027.ᴀʙᴏᴜᴛ ᴛʜᴇ ᴅᴇᴀᴛʜ ᴏꜰ ᴅᴀʀʟᴇɴᴇ ʙᴀᴄᴋᴇʀ
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ꜱᴏʙʀᴇ ʟᴀ ᴍᴜᴇʀᴛᴇ ᴅᴇ ᴅᴀʀʟᴇɴᴇ ʙᴀᴄᴋᴇʀ
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PERCY
UNA MANERA DE DEJAR A TODOS SIN HABLA ES HACER UNA ENTRADA IMPRESIONANTE.
Y Darlene es genial para las entradas impresionantes. Ojalá esta no fuera una de ellas.
El lobby del Plaza estaba tranquilo. Bueno, tranquilo en comparación con lo que habíamos enfrentado tras otra noche de combate tratando de defender la ciudad. Los semidioses estaban esparcidos por el lugar, curando heridas, limpiando el equipo, o simplemente tratando de descansar un poco antes de que llegara la siguiente ola de monstruos.
Pero todo eso se detuvo cuando la puerta principal se abrió de golpe.
Darlene entró. El murmullo desapareció. Casi se podía escuchar el eco de sus pisadas sobre el mármol. Mi estómago se revolvió, una sensación de urgencia recorriéndome. Su cabello, normalmente en su sitio, estaba revuelto, y ella estaba completamente cubierta de sangre. Michael, inconsciente, estaba sobre su espalda, colgando como un saco de papas, pero ella no parecía ni siquiera pestañear bajo su peso.
—Ay no —Annabeth se paró a mi lado, viendo lo mismo que veía yo, más allá de lo que había en la imagen frente a nosotros.
Michael no estaba inconsciente.
Estaba muerto.
Se me hizo un nudo en el estómago al recordar la conversación que tuve con él cuando se enteró a dónde había ido Darlene.
—¡¿Por qué mierda la dejaste ir sola?! —me gritó tomándome de la pechera.
—No fue sola, Grover y Julián...
—¡Me importa una mierda! —Me sacudió—. ¡No debió ir y punto!
—Michael —dije forzándome a no enojarme porque como siempre, no me escuchaba—. Sabes cómo es Darlene. Si le prohibía ir, encontraría la manera de ir igual.
Apretó la mandíbula. Sabía que tenía razón.
—¿Dónde está? —fue lo único que dijo.
—Michael....
—¿Dónde está? —dijo con más fuerza.
Nos sostuvimos la mirada. Darlene se enfadaría si lo veía llegar, pero lo entendía. Yo tampoco estaría tranquilo si Annabeth se fuera a meter a la boca del lobo. Ya que Darlene lo hiciera, no me gustaba nada.
—El Emporio de Gnomos de la tía M.
Michael frunció el ceño.
—¿Qué es eso?
Le expliqué brevemente las coordenadas y asintió. Se dio la vuelta, con el ceño fruncido y una mirada que decía: QUÍTATE DE MI CAMINO.
Estaba por salir cuando se detuvo y regresó con pasos duros, se detuvo frente a mí. Lo miré sin comprender.
—¿Qué tanto quieres a Dari?
—Es mi hermana. —No dudé. Era así. Dari era mi hermana.
—Tengo un mal presentimiento. —Sus ojos perdieron el brillo—. Me salvó de morir. Se suponía que debía morir en el puente, y ella lo evitó. Si algo sé de ser hijo de Apolo, es que a veces, uno no puede escapar de un destino por más que lo intente.
—¿A dónde quieres llegar, Michael?
—Creo que Darlene no evitó mi muerte, sólo la retrasó.
—Bueno, sí. Nadie puede escapar por siempre de la muerte —dije encogiéndome de hombros—. Todos vamos a morir en algún momento.
—No lo estás entendiendo. —Negó con la cabeza—. No importa. Necesito que me prometas algo.
—¿Qué cosa?
Extendió la mano hacía mí.
—Si algo me pasa, cuida de Darlene como si fuera tu propia alma gemela —pidió—. Mi padre lo hará seguramente, pero es un dios. Hay cosas que como dios no logra comprender del todo, cosas que solo un alma mortal comprende. Por favor. Cuídala por mí.
