CAPÍTULO 35
<< Si muero aquí significa que no estaba destinado a llegar más lejos. >>
EIICHIRO ODA
De buenas a primeras, nadie en la universidad hubiese imaginado que un estudiante de primer año pudiera poner en jaque a todos los profesores en menos de dos meses. De hecho, se podría decir que la razón por la que Portgas D Ace no fue expulsado de Grand Line, era Newgate, su entrenador, y por aquel entonces, el único que veía un haz de esperanza en aquella actitud altanera y repelente.
Yo todavía estaba en mi cuarto año de medicina, y aunque no tenía ningún interés en la sarta de rumores disparatados que solían saltar de boca en boca entre los estudiantes, resultó que mis compañeros de clase sí. Creo que fue de ese modo cómo el nombre de Portgas D Ace comenzó a hacérseme conocido.
Era más que evidente que la llegada de aquel tipo alto, atlético y "arrebatadoramente encantador", como solía describirlo Monet, había conseguido poner patas arriba más de una vida en la universidad, pero como imaginarás, yo prefería mantenerme al margen de todo aquello.
Hasta que tuvimos nuestro primer encontronazo.
Habían llegado a mis oídos cosas como que la personalidad cándida de Ace resultaba no ser tan angelical cuando iba pasado de copas, y era raro no verlo con un cubata en la mano. También me había enterado que su ingreso en el equipo de baloncesto le había disparado el ego por las nubes, y que su rivalidad con Marco había dado lugar a varias discusiones que habían acabado en los puños. Fue ahí cuando empezaron a referirse a ellos como Marco el fénix y Ace puño de fuego.
Ambos fueron expulsados de la universidad un par de semanas por su conducta inadecuada, y Newgate amenazó con echarlos del equipo si volvían a manchar el nombre de los Piratas de Barbablanca de aquella forma. Después de aquello, Marco y Ace se volvieron uña y carne. Puede que hubiesen tenido mucho tiempo para pensar durante esos catorce días, o quizás fue la advertencia de su entrenador lo que los animó a soportarse un poco más.
Perdona, me he ido un poco por las ramas... Nuestro primer choque. No es raro toparse con alguien accidentalmente en los pasillos: son estrechos, feos y suelen estar abarrotados en los cambios de clase. Pero aquel día no fue el caso. Debían de ser las seis de la tarde cuando terminé mis prácticas de química en el laboratorio y me disponía a volver a la residencia, donde compartía techo con seis desastres a los que aprendí a llamar amigos con el tiempo.
No puedo asegurar que chocase conmigo adrede, puesto que ni siquiera lo vi venir. Lo único que puedo garantizar es que no parecía estar de humor para tonterías. Y yo tampoco: había estado toda la mañana de prácticas y solo podía pensar en las ganas que tenía de volver a casa para darme una ducha fría.
Me lanzó una mirada de advertencia que me hizo pensar que me estaba perdonando la vida y chasqueó la lengua con un gesto cargado de repulsión mientras se giraba. A pesar de la situación, mi cabeza solo podía imaginarse los escenarios que hubiesen podido provocar aquel cardenal que lucía bajo el ojo izquierdo y su labio partido, pero no era raro que Ace hubiese participado en alguna pelea.
Entonces lo escuché llamarme "moribundo" mientras se alejaba por el pasillo. No tuve que hacer un análisis muy profundo de mi pasado para saber a lo que se refería, y la verdad es que me dolió más de lo que me hubiese gustado, aunque me costase reconocerlo en aquel entonces. Lo achaqué al hecho de que había sido él, un tipo borracho de ego, quien se había atrevido a juzgarme por haber sido víctima de una enfermedad que casi se lleva mi vida por delante.
Y aunque me gustaría decir que no se lo tuve en cuenta, sería ridículo tratar de fingir que, incluso a día de hoy, ni siquiera pienso en ello.
Así que mientras yo seguía sumergido en mis prácticas , alternando entre urgencias y alguna planta del hospital, Portgas-ya vivía su vida de la forma que más le apetecía. Procuré no saber nada más de él, aunque a la gente le encantaba hablar sobre lo mucho que estaba triunfando como alero en el equipo de baloncesto, o de lo bien que se le daban las mujeres.
Podía decirse que habían bastado un par de meses para que toda la universidad estuviera interesada en acercarse a él. Menos los que sabíamos cuál era la cara que escondía bajo aquella fachada confiada y amable. Y es que poca gente se preguntaba por qué su hermano, un tipo mucho más sentado que él, se esforzaba tanto por no cruzarse en su camino.
