018.ᴀʙᴏᴜᴛ ᴊᴜᴍᴘɪɴɢ ɪɴᴛᴏ ᴛʜᴇ ᴠᴏɪᴅ ᴏɴ ᴛʜᴇ ʙʀɪɴᴋ ᴏꜰ ᴅᴇᴀᴛʜ

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ꜱᴏʙʀᴇ ꜱᴀʟᴛᴀʀ ᴀʟ ᴠᴀᴄɪᴏ ᴀʟ ʙᴏʀᴅᴇ ᴅᴇ ʟᴀ ᴍᴜᴇʀᴛᴇ

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LA GENTE A VECES HACE LOCURAS POR AMOR.

Eso decía una de mis películas favoritas de Disney: Hércules. Aunque no fuera para nada fiel a la historia real, tenía buenos mensajes y canciones buenísimas.

Y yo era la definición de esa frase. Siempre cometiendo las mayores locuras por amor.

El viento me azotó la cara con fuerza, robándome el aliento. Por un segundo, el miedo me paralizó, como si el tiempo se hubiera detenido mientras caía. Pero traté de ignorarlo, cuando lo vi. A unos metros por debajo de mí, con los ojos llenos de desesperación, cayendo rápidamente hacia el río.

Mi corazón latía tan fuerte que sentía que me iba a romper el pecho. Con cada segundo que pasaba, la distancia entre nosotros se acortaba, pero también la esperanza.

Como pude, me forcé a desplegar mis alas, ignorando el dolor ardiente en mi espalda y me lancé en picada.

Un poco más. Solo un poco más.

Estiré la mano y él me imitó, casi rozando sus dedos. Estaba tan cerca que podía escuchar su respiración entrecortada, ver el pánico en su rostro mientras el agua oscura se acercaba a una velocidad aterradora.

Con un último esfuerzo, estiré el brazo con todas mis fuerzas y lo atrapé. Mis dedos se aferraron a su mano.

Tiré de él con fuerza, sintiendo el peso de su cuerpo resistirse a mi agarre mientras la gravedad intentaba arrebatármelo. El esfuerzo me arrancó un gemido, pero me negué a soltarlo. Mis alas batieron desesperadamente, tratando de estabilizarnos, pero el dolor era insoportable. Era como sentir que me estuvieran arrancando las alas con una fuerza que me desgarraba toda la piel.

Mi visión se nublaba por las lágrimas, pero me negué a dejarlo caer. Sentía su mano fría aferrándose a la mía, su peso tirando de mí hacia abajo, pero batí mis alas con más fuerza, ignorando el grito de dolor que luchaba por escapar de mi garganta.

El viento rugía a nuestro alrededor, y el agua se acercaba rápidamente, pero logré enderezar las alas lo suficiente para desacelerar nuestra caída. Aún caíamos, pero ya no era una caída libre.

—¡No me sueltes! —grité, aunque ni siquiera sabía si él podría escucharme entre el caos.

Las gotas frías del río nos salpicaron cuando llegamos finalmente al nivel del agua. No fue una caída suave, pero tampoco fue letal. Nuestros cuerpos rebotaron contra las olas agitadas, y el impacto me arrancó el aire de los pulmones.

Apenas salí a la superficie, lo escuché gritar:

—¡Cuidado!

Me empujó bajo el agua, arrastrándome lo más que pudiéramos nadar mientras los escombros seguían cayendo sobre nosotros. El frío del río me envolvió como una garra de hielo, robándome el aire y la fuerza de los músculos. El mundo se volvió un caos de burbujas y sombras mientras sentía las corrientes fuertes jalándonos hacia abajo, como si el Este mismo tratara de engullirnos.

Intenté abrir los ojos, pero el agua oscura y turbia me quemaba la vista, forzándome a cerrarlos de nuevo. Solo podía sentir. Sentir su mano firme sujetándome, sentir el peso de los escombros golpeando el agua a nuestro alrededor.

Me costaba orientarme, no sabía si estábamos subiendo o bajando. Cada segundo bajo el agua me quemaba los pulmones, una necesidad desesperada de respirar que me hacía perder la concentración. Moví mis piernas como pude, pataleando contra la corriente, intentando mantener el ritmo de Michael. Pero él era más fuerte. Más decidido.

«No me dejes, no me dejes», pensé.

Mis fuerzas se agotaban y sentía que el mundo a mi alrededor se desmoronaba aún más. El rugido del puente colapsando en la superficie era como un trueno distante, amortiguado por el agua.