Por primera vez, vi a través de la dureza de su mirada, una vulnerabilidad cruda, desesperada. Estaba pidiéndome que protegiera la única parte de él que realmente le importaba, más allá de esta guerra, de los inocentes mortales, de los dioses, incluso su familia. Y lo entendía.
Darlene era su luz, la única razón por la que se aferraba a cada segundo de vida.
Asentí lentamente y le estreché la mano, mi pulgar trazando un leve apretón, sintiendo la tensión en sus músculos.
—Lo prometo.
Ambos corrimos detrás de ella cuando la vimos ingresar a la habitación.
Nos detuvimos abruptamente. Lo había dejado en la cama, y lo miraba sin ver, como si el hecho de quitar sus ojos de él haría que en algún momento se despertara.
—Dari...
—Darlene, ¿qué pasó? —preguntó Annabeth interrumpiéndome.
—Ahora no —susurró sin ganas—. Por favor, ahora no.
Annabeth y yo nos miramos, dudando. No sabíamos qué hacer. No había nada que pudieramos hacer para devolverle a Michael, para arrancarla del abismo en el que estaba cayendo. Sentía que cada palabra que se me ocurría era inadecuada, vacía, como si el consuelo mismo se quebrara al tocar el aire.
Me acerqué lentamente, sin hacer ruido, como si cualquier sonido fuera a romper algo más dentro de ella. Sentí una presión en el pecho que me dejaba sin aire al verla así.
—Dari... —mi voz sonó baja, débil incluso para mí. Quise acercarme, estar allí por ella, pero no parecía muy dispuesta a dejar que nadie se acercara.
Ella no se movió ni levantó la mirada, y eso me dolió. Sus ojos estaban fijos en Michael, como si nada más existiera, como si no quisiera siquiera mirarnos.
—Dari... —intentó Annabeth, con la voz suave y un poco temblorosa—. Está bien...no estás sola...
Pero apenas pareció registrar sus palabras. Fue como si nuestras voces rebotaran en una barrera invisible. Después de unos segundos de un silencio espeso, giró un poco la cabeza, lo justo para vernos, y sus ojos estaban llenos de una mezcla de rabia y dolor que me cortó el aliento.
Nunca la vi tan rota.
Podía ver las lágrimas acumulándose, pero ninguna caía. Era como si se negara a dejar que la tristeza la rompiera más de lo que ya lo había hecho.
Respiró profundo y asintió.
—¿Qué sigue? —dijo. Su voz carecía de ese tono grácil y risueño que siempre poseía, ahora sonaba vacía, sin emoción, sin vida.
—¿Qué?
—La batalla, ¿qué sigue? —espetó sin paciencia.
Annabeth y yo compartimos una mirada de duda. ¿Estaba lo suficientemente bien como para seguir peleando?
—Yo...Darlene...¿crees...?
Ella soltó un bufido y avanzó hacia el pasillo, pasando por entre nosotros y nos empujó. Salió de la habitación y corrimos detrás suyo. No estaba actuando para nada como ella misma.
Y eso me aterraba. No sé si era porque la veía tambalearse al borde de un precipicio, o porque sabía que no importaba lo que hiciéramos, no podríamos salvarla de su propio dolor. Quizá porque yo tampoco sabía cómo seguir después de lo que acababa de suceder.
—Darlene, espera —dije, tropezando al intentar alcanzarla.
No respondió. Sus pasos eran rápidos y decididos, aunque había algo extraño en su postura. Como si avanzara solo por pura inercia. El pasillo parecía más largo de lo habitual, y el eco de nuestras pisadas hacía que mi corazón latiera aún más rápido.
—¡Darlene! —intenté de nuevo, casi desesperado, pero ella simplemente se detuvo en seco y giró hacia nosotros. Sus ojos estaban encendidos, pero no de la manera en que solían brillar. Había rabia, frustración, y debajo de todo eso, un vacío que no lograba descifrar.
—¿Qué? —espetó, sus palabras afiladas como cuchillas.
