Prólogo: 𝟙
¡Antes de comenzar les agradezco x estar aquí si es que ya me conocen!, desde este momento ocupas un lugar en mi corazoncito. ଘ( ˊᵕˋ )ଓ
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"ᴇɴᴛʀᴇ ʟᴀs ʀᴇᴊᴀs ʏ ʟᴀ ᴘᴀʀᴇᴅ"
"SatoSugu"
¡Au sin maldiciones!
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Japón estaba en paz por primera vez en años. Las calles, una vez infestadas de temor, ahora eran testigos de una alegría contenida. Las noticias habían estallado con un titular que parecía imposible: Suguru Geto, líder del infame "Culto al Paraíso", había sido arrestado y encarcelado en la prisión más segura del país.
El camino hasta ese momento había sido devastador. En un intento por exportar una enorme cantidad de droga, Geto y tres de sus más letales aliados enfrentaron a las autoridades en un choque que dejó más de 380 muertos.
Momentos antes del arresto...
Geto se encontraba detrás de una pared de concreto, jadeando ligeramente mientras presionaba una mano contra la herida de bala en su costado. Su otra mano sujetaba un rifle con firmeza. A su lado, Miguel lo miraba con desesperación.
—Tenemos que irnos ya, Suguru. Estás herido.
—¿Y dejar que estos monos se queden con el paquete? ¡Jamás! —replicó Geto con un brillo peligroso en los ojos—. Ellos solo nos superan en número, no en habilidad.
Miguel, enfadado y preocupado, lo agarró bruscamente del brazo.
—¡Suguru, entiende! No quiero que te maten.
El contacto lo hizo detenerse. Suguru lo miró, y su expresión suavizó por un breve instante. Cerró los ojos, dejando que su rostro mostrara un atisbo de cansancio antes de abrirlos nuevamente con una mirada cargada de cariño.
—No lo harán. Me necesitan vivo, o lo suficiente para sacarme información.
—No me importa lo que necesiten. No quiero perderte... —Miguel murmuró, la voz quebrándose.
Antes de que pudiera continuar, Suguru lo silenció con un beso. Era intenso y desesperado, los dos hombres sabían que está, podría ser su última vez juntos, como si el mundo se desmoronara alrededor de ellos. Miguel correspondió, intensificando el momento, olvidando por un instante el caos a su alrededor.
Al separarse, Suguru esbozó una sonrisa maliciosa.
—Que situación más.. Intensa, ¿no crees?
Miguel soltó una risa seca, pero la tensión volvió de inmediato cuando ambos escucharon pasos acercándose. Desde su escondite, Suguru notó cómo Nanako y Mimiko estaban siendo rodeadas por policías.
Geto rápidamente se movió del agarre amoroso.
—¡Suéltame! —dijo serio Suguru al sentir la mano de Miguel intentando detenerlo.
—¡No! ¡Estás loco si piensas salir ahí!
Suguru se zafó fácilmente. Con determinación, tomó su arma y le entregó un explosivo a Miguel.
—Si las cosas empeoran, úsalo. Borrarás todo rastro de evidencia, incluso si me incluyes en el proceso.
Miguel negó vehementemente, pero Suguru volvió a callarlo con un beso rápido.
—Solo sigue órdenes.
Sin esperar respuesta, salió de su escondite y comenzó a disparar, creando el caos.
—¡Señor Geto! —gritó Nanako al verlo avanzar hacia ellas, esquivando disparos con una precisión casi sobrehumana.
—¡Niñas, vengan aquí! —Miguel las llamó con urgencia.
Las niñas corrieron hacia él, pero se detuvieron al escuchar un estruendo. Suguru había sido lanzado contra una pared, su cuerpo cayendo pesadamente al suelo. —¡SEÑOR GETO!—Nanako trató de correr hacia él, pero Miguel la sostuvo.
—¡V-Váyanse! —gritó Suguru, levantándose tambaleante, el rifle en sus manos.
Con lágrimas en los ojos, las niñas obedecieron mientras Miguel las llevaba a un lugar seguro. Suguru, por su parte, se preparó para su último acto. Encendió un explosivo y lo lanzó, creando una explosión que consumió el lugar en llamas.
Su cuerpo, destrozado por las heridas y el esfuerzo, finalmente cedió. Cayó al suelo, respirando con dificultad, pero con una sonrisa débil al saber que había protegido a los suyos.
De entre las llamas, una figura emergió. Un hombre alto, de cabello blanco y ojos azules, caminaba hacia él. Suguru intentó alzar su arma, pero su cuerpo ya no le respondía.
—Malditos.. monos —murmuró antes de perder el conocimiento.