En algún momento, noté que su mano se tensó, tirando de mí con urgencia. De repente, todo se aclaró, un destello de luz invadió mi visión y mis pulmones explotaron en busca de aire. Salimos a la superficie con un gran chapoteo. Aspiré el aire de golpe, tosí, y el agua salada se mezcló con mis lágrimas.

Miré a mi alrededor, intentando enfocarme. El puente de Williamsburg era ahora un montón de ruinas dispersas sobre el río, y las olas se estrellaban furiosamente contra los restos flotantes. No había señal de los soldados de Cronos ni de Percy. Solo Michael y yo. Su rostro estaba tan pálido como el mío, sus ojos muy abiertos y llenos de un miedo que rara vez había visto en él.

Michael me abrazó con tanta fuerza que por un segundo me olvidé de todo. Lo había logrado.

Su cuerpo temblaba contra el mío, su respiración agitada, entrecortada, y aunque me dolía el cuerpo después de todo lo que había pasado, lo apreté con igual desesperación, aferrándome a la única certeza que tenía: no lo había perdido.

—¿Estás bien? —logré decir, la voz ronca y quebrada.

Me apartó el cabello del rostro, dando besos mariposa por todas partes, la frente, las mejillas, y en ese momento todo lo que podía sentir era su toque suave, casi tembloroso. Apoyó la frente contra la mía, y su cálido aliento casi rozando mis labios, se sintió como una bendición. Estaba vivo y eso era lo único que me importaba.

—¡Estás loca! —masculló con los ojos llenos de lágrimas.

—Lo dice el que no corrió cuando todo colapsó.

Nos reímos, pero fue una risa entrecortada, débil, cargada de agotamiento y alivio. El frío me calaba hasta los huesos, y mis músculos temblaban, no solo por el esfuerzo, sino por el miedo que todavía se aferraba a mi pecho.

El silencio que siguió me resultaba insoportable, solo roto por el golpeteo del agua contra los restos del puente y nuestras respiraciones entrecortadas.

—Darlene... —su voz era apenas un susurro—. No tenías que... no deberías haber saltado.

—Habrías hecho lo mismo.

No me respondió, porque ambos sabíamos que era verdad.

—Tenemos que salir de aquí.

Nadamos hasta una orilla improvisada formada por los restos del puente y los escombros que flotaban en el río.

Cuando finalmente logramos salir del agua, caí de rodillas sobre los escombros mojados, jadeando. El aire frío me quemaba la garganta y la herida en mi espalda palpitaba con más intensidad. Apenas podía sentir mis brazos, las manos me temblaban incontrolablemente, pero estaba viva. Lo habíamos logrado.

Michael se dejó caer a mi lado, respirando con dificultad, con el rostro hundido entre sus manos. El peso de lo que acababa de pasar parecía aplastarnos a ambos. No éramos héroes, no éramos guerreros invencibles. Éramos dos adolescentes jugando a salvar el mundo.

Su cara cambió a una de horror.

—¡Estás sangrando! —exclamó tomándome en brazos para verme mejor—. ¡Mierda, Darlene!

Me miré. Estaba cubierta de sangre.

—Estoy bien —murmuré, aunque la verdad estaba muy mareada.

—¡Cómo la mierda que estás bien! —Me alzó y echó a correr hacia la calle principal—. Necesitas ver a Will.

Encontramos una motocicleta y me ayudó a subir.

—Sujétate —dijo luego de colocarme un casco.

—¿Te sacaste la licencia?

—No eres la única que tenía cosas para contar —dijo dándome una sonrisa triste por encima del hombro—. ¿A dónde vamos?

—Al Plaza —respondí abrazándolo—. Vamos antes de que Grover se coma la tapicería.

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Por el camino me fijé en un montón de pedestales vacíos en los que normalmente había estatuas. El plan de Annabeth debía estar en funcionamiento.

Lo cual no sabía si era bueno o malo.

Sólo nos costó cinco minutos llegar al Plaza: un hotel anticuado de piedra blanca, con un tejado azul a varias aguas, en la esquina sudeste de Central Park. Desde el punto de vista táctico, el Plaza no era el mejor lugar para establecer el cuartel general. No era el edificio más alto de la ciudad y tampoco el más céntrico. Pero tenía cierto estilo de la vieja escuela y había atraído a lo largo de los años a un montón de semidioses famosos, como los Beatles o Alfred Hitchcock, así que pensé que estábamos en buena compañía.

Dejamos caer la moto al lado de una Yamaha abandonada en el bordillo, y la estatua que había en lo alto de la fuente nos gritó:

—¡Otros que seguro quieren que les cuide la moto!

