019.ᴀʙᴏᴜᴛ ᴛʜᴇ ᴛʀᴜᴛʜ ᴏꜰ ᴛʜᴇ ᴏʀᴀᴄʟᴇ

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ꜱᴏʙʀᴇ ʟᴀ ᴠᴇʀᴅᴀᴅ ᴅᴇʟ ᴏʀᴀᴄᴜʟᴏ

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GROVER ESTABA TOMANDO UN BOCADO EN EL SALÓN.

Iba preparado para la batalla con una armadura hecha de corteza de árbol y alambre plastificado, y llevaba su porra de madera y sus flautas de junco colgadas del cinturón.

La cabaña de Deméter había preparado un bufé completo en las cocinas del hotel. Había de todo: desde pizza hasta helado de piña. Por desgracia, Grover se estaba comiendo los muebles. Ya se había zampado el relleno de una lujosa silla y ahora estaba royendo el apoyabrazos.

—Grover, sólo estamos aquí de prestado. —Soltó un grito al verme y dejó caer el relleno al suelo. Respiré profundo—. Es un rasguño que salió mal, estoy bien.

—¡Beee-bee! —baló—. Perdona, Dari. Es que... son muebles Luis Dieciséis. Deliciosos. Además, siempre me como el mobiliario cuando me pongo...

—Nervioso. Sí, ya lo sé. Bueno, ¿qué me cuentas?

Golpeó el suelo con las pezuñas.

—Me he enterado de lo de Annabeth. ¿Cómo...?

—Se pondrá bien —lo tranquilicé—. Ahora está descansando. Percy le hace compañía.

—¿Y tú? Luces realmente mal.

—Sí, me veo peor de lo que me siento. ¿Cómo van las cosas?

Los jefes de las cabañas se acercaron a nosotros para escuchar las noticias.

—Estupendo. —Inspiró hondo—. Yo he movilizado a la mayoría de los espíritus de la naturaleza de la ciudad. Bueno, a los que han querido escucharme. —Se frotó la frente—. No sabía que las bellotas podían hacer tanto daño... En fin, estamos haciendo todo lo posible.

Me contó las escaramuzas que habían librado. Se habían ocupado sobre todo de cubrir las afueras, donde no contábamos con suficientes semidioses. Al parecer, habían surgido por todas partes perros del infierno que se colaban en nuestras líneas viajando por las sombras, pero las dríadas y los sátiros habían logrado ponerlos en fuga. También se habían enfrentado en la zona de Harlem con un joven dragón. Lo habían derrotado, aunque perdiendo en la lucha a una docena de ninfas.

Mientras Grover hablaba, Thalia entró en la sala con dos de sus lugartenientes, se detuvo abruptamente al verme, atónita y le sonreí. Así que me dio un saludo simple y salió un momento a ver a Annabeth. Enseguida regresó y esperó a mi lado a que Grover terminara su informe. Los detalles que me daba iban de mal en peor.

—Hemos perdido a veinte sátiros frente a un grupo de gigantes en Fort Washington —explicó con voz temblorosa—. Casi la mitad de mis hermanos. Al final los espíritus del río ahogaron a los gigantes, pero...

Thalia se acomodó el arco sobre el hombro.

—Dari, las fuerzas de Cronos siguen agrupándose en todos los túneles y puentes —dijo—. Y Cronos no es el único titán. Una de mis cazadoras ha divisado a un humano enorme con armadura de oro que estaba reuniendo un ejército en la costa de Jersey. No estoy muy segura de quién es, pero el poder que irradia sólo puede proceder de un titán o de un dios.

Me acordé de Hiperión de mi sueño: había discutido en el monte Othrys con Atlas y Crios para desaparecer entre llamaradas.

—Magnífico —dije—. ¿Alguna buena noticia?

Thalia se encogió de hombros.

—Hemos sellado los túneles de metro que van a Manhattan. Mis mejores cazadoras se han ocupado de ello. Otra cosa. Al parecer, el enemigo está aguardando para atacar esta noche. Creo que Luke —se mordió la lengua—, quiero decir, Cronos, necesita regenerarse después de cada combate. Aún no se encuentra a sus anchas con su nueva forma. Y ralentizar el tiempo en torno a la ciudad consume gran parte de su energía.