Horas después
Suguru despertó en un hospital, sus muñecas atadas a los costados de la cama. Su torso estaba cubierto de vendajes, y el dolor pulsante en su cuerpo le recordaba lo cerca que había estado de la muerte.
—Veo que ya despertó, señor Geto.
La voz era profunda y firme. Suguru alzó la mirada y vio al hombre de cabello blanco frente a él. Sus ojos azules parecían perforarlo.
—Más respeto cuando te dirijas a mí, —respondió con una mueca de disgusto, mostrando que su espíritu aún estaba intacto a pesar de la derrota.
El hombre no respondió de inmediato, solo lo observó, impasible. Suguru sabía que su vida acababa de cambiar, pero no tenía intención de ceder fácilmente.
Horas después...
Suguru despertó en una habitación aséptica, el olor a desinfectante llenándole las fosas nasales. Al intentar moverse, un tirón en sus muñecas lo detuvo. Estaba atado a la cama con correas reforzadas. El dolor era insoportable, pero no lo suficiente como para borrar su arrogancia.
—Veo que ya despertaste, Suguru Geto.
La voz era profunda, fría, y provenía del hombre de cabello blanco y ojos azules que había visto entre las llamas. De pie junto a la cama, el hombre lo observaba con un aire casi indiferente, aunque había un destello de curiosidad en su mirada.
—Tsk. ¿Y quién demonios eres tú? —preguntó Geto, su voz cargada de desdén.
—Satoru Gojo. Soy el encargado de asegurarme de que no vuelvas a poner un pie fuera de prisión.
Antes de que Geto pudiera responder, la puerta de la habitación se abrió. Dos mujeres entraron, una de cabello castaño oscuro y otra rubia que emanaba confianza.
—¡Excelente trabajo, Satoru! —dijo la rubia con una sonrisa amplia mientras se acercaba al albino—. Me sorprende que hayas logrado capturarlo con vida, considerando lo que hizo.
Satoru suspiró, claramente molesto.
—No estés tan animada, Yuki. Perdimos demasiados hombres por culpa de este idiota, y lo peor es que los tres fugitivos restantes lograron escapar.
Geto apretó la mandíbula, claramente irritado por el comentario. La castaña, más seria, intervino con una mirada severa hacia él.
—No te mortifiques, Gojo. Lograste atrapar al pez gordo. Eso es suficiente por ahora.
—¿Y este "pez gordo" no tiene nada que decir? —preguntó Yuki con un tono burlón mientras se acercaba a la cama de Geto.
El hombre la fulminó con la mirada, su odio evidente.
—Si no estuviera atado, te mataría a golpes.
Yuki soltó una carcajada despreocupada mientras retrocedía.
—Claro que sí, campeón. Bueno, disfruta tus últimas horas fuera de una celda, porque te espera una larga vida pudriéndote en prisión.
—Cállate.
Su tono bajo y amenazante hizo que el ambiente se tensara momentáneamente, pero Yuki simplemente sonrió y se dirigió hacia la puerta.
—Satoru, te dejo con tu nuevo amigo. Iré a informarle al jefe que nuestro invitado ya está consciente.
La rubia salió de la habitación, dejando a Satoru y a la castaña a solas con Geto.
Satoru se cruzó de brazos, su expresión relajada, pero sus ojos nunca abandonaron los de Suguru.
—Tienes suerte de estar vivo. Si hubiera sido por mí, ni siquiera estarías aquí respirando.
La castaña, quien hasta ahora había permanecido en silencio, se acercó con cautela.
—Suguru Geto... Nunca imaginé verte así.
El comentario atrajo la atención de Geto, quien fijó su mirada en ella.
—¿Y tú quién eres? ¿Otra de las perras de la policía?
La mujer no se inmutó por el insulto. En cambio, inclinó la cabeza ligeramente, estudiándolo.
—Soy Shoko Ieiri. Médico forense y, por lo visto, la única persona aquí que se asegurará de que sigas con vida hasta tu juicio.
Suguru soltó una risa seca.
—¿Mi juicio? No me hagas reír. Todos sabemos que ese juicio será solo una formalidad.
—Eso depende de cuánta información estés dispuesto a dar. —intervino Satoru, su tono ahora más serio—. Podrías hacer las cosas más fáciles para ti, Geto. Pero dudo que lo hagas.
Suguru esbozó una sonrisa maliciosa.
—¿Por qué debería darles algo? Si voy a pudrirme en una celda, al menos lo haré con la satisfacción de saber que no obtendrán nada de mí.
Satoru suspiró, claramente frustrado.
—¿Sabes qué, Suguru? Eso no me sorprende en lo más mínimo.
Antes de que pudiera continuar, una alarma sonó en el pasillo, seguida por un ruido ensordecedor.