—No tienes que hacerlo ahora —intervine, sabiendo que Annabeth estaba a punto de decir algo que probablemente empeoraría las cosas. Tragué saliva antes de continuar—. Nadie te va a juzgar si... si te tomas un momento.
Ella me miró como si acabara de decir la cosa más estúpida del mundo. Su mandíbula se tensó, y por un instante, pensé que iba a gritarme.
—Un momento no va a cambiar nada. —Su voz era un susurro, pero cargada de una intensidad que me heló la sangre—. Michael está muerto, Percy. Nada de lo que haga ahora va a traerlo de vuelta. Pero lo que puedo hacer es asegurarme de que su muerte no sea en vano. Y Cronos va a pagar por todo lo que está haciendo.
Annabeth intentó acercarse, levantando las manos en un gesto conciliador.
—Dari, lo que hiciste para rescatar a Alessandra... Ya hiciste suficiente. Nadie espera que...
—¿Suficiente? —Dejó escapar una risa amarga que me hizo estremecer. Dio un paso hacia Annabeth, su figura imponente a pesar de lo frágil que se veía por dentro—. ¿Suficiente? Mi alma gemela está muerta porque no fui suficiente. Porque no fui lo suficientemente rápida, lo suficientemente fuerte. Si piensan que me voy a quedar aquí, lamiéndome las heridas mientras ustedes arriesgan sus vidas, entonces no me conocen en absoluto. —Con cada palabra que decía, aumentaba más el volumen. Sus ojos verdes ahora vibraban con el color de la sangre y furia.
La miré, incapaz de apartar los ojos de esa ira que parecía consumirla desde dentro. Había algo aterrador en verla así. Darlene siempre había sido intensa, pero esa intensidad solía estar teñida de vida, de pasión. Ella era un torbellino rosa resplandeciente de arcoiris y luz; incluso cuando se enojaba y nadie se atreveía a hacerle frente, seguíamos sabiendo que su enojo era producto de su deseo de proteger a todos.
Ahora solo había venganza y muerte. Una llama a punto de apagarse, quemando todo lo que tocaba en su último aliento.
No supe qué decir. ¿Qué se le dice a alguien que está tan perdida en su dolor que no distingue entre el enemigo y quienes quieren ayudarla? Apreté los puños, sintiéndome tan inútil como siempre cuando se trataba de consolar a alguien que me importaba.
Me miró un momento, como si esperara que respondiera algo, pero no podía. No había palabras. Finalmente, bufó y dio media vuelta, dispuesta a seguir su camino hacia lo que fuera que estuviera planeando.
—¡Dari, espera! —Esta vez fui yo quien perdió la paciencia. Di dos pasos largos y la tomé del brazo. Se giró hacia mí con una rapidez que me hizo soltarla.
—¿Qué quieres, Percy? ¿Qué más tienes para decirme? —Su voz estaba cargada de un veneno que nunca antes había dirigido hacia mí. Era casi insoportable.
Respiré hondo, tratando de mantener la calma, aunque sentía el calor subiendo a mi rostro.
—Quiero que pares. Que te detengas un segundo y pienses.
—¿En qué? —Su tono era un desafío. Se cruzó de brazos, su mirada perforándome.
—En ti. En lo que te estás haciendo. Esto no es solo por Michael. Lo sé. Sé que estás dolida, que sientes que fallaste, pero no puedes enfrentarte a esto como si fueras la única que puede hacerlo. ¡No lo eres!
Se rió.
—¿En serio? ¿Y me lo dices tú justamente? Si fuera Annabeth la que estuviera ahora en esa cama, cubierta de sangre y muerta por tu propia incompetencia, ahora mismo estarías prendiendo fuego esta ciudad hasta sus cimientos.
Sé que tiene razón. Claro que lo haría. Si Annabeth estuviera en el lugar de Michael, no habría monstruo, dios o mortal capaz de detenerme. ¿Quién soy yo para decirle que debería quedarse dentro de esa habitación, tranquila y descansando hasta que se sienta mejor?
—Lo siento —murmuro al fin, aunque sé que no será suficiente.
—¿Lo sientes? —se burla, y su voz está cargada de veneno—. ¿Qué sientes, Percy? ¿Pena? ¿Lástima? ¿Crees que eso me va a hacer sentir mejor?
