015.ᴀʙᴏᴜᴛ ʙᴜʏɪɴɢ ɴᴇᴡ ꜰʀɪᴇɴᴅꜱ
╔╦══• •✠•❀ - ❀•✠ • •══╦╗
ꜱᴏʙʀᴇ ᴄᴏᴍᴘʀᴀʀ ɴᴜᴇᴠᴏꜱ ᴀᴍɪɢᴏꜱ
╚╩══• •✠•❀ - ❀•✠ • •══╩╝
PERCY
APARCAMOS AL LADO DE BATTERY PARK, EN LA PUNTA INFERIOR DE MANHATTAN, JUSTO DONDE SE UNEN EL ESTE Y EL HUDSON PARA DESEMBOCAR EN LA BAHÍA.
—Espera aquí —le dije a Annabeth.
—Percy, no deberías ir solo.
—Bueno, salvo que sepas respirar bajo el agua...
Dio un suspiro.
—A veces eres insoportable.
—¿Cuando tengo razón, por ejemplo? Confía en mí, no me va a pasar nada. Ahora tengo la maldición de Aquiles. Soy invencible y todo eso.
No parecía muy convencida.
—Tú ándate con cuidado. No quiero que te pase nada. Quiero decir... te necesitamos para la batalla.
Sonreí de oreja a oreja.
—Vuelvo en un minuto.
Bajé hasta la orilla y me metí en el agua.
Una advertencia por si no eres un dios del mar ni nada parecido: no se te ocurra bañarte en el puerto de Nueva York. Quizá no esté tan asqueroso como en tiempos de mi madre, pero de todos modos esas aguas harían que te saliera un tercer ojo o que tuvieras un hijo mutante cuando te hicieras mayor.
Me zambullí en la negrura y descendí hasta el fondo. Traté de localizar el punto donde las corrientes de los dos ríos parecían iguales: allí donde se unían para formar la bahía. Me imaginé que sería el lugar ideal para atraer su atención.
—¡Eh, chicos! —grité con mi voz submarina más potente. Los ecos se propagaron por la oscuridad—. Me han dicho que estáis tan contaminados que les da vergüenza dar la cara. ¿Es cierto?
Una gélida corriente se deslizó ondulante por la bahía, revolviendo una espuma sucia de lodo y basuras.
—Había oído decir que el Este es más tóxico —proseguí—, pero el Hudson huele mucho peor. ¿O es al revés?
El agua adquirió un brillo trémulo. Un ser poderoso y colérico me observaba ahora. Notaba su presencia... o tal vez eran dos.
Temía haberme pasado de la raya con los insultos. ¿Y si me machacaban sin presentarse siquiera? Pero no lo creía. Eran dioses de los ríos de Nueva York. Me imaginé que su reacción instintiva sería plantarme cara.
En efecto, dos formas gigantes aparecieron ante mí. Al principio eran sólo dos columnas de lodo marrón oscuro más densas que el resto del agua. Pero enseguida desarrollaron piernas, brazos y unos rostros ceñudos.
La criatura de la izquierda tenía un parecido inquietante con los telekhines. Su cara poseía un aire lobuno, mientras que su cuerpo —lustroso y oscuro, con aletas en pies y manos— recordaba vagamente al de una foca. De sus ojos salía un resplandor verdusco.
El tipo de la derecha resultaba algo más humanoide. Iba vestido con harapos y algas, y con una cota de malla hecha con chapas de botella. Tenía la cara manchada de verde y una barba desaliñada. Sus ojos azul oscuro ardían de rabia.
El de las aletas, que debía de ser el dios del río Este, dijo:
—¿Qué pretendes, niño, que te maten? ¿O simplemente eres más estúpido de la cuenta?
El espíritu barbudo del Hudson se hizo el gracioso:
—El experto en estúpidos eres tú, Este.
—Cuidadito, Hudson —gruñó su compañero—. Quédate en tu lado de la isla y ocúpate de tus asuntos.
—¿O si no, qué? ¿Vas a lanzarme otra barcaza de basura?
Se deslizaron el uno hacia el otro, dispuestos a atacarse.
—¡Un momento! —grité—. ¡Tenemos un problema más grave!
—El niño tiene razón —gruñó Este—. Vamos a acabarlo primero; ya lucharemos luego.
—De acuerdo —respondió Hudson.
Antes de que pudiera