—¿Qué demonios fue eso? —preguntó Shoko, retrocediendo instintivamente.
Satoru se giró hacia la puerta, su expresión alerta.
—Quédense aquí. Voy a ver qué está pasando.
Salió de la habitación rápidamente, dejando a Shoko y a Geto a solas. La castaña lo miró por un momento antes de volver su atención al hombre atado en la cama.
—Supongo que tienes algo que ver con esto, ¿verdad?
Suguru sonrió, aunque no respondió. En su mente, el caos que acababa de desatarse era solo el comienzo de su plan para recuperar su libertad.
Gracias a Buda y fue una falsa alarma.
...
Suguru Geto estaba completamente rojo, aguantando la respiración con visible esfuerzo mientras Satoru Gojo entraba en la habitación. A su lado, Shoko Ieiri sostenía la máquina de oxígeno desconectada, como si fuera lo más normal del mundo.
—Ah, Satoru, justo a tiempo —dijo Shoko con tono tranquilo, sin inmutarse por la mirada de incredulidad que Satoru le dirigió.
—¡¿Shoko, qué rayos estás haciendo?! —exclamó Satoru mientras se apresuraba a reconectar el oxígeno. El aire volvió a fluir, y Geto tomó una profunda bocanada, lanzándole a Shoko una mirada de absoluto odio.
—¿Intentabas matarlo? —insistió Satoru, volteándose hacia ella.
Shoko se encogió de hombros, indiferente. —Solo estaba probando un punto. Tal vez si dejara de resistirse tanto, no estaría en esta situación.
Geto, apenas recuperando el aliento, escupió con sarcasmo: —Oh, qué bien, una psicópata y un idiota trabajando juntos. Japón está en buenas manos.
Shoko ignoró el comentario, moviéndose con calma hacia un carrito médico cercano. De repente, tomó un desfibrilador, lo encendió y, sin previo aviso, lo presionó contra el pecho de Geto, enviándole una descarga.
—¡Shoko! —gritó Satoru, retrocediendo por el impacto.
Shoko lo miró con calma, como si no acabara de electrocutar a alguien. —Esto es por arruinar mi noche. Tenía una cita con Utahime, y este idiota me hizo venir aquí.
Geto gruñó, inclinándose hacia adelante mientras trataba de recuperar el aliento, y luego levantó la mirada hacia ella, con una sonrisa burlona en los labios. —¿Una lesbiana sirviendo al ejército? Vaya, qué progreso. ¿Qué sigue, un perro como capitán?
Shoko frunció el ceño, pero no respondió. Simplemente lo miró con un desdén calculado, como si estuviera considerando darle otra descarga.
—Relájate, Shoko. Es obvio que nuestro prisionero está sensible —agregó Satoru, entre divertido y frustrado.
—Vaya, parece que toqué un nervio, ¿eh? —continuó Geto con un tono sarcástico—. Qué sensibles son ustedes.
Shoko suspiró profundamente, dejando el desfibrilador en su lugar. —Voy a fumar. Satoru, encárgate de este imbécil. Y si hace algo estúpido, tienes permiso de ser "creativo". —Dicho eso, salió de la habitación con total calma.
Satoru se quedó mirando a Geto, cruzando los brazos. —¿Tienes que ser tan insoportable todo el tiempo?
—Es parte de mi encanto —replicó Geto con una sonrisa maliciosa, recostándose de nuevo en la cama con un aire de despreocupación, aunque su mirada reflejaba cansancio.
Satoru se acercó un poco más, inclinándose ligeramente hacia él. —Mira, Suguru, esto no es un juego. Coopera, o la próxima vez no voy a detener a Shoko. ¿Eso es lo que quieres?
Geto lo observó fijamente, sus ojos oscuros cargados de desafío. Pero tras unos segundos de silencio, dejó escapar una risa baja y amarga.
—Tortura, traición, manipulación... es lo mismo de siempre. Haz lo que quieras, Gojo. No voy a quebrarme.
El tono de sus palabras dejó a Satoru en silencio por un momento. Había algo en ellas, algo detrás de esa fachada desafiante, que lo hizo preguntarse cuánto quedaba del Suguru Geto que una vez conoció.
A unas horas, Suguru Geto ya se encontraba estable, aunque esposado por Satoru Gojo, quien se encargó de escoltarlo junto a Shoko Ieiri. A pesar de su aparente recuperación, el peso de su cuerpo y su actitud desafiante seguían siendo un desafío para el grupo.
Shoko, tras observar que Geto no se movía con facilidad, intentó cargarlo. Sin embargo, apenas logró levantarlo unos centímetros antes de soltarlo con un quejido.