Sabo era miembro del Sindicato de Estudiantes, y había tenido el placer de conocerlo en una de las reuniones que había coordinado en la facultad. Había escuchado que tenía un expediente impecable y que era de los pocos candidatos que podría elegir su destino de Erasmus, todo un logro teniendo en cuenta la desproporcionada cantidad de estudiantes que acoge la universidad.
Tuve la oportunidad de hablar con él en dos ocasiones, puesto que Robin, una compañera con la que estudiaba psicología médica, lo conocía bastante y acabó por hacernos una presentación protocolaria. Fue entonces cuando quedé impresionado por la abismal diferencia que había entre ambos hermanos: Sabo era un tío culto, tranquilo y educado con quien se podía hablar casi de cualquier tema, mientras que Ace era un trompo que se limitaba a dar vueltas sobre sí mismo.
La relación entre ellos me importaba más bien poco, pero reconozco que hubo un tiempo en que desperté una preocupación impropia de mí unos meses después de conocer a Sabo. Hablo de cuando Ace le dejó esa cicatriz...
Debo subrayar que quizás no me corresponda a mí revelar esta parte de la historia, pero fue uno de los pocos detonantes que aplacaron la soberbia de Ace. De hecho es probable que, conociendo a Sabo, se moleste conmigo si llega a enterarse de que te he contado esto, puesto que siempre ha preferido proteger la condición de su hermano.
De hecho, fue pura coincidencia encontrarme a Sabo en urgencias mientras estaba de prácticas. Yo estaba ocupado palpando el abdomen de un mocoso que aseguraba tener un profundo dolor de estómago, cuando el médico que era mi responsable gritó mi nombre desde la sala de espera.
Lo hizo con tanta urgencia que casi salí a trompicones de la habitación, y la verdad es que no pude reprochárselo cuando mis ojos se toparon con aquella escena tan escabrosa. No merece la pena describirla; es más, te estoy haciendo un favor. Supongo que no me es agradable recordar a Sabo aullando de dolor, con el cuello y parte del rostro quemados.
Sin embargo, a pesar de la situación, debo reconocer que hubo algo que me impactó mucho más que aquella imagen, y fue ver a Ace suplicando ayuda entre lágrimas mientras le servía de apoyo a su hermano y le sujetaba las manos para que no se las llevase a la cara.
Jamás hubiera imaginado que llegaría a verlo tan desamparado y desesperado, y mentiría si dijera que no tuve ganas de aprovecharme de aquella vulnerabilidad para aplastar su endiosamiento bajo mis zapatos. Supongo que mi orgullo como futuro médico supo frenarme a tiempo.
Sabo fue ingresado en el hospital hasta que se estabilizó un poco, y fue duro darle la noticia de que había perdido la visibilidad en el ojo afectado, pero aquello no parecía importarle tanto como el estado de Koala. La pobre estaba desolada, pero eso no la separó de la camilla. Estuvo al lado de Sabo todo el tiempo, incluso a pesar de que los exámenes estaban cerca y necesitaba sacar una buena puntuación para asegurarse las becas.
Ace, por su parte, no se dejaba ver demasiado por el hospital. Se sentía culpable, y las pocas veces que aparecía en la habitación se mantenía callado todo el tiempo, con la mirada perdida en alguna parte. Sabo lo excusaba asegurando que aquella noche estaba borracho, o que no iba a visitarlo porque debía encargarse de Luffy, quien era menor de edad por aquel entonces. No obstante, todos sabíamos que si Ace no iba a ver a su hermano, era porque no podía mirarlo a los ojos y porque tampoco quería enfrentarse a la mirada acusadora de Koala.
Solo era un puto cobarde.
La verdad es que me sorprendió no verlo en la universidad. Parecía haber desaparecido de la faz de la Tierra, y los rumores comenzaban a cantar que posiblemente hubiera dejado el equipo de baloncesto. Yo me limitaba a seguir estudiando, a echarle un ojo a Sabo cuando tenía un hueco libre y a mantenerme alejado de las movidas de la facultad, pero no pude evitar preguntarme qué había sido de Portgas-ya cuando Marco me preguntó si lo había visto en los últimos días.
No fue la pregunta lo que me hizo gracia, sino el hecho de que su mejor amigo tuviera que preguntárselo a un tío que no pintaba nada en su vida. ¿Desde cuándo habían empezado a relacionarme con él? Era una incógnita que me desquiciaba.