Grover asintió.

—La mayoría de sus efectivos, además, son más poderosos de noche. Volverán a la carga cuando se ponga el sol.

Traté de pensar con claridad.

—Está bien —asentí—. ¿Alguna noticia de los dioses?

Thalia meneó la cabeza.

—Sé que la señora Artemisa estaría aquí si pudiera. Y también Atenea. Pero Zeus les ha ordenado que sigan a su lado. Lo último que he sabido es que Tifón estaba destruyendo el valle del río Ohio. Alcanzará los montes Apalaches hacia mediodía. ¿Y Apolo?

—No lo sé, tuve una visión suya peleando, parecía cansado. No he sabido nada más, pero sé que si no fuera por Zeus, él también estaría aquí ahora mismo. —Thalia asintió, de acuerdo—. En el mejor de los casos, tenemos otros dos días antes de que Tifón llegue.

Esperaba que los dioses pudieran detenerlo, no quería saber lo que sería de nosotros si ese monstruo llegaba aquí. Todos me miraron, esperando una decisión. No podía permitir que se me notara el pánico, incluso si las cosas llegaban a ser críticas.

—Sigamos luchando —dije—. Anoche estuvieron todos increíbles. No podríamos pedir un ejército más valeroso. Vamos a establecer las rondas de vigilancia. Descansen mientras puedan. Nos espera una noche muy larga.

Los semidioses asintieron con murmullos y se dispersaron cada uno por su lado para dormir, comer o reparar sus armas.

—Tú también, Dari, por lo que escuché, estuviste impresionante, pero te ves como la mierda...aunque sorprendentemente sigues pareciendo una Barbie —dijo Thalia riendo—. Anda. Estaremos ojo avizor. Ve a echarte un rato. Te necesitamos en buena forma esta noche.

En eso, Michael se acercó a nosotros.

—Valentina ya me contó lo que pasó —dijo tomándome del brazo—. Una empusa con una lanza. Will tiene que verte, no sabemos si esa cosa tenía veneno.

—Estoy bien.

—¡No lo estás, maldita sea! —espetó enojado—. Te agradezco que me salvaras, pero ese sobreesfuerzo no ayudó en nada, estás mal y a punto de desvanecerte. ¡Así que cierra la maldita boca y déjate cuidar!

Miré a Grover y Thalia, ninguno de los dos dijo nada, claramente de acuerdo con él.

Solté un suspiro y asentí.

—Bien.

Me arrastró a una de las habitaciones. Y dentro, la mayoría de sus hermanos estaban allí.

—Hola. —Mi voz me salió aguda.

Kayla avanzó rauda, y se me colgó del cuello, abrazándome con fuerza. Sentí sus brazos apretándome como si no quisiera soltarme nunca, mientras sollozaba en mi hombro. Al principio, me quedé inmóvil, demasiado sorprendida para reaccionar. No me lo esperaba. Y la mayoría parecía estar aguantándose las ganas de imitarla.

Desde hacía meses, todos ellos me habían evitado. Desde que descubrieron mi relación con su padre, había recibido miradas frías, palabras cortas y comentarios sarcásticos al aire. Sabía que estaban dolidos, y aunque lo entendía, no podía evitar sentirme mal.

Pero este abrazo... me desmoronó.

—Dioses, Dari, pensé que los habíamos perdido a los dos—susurró contra mi hombro.

No pude evitar que las lágrimas se acumularan en mis ojos. Parpadeé, tratando de contenerlas, pero me fallaron. Rodeé a Kayla con los brazos, devolviéndole el abrazo. No importaba cuántas veces hubiera repetido que estaba bien. No lo estaba.

Ellos eran mi todo de una manera que no debería ser normal. Kayla, Austin, Will, Alex, Matthew, Victoria, Laurel y Aurora eran parte de mi corazón, más allá de lo que Apolo o Michael pudieran significar para mí. Ellos se habían ganado su propio lugar y me había dolido muchísimo haberlos lastimado.

Estos chicos eran como mi familia. Y había pasado meses sintiendo que los había perdido.

—Lo siento... —murmuré, casi sin darme cuenta de que estaba hablando.