—¿Qué demonios comes? ¿Hierro? —bufó ella, masajeándose los brazos.
Geto estaba a punto de lanzar un comentario mordaz cuando sintió que unos brazos fuertes lo sujetaban con firmeza. Satoru, con una expresión seria y determinada, lo levantó como si no pesara nada, asegurándose de que no tuviera oportunidad de escapar.
Geto lanzó una mirada de sorpresa hacia Satoru, pero este lo ignoró, manteniendo su semblante rígido mientras avanzaba con él en brazos. Ninguno de los tres habló durante el resto del trayecto.
Finalmente, llegaron a una puerta imponente y extraña. Geto arqueó una ceja, su curiosidad superando momentáneamente su mal humor.
—Bueno, ¿qué clase de lugar es este? —preguntó con un tono burlón, pero sus palabras fueron ignoradas por completo.
Shoko abrió la puerta sin responder, dejando que Gojo entrara con Geto aún en brazos. Al cruzar el umbral, Suguru notó el ambiente solemne del lugar. Sus ojos recorrieron el espacio, deteniéndose en el diseño que reconoció inmediatamente: un tribunal.
El aire estaba cargado de tensión. El espacio estaba lleno de figuras importantes, incluidos representantes del gobierno, documentalistas, y familias de las víctimas que habían sufrido a causa de los crímenes de Geto. Todas las miradas se clavaron en él, pero no por las razones que esperaba.
Muchos de los presentes parpadearon, confundidos, al ver cómo Gojo cargaba a Geto como si fuera una princesa. Los murmullos comenzaron a llenar la sala.
Suguru, al notar las miradas y los susurros, sintió un calor subirle al rostro. Su mente, como traicionera, lo llevó de vuelta a recuerdos de noches compartidas con Miguel. Recordó las veces en que, tras el desenfreno de la pasión, Miguel lo llevaba en brazos al día siguiente, asegurándose de que pudiera caminar.
"Estúpida nostalgia," pensó, molesto consigo mismo. Sacudió esos pensamientos y miró con desdén a su alrededor, fingiendo indiferencia.
Gojo, sin darle importancia a las reacciones, lo colocó en una silla frente a todos, asegurándose de que las esposas estuvieran bien ajustadas antes de tomar asiento junto a Shoko.
El juez alzó la mano, pidiendo silencio.
—Suguru Geto, estás aquí para responder por los crímenes cometidos contra la humanidad, incluidos asesinatos masivos, conspiración terrorista y violaciones a los derechos fundamentales de miles de personas. —La voz del juez resonó en la sala—. Este tribunal buscará justicia para las víctimas y determinará tu castigo según la ley.
Suguru observó a las personas presentes. Algunas lo miraban con odio contenido, otras con lágrimas en los ojos. En primera fila, vio a una mujer con el retrato de un niño pequeño en las manos. Su garganta se apretó por un segundo, pero lo disfrazó con una sonrisa irónica.
—Vaya recibimiento. Si supiera que organizarían algo tan formal, habría venido mejor vestido —comentó con sarcasmo, provocando algunos murmullos indignados entre los asistentes.
—Esto no es un espectáculo, Geto. Es un tribunal. Más te vale tomarlo en serio, o esto no terminará bien para ti —dijo Satoru con un tono frío, sus ojos perforando los de Suguru.
El juez continuó:
—Para garantizar un juicio justo, hemos permitido la entrada de documentalistas y observadores internacionales. El acusado no cuenta con representación legal, dado que rechazó a sus abogados designados. Por lo tanto, procederemos directamente con las pruebas presentadas por la fiscalía.
Shoko, cruzada de brazos, observó la escena con el ceño fruncido. Era evidente que esta vez, Geto no podría escapar de sus acciones.
Geto permaneció callado, escuchando con calma todas las acusaciones que se leían en su contra. No tenía intención de defenderse, ni de suplicar, ni de demostrar arrepentimiento. A los ojos de todos, ya había sido pintado como un monstruo sin redención.
El juez, con un gesto severo, pidió que los familiares de las víctimas comenzaran a hablar. Geto levantó la mirada, su expresión seria y desafiante. Las voces comenzaron a alzarse, cada una cargada de dolor y odio hacia él.
Una mujer en la primera fila no pudo contenerse más y estalló en lágrimas. Su voz temblaba mientras apuntaba hacia Geto. —¡Ese monstruo fue el que acabó con la vida de mi esposo y destrozó mi familia! —gritó, su rostro cubierto de lágrimas y rabia.
Suguru desvió la mirada hacia el reloj, fingiendo desdén mientras el eco de las palabras de la mujer resonaba en la sala. Escuchar a las víctimas hablar de sus pérdidas ya comenzaba a cansarlo. Con un profundo suspiro, se puso de pie lentamente, interrumpiendo a la próxima persona que iba a hablar.
