021.ᴀʙᴏᴜᴛ ᴇɴʟɪɢʜᴛᴇɴɪɴɢ ᴅʀᴇᴀᴍꜱ
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ꜱᴏʙʀᴇ ꜱᴜᴇÑᴏꜱ ᴇꜱᴄʟᴀʀᴇᴄᴇᴅᴏʀᴇꜱ
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DE VUELTA EN EL PLAZA, THALIA NOS LLEVÓ A PARTE.
—Intentaba hacerlos dudar —dijo cruzándose de brazos.
Percy y yo nos miramos unos instantes y asistimos.
—Lo sabemos.
—Por eso uno intervenía cuando el otro dudaba.
—Pero ahora deberemos tener el doble de cuidado —dijo Percy—. No sabemos lo que Cronos hará ya que rechazamos su propuesta.
Contemplé Central Park por las ventanas del hotel. Hacia el norte ardían aún algunos pequeños incendios, pero por lo demás la ciudad parecía sumida en una paz anómala.
Thalia se acomodó el arco en el hombro. Una vez más, me impresionó lo fuerte que se veía ahora que había dejado de envejecer. Se intuía un halo plateado a su alrededor: la bendición de Artemisa.
—Me preocupa Annabeth —murmuró Thalia, tras haber echado una ojeada al vestíbulo para comprobar que nadie nos escuchaba—. Si se presenta la ocasión en plena batalla, no sé si será capaz de enfrentarse a Luke. Siempre ha tenido debilidad por él.
Percy frunció el ceño.
—Se portará como es debido —me apresuré a asegurar.
—No lo sé. Una vez fuimos a casa de Luke, y él ya no volvió a ser el mismo. Actuaba de una manera imprudente y caprichosa, como si tuviera que demostrar algo. Después, cuando Grover nos localizó y trató de llevarnos al campamento... bueno, si hubo tantos problemas fue en parte porque Luke no tenía ningún cuidado. Quería pelearse con todos los monstruos con los que nos encontrábamos. A Annabeth no le parecía mal. Luke era su héroe. Ella solamente veía que sus padres lo habían vuelto triste y sombrío, y se empeñaba en defenderlo siempre. Todavía lo defiende. Lo único que digo es que no debes caer en la misma trampa. Dari tuvo razón hace rato, Luke se ha entregado a Cronos. No podemos permitirnos ser blandos con él.
Eché una ojeada a los incendios de Harlem, preguntándome cuántos mortales dormidos corrían peligro ahora por culpa de las funestas decisiones de Luke.
—Tienes razón —admitió Percy.
Thalia le dio una palmada en el hombro.
—Voy a ver cómo se encuentran las cazadoras y luego intentaré dormir algo antes de que anochezca.
Se marchó dejándonos solos.
—También deberías intentar dormir —dije dándole una sonrisa cansada.
—Lo último que necesito son más sueños.
—Lo sé, créeme. —Su lúgubre expresión me hizo preguntarme qué sueños habría tenido. Era un problema corriente entre los semidioses: cuanto más peligrosa era nuestra situación, peores y más frecuentes se volvían nuestros sueños—. Aunque supongo que no hace falta que te diga que no tendrás otra oportunidad para descansar. Va a ser una noche muy larga. Quizá nuestra última noche.
—¿Y tú no duermes?
—Intentaré —mentí.
Prometeo sabe de Alessandra. Estaba segura. Algo le había pasado y necesitaba saber qué.
Él asintió, agotado, y me entregó la jarra de Pandora.
—Hazme un favor. Guárdala en la caja fuerte del hotel. Creo que me provoca alergia.
—Cuenta con ello.
Lo vi meterse a la cama y quedarse dormido antes de tocar la almohada. Esperaba que al menos él pudiera descansar.
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Me encerré en una habitación sola, esperaba obtener respuestas. Me acosté en una cómoda cama y me quedé dormida.
Entre las sombras había dos mestizos agazapados: un chico de catorce años y una chica de doce. Advertí que eran Luke y Thalia. Él llevaba un cuchillo de bronce; y ella, su lanza y su terrorífico escudo, la Égida. Se los veía flacos y hambrientos, con una expresión salvaje en la mirada, como si vivieran continuamente acosados.
—¿Estás seguro? —dijo Thalia.
Luke asintió.
—Hay algo ahí al fondo. Lo percibo.
Entonces resonó un estruendo en el callejón, como si alguien hubiera golpeado una plancha de metal. Ambos avanzaron con gran sigilo.