Kayla se apartó un poco y me miró a los ojos. Su expresión era suave, comprensiva. No había reproche en sus ojos, solo cariño. Eso me rompió aún más.

—No tienes nada de qué disculparte —dijo, negando con la cabeza—. Sabemos que... bueno, que las cosas son complicadas. Pero eso no cambia que eres una de los nuestros.

Su declaración resonó en mi mente. Una de los suyos. Sentí un nudo en la garganta, incapaz de hablar, y solo asentí. En ese momento, Austin se acercó, con su mirada seria, pero preocupada. Siempre había sido uno de los más reservados, pero ahora me ofreció una mano, un gesto simple, pero lleno de significado.

—Nos preocupaste. Me alegro que estés bien. —Miró a Michael—. Que los dos estén bien.

—Déjenme, hagan espacio al médico —decía Will abriéndose paso a empujones—. ¡A un lado! 

En cuanto me vio, con las manos en la cintura, negó con la cabeza y me arrastró hacia la cama donde empezó a curar cada una de mis heridas. Su tacto era suave y profesional, pero yo solo quería echarme una siesta.

—Estás muy pálida, has perdido bastante sangre —dijo, frunciendo el ceño—. Y tienes temperatura un poco alta. Por suerte al parecer no hay veneno, pero se estaba comenzando a infectar, el agua del río no le hizo bien a ssta herida. Necesitas descansar.

Asentí, sintiendo la fatiga acumulada en mi cuerpo. Los últimos días habían sido un torbellino de muchas cosas que me habían drenado por completo.

—Ahora que eres su novia, ¿por qué no le pides a papá que de cure rápido como a nosotros? —cuestionó Melanie con cierto tono rintintin.

—Melanie.

Ella miró a Michael y se encogió de hombros.

—¿Qué? No dije nada malo.

—Déjala, está siendo tonta —espetó una rubia despapampanante. No la conocía, pero tenia cierto parecido con los demas—. Soy Cambryn. La mayor de tus…¿hijastros?

—Por favor, no digan eso, es raro —pedí negando con la cabeza.

La mayoria se rió.

—Pero es cierto —dijo Austin con tono burlón—. Es más, para ser más específicos, de parte de los semidioses, tu hijastro mayor tiene 65.

Se volvieron a reír por mi expresión.

—Bueno, ya hablaremos bien de todo esto después —dijo Michael—. Por ahora necesitas descansar. Dejemos que duerma un poco.

Todos asintieron y comenzaron a salir, pero yo me aferré a la mano de Michael. Me negaba a dejarlo ir ahora que estábamos en paz. 

Y él lo entendió, porque sin decir nada se recostó al lado mío, abrazándome. Will cerró la puerta tras darnos una última mirada. Me acomodé en sus brazos, y mientras lo sentía acariciar mi cabello, me quedé dormida en el acto.

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En mi sueño, vi a Nico en los jardines de Hades. Estaba solo y había cavado un hoyo en un macizo de flores de Perséfone, cosa que —supuse— no pondría muy contenta a la reina.

Vertía una copa de vino en el hoyo y entonaba un cántico:

—Que los muertos prueben su sabor de nuevo. Que se alcen y acepten esta ofrenda. ¡María di Angelo, muéstrate!

Se levantaba una nube de humo y empezaba a dibujarse una forma. Pero no era la madre de Nico, sino una chica de pelo oscuro y piel olivácea, con ropas plateadas de cazadora.

—¡Bianca! —exclamó Nico—. Pero...

«No convoques a nuestra madre, Nico —le advirtió ella—. Es el único espíritu que te está vedado contemplar».

—¿Por qué? ¿Qué es lo que oculta nuestro padre?

«Dolor —respondió Bianca—. Odio. Una maldición que se remonta a la Gran Profecía».

—¿Qué quieres decir? —insistió Nico—. ¡Tengo que saberlo!

«El conocimiento sólo te hará daño. Recuerda mis palabras: guardar rencor es un defecto fatídico para los hijos de Hades».

—Eso ya lo sé. Pero no soy el mismo de antes, Bianca. ¡Deja de intentar protegerme!

«No lo comprendes, hermano...».

Nico pasaba la mano a través de la niebla y la imagen de Bianca se disipaba.