—Señoría, con todo respeto —dijo, su tono lleno de desgano—, no quiero seguir escuchando los lloriqueos de cosas que realmente no me importan. ¿A usted le importa cuántas hormigas mató en su vida? No. Así que por favor, al menos, vaya al punto —finalizó, sentándose nuevamente con una expresión relajada.
El silencio cayó en la sala, pero rápidamente se convirtió en murmullos indignados. Algunas personas se levantaron de sus asientos, furiosas por la falta de respeto de Geto. La mujer que había hablado antes apretó los puños, temblando de rabia.
El juez, visiblemente molesto, golpeó su martillo en el escritorio para restablecer el orden. —¡Silencio! —ordenó, su voz resonando firme en la sala. Luego miró a Geto con frialdad—. Suguru Geto, tus palabras no solo son un insulto hacia las víctimas, sino hacia este tribunal. No te tomes esto a la ligera.
—¿Insultar? —Geto arqueó una ceja, divertido por el dramatismo—. No he insultado a nadie, solo he dicho lo que pienso. No voy a llorar ni hacerme la víctima, porque no me importa el pasado de nadie. Solo yo soy responsable de lo que hice. Y ustedes ya tienen toda la evidencia. No necesito escuchar más cosas que no me afectan. —Su voz resonaba implacable, desafiante.
Un murmullo de asombro recorrió la sala. El juez, impasible, continuó. —La fiscalía presentará los cargos de manera oficial, y las pruebas que respaldan estas acusaciones son concluyentes. No podrás salirte con la tuya simplemente con tu arrogancia. Esto es un juicio, no un espectáculo para que te sientas superior.
Geto sonrió levemente, una expresión vacía de cualquier tipo de arrepentimiento. —Ah, pero eso ya lo veremos. No soy un hombre ingenuo, y tampoco un cobarde. Todo lo que me han traído aquí, yo lo acepto. Pero que no piensen que simplemente porque me están juzgando, eso cambiará quién soy. —Volvió a sentarse con una arrogancia descarada.
La tensión en la sala creció, la indignación palpable entre los presentes. Las miradas se centraron en Geto, quien, con su actitud desafiante y su desdén, solo alimentaba aún más la ira acumulada en aquel tribunal.
La sala del tribunal quedó en silencio después de las palabras de Geto, un silencio tenso que solo se rompió cuando el juez volvió a golpear el martillo sobre el escritorio.
—Se ha considerado cuidadosamente la gravedad de tus crímenes, Suguru Geto. Se ha presentado suficiente evidencia para demostrar tus actos, y no se permitirá que el arrogante desprecio con el que te comportas cambie la realidad de lo que hiciste —dijo con firmeza, mirando directamente a Geto.
La fiscalía presentó los documentos con la lista de cargos: asesinato, extorsión, corrupción, tráfico humano, secuestro... una interminable lista de delitos que abarcaban años de violencia y maldad. Cada palabra caía como un martillo sobre Geto, pero él se mantuvo impasible, sin inmutarse.
—Suguru Geto —continuó el juez—, se ha decidido que se te imponga cadena perpetua sin posibilidad de libertad condicional. Serás trasladado a la prisión más segura de Japón, un lugar donde tu presencia no representa más peligro para la sociedad.
Un murmullo de asombro recorrió la sala. Algunos familiares de las víctimas dejaron salir un pequeño suspiro de alivio, mientras otros solo mantenían la mirada fija en Geto, esperando ver una reacción que no llegó.
Sin expresión alguna, Geto simplemente levantó la cabeza, observando al juez con una calma preocupante, como si ya no tuviera interés en lo que se decidiera. El oficial a su lado lo acercó para colocarle las esposas nuevamente, esta vez sin ninguna resistencia por parte del prisionero.
—Espero que al menos ahora tengas algo de sentido común —dijo el juez, frunciendo el ceño—. Vas a pagar por tus crímenes, y esta será tu condena hasta el día que mueras.
Geto no respondió, solo desvió la mirada hacia el suelo, sintiendo el peso de las cadenas en sus muñecas. Sabía que esto era solo el comienzo, que la prisión no sería solo un encierro físico, sino un lugar donde su ego sería aplastado lentamente.
Con un último vistazo a la sala, los ojos de Geto recorrieron a los presentes, su expresión fría y distante, como si ya se hubiera desligado por completo de lo que sucedía a su alrededor.
—Llévenmelo —ordenó el juez, y los oficiales comenzaron a escoltar a Geto fuera del tribunal.