Había un montón de cajas viejas en una plataforma de carga, y se acercaban con las armas dispuestas. Una plancha metálica se estremeció como si hubiese algo detrás.
Thalia miró a Luke. Éste contó hasta tres y apartó de golpe la plancha: una niña saltó sobre él con un martillo en la mano.
Luke gritó. La niña tenía el pelo rubio y enmarañado y llevaba un pijama de franela. No podía tener más de siete años, pero, si Luke no hubiera sido tan rápido, le habría partido la cabeza.
La agarró por la muñeca, el martillo se le escap y rebotó por el suelo de cemento.
La niña luchó y pataleó.
—¡Basta, monstruos! ¡Déjenme!
—¡Tranquila! —Luke forcejeaba para sujetarla—. Guarda el escudo, Thalia. La estás asustando.
Thalia le dio unos golpecitos a la Égida, que se encogió hasta convertirse en una pulsera de plata, y se acercó a la niña.
—¡Eh, calma! No vamos a hacerte daño. Yo soy Thalia. Y éste es Luke.
—¡Monstruos!
—No —le aseguró él—. Aunque sabemos mucho de monstruos. Nosotros también luchamos contra ellos.
Poco a poco, la niña dejó de patalear. Examinó a Luke y Thalia con unos ojos grises enormes e inteligentes.
—¿Son como yo?
—Sí —dijo Luke—. En fin… es un poco difícil de explicar. Pero combatimos a los monstruos. ¿Dónde está tu familia?
—Mi familia me odia. No me quieren. Me he escapado.
Thalia y Luke se miraron un momento. Ambos se identificaban con aquellas palabras.
—¿Cómo te llamas? —preguntó Thalia.
—Annabeth.
Luke sonrió.
—Bonito nombre. Vamos a ver, Annabeth… Eres muy valiente. Nos podría ser útil una luchadora como tú.
Annabeth abrió mucho los ojos.
—¿De veras?
—Ya lo creo —dijo él, dándole la vuelta al cuchillo y ofreciéndole la empuñadura—. ¿Te gustaría tener un arma de verdad para matar monstruos? Es bronce celestial. Funciona mucho mejor que un martillo.
Ofrecerle un cuchillo a una niña de siete años no sería muy buena idea en otras circunstancias, pero, cuando eres un mestizo, las normas habituales no sirven.
Annabeth blandió la empuñadura.
—Los cuchillos sólo son aptos para los luchadores más rápidos y valerosos —le explicó Luke—. No tienen el alcance ni la potencia de una espada, pero son fáciles de esconder y pueden encontrar puntos débiles en la armadura de tu enemigo. Hace falta un guerrero avispado para manejar un cuchillo. Y tengo la sensación de que tú eres bastante avispada.
Annabeth lo miró con repentina adoración.
—¡Lo soy!
Thalia sonrió.
—Será mejor que nos pongamos en marcha, Annabeth. Tenemos un refugio en el río James. Te conseguiremos ropa y comida.
—¿Seguro… que no van a llevarme con mi familia? ¿Me lo prometen?
Luke le puso una mano en el hombro.
—Ahora formas parte de nuestra familia. Y prometo que no dejaré que sufras ningún daño. No voy a fallarte como nos han fallado nuestras familias. ¿Trato hecho?
—¡Trato hecho! —exclamó la niña alegremente.
—Bueno, vamos —dijo Thalia—. ¡No podemos quedarnos quietos mucho rato!
La escena cambió.
De pronto, me encontré otra vez en la sala de May Castellan. Las velas parpadeaban en la repisa de la chimenea y se reflejaban en los espejos de las paredes. A través de la puerta de la cocina vi a Thalia sentada a la mesa, mientras la señora Castellan le vendaba la herida de la pierna. La Annabeth de siete años jugaba en la silla de al lado con la Medusa de peluche.
Hermes y Luke estaban en la sala, frente a frente, manteniendo las distancias.
El rostro del dios parecía borroso a la luz de las velas, como si no acabara de decidir qué forma adoptar. Iba vestido con un equipo de deporte azul marino y unas Reebok con alitas.
—¿Por qué te presentas ahora? —preguntó Luke. Se le veían los hombros en tensión, como si previera una pelea—. Te he llamado cientos de veces durante todos estos años; he rezado para que aparecieras, y nada. Me dejaste con ella —dijo, señalando hacia la cocina, como si no soportara mirar a su madre, y menos aún pronunciar su nombre.
