Tres
Tres
Cuando llegamos, el ocaso se había desprendido del cielo, y con él todos los azules tristes y oscuros que existen. La noche no se había adueñado de nuestros talones porque la casa se encontrara al fin del mundo –que sí lo hacía, en una esquina recóndita de arena, a punto de ahogarse en el mar–; sino por todas las atenciones del joven extranjero quien, en un intento poco sutil por impresionarme, decidió que pasearíamos el día entero por el muelle. Ahí, mi malaventuranza se impregnaba de un aroma salino indeleble por el tiempo. Me ofreció ropa, joyas, manjares los que quisiera. A fin de cuentas, contrario a mis fantasías de niña malcriada, la timidez sólo me permitió aceptar un platillo barato y una horquilla en forma de lirio. También acudimos al astillero, con sus inmensas embarcaciones oxidadas, donde mi compañero trabajaba bajo un sol blanco y ardiente... Y yo estaba ahí, casi descalza, casi desnuda, como si mi vida no corriese más allá de cuidar el vuelo de mi faldita azul o mi sombrero de palma.
Aquello hasta el frío de la noche, que siempre nos alcanza.
Recuerdo que, a pesar de haber recorrido tantos paisajes tan grandes como los mares y los cielos, arribar a aquella casita solitaria sobre las rocas, fue el reencuentro con un sitio oculto en mi ánima estremecida. Era como si, de alguna forma, retornase a un santuario predestinado para ella... un templo en la luna; la llama de la lámpara siempre anhelada, teñida de azul. Después de todo ¿a qué rincón pertenecemos más? ¿al de un nacimiento indeseado, muchas veces insustancial, producto del pecado, o al de la muerte nuestra, que abarca la eternidad? Pienso en el cielo oscuro sin estrellas, el viento helado que me acariciaba el cuello expuesto, un aliento fúnebre que entonces era incapaz de reconocer. Debí expresar el ardor en mi piel erizada, pues el muchacho se despojó de su abrigo para colocarlo sobre mis hombros. Sonreí, sí, me atreví a hacerlo, mirando con cuidado hacia mis pies tan pálidos, que ascendían por la escalera hacia el porche. El bramido de las olas al chocar permanecía inmutable a cada instante, a cada movimiento de este cuerpo terrenal.
Tras apartar mis zapatos en la entrada, pude despojarme. Caminé descalza y hui temerosa de una oscuridad imperante sobre el pasillo, hacia la sala. Buscaba una luz anémica y azulada que alumbrase mis pasos entre las penumbras de madera, mientras él alistaba mi alcoba. Llamada por los ventanales, miré desde el marco de la puerta al mar a la lejanía; luego a la mesa de centro y el jarrón negro con dos alcatraces en él, sólo para terminar con la vista sobre los tres cuadros colgados sobre la pared del fondo.
Caminé a su encuentro, siendo capaz de escuchar los crujidos de la duela bajo mis pies. El silencio solitario de la casa era inusual para mí, acostumbrada al llanto de la criatura, a su aroma, entonces reemplazado por aquel espacio mentolado, el chirrido de las cigarras; acaso el graznido de un ave. En el mutismo, contemplé esos tres rostros difuminados, enloquecidos sobre el óleo. Pensé que la expresión en los ojos era monstruosa; evocaba la cuita y el dolor del que agoniza desangrado. Pero, en vez de germinar en un alarido negro de desesperación, se distorsionaba en un grito carmesí de horror y violencia. Tan espantoso era, que me di la vuelta para huir de esos sentimientos vivos, crecientes, en mi columna vertebral; pero, en aquel movimiento brusco, tropecé contra la mesa y me encontré de frente con un hombre sentado en el sofá.