Mientras el convoy de oficiales lo conducía hacia la prisión, la imagen de Geto, esposado y escoltado, quedó grabada en la memoria de todos los presentes. Era la sentencia definitiva: cadena perpetua, la máxima condena para el monstruo que había causado tanto sufrimiento en la vida de tantas personas.
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Unos minutos después, en el interior de la comisaría, Gojo junto a otro oficial rubio, de expresión seria y profesional, se acercaron para tomar el control de la custodia de Geto. Ambos observaron al prisionero con una mezcla de desaprobación y concentración.
—Ni se le ocurra pensar que le daremos tiempo para que goce de libertad... ya tiene un pasaje directo hacia su nuevo "hogar" —dijo el oficial rubio con tono firme, dirigiéndose a Geto con un dejo de irritación contenida.
Geto, por su parte, soltó una risa burlona, como si el comentario le pareciera más un chiste absurdo que una amenaza real.
—Buen chiste —respondió, con su expresión seria, pero sin mostrar temor.
El oficial rubio lo miró fijamente, su paciencia casi al límite, mientras ambos oficiales tomaban las medidas necesarias para llevarlo al siguiente paso del procedimiento: la entrada a la prisión más segura de Japón.
Sin más palabras, Geto se dejó guiar hacia el elevador, con la sensación de que cada movimiento estaba siendo observado, cada paso controlado al detalle. El silencio entre ellos se mantuvo, cargado de tensión, mientras ascendían hacia las puertas que lo llevarían hacia su destino final.
Finalmente, al llegar al final del gran edificio, Geto fue empujado hacia un coche negro esperándolo en la entrada. La forma imponente del vehículo reflejaba el peso de su nueva realidad, un lugar sin escape, donde su destino quedaría sellado para siempre.
—Qué privilegios son los míos —murmuró con tono irónico, como si la situación le resultara absurda, casi cómica.
Sin más opciones, fue empujado a entrar al coche. Los oficiales se subieron a los asientos delanteros y arrancaron el motor con precisión militar. Geto, desde el asiento trasero, observó cómo se cerraban las puertas de la prisión detrás de él, dejándolo completamente aislado del mundo exterior.
A medida que el vehículo avanzaba, podía ver a lo lejos cómo decenas de patrullas comenzaban a alinearse a su alrededor, formando un escudo de seguridad que lo seguía de cerca. Incluso un helicóptero sobrevolaba en círculos, siempre vigilante. Era evidente que no solo lo querían detenido, sino completamente bajo control, con la orden de mantenerlo en una sola pieza para que finalmente hablara si se necesitaba.
Geto observó la imponente seguridad que lo rodeaba, su mirada llena de desafío, como si estuviera esperando el momento exacto en que podría volver a tomar las riendas, aunque se encontrara en esta posición ahora. Sabía que su encierro solo era temporal. Podría ser un juego largo, pero no estaba dispuesto a renunciar al control.
—Así que esto es lo que llaman justicia... —murmuró para sí mismo, soltando una risa amarga.
—Vamos a ver cuánto tiempo les lleva darse cuenta de que aquí no me atraparon del todo.
Al llegar a la prisión, Geto fue bajado del coche negro por el oficial rubio, quien lo empujó con brusquedad hacia el suelo.
—Con más cuidado, Nanami. No hay que castigarlo —dijo Gojo con tono calmado, pero irónico, mirando a su compañero de cabello castaño claro, quien estaba sorprendido y visiblemente confundido. La orden dejó a ambos, el oficial rubio y Geto, desconcertados. ¿Se preocupó Gojo por él? No... probablemente solo era otra forma de burlarse. Una de las tantas maneras que tenía de humillar a los demás.
El momento resultó casi cómico para Gojo, quien simplemente se mantuvo con los brazos cruzados mientras observaba la escena. Su sonrisa leve solo incrementó la confusión de Nanami, quien no podía entender por qué su superior se tomaba la molestia de tratar a un prisionero de esa manera. Geto, por su parte, desvió la mirada con desdén, sabiendo que aquella frase no era más que una forma sutil de menosprecio.
La llegada de Geto a la prisión fue, sin duda, todo un espectáculo, incluso para los internos más temidos, los que se consideraban los peligrosos de la cárcel. Su porte elegante y su actitud desafiante lo hicieron destacar desde el primer instante. Su andar calmado y su mirada tranquila, aunque llena de arrogancia, transmitían una certeza implacable, como si no tuviera miedo de estar ahí. Era la imagen misma del peligro, un hombre que había enfrentado lo peor y sobrevivido.