—No la desprecies, Luke —advirtió Hermes—. Tu madre lo ha hecho lo mejor que ha podido. En cuanto a mí, no podía interferir en tu destino. Los hijos de los dioses han de encontrar su propio camino.
—Así que era por mi propio bien. Crecer en las calles, cuidando de mí mismo y luchando con monstruos.
—Eres mi hijo —dijo Hermes—. Sabía que tenías la capacidad necesaria. Cuando no era más que un bebé, salí a rastras de la cuna y fui…
—¡Yo no soy un dios! Al menos una vez podrías haber dicho algo. O haber echado una mano cuando… —inspiró agitadamente, bajando la voz para que no lo oyeran desde la cocina—, cuando a ella le daba uno de sus ataques y me sacudía y me decía cosas demenciales sobre mi destino. Cuando yo me escondía en el armario para que ella no me encontrara con… esos ojos incandescentes. ¿Te importaba que estuviera muerto de miedo? ¿Te enteraste siquiera cuando finalmente me fugué?
En la cocina, la señora Castellan les servía a Thalia y Annabeth un vaso tras otro de jugo de frutas y no paraba de contarles historias de cuando Luke era niño. Thalia se frotaba nerviosamente el vendaje de la pierna. Annabeth echó una mirada a la sala de estar y le mostró a Luke una galleta carbonizada.
«¿Ya podemos irnos?», le preguntó con los labios.
—Me importaba y me importa mucho, Luke —dijo Hermes lentamente—, pero los dioses no deben interferir en los asuntos de los mortales. Es una de nuestras Leyes Antiguas; sobre todo cuando tu destino… —Su voz se apagó de repente. Contempló las velas, como recordando algo desagradable.
—¿Qué? —preguntó Luke—. ¿Qué ocurre con mi destino?
—No deberías haber vuelto —masculló—. Sólo sirve para disgustarlos a ambos. Por lo que veo, sin embargo, te has hecho demasiado mayor para andar por ahí como un fugitivo sin ninguna ayuda. Hablaré con Quirón, en el Campamento Mestizo, y le pediré que envíe un sátiro a buscarte.
—Nos va muy bien sin tu ayuda —gruñó Luke—. ¿Qué estabas diciendo de mi destino?
Le dirigió una larga mirada a su hijo, como si quisiera memorizar su rostro. Bruscamente, me recorrió un escalofrío y comprendí que Hermes conocía el sentido de las palabras que farfullaba May Castellan. No sabía bien por qué, pero al observar su rostro no me cabía la menor duda. Hermes sabía lo que le sucedería algún día a Luke; sabía que se volvería malvado.
—Hijo mío. Soy el dios de los viajeros, el dios de los caminos. Si alguna cosa sé, es que debes recorrer tu propio camino aunque a mí se me parta el corazón.
—Tú no me quieres.
—Te aseguro que sí te quiero. Ve al campamento. Me ocuparé de que te encarguen pronto una misión. Tal vez puedas desafiar a la Hidra o robar las manzanas de las Hespérides. Tendrás la oportunidad de convertirte en un gran héroe antes…
—¿Antes de qué? —A Luke le salió una voz temblorosa—. ¿Qué fue lo que vio mi madre para quedarse así? ¿Qué va a sucederme? Si me quieres, dímelo. Hermes se puso aún más tenso.
—No puedo.
—¡Entonces es que te importa un bledo! —chilló Luke.
En la cocina, la charla se interrumpió de golpe.
—¿Eres tú, Luke? —dijo May Castellan—. ¿Va todo bien, hijito?
Luke se volvió para ocultar el rostro, pero vi lágrimas en sus ojos.
—Estoy bien. Tengo una nueva familia. No los necesito a ninguno de los dos.
—Soy tu padre —insistió Hermes.
—Se supone que un padre está a tu lado. Yo ni siquiera te conozco. Thalia, Annabeth, venga. ¡Nos vamos!
—¡No te vayas, hijo! —dijo May Castellan, suplicante—. ¡Tengo tu almuerzo listo!
Luke salió furioso de la casa, seguido de Thalia y Annabeth. May Castellan intentó correr tras él, pero Hermes la retuvo.
Mientras la mosquitera se cerraba de un portazo, la mujer se desmoronó en brazos de Hermes y empezó a temblar. Abrió unos ojos que relucían con un fulgor verde y se aferró desesperada a los hombros de Hermes.
—Mi hijo —siseó con voz ronca—. Peligro. ¡Un destino terrible!
—Lo sé, cariño —dijo Hermes con tristeza—. Créeme que lo sé.
