que tenía dos en su casa: Helena y Foster.
La criatura solo tenía huesos bajo el pelaje, pero por lo demás parecía totalmente normal.
—¿Cómo ha...? —Ni siquiera podía formular la pregunta—. ¿Qué hace un gato...?
El gato se impacientó y escapó de entre sus brazos retorciéndose. Cayó dando un golpetazo, se acercó a Bob y empezó a ronronear y a frotarse contra sus botas.
Percy se rió.
—Parece que le gustas a alguien, Bob.
—Debe de ser un buen monstruo —Bob alzó la vista, nervioso—. ¿Verdad?
A Règine se le hizo un nudo en la garganta. Viendo al enorme titán y a aquel diminuto gato juntos, de repente se sintió insignificante comparada con la inmensidad del Tártaro. Ese lugar no respetaba nada: bueno o malo, pequeño o grande, sabio o necio. El Tártaro se tragaba a titanes, semidioses y gatitos por igual.
Bob se arrodilló y recogió al gato. Cabía perfectamente en la palma de la mano el titán, pero el animal decidió explorar. Trepó por el brazo de Bob, se puso cómodo en su hombro y cerró los ojos, ronroneando como una excavadora. De repente su pelo relució. En un abrir y cerrar de ojos, el gatito se convirtió en un fantasmal esqueleto, como si se hubiera puesto detrás de una máquina de rayos X. A continuación se transformó otra vez en un gatito corriente.
Règine silbó asombrada.
— Genial, un gatomágico. Necesito uno de esos en mi casa.
Y sí, Bob a la final se quedó con el gatito y lo llamó Bob el pequeño. También Percy recordó que Bob el pequeño hacia parte de la camada de gatos que Atlas resucitó sin querer, y se los encargó a sus sirvientes que aparentemente los mató y ellos resucitaron en el Tártaro.
—Aquí —anunció Bob.
—¿Es este el sitio? —preguntó Règine—. ¿Es aquí donde tenemos que ir de lado?
—Sí —contestó Bob—. Más oscuro, y luego de lado.
La semidiosa no sabía si era en realidad más oscuro, pero el aire parecía más frío y más denso, como si hubieran entrado en un microclima distinto.
Bob se desvió a la izquierda. Lo siguieron. Decididamente, el aire se enfrió.
Règine se pegó a Percy en busca de calor. Él la rodeó con el brazo. Resultaba agradable estar cerca de él, pero no podía relajarse.
Penetraron en una especie de bosque. Imponentes árboles negros se elevaban en la penumbra, totalmente redondos y desprovistos de ramas, como monstruosos folículos capilares. El terreno era llano y claro.
De repente sus sentidos se pusieron en estado de máxima alerta, como si alguien le hubiera dado en la nuca con una goma elástica. Posó la mano en el tronco del árbol más cercano.
—¿Qué pasa? —Percy levantó su espada.
Bob se volvió y miró atrás, confundido.
—¿Paramos?
Règine levantó la mano para pedirles que se callaran. No estaba segura de lo que la había hecho reaccionar. Nada parecía distinto. Entonces se dio cuenta de que el tronco del árbol estaba temblando. Por un momento se preguntó si era el ronroneo del gato, pero Bob el Pequeño se había dormido sobre el hombro de Bob el Grande.
A unos metros de distancia, otro árbol tembló.
—Algo se está moviendo por encima de nosotros —susurró Règine—. Juntaos.
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