Pronto, Geto fue colocado en una de las celdas más seguras del complejo, una jaula de acero reforzado con paredes a prueba de balas, y ventanas blindadas que resistían explosiones. No había manera de escapar de aquel lugar. Los oficiales revisaron sus manos, despojándolo de las esposas que llevaban hasta ese momento, y lo dejaron solo en su nueva celda.
El prisionero se sentó en el suelo, sobre un colchón alconchonado que parecía más una medida de contención que de confort. Miró a los oficiales con desdén, sus ojos fijos en cada uno de ellos, pero su verdadera atención recaía en el albino que estaba cerca. Gojo, ese “ángel justiciero” que parecía el paradigma de la justicia, pero que Geto sabía esconder un rostro más oscuro detrás de la fachada. Su sonrisa, aunque débil, se dibujó lentamente en su rostro, como si todo aquello no fuera más que una actuación en la que él jugaba su papel con perfección.
A medida que las horas avanzaban, otros prisioneros comenzaron a congregarse, formando una guardia improvisada, observando con atención cada movimiento de Geto. Ellos no eran estúpidos; sabían que bajo esa apariencia tranquila se escondía alguien con la capacidad de desatar el caos si se lo proponía. Nadie bajó la guardia, y pronto, un círculo de vigilancia se formó, con varios hombres apostados cerca de las celdas, listos para cualquier intento de escape.
Geto, sin inmutarse, permaneció sentado en el suelo, observando la escena con tranquilidad. Su mirada se desvió hacia los demás presos, la mayoría encorvados, afilando sus cuchillos o preparando sus propias armas. Sin embargo, sus ojos volvieron rápidamente a aquel albino, Gojo, quien parecía casi un ángel entre tantos demonios. Geto reconoció en él a alguien que, como él, no era tan sencillo de leer.
Un escalofrío sutil recorrió su espalda, aunque mantuvo la sonrisa, casi burlona, en su rostro. Sabía que aquello apenas estaba comenzando. La prisión no sería solo un lugar de encierro físico, sino un campo de juego donde el poder se demostraba en la resistencia, en la paciencia, y en la capacidad de soportar lo inimaginable.
Sin importar cuánto tiempo pasara, Geto ya había entendido que su encierro era solo el preludio de lo que vendría.
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En la mansión de Geto, un aire de tristeza y desesperación llenaba cada rincón. Nanako estaba derrumbada en el sofá, sus lágrimas manchaban su rostro mientras su maquillaje corría descontrolado. Abrazaba con fuerza a Miguel, quien permanecía sentado, devastado, mirando al vacío.
—¡No debimos dejarlo! —exclamó Nanako entre lágrimas, su voz temblorosa y llena de culpa.
Mimiko, abrazada a su viejo peluche, permanecía en silencio, pero sus ojos cristalizados lo decían todo. Cada uno de los presentes compartía el mismo sentimiento: impotencia.
Miguel, con el rostro tenso y la mirada perdida, susurró casi para sí mismo: —Nunca vuelvo a hacerle caso… Quizás estaría con nosotros ahora.
—¿Y qué vamos a hacer ahora? —preguntó Laure, el rubio con los corazones tatuados en el pecho, mientras miraba con preocupación a los demás—. ¿Nos quedaremos con los brazos cruzados?
Mimiko alzó la mirada, aferrándose aún más a su peluche. —¡El señor Geto nos necesita!
—Sí, pero si fallamos, quizás terminemos muertos —respondió Miguel, su tono más grave y derrotado.
Antes de que alguien pudiera responder, Manami, quien había permanecido en silencio hasta entonces, avanzó con pasos firmes y le propinó una bofetada a Miguel.
—¡Cállate! —gritó con furia, su rostro resplandeciente ahora deformado por la frustración—. ¡Si tanto dices que lo amas, ¿por qué no sacrificarte por él?! ¿Acaso él no hizo lo mismo por ti?
Miguel se llevó una mano al rostro donde la mano de Manami había dejado su marca, y la miró serio, pero no respondió. La tensión en la sala era palpable.
Negi, el hombre de cabello corto y delgado, permanecía callado en un rincón. Siempre había sido el más reservado, pero no por ello menos leal. Aunque no tenía una relación cercana con Geto, le debía mucho. Fue él quien le dio la oportunidad de escalar posiciones en la jerarquía de su culto. Bajó la mirada, inmóvil, como si cargara un peso que no podía expresar en palabras.
Laure se limitaba a mirar la pantalla del televisor, donde las noticias seguían repitiendo la misma imagen: Geto siendo escoltado hacia la prisión.
Manami apretó los puños, sus labios temblaban por la frustración. —Bien, si nadie piensa decir nada, ¡yo actuaré!
Todos voltearon a verla sorprendidos, pero Manami no titubeó. Sus ojos, ahora llenos de determinación, recorrieron la sala antes de girarse hacia la puerta.