El sueño cambió.
Estaba en el Princesa Andrómeda, en un camarote principal, y Luke estaba sentado frente a una chica pelirroja.
—¿Cómo dijiste que te llamas? —le preguntó.
—No te lo dije.
Ambos se miraron, desafiándose a ceder primero. Había algo en el aire flotando entre ellos que era tan palpable incluso siendo un sueño del pasado.
—¿Y piensas decírmelo?
La chica se giró, dándole la espalda y caminando por el lugar con aburrimiento. La reconocí, era Lessa.
—Ni siquiera creo quedarme, ¿por qué te diría mi nombre?
Luke se cruzó los brazos, sin dejar de observarla mientras ella se movía con una confianza insolente que lo hacía sonreír de medio lado. A pesar de su aparente desinterés, él sabía que estaba jugando un juego, uno del que era maestro. Desde su posición, se reclinó ligeramente hacia adelante, sus ojos nunca apartándose de la figura de Alessandra.
La habitación estaba en penumbras, iluminada apenas por unas pocas antorchas.
—¿Preferirías estar en otro lugar? —Lessa se encogió de hombros—. Con nosotros serías libre. No tendrías que obedecer a los dioses, no vivir en las calles. Tú decidirías tu propio destino. Podrías ganar, no solo por ti, sino por todos los que están hartos de perder bajo el yugo de los dioses.
Alessandra lo observó por un largo momento. El silencio entre ellos se hizo denso, pero esta vez no era una batalla de voluntades, sino una pausa llena de posibilidades.
Ella se detuvo, girando apenas el rostro para mirarlo de reojo, desinteresada.
—¿Y qué te hace pensar que eso es lo que quiero? —respondió con un tono burlón.
Él sonrió, con esa frialdad que lo caracterizaba.
—Porque aunque no sepa quien eres, sé más de lo que crees. Sé que nunca has estado en el campamento, que te has tenido que valer sola, que tienes una madre que espera la perfección de ti, y que probablemente estas cansada de ser una herramienta de los dioses.
Lessa frunció el ceño.
—No sabes nada de mí —escupió, sus ojos llenos de desafío.
Luke se acercó más, la tensión en el aire palpable.
—Puedo ofrecerte una salida —su voz era suave, casi seductora—. No tienes que seguir luchando para alguien que solo te ve como un medio para conseguir más victorias. Conmigo, puedes ser libre. Puedes decidir tu propio destino.
Lessa lo miró fijamente, sus labios apretados. Y sonrió, estirando una mano hacia él.
—Alessandra, hija de Nike.
La escena se transformó repentinamente.
Ahora estaba con Ethan Nakamura en el campamento enemigo. Lo que veía ante mis ojos hacía que me echase a temblar, en parte por lo enorme que era su ejército y en parte porque reconocía el lugar.
Estábamos en la zona boscosa de Nueva Jersey, en una carretera decrépita flanqueada por negocios en ruinas y vallas publicitarias destartaladas. Detrás de una valla medio desmoronada, había un patio lleno de estatuas de cemento. El rótulo colgado en lo alto del almacén no era nada fácil de leer porque estaba escrito en cursiva de color rojo, y me hacía difícil leerlo, algo como: «moperio de mongos de rajdín elatida MEE».
Estaba abandonado. Lleno de estatuas rotas y cubiertas de graffiti pintado con spray. Un sátiro de cemento había perdido un brazo. El tejado del almacén se había derrumbado en parte.
Alrededor de la parcela había centenares de tiendas y hogueras. Abundaban los monstruos, pero también se veían algunos mercenarios humanos con uniforme de combate y semidioses con armadura. En el exterior del emporio había un estandarte morado y negro vigilado por dos gigantes azules hiperbóreos.
Ethan y otros dos semidioses permanecían en cuclillas junto a una hoguera afilando sus espadas. Se abrían las puertas del almacén y aparecía Prometeo.
—¡Nakamura! El amo quiere hablar contigo.
Ethan se incorporó, receloso.
—¿Algún problema? —preguntaba.
Prometeo sonrió.
—Tendrás que preguntárselo tú.
—Ha sido un placer conocerte —dijo otro semidiós con sorna tras soltar una risita.