Me encojo de hombros, porque no lo sé. No tengo idea de qué hacer o decir para hacerla sentir mejor, y probablemente nunca lo sepa. Solo quiero que pare de dolerle, que deje de mirarnos como si fuéramos los responsables de su sufrimiento. Pero no puedo devolvérselo. A Michael. No puedo arreglar esto.
Ella toma aire profundamente, y por un instante parece que va a gritarme otra vez, pero en lugar de eso, suelta una risa seca, sin alegría.
—No importa. —Sus ojos se fijan en un punto más allá de nosotros, perdidos en algo que no podemos ver—. Esto no se trata de ustedes.
—¿Y qué harás? —pregunta Annabeth, cautelosa.
Darlene gira sobre sus talones y continúa su camino hacia solo ella sabía dónde. Su figura se ve tan frágil bajo toda la sangre seca y la armadura rota, pero hay algo en su postura que me asusta más que cualquier monstruo que haya enfrentado. Esa determinación, esa desesperación.
—Lo que sea necesario —dice, y su voz es un cuchillo afilado.
En ese momento me di cuenta de algo. Michael no es el único que hemos perdido esta noche.
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DARLENE
No me costó encontrar a Alessandra.
Estaba en el segundo piso, en una habitación vacía. Grover estaba afuera de la puerta y en cuanto me vio, pegó un brinco y se puso pálido.
—¡Darlene! —baló nervioso—. ¡Me alegro que estés bien! Pensé...pensé...¡Ay cuanta sangre! ¡¿Michael, él me dijo...?!
Entré en la habitación y cerré la puerta tras de mí, dejando a Grover fuera con un empujón que probablemente fue más brusco de lo necesario. No podía lidiar con su nerviosismo ni con sus balbuceos.
Estaba sentada en la cama, encorvada, con los codos apoyados en las rodillas y la mirada perdida en el suelo. El cabello enmarañado, el rostro pálido y demacrado... Ahora parecía tan frágil como una muñeca rota. No se parecía en nada a la chica poderosa, dura e ingeniosa que había conocido. Luke...No. Cronos la había roto.
Sentí un nudo en el estómago, pero no era solo lástima. Había algo más ahí, algo oscuro que me negaba a reconocer.
«¿De verdad valió la pena?».
Me detuve a unos pasos de ella, apretando los puños. Mi costilla rota me recordaba con cada latido que había peleado todo un día entero, que había corrido a través de un infierno para llegar hasta aquí. Michael... Michael estaba muerto. Por salvarla.
Pero no podía pensar en eso. No podía permitirme pensar en eso porque el enojo que hervía en mi interior amenazaba con salir a la superficie.
Me obligué a pensar en el dolor que ella también debía estar sintiendo. Su propia alma gemela le había hecho esto. Tal vez Luke no dio la orden, pero ella le advirtió muchas veces que pasaría y él siguió adelante sin importarle que estaría abandonándola con Cronos.
—Alessandra, soy yo... Darlene.
Mi voz sonó más suave de lo que me sentía. Me obligué a arrodillarme frente a ella, aunque el dolor punzante casi me hizo caer. Levanté una mano hacia su rostro, pero la bajé antes de tocarla.
¿Qué iba a hacer? ¿Decirle que todo estaba bien? Porque no lo estaba. Nada estaba bien, y dudaba que volviera a estarlo alguna vez.
Ella no respondió. Ni siquiera me miró. Sus ojos, vacíos y perdidos, seguían fijos en algún punto que yo no podía ver. Fue entonces cuando noté las marcas en sus muñecas: rojas, moradas, como si alguien se hubiera asegurado de que cada nudo doliera más de lo necesario. Sentí una furia visceral que me subió por la garganta. Quería gritar, golpear algo, golpearla, porque una parte de mí no podía dejar de pensar que si no hubiéramos tenido que ir por ella, Michael seguiría aquí.
Tomé aire, intentando sofocar esos pensamientos. No era justo. No para ella. Pero no podía evitarlo.
—Lessa, ¿puedes mirarme? —pregunté con un esfuerzo monumental por sonar tranquila.