—Maria di Angelo —repitió—. ¡Háblame!

Entonces se formaba otra imagen. Era una escena, no un solo fantasma. En el espesor de la niebla, veía a Nico y Bianca de niños. Jugaban en el vestíbulo de un lujoso hotel, persiguiéndose alrededor de las columnas de mármol.

Muy cerca, sentada en un sofá, había una mujer con un vestido negro, guantes largos y un sombrero con velo oscuro, como una estrella de cine de los años cuarenta. Tenía la sonrisa de Bianca y los ojos de Nico.

En una silla, a su lado, había un tipo de aspecto empalagoso con un traje negro a rayas. Se trataba de Hades. Inclinándose hacia la mujer, hablaba y gesticulaba con enorme agitación.

—Te lo ruego, querida. Debes venir al inframundo. ¡Me da igual lo que piense Perséfone! Allí los mantendré a salvo.

—No, amor mío —respondió ella, con acento italiano—. ¿Criar a nuestros hijos en la tierra de los muertos? Ni hablar.

—Escucha, Maria. La guerra en Europa ha puesto a los demás dioses contra mí. Se ha formulado una profecía y mis hijos ya no están a salvo. Poseidón y Zeus me han obligado a sellar un pacto. Ninguno de nosotros tres podrá volver a tener hijos semidioses.

—Pero tú ya tienes a Nico y Bianca. Seguro...

—¡No! La profecía nos advierte sobre un niño cuando cumpla los dieciséis. Zeus ha decretado que los hijos que tengo actualmente deben ser internados en el Campamento Mestizo para recibir el "entrenamiento adecuado", pero ya sé lo que significa eso. En el mejor de los casos, estarán vigilados y encarcelados, y los volverán en contra de su padre. Lo más probable es que no quiera correr riesgos. No permitirá que mis hijos semidioses cumplan los dieciséis. Encontrará un modo de destruirlos. Así que no voy a darle esa oportunidad.

—Ciertamente —contestó Maria—. Seguiremos juntos. Zeus es un imbécil.

Desde luego tenía valor, pero Hades dirigió una mirada nerviosa al techo.

—María, por favor. Ya te lo he dicho, Zeus me ha dado el plazo de una semana para que entregue a los niños. Su ira será terrible y no puedo mantenerte oculta eternamente. Mientras estés con los niños, también corres peligro.

Maria sonrió, y una vez más me resultó espeluznante lo mucho que se parecía a su hija.

—Tú eres un dios, mi amor. Tú nos protegerás. Pero no voy a llevarme a Nico y Bianca al inframundo.

Hades se retorcía las manos.

—Hay otra posibilidad. Conozco un lugar en el desierto donde el tiempo se mantiene inmóvil. Podría enviar a los niños allí una temporada, por su propia seguridad, y nosotros permaneceríamos juntos. Te construiré un palacio de oro junto al Estigio.

Maria di Angelo reía suavemente.

—Eres muy amable, amor mío. Un hombre generoso. Los demás dioses deberían verte como yo, en lugar de temerte tanto. Pero Nico y Bianca necesitan a su madre. Además, sólo son niños. Los dioses no se atreverían a hacerles daño.

«Señora, usted no ha leído mitología griega me parece».

—¡Tú no conoces a mi familia! —dijo Hades lúgubremente—. Por favor, Maria. No quiero perderte.

Ella le pasaba los dedos por los labios.

—No vas a perderme. Espérame mientras voy a buscar el bolso. Vigila a los niños.

Le dio un beso al señor de los muertos y se levantó del sofá. Hades la miró mientras subía la escalera, como si cada paso que daba le causara un dolor inmenso.

Un instante más tarde, se ponía en guardia. Los niños dejaban de jugar, como si también hubieran percibido algo.

—¡No! —gritó Hades.

Pero incluso sus poderes divinos resultaban demasiado lentos. Sólo tuvo tiempo de levantar un muro de energía negra alrededor de los niños antes de que el hotel entero explotara.

La onda expansiva resultó tan violenta que toda la imagen de la niebla se disipaba unos instantes.