Ethan se ajustó el cinturón de la espada y se dirigió al almacén. El lugar estaba plagado de estatuas de gente aterrorizada que había quedado petrificada mientras gritaba. En la zona del bar, habían apartado las mesas de picnic. Y justo entre el dispensador de soda y el calentador de rosquillas se levantaba un trono dorado donde haraganeaba Cronos, con la guadaña en el regazo. Iba con tejanos y una camiseta, y su expresión pensativa le daba un aire casi humano, semejante al del joven Luke al que acababa de ver en casa de May Castellan, suplicándole a Hermes que le revelara su destino. Nada más ver a Ethan, sin embargo, la cara de Luke se contrajo en una sonrisa inhumana y sus ojos dorados centellaron.
—Bueno, Nakamura. ¿Qué te ha parecido la misión diplomática?
Ethan titubeó.
—Estoy seguro de que el señor Prometeo está más capacitado para explicar...
—Te lo he preguntado a ti.
El ojo bueno de Ethan iba de aquí para allá, reparando en los guardias que rodeaban a Cronos.
—Yo... No creo que Jackson se rinda. Nunca.
Cronos asintió.
—¿Algo más que quieras contarme?
—N... no, señor.
—Pareces nervioso, Ethan.
—No, señor. Es sólo... Dicen que ésta era la guarida de...
—¿La Medusa? Cierto. Un sitio encantador, ¿no? Por desgracia, la Medusa no ha vuelto a formarse desde que Jackson la mató, así que no debe preocuparte la posibilidad de sumarte a la colección. Además, hay fuerzas mucho más peligrosas aquí.
Cronos dirigió su mirada a un gigante lestrigón que masticaba ruidosamente unas patatas fritas. Hizo un ademán y el gigante se quedó inmóvil, con una patata frita suspendida en el aire, entre la mano y la boca.
—¿Por qué petrificarlos, cuando puedes congelar el tiempo mismo? —Sus ojos dorados se concentraron en el rostro de Ethan—. Y ahora dime una cosa más. ¿Qué pasó anoche en el puente de Williamsburg?
Ethan tembló. Su frente empezaba a perlarse de sudor.
—Yo... no lo sé, señor.
—Sí que lo sabes. —Cronos se levantó del trono con una mueca parecida al dolor—. Nuestro caballito se niega a hablar a pesar de todos los métodos empleados. Así que te lo pregunto a tí. Cuando atacaste a Jackson, sucedió algo. Una cosa inesperada. La chica, Annabeth, se interpuso de un salto.
—Pretendía salvarlo.
—Pero él es invulnerable —añadió Cronos bajando la voz—. Eso lo comprobaste tú mismo.
—No sabría explicarlo. Quizá la chica lo olvidó.
—Lo olvidó —repitió Cronos—. Sí, habrá sido eso. “Ah, vaya, se ha olvidado de que mi amigo es invulnerable y he recibido yo la puñalada. ¡Uy!”. Dime, Ethan, ¿a dónde apuntabas cuando ibas a clavarle el puñal a Jackson?
Ethan arrugó el entrecejo. Cerró la mano con fuerza, como si sostuviera un arma, y simulaba dar el golpe.
—No lo sé bien, señor. Todo sucedió muy deprisa. No apuntaba a ningún sitio en particular.
Cronos tamborileó con los dedos en la hoja de su guadaña.
—Ya veo —dijo en tono gélido—. Si se te refresca la memoria, espero...
Repentinamente, el señor de los titanes hizo una mueca. El gigante del rincón salió de su inmovilidad y la patata frita cayó al fin en su boca. Cronos retrocedió tambaleante y se desplomó en el trono.
—¿Mi señor? —dijo Ethan, adelantándose.
—Yo... —Su voz sonaba débil, pero por un instante era la de Luke. Luego la expresión de Cronos se endureció. Alzó la mano y flexionó los dedos como obligándolos a obedecer—. No es nada —concluyó, recobrando su tono acerado y gélido—. Una molestia sin importancia.
Ethan se humedeció los labios.
—Todavía se sigue resistiendo, ¿no? Luke...
—Tonterías. Repite esa mentira y te cortaré la lengua. El alma del chico ha sido aplastada. Simplemente me estoy adaptando a las limitaciones de esta nueva forma. Es algo que requiere reposo. Resulta pesado, pero no se trata más que de un malestar pasajero.
—Como... como diga, mi señor.
—¡Tú! —Cronos señaló con la guadaña a una dracaena con armadura y corona verdes—. Reina Sess, ¿no?
—Sssssí, mi señor.
—¿Ya podemos soltar nuestra pequeña sorpresa?
La reina dracaena enseñaba los colmillos.
—Oh, ssssí, mi señor. Una sorpressssa deliciosssa.