No sé si fue mi tono o el sonido de mi apodo para ella, pero sus ojos finalmente se movieron hacia los míos.
—No debiste hacerlo. —Su voz salió ronca, casi irreconocible.
—¿El qué?
—Salvarme. Debiste dejar que me matara.
«Sí. Debí hacerlo».
Mi pecho se apretó. No quería sentirme así. No quería pensar así. Yo no era así.
Pasé la lengua por mis labios agrietados, mirando hacia el techo, aguantando las ganas de echarme a llorar.
—No. —Negué con la cabeza—. Jamás.
Las palabras salieron de mi boca antes de que pudiera detenerlas, un reflejo automático de lo que se supone que debo decir. Porque claro, soy Darlene Backer. La hija de Eros con el alma más bonita y dulce, dotada de una compasión enorme y que siempre pone a todos antes que a ella. "Su guerrera de corazón bondadoso que era demasiado para un mundo carente de amor", así me había dicho mi padre una vez.
Estaba comenzando a cansarme de ello.
La miré, todavía sentada ahí, tan rota que era casi patético.
«¿En serio? ¿Esto es lo que Michael murió por salvar?».
Intenté apartar ese pensamiento, pero era imposible. Seguía ahí, como una sombra, susurrándome que ella no valía la pena. Que toda esta misión fue un error. Que si no hubiéramos perdido tiempo, si no hubiera tenido esa estúpida visión, Michael estaría aquí.
Vivo. Riéndose. Bromeando conmigo.
Lo había salvado para nada.
Tragué saliva, sintiendo que un nudo me cerraba la garganta.
—No vuelvas a decir algo así. —Mi voz salió más dura de lo que planeaba. Pero no podía evitarlo. Ella no tenía derecho a rendirse, no después de todo lo que habíamos sacrificado por ella.
Alessandra levantó la mirada, apenas. Sus ojos estaban vidriosos, apagados. Vacíos.
«Claro, ahora que todo está perdido, decides colapsar. ¿Dónde quedó la hija de Nike que se suponía que eras? La que pelea hasta el final. La que nunca se da por vencida. ¡Nosotros peleamos por ti! ¿Y para qué?».
Sacudí la cabeza, tratando de mantenerme centrada. No podía decirle nada de eso. No podía culparla. Aunque, en el fondo, ya lo había hecho.
—Tienes que levantarte —dije al final, intentando que mi tono fuera neutral. Aunque una parte de mí quería añadir: "Y empezar a actuar como alguien digna de todo lo que perdimos por ti".
Ella no respondió. Solo volvió a mirar al suelo, como si mi presencia fuera un ruido de fondo que podía ignorar.
Me acerqué, aunque cada paso se sentía como un esfuerzo monumental. Estaba tan cansada de todo esto. De pelear. De perder. De fingir que todo estaba bien cuando no lo estaba. Cuando nunca volvería a estarlo.
—¿Me escuchaste, Alessandra? —insistí, aunque apenas podía reconocer mi propia voz entre la furia y el agotamiento.
Ella alzó la mirada de nuevo, con esa expresión vacía que me desesperaba.
—¿Para qué? —preguntó, su tono plano, sin emoción.
Ese simple "¿para qué?" fue como un golpe directo. ¿Para qué? ¿De verdad tenía que explicarlo? Porque si no se levantaba, si no luchaba, todo esto sería en vano.
«Michael murió por nada. Yo estoy aquí, rota por dentro y por fuera, por nada. ¿Eso es lo que quieres, Alessandra? ¿Hacer que todo lo que hicimos por ti sea una pérdida total?».
Me mordí la lengua para no soltar todo eso. En su lugar, inspiré profundamente, dejando salir el aire lentamente. Persuación. Sí, claro. Era buena en eso, ¿verdad? Apolo siempre decía que tenía talento para las palabras. Aunque ahora sentía que cada palabra se atoraba en mi garganta, mezclada con el veneno que no podía dejar salir.
—Porque no podemos darnos el lujo de rendirnos —dije al final, obligándome a sonar firme, aunque no estaba segura de si trataba de convencerla a ella o a mí misma.