Cuando volvió a enfocarse, Hades estaba de rodillas entre los escombros, con el cuerpo destrozado de Maria di Angelo en sus brazos. Aún estaba rodeado de llamaradas. En el cielo fulguraban los relámpagos y retumbaban truenos atroces.

Los pequeños Nico y Bianca miraban a su madre sin comprender nada. La furia Alecto se materializaba a su espalda, silbando espantosamente y agitando sus alas correosas. Los niños ni siquiera reparaban en su presencia.

—¡Zeus! —Hades alzó el puño al cielo—. ¡Te aplastaré por lo que has hecho! ¡La devolveré a la vida!

—No puede, mi señor —le advirtió Alecto—. Usted más que ninguno de los inmortales debe respetar las leyes de la muerte.

Hades resplandeció de rabia. Daba la impresión de que adoptaría su auténtica forma, volatilizando a sus propios hijos, pero en el último momento pareció recobrar el dominio de sí mismo.

—Llévatelos —le dijo a Alecto, ahogando un sollozo—. Borra todos sus recuerdos en el Lete y déjalos en el Casino Loto. Zeus no podrá hacerles daño allí.

—Como guste, mi señor. ¿Y el cuerpo de la mujer?

—Llévatela también —dijo con amargura—. Encárgate de que se le apliquen los antiguos ritos funerarios.

La furia, los niños y el cadáver de Maria se disolvían en la sombra, dejando solo a Hades entre las ruinas.

«Pobre, Nico. Pobre, Bianca» me lamenté.

—Se lo advertí —dijo otra voz.

Hades se volvió. De pie junto a los restos carbonizados del sofá, había una chica con un vestido multicolor. Tenía el pelo corto y negro y una mirada triste.

No pasaría de los doce años. No la conocía, pero me resultaba extrañamente familiar.

—¿Cómo te atreves a presentarte aquí? —rugió Hades—. Debería fulminarte.

—No puede. El poder de Delfos me protege.

Comprendí, con un escalofrío, que estaba viendo al Oráculo de Delfos cuando vivía y era joven. En cierto sentido, era más horripilante verla de aquel modo que en su estado momificado.

—¡Has matado a la mujer que amaba! —tronó Hades—. ¡Eso es lo que nos ha traído tu profecía! —Se alzó amenazador ante la chica, pero ella no reaccionó.

—Zeus ordenó la explosión para destruir a los niños, porque usted desafió su voluntad. No he tenido nada que ver. Y le advertí que los ocultara mucho antes.

—¡No pude! ¡Maria no me dejó! Además ellos son inocentes.

—Son hijos de suyos, sin embargo, lo cual los vuelve peligrosos. Aún encerrándolos en el Casino Loto, no hacéis más que postergar el problema. Nico y Bianca nunca podrán regresar al mundo. De lo contrario, podrían llegar a cumplir los dieciséis.

—Todo por tu supuesta Gran Profecía. Además, me has obligado a jurar que no tendré más hijos. ¡Me has dejado sin nada!

—Yo preveo el futuro. No puedo cambiarlo.

Los ojos del dios centelleaban con un fuego negro: algo terrible iba a suceder. Yo quería gritarle a la chica que se escondiera o echara a correr.

—Entonces, Oráculo, escucha las palabras de Hades. Quizá no pueda traer de vuelta a Maria, ni provocarte una muerte prematura, pero tu alma sigue siendo mortal y puedo maldecirte.

La chica abrió los ojos, alarmada.

—No...

—Juro que mientras mis hijos sigan desterrados, mientras me vea oprimido bajo la maldición de tu Gran Profecía, el Oráculo de Delfos no volverá a tener otro receptáculo mortal. Jamás descansarás en paz. Nadie vendrá a ocupar tu puesto. Tu cuerpo se marchitará y perecerá, pero el espíritu del Oráculo permanecerá en tu interior. Y continuarás pronunciando tus amargas profecías hasta que te desmorones y regreses a la nada. ¡El Oráculo morirá contigo!

La chica dio un grito desgarrador y la neblina se deshacía en jirones.

Nico caía de rodillas en el jardín de Perséfone, con el rostro completamente demudado por la conmoción. Ante él, irguiéndose con su túnica negra y mirando ceñudo a su hijo, se hallaba el Hades de verdad.