Recuerdo haber visto horrorizada cómo el jarrón negro se tambaleaba a punto de caer mientras él, como un cadáver en las sombras, me miraba con una fijeza helada y silenciosa. Un relámpago sin trueno; una ola que arrastra inmutable la embarcación, presagiando el hundimiento. Tiempo después supe que se encontraba cercano a los cincuenta; que la lozanía de su piel blanca, acaso amarillenta, era inherente a la belleza abominable que cargaba cual maldición desde su juventud. No trucos, no pactos, sólo la pureza de su cuerpo enfermo. En lo que dura la caída de dos alcatraces, grabé en mi memoria su silueta delgada, larga, muy larga para el promedio del hombre japonés; el cabello lacio sobre sus sienes, los ojos tristes y perversos, poseedores de un sadismo dormido que identifiqué como el de los cuadros. Vestía satín negro, pantalón y camisa holgados; irreverentes zapatos de meter sobre la duela de la casa. Vi la piel de sus tobillos salidos, las piernas cruzadas, huesudas; el cuello, el pecho lechoso, sus clavículas marcadas, las mejillas hundidas... admiré sus labios fruncidos, la mano larga y elegante que sostenía una pipa muerta.
Y los ojos.
Sus ojos rasgados, inertes, siniestros; ojos viejos, ojos eternos, sin edad; ojos que ejecutaban cien actos brutales sobre mi cuerpo, en silencio. Me supe trambucada, desmembrada. Me descubrí llorosa en una realidad disfrazada de sueño cuando el jarrón estalló en añicos contra el suelo, y el muchacho entró a la sala, rescatándome con su impertinencia del misterio hipnótico en la mirada de aquel hombre. Un rugido profundo desde el mar. De alguna forma, lo había ignorado durante mis primeros pasos en la casa, sólo atenta al susurro de las olas... ¿cómo pude? ¿Cómo evadí, incluso en la negrura, el aura imperante de un océano personificado? Las aguas y él eran uno solo, estuve desde entonces convencida. Pero ¿por qué permanecía mudo e inerte ante mis atropellos? ¿Por qué me sentía tan aterrorizada, al grado de experimentar unas aberrantes ganas de orinar?
En mis memorias, casi puedo ver al joven confundido calmándome con su ridícula cojera, recogiendo los trozos de jarrón mientras negaba mis disculpas insistentes.
—Este es mi padre —dijo—, debes disculpar, él ser... es raro. No habla español. Es una sombra.
Me aparté avergonzada, aún descalza, mientras hablaban entre ellos. Me vi por instantes tan ridícula y solitaria, incluso si les tenía enfrente, incapaz de comprender sus palabras. Hasta que el hombre se dignó a saludarme con una reverencia. Yo imité su gesto, quizás, en su código, más sumiso de lo que ameritaba la situación. ¿Cómo podía saberlo? Él suspiró, se puso de pie, dispuesto a salir de la sala, y anduvo junto a mí para musitar palabras extrañas que después me fueron traducidas como una gélida bienvenida. El muchacho negó con la cabeza, y con su eterna amabilidad retornó suavemente la calidez a mi piel helada, casi sudorosa.
Aquella noche, tras un vaso de leche fría, me encerré con pasador en la que sería mi alcoba; por algunos meses, al menos. Procuré sumergir bajo la luna la insistente amargura en mi lengua, el miedo, la desconfianza... la soledad de mi idioma de pronto aislado. Observé recostada los lirios de mi horquilla, quedándome dormida en los destellos de su falsa pedrería. Recuerdo haber oscilado en una pesadilla constante, repetitiva, que involucraba ojos rasgados, incendios, el llanto de una niña.
Cualquier lugar menos este,
cualquier lugar menos este.
El fondo del océano.
Muy temprano, por la mañana, desperté tras un beso de almeja en sueños. Ojos abiertos, se esfumó. Estaba mojada... tan avergonzada, tan sucia, corrí a bañarme con el agua virgen de aquel rincón. El anhelo en mis entrañas, repentino e invasivo, se sentía como un crimen superior al mismo abandono. Rasguñé mis extremidades en nerviosismo, entre gotas cristalinas.
Y anduve con la cabeza baja, castigada, incluso si nadie me reprendía.
Puerto de Boston (1847), de Fitz Henry Lane
Bạn đang đọc truyện trên: AzTruyen.Top