Sabo tampoco sabía nada, y a pesar de que estaba molesto y profundamente dolido con su hermano, no podía evitar preocuparse por él. Pocos días después, Luffy vino por primera vez al hospital: Sabo había insistido en que no lo dejasen verlo hasta que se encontrase mejor, y es que las primeras etapas de la cicatrización de sus quemaduras fueron bastante desagradables. Muy desagradables.
Fue entonces cuando conocí al menor de los D, un mocoso hiperactivo, inocente y bondadoso que no tuvo reparos en sonreírle a su hermano cuando cruzaron miradas por primera vez después de diez días sin verse. Fue el primer gesto sincero que recibió Sabo desde que lo ingresaron en el hospital, y ver que el crío aún conservaba la sonrisa lo hizo llorar.
Reconozco que quedé impresionado por la forma en que Monkey D Luffy logró romper la atmósfera pesada y decadente del hospital. Y entendí inmediatamente que, a pesar de su comportamiento imprudente y alborotado, tiene un don para hacer feliz a la gente.
Las únicas noticias que recibí de Ace fueron en un mensaje de agradecimiento que me envió Sabo cuando le dieron el alta y pudo volver a casa. Al parecer, el pecoso se había encerrado en su habitación, una jaula hecha de culpabilidad y negligencia de la que, imagino, Sabo le animó a salir con el tiempo.
Pasaron un par de semanas antes de que volviese a verlo en la universidad, y aunque su regreso reavivó el chisme entre los estudiantes, lo cierto es que dejó de ser tan común escuchar su nombre de boca en boca. Supuse que estaba esforzándose por cambiar un poco el chip, aunque siguiera fanfarroneando y ligándose a media facultad. Newgate fue el único entre el profesorado que lo recibió con los brazos abiertos y durante un tiempo, el baloncesto fue lo único con lo que Portgas D Ace quiso tener relación.
Hasta que llegó el partido.
Aquella tarde tendría lugar el amistoso entre los Piratas de Barbablanca y los Piratas Donquixote. Como yo y el deporte no pegamos ni con superglue, Shachi y Penguin tuvieron que hacer malabares para convencerme de que los acompañase al partido. Según ellos, a mí me beneficiaría despejarme un poco de los exámenes; a ellos les hacía ilusión ver los movimientos de las animadoras. En especial, los de los pechos de Boa Hancock. Pero ese no es el caso.
Me habían contado que Ace no participaría en el juego, cosa que me extrañaba, teniendo en cuenta su entrega al equipo y lo bien que hablaban sobre él en la sección deportiva del periódico universitario. Pero la cosa terminó de desencajarme por completo cuando lo reconocí entre los jugadores que empezaban a distribuirse por la cancha.
Llegué a la precipitada conclusión de que Ace habría tenido alguna discusión subidita de tono con Newgate, que este le habría prohibido jugar y que le habría levantado el castigo en el último momento. Pero definitivamente, había algo que no cuadraba. Como he dicho, no soy seguidor de los deportes, pero no me hacía falta saber de la materia para entender que los movimientos de Ace eran poco fluidos. De hecho, en el segundo cuarto parecía agotado.
Newgate tampoco tenía buena cara y Marco no le quitaba los ojos de encima a Ace, por lo que empecé a descartar la idea de que hubiesen tenido una riña. No, lo cierto es que, si no tenías los ojos puestos en la trayectoria del balón, podía percibirse una preocupación palpable.
Apenas me dio tiempo a darle vueltas al asunto, pues hubo un momento de tensión en la cancha en el que pareció haber un forcejeo entre Portgas-ya y un jugador del equipo contrario. Nadie sabe qué pasó exactamente, solo que Ace comenzó a sangrar por la nariz después de aquello. El árbitro pitó falta a pesar de que el otro jugador aseguraba no haberlo tocado, y pese a que el juego continuó, Newgate ordenó a Ace que volviera a los vestuarios inmediatamente.
Él parecía iracundo, pero las lágrimas que le vidriaban los ojos denotaban impotencia.
Todos pensamos que había sido un codazo o algo por el estilo, al fin y al cabo, sí que hubo contacto y estuvieron braceando para quitarse la pelota, así que no era de extrañar que uno de ellos hubiese recibido un golpe.
Sin embargo, yo mismo tuve la oportunidad de ser testigo con mis propios ojos cómo el debilitamiento fue consumiendo a Ace hasta inhabilitarlo para jugar baloncesto. Pero aquella vez, no fue desde las gradas del pabellón de deportes de la universidad, sino desde la planta de oncología del hospital.
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