—Me decepcionas, Miguel… —dijo con voz fría y cortante—. Él se entregó a ti en todo sentido, y tú eres un cobarde incapaz de salvarlo.
Con esas palabras finales, Manami se puso su abrigo blanco, dejando un eco de pasos firmes mientras salía de la habitación.
Nanako, Mimiko y Laure quedaron en silencio. Nadie sabía qué decir. Miguel cerró los ojos, sintiendo el peso de las palabras de Manami. ¿Era cierto? ¿Había sido un cobarde?
—¿Y ahora qué? —preguntó finalmente Mimiko, rompiendo el silencio.
Miguel abrió los ojos y, con una expresión endurecida, se levantó del sofá. —Ahora nos movemos. Si Manami quiere actuar sola, que lo haga. Pero no dejaré que sea la única que intente salvarlo.
Nanako y Mimiko lo miraron sorprendidas, mientras Laure esbozaba una ligera sonrisa. Negi, aunque en silencio, alzó la mirada con una pequeña chispa de determinación.
—Entonces —dijo Laure, cruzando los brazos—, ¿cuál es el plan?
Miguel tomó aire, su mirada fija en la pantalla. —Primero, averiguaremos cómo llegar a esa prisión. Luego decidiremos cómo sacarlo… porque no pienso dejar que Geto se pudra ahí.
Los demás asintieron lentamente, entendiendo que no había vuelta atrás. Si fallaban, probablemente no habría redención para ellos. Pero, si tenían éxito, el mundo volvería a temer el nombre de Suguru Geto.
Nanako y Mimiko, aún con lágrimas en los ojos, rodearon a Miguel en un abrazo cálido y reconfortante. La relación entre ellos había evolucionado a algo más que camaradería; se sentían como una familia, especialmente con Geto en el centro, uniendo a todos con su peculiar forma de ser.
—No te preocupes, papá… encontraremos la forma de traerlo de vuelta —dijo Nanako, su voz entrecortada pero llena de determinación.
Mimiko, con su peluche todavía en las manos, intentó romper la tensión con un pequeño comentario. —Aunque es raro referirnos a ustedes dos como mamá y papá.
Miguel, quien había estado sumido en sus pensamientos oscuros, no pudo evitar reír ante eso. Recordar cómo era Geto en privado, su actitud despreocupada, casi hogareña, llenó su pecho de una calidez inesperada. Suguru, el hombre que lideraba con fuerza y autoridad, era también alguien que, detrás de puertas cerradas, adoraba los detalles cotidianos: cocinar, limpiar y decorar su hogar con un estilo que combinaba elegancia y personalidad.
Miguel pensó en los cuartos de Nanako y Mimiko, cuidadosamente decorados como si fueran habitaciones de un cuento de hadas. Recordó el álbum de fotos que Geto había creado con tanto esmero, prácticamente un museo personal lleno de recuerdos, con cada fotografía enmarcada y acompañada de cuadros costosos que, por supuesto, eran robados.
Y luego estaba esa otra faceta de Suguru, una que Miguel conocía muy bien. Cuando Miguel llegaba a casa frustrado o agotado, Geto siempre encontraba una manera de aligerar su carga. A veces era con una sonrisa y una cena perfectamente preparada, y otras… bueno, con lencería que lo dejaba sin palabras y sin aliento.
Nanako rió al recordar esa imagen. —¡Geto-san es el o bueno la mejor "madre" en ese caso!
Mimiko se dejó caer en el sofá, abrazando su peluche. —Entonces, Miguel… ¿cuándo le vas a proponer matrimonio? Ya quiero llamarte papá de forma oficial.
Miguel sonrió con nostalgia, su mirada fija en el suelo mientras recordaba la última vez que vio a Suguru sonreír. —Je… Primero déjenme sacarlo de la cárcel, y luego vemos eso, ¿les parece?
Las tres rieron juntas, el sonido llenando la mansión con un eco que parecía traer un poco de vida a ese lugar que ahora se sentía tan vacío. Pero, en el fondo, todos compartían un mismo deseo: que Suguru estuviera con ellos de nuevo, sano y salvo.
—Te sacaremos de ahí, Suguru —murmuró Miguel para sí mismo, su voz cargada de promesas.
Aunque no tenían un plan concreto todavía, todos sabían que harían lo imposible para reunirse nuevamente con el hombre que consideraban su pilar.
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Les traigo esta historia q estuve viendo kmo hacerla JAJAJ tenía tantas ganas de hacer está historia!! Ya había visto varios fanarts de este tipo. ¿Y pues xq no hacerla? Jejekej.
En fin amo el SatoSugu.
Byee mis lectores 💗
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