Era una estatua de bronce de tamaño natural encaramada en una cazoleta de granito. No llevaba más que una sábana de bronce alrededor de las piernas, y sujetaba en sus manos una cesta de fruta metálica. Nunca le había prestado mucha atención. Claro que ella tampoco me había hablado nunca...

—No se parece a Demeter —murmuró Michael.

—Es porque no es Demeter —dije rodando los ojos y apoyándome contra él. El cuerpo me pesaba como si estuviera hecho de plomo—. Es Pomona, la diosa romana de la abundancia.

La estatua hizo un ruidito de complacencia.

—¡Bueno, al fin una semidiosa que sabe de lo que habla! ¡La gente siempre me confunde con Demeter! A nadie le importan los dioses menores.

—Mi padre es un dios menor.

La estatua estaba por decir algo más, pero Michael la interrumpió.

—Sí, sí, cómo diga. Siga vigilando las motos. —Y me empujó hacia adentro del Plaza, con Pomona gritando maldiciones en latín mientras nos arrojaba frutas a la cabeza.

Nunca había estado en el Plaza. El vestíbulo resultaba impresionante con sus arañas de cristal y todos aquellos ricos desmayados, pero no presté demasiada atención. Un par de cazadoras nos señalaron los ascensores y subimos a las suites del ático.

Los semidioses se habían adueñado de las plantas superiores. Había campistas y cazadoras tirados por los sofás, lavándose en los baños, arrancando colgaduras de seda para vendarse las heridas y sirviéndose con todo desparpajo refrescos y aperitivos de los minibares. Un par de lobos bebían directamente del váter. Me alivió ver que tantos amigos habían salido vivos aquella noche, aunque todos parecían hechos polvo.

Michael me quería arrastrar a buscar a Will, pero lo aparté de un empujón cuando vi pasar a Drew por mi lado. La tomé de la pechera de su armadura con las pocas fuerzas que me quedaban.

—¿Dónde está Annabeth?

—En la terraza —chilló. Desde que le había hecho un corte de cabello, cada vez que me le acercaba, gritaba del susto—. ¡Percy está con ella!

La aparté de un empujón y corrí hacia allí. Michael iba detrás de mí.

—Bonito corte el que le hiciste.

—Ya me tenía harta.

El solo se rió.

—Buscaré a mi hermano, para que te vea esa herida —dijo marchándose por el pasillo.

En otras circunstancias me habría encantado la vista desde la terraza, directamente a Central Park. Era una mañana soleada y sin nubes: perfecta para un picnic o un paseo, o para casi cualquier cosa salvo combatir con monstruos.

Annabeth se encontraba tendida en una tumbona, con la cara pálida y perlada de sudor. Estaba cubierta de mantas, pero tiritaba. Percy estaba sentado a su lado.

—Hola —dije acercándome a ellos.

Ambos levantaron la cabeza hacia mí, y Percy me tomó del brazo, jalandome en un abrazo fuerte.

—¡Darlene! ¡¿Qué carajos?! —gritó viéndome mejor—. ¡¿Qué te pasó!?

—No es nada, un rasguño mientras peleaba en el túnel de Queens.

Annabeth se sentó en la tumbona, estaba pálida.

—Un rasguño —repitió, con voz débil mientras me sentada a su lado—. Darlene, estás cubierta de sangre.

—Eres una tonta —dijo Percy, molesto—. ¡¿Cómo te lanzas de cabeza así?!

—Tenía que salvarlo.

—¿Michael, está...?

—Vivo. Caímos al agua y tuvimos que hundirnos para no ser aplastados, pero estamos bien —le aseguré. Ninguno de los dos me creía, imaginaba que era difícil creerme considerando el estado en el que estaba.

Annabeth me miró con una mezcla de cansancio y escepticismo, como si pudiera ver más allá de mi fachada de fuerza. Su mano tocó mi espalda, y el leve toque envió una punzada de dolor por mi columna, pero la ignoré, apretando los dientes. Mi herida no importaba, no ahora.

—He estado mejor —admitió, intentando sonreír, pero el gesto apenas se formó en sus labios antes de desaparecer. Percy no la soltaba, sus manos firmemente aferradas a las de ella, como si solo el contacto pudiera evitar que se desvaneciera. Ella respiraba con dificultad, y el sonido rasposo de su aliento me puso la piel de gallina—. Will dice que estaré bien.

—Me alegro. —Me incliné sobre ella para besar su frente. Estaba perlada de sudor y pálida—. ¿Y tú? —pregunté a Percy—. Vi que hiciste unos destrozos.

Se rió.

—Era necesario. —Tomó mi mano y dejó un beso en el borde—. Me contaron que tú destruiste el túnel de Queens.

—Era necesario.