—¿Qué crees que estás haciendo? —le preguntó a Nico.

Una negra explosión inundó mis sueños. Luego apareció una escena distinta.

Rachel Elizabeth Dare paseaba por una playa de arena blanca. Iba con un bañador y una camiseta atada a la cintura. Tenía los hombros y la cara quemados por el sol.

Se arrodilló para escribir sobre la espuma con el dedo. Intenté descifrar las letras. Creía que mi dislexia me estaba dando más guerra de la cuenta hasta que advertí que escribía en griego antiguo.

Eso era imposible. Aquel sueño tenía que ser falso.

Rachel terminó de escribir unas palabras y murmuró:

—¿Qué demonios?

Yo sé leer griego, pero sólo identificaba una palabra antes de que el mar lo borrara todo: Üepoeúq.

Perseo.

Rachel se incorporó bruscamente y se apartó del agua.

—Oh, dioses. Eso es lo que significa.

Dio media vuelta y echó a correr, alzando nubecillas de arena con los pies mientras volaba hacia la mansión familiar. Subió jadeante y con estrépito los peldaños del porche. Su padre levantó la vista del Wall Street Journal.

Rachel se le acercó, muy decidida.

—Papa, tenemos que volver.

Él torció los labios, como tratando de recordar cómo se sonríe.

—¿Volver? Pero ¡si acabamos de llegar!

—Hay problemas en Nueva York. Percy corre peligro.

—¿Te ha llamado?

—No... no exactamente. Pero lo sé. Lo presiento.

El señor Dare dobló el periódico.

—Tu madre y yo llevamos mucho tiempo planeando estas vacaciones.

—¡No es cierto! ¡Los dos odian la playa! Pero ¡son demasiado testarudos para reconocerlo!

—Vamos a ver, Rachel...

—¡Te digo que pasa algo en Nueva York! ¡En toda la ciudad...! Aún no sé de qué se trata, pero está sufriendo un ataque.

Su padre suspiró.

—Creo que una cosa así saldría en las noticias.

—No —insistió Rachel—. Esa clase de ataque, no. ¿Has recibido alguna llamada desde que hemos llegado?

Él frunció el entrecejo.

—No... pero es fin de semana. Y en pleno verano.

—Tú siempre tienes llamadas. ¡Esto es muy raro, has de reconocerlo!

Su padre titubeó.

—No podemos irnos así como así. Hemos gastado un montón de dinero.

—Escucha, papá. Percy me necesita. Tengo que entregarle un mensaje. Es cuestión de vida o muerte.

—¿Qué mensaje? ¿De qué diantre me hablas?

—No te lo puedo contar.

—Entonces no puedes irte.

Rachel cerró los ojos, como armándose de valor.

—Papá... deja que me vaya y haré un trato contigo.

El señor Dare se echó hacia delante. Hacer tratos era lo que mejor se le daba.

—Te escucho.

—La Academia para Señoritas Clarion. Iré... iré en otoño. Sin quejarme. Pero tienes que llevarme ahora mismo a Nueva York.

Él permaneció en silencio un buen rato. Finalmente, abrió su móvil e hizo una llamada.

—¿Douglas? Prepara el avión. Nos vamos a Nueva York. Sí, inmediatamente.

Rachel lo rodeó con sus brazos, lo cual parecía sorprenderlo, como si ella nunca lo hubiera abrazado.

—¡Te lo compensaré, papá!

Él sonrió con expresión gélida. La miraba como si no estuviera viendo a su hija, sino a la joven damisela en que deseaba que se convirtiera, una vez que la Academia para Señoritas Clarion hubiera surtido efecto.

—Sí, Rachel —asintió—. Ya lo creo que me lo compensarás.

La escena se difuminaba.

«¡No, Rachel!».

Aún seguía agitándome y revolviéndome en la cama cuando Michael me sacudió para despertarme.

—Vamos, Dari —dijo—. Ya es media tarde. Y tenemos visita.

Me senté, desorientada.

—¿Visita? —pregunté confundida.

Michael asintió, muy serio.

—Thalia fue a despertar a Percy. Ha venido a verlo un titán con bandera blanca. Trae un mensaje de Cronos.

Un poquito de calma en medio del caos.

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