Ella bajó la cabeza de nuevo, y por un segundo pensé que no me respondería. Pero entonces murmuró, tan bajo que casi no la escuché:
—Lo siento.
No sé qué fue lo que más me enfureció: su tono derrotado, como si esas palabras no significaran nada, o el hecho de que, en el fondo, sabía que un "lo siento" nunca sería suficiente. No para Michael. No para mí.
—No quiero tus disculpas. —Mi voz salió fría, más fría de lo que pretendía. Pero no me detuve. No podía detenerme.
Ella no dijo nada más, y yo tampoco. Solo me quedé ahí, mirándola, sintiendo que el abismo entre nosotras se hacía cada vez más grande.
—Bien. Ríndete —espeté furiosa—. Deja que Cronos gane. Deja que todo lo que has hecho, todo lo que te esforzaste, todo lo que peleaste, no sirva de nada. ¡Adelante, sé una perdedora!
Esperaba que eso la hiciera reaccionar. Siendo hija de la diosa de la victoria, perder era su defecto fatídico. No soportaba perder.
Pero no lo hizo.
—¿Eso es lo que quieres, Alessandra? —escupí, sin detenerme—. ¿Ver cómo todo por lo que luchamos se desmorona porque decidiste que ya no vale la pena? ¿Que "tú" no vales la pena? ¡Pues claro que no la vales! —Me detuve de golpe, ahogando las palabras que quería gritar. Cerré los ojos y tomé aire, aunque sentía que mi pecho iba a estallar. No era justo. Ella no merecía esto. Yo no debería sentir esto. Pero no podía detenerme.
Ella levantó la cabeza, y por primera vez, vi algo más que vacío en sus ojos. Había rabia, profunda y ardiente, como un fuego que apenas comenzaba a arder.
—Entonces, ¿por qué no me dejaste? —escupió. Su voz, aunque quebrada, estaba cargada de veneno.
Me quedé helada. No porque no tuviera una respuesta, sino porque la respuesta era mi condena más grande.
—Porque soy incapaz de dejar atrás a alguien que necesita ayuda.
Me miró fijamente, sus ojos oscuros ardiendo con un brillo que antes no estaba ahí. Pero no respondió. Me pregunté si lo haría, si esta sería la chispa que la devolviera a la vida. Pero no era tan fácil. Nada lo era.
«¿Por qué me esfuerzo tanto?» pensé mientras la observaba, sintiendo cómo mi pecho ardía con una mezcla de agotamiento, dolor y rabia.
—Porque eso es lo que hago —continué, obligándome a mantener un tono firme y calmado. Las palabras salían con dificultad, como si cada una tuviera que luchar contra la marea de pensamientos oscuros que me atormentaban—. No dejo atrás a las personas. Aunque... —Tuve que detenerme, tragándome las palabras antes de que el veneno se escapara. Aunque no lo merezcan. Aunque no sirva de nada. Aunque todo sea por gusto.
«Aunque siga rompiéndome cada vez más».
Sus labios se apretaron en una fina línea, pero seguía sin hablar. Quizá no esperaba que respondiera con tanta sinceridad. Quizá no tenía idea de qué hacer con mi furia contenida. Yo tampoco sabía qué hacer con ella.
—¿Entonces, qué? —pregunté finalmente, mi voz teñida con un sarcasmo que no pude ocultar—. ¿Te quedarás aquí, sentada, lamentándote? ¿O harás algo con todo este desastre que tu novio provocó?
Vi su rostro endurecerse. Por un segundo, pensé que me respondería, pero no lo hizo. Se limitó a mirarme con ese brillo apagado en los ojos, como si no tuviera la fuerza para devolvérmela.
No pude mirarla más. Me di la vuelta, tomando aire para no perder la compostura.
—Levántate o no lo hagas. Es tu decisión. Pero si decides rendirte, el final de Luke quedará en tu consciencia. Será tu fracaso.
Abrí la puerta y salí antes de que pudiera ver mi rostro. Antes de que viera cómo las lágrimas comenzaban a rodar por mis mejillas.
Antes de que pudiera entender lo muerta que estaba yo también.
Capítulo bien largo para compensar los días sin actualizar.
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