—Ustedes dos son un peligro para la arquitectura —bromeó Annabeth.

Nos quedamos un rato en silencio, disfrutando de estar vivos, heridos como la mierda, pero vivos.

—Yo me haré cargo de los demás —dije mirando a Percy, cuando Annabeth se quedó dormida—. Quédate con ella y descansa.

Él me dio una sonrisa cansada y asintió.

Salí de la terraza y entré al vestíbulo, donde Silena estaba apoyada en la pared con expresión triste.

—La culpa es mía —musitó.

—No. ¿Cómo va a ser culpa tuya, Silena?

—Es mi culpa. Todo esto es mi culpa, si hubiera sido más fuerte contra Luke, yo...

Le temblaron los labios. No había hecho más que empeorar desde que Beckendorf había muerto y, cada vez que la miraba, no podía evitar sentirme rabiosa por su muerte. Su expresión me hacía pensar que podía quebrarse como un cristal en cualquier momento.

—Estabas asustada, e hiciste lo único que pudiste hacer, Silena. Luke se aprovechó de ello.

—¡Porque soy un fracaso como semidiosa!

—¡Porque se aprovechó de tus debilidades! —La tomé de los hombros, mirándola a los ojos—. Pero eso no te hace débil. Hoy demostraste que no lo eres, peleaste como toda una guerrera. Además, eres la que mejor cabalga en pegaso, todos te aman y...

—Ahora me odian —sollozó—. Les conté a mis hermanas la verdad.

Me quedé paralizada.

—¿Qué hiciste qué?

—No podía seguir guardándomelo. Sé que cuando pediste a los líderes que quedara como secreto, lo hiciste para protegerme, pero yo no podía seguir callando. Todo es mi culpa, ellos merecían saberlo.

—Ay, Silena. —La abracé. No podía imaginar lo que debió haber tenido que contarles—. Todo estará bien —prometí. Aunque tuviera que amenazar a cada campista, iba a asegurarme que nadie la molestara. Ella sollozó—. Ya verás, todo estará bien. Ni Clarisse ni yo...

Se apartó bruscamente.

—¡Eso es! —Se quedó mirándome como si le hubiera dado una idea—. Necesitamos a la cabaña de Ares. Hablaré con Clarisse. Seguro que puedo convencerla para que nos ayude.

—Silena...

—Por favor, sé que me dijiste que no me alejara de tí, pero necesito intentarlo —rogó ella—. Puedo ir con un pegaso. Estoy segura de que llegaré al campamento. Déjame intentarlo.

No me gustaba mucho la idea. No creía que tuviera ninguna posibilidad de convencer a Clarisse. Aunque, por otro lado, me preocupaba que Silena se pudiera herir fácilmente en la batalla. Tal vez aquella misión le proporcionara algo distinto en lo que concentrarse.

—Está bien —accedí—. No se me ocurre nadie mejor para intentarlo.

Silena me echó los brazos al cuello.

—¡Oh, gracias, Dari! —Me quejé por el dolor que su apretó y se apartó repentinamente—. Lo siento, lo siento. —Me dio una mirada preocupada—. No te fallaré, lo prometo.

—Sé que no lo harás —susurré con una sonrisa cansada—. Anda, vete. Y asegúrate de pasarles el informe —puntualicé con intención y ella comprendió, asintiendo.

Si algo Alessandra me había enseñado, era que la mejor forma de ir un paso por delante, era contarle la mitad de tus planes a tu enemigo. Ella hacia eso, les contaba nuestros planes, pero ocultando las partes cruciales. Así mantenía la confianza en ella, lo oculto podía justificarse como "cambio de último minuto".

Y así, nadie sospechaba de ella. Así pudimos tener acceso a los planes de Cronos porque seguían pensando que tanto Alessandra como Silena estaban de su lado.

—Claro. —Silena asintió.

En cuanto se hubo marchado, me giré hacia la ventana, donde podía ver el sol elevándose sobre la ciudad. El tráfico debería haber sido muy denso para entonces, pero no se oían bocinazos ni el murmullo de la multitud inundando las calles.

—Lo logré, mi amor —susurré—. Ésta vez sí lo salvé.

A lo lejos, oí la alarma de un coche resonando por las calles. Un sinuoso penacho de humo negro ascendía hacia el cielo por la parte de Harlem. Me pregunté cuántos hornos habrían quedado encendidos al desencadenarse el hechizo de Morfeo, y cuánta gente habría caído dormida mientras cocinaba la cena. Pronto habría muchos más incendios. La población de Nueva York corría peligro. Y todas esas vidas dependían de nosotros.

Meme time

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