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𝐏𝐑Ó𝐋𝐎𝐆𝐎
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𝐍𝐎 𝐒𝐈𝐄𝐌𝐏𝐑𝐄 𝐇𝐄 𝐎𝐃𝐈𝐀𝐃𝐎 𝐋𝐀 𝐍𝐈𝐄𝐕𝐄. A menudo rememoro cómo los copos blancos caían sobre mi nariz mientras miraba desde el columpio en el patio trasero de mi hogar dela infancia. Me reía mientras la suave frialdad se posaba en mi lengua cuando la sacaba, mis manos rosadas con guantes agarrándose a la cuerda  pateaba y agitaba los pies. La pura dicha que recorría mi sistema era suficiente para hacerme olvidar exactamente cuánto me dolerían los bordes desgastados de la cuerda que me sostenía en lo alto en los días de verano, cuando no necesitaba usar guantes para evitar la congelación. Rememoro cómo mi juventud era tan eternamente despreocupada y podía simplemente ser.

Ya no es así, no ha sido así desde que nos mudamos al Capitolio. Luché y le rogué a mi padre para que no nos mudáramos, pero era algo que iba más allá de nuestra familia. Y aunque no estaba necesariamente molesta por ello, siempre me gustaron los dramatismos. 

Sin embargo, Sejanus estaba librando una batalla silenciosa al respecto. Podía verlo en sus ojos; desde que mi madre nos sentó y nos lo contó, en el tren para llevarnos aquí, y cuando llegamos por primera vez. 

Sejanus tenía casi una docena de amigos en el distrito, jugaba con los niños de la escuela e incluso los invitaba a veces. 

Yo, por otro lado, nunca tuve amigos por voluntad propia. No había ninguno para invitar. Conocía a una chica, Mia Rowe, trabajaba con mi padre y debido a eso venía, era un intento ejecutado por mis padres para que tuviera una amiga: a veces para cenar, a veces para jugar con muñecas. Yo le hacía bromas sobre ser un año mayor que ella y ella se burlaba de mí por mi uso excesivo de cintas para el pelo, teniendo una diferente para casi todos los días del año. 

Era gracioso, en el Distrito 2 teníamos una de las casas más grandes que se podían conseguir, una mansión de 8 habitaciones en la ladera de la montaña. Pero cuando el carruaje se detuvo frente a esta case hace 6 años, estoy segura de que mi mandíbula estaba en el suelo. La pequeña yo de 11 años no podía creer que lo que parecía ser un palacio, fuera mío. 

Siento el cálido abrazo del brazo de mi madre, envolviendo mi figura más pequeña, apretando mi brazo con su delgada mano. 

─ Nos va a ir muy bien aquí, Mare. 






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