—Magnífico. Dile a mi hermano Hiperión que lleve hacia el sur el grueso de nuestras fuerzas y se adentre en Central Park. Los mestizos sufrirán tal confusión que ni siquiera podrán defenderse. Ya puedes irte, Ethan. Procura refrescar esa memoria. Hablaremos de nuevo cuando hayamos tomado Manhattan.
Ethan hizo una reverencia, alejándose. Cronos miró hacia una ventana, centrándose en su reflejo, como si estuviera viendo más allá de su imagen, algo más profundo en sus propios ojos.
—Una vez que me desaga de ella, ya no tendrás fuerzas para resistir.
Entoces el sueño cambió una última vez.
Vi la Casa Grande del campamento, pero era en otra época. Estaba pintada de rojo, no de azul. Los campistas de la pista de voleibol iban con peinados de principios de los noventa, un desastre total de moda.
Quirón estaba en el porche, hablando con Hermes y una mujer que llevaba un bebé en brazos. Quirón tenía el pelo más corto y oscuro. Hermes iba con su equipo deportivo habitual y unas zapatillas aladas. La mujer era alta y guapa.
Tenía el pelo rubio, ojos brillantes y una sonrisa simpática. El niño que llevaba en brazos se retorcía en su mantita azul como si el Campamento Mestizo fuera el último sitio donde quisiera estar.
—Es un honor tenerla aquí —dijo Quirón, nervioso—. Ha pasado mucho tiempo desde la última vez que se le permitió la entrada a un mortal.
—No le des alas —gruñó Hermes—. May, no puedes hacerlo.
Con un sobresalto, comprendí que estaba viendo a May Castellan. No se parecía en nada a la anciana que había conocido. Se la veía llena de vida. Era ese tipo de persona que sólo con una sonrisa alegra el día a quienes la rodean.
—Bah, no tienes de preocuparte tanto —protestó May, meciendo al bebé—. Necesitan un Oráculo, ¿no? La antigua lleva muerta... ¿cuánto?, ¿veinte años?
—Más —dijo Quirón con expresión grave.
Hermes alzó los brazos, exasperado.
—No te conté esa historia para que te presentaras como candidata. Es peligroso. Díselo, Quirón.
—Así es —advirtió Quirón—. Durante muchos años he prohibido que lo intentara nadie. No sabemos exactamente qué ha sucedido. La humanidad parece haber perdido la capacidad de albergar al Oráculo.
—Eso ya lo hemos hablado —dijo May—. Y estoy segura de que puedo hacerlo. Hermes, ésta es mi ocasión para hacer algo de provecho. Si he recibido el don de la videncia es para algo.
Yo deseaba gritarle a May Castellan que se detuviera. Sabía lo que iba a suceder. Ahora comprendía al fin cómo había sido destruida su vida. Pero no podía moverme ni hablar. Hermes parecía más dolido que preocupado.
—Si te conviertes en el Oráculo no podrás casarte conmigo. No podrás verme nunca más.
May le acarició el brazo.
—Tampoco podré tenerte siempre, ¿no? Tú te alejarás pronto. Eres inmortal. —Hermes empezó a protestar, pero ella lo interrumpió poniéndole una mano en el pecho—. ¡Sabes que es verdad! Por mucho que no quieras herir mis sentimientos. Además, tenemos un hijo maravilloso. Puedo seguir criando a Luke, ¿no?, aunque sea el Oráculo.
Quirón tosió discretamente.
—Sí, aunque, en honor a la verdad, no sé cómo afectará eso al espíritu del Oráculo. Una mujer que ya ha dado a luz a un hijo... No se ha hecho nunca, que yo sepa. Si el espíritu no acepta...
—Aceptará —insistió May.
«No. No aceptará».
May Castellan le dio un beso a su bebé y se lo entregó a Hermes.
—Vuelvo enseguida.
Les sonrió con aplomo y subió las escaleras.
Quirón y Hermes empezaron a pasearse en silencio de aquí para allá. El bebé no paraba de agitarse.
Un fulgor verde iluminó las ventanas de la casa. Los campistas dejaron de jugar al voleibol y levantaron la vista hacia el desván. En los campos de fresas se alzó un viento frío.
Hermes debió de sentirlo también.
—¡No! ¡¡¡No!!!
Le entregó el bebé a Quirón y corrió hacia el porche. Antes de que llegase a la puerta, la tarde soleada estalló por el chillido aterrorizado de May Castellan.
Se podría decir que dos capítulos en uno para ya cerrar el tema de las visiones y el Oráculo de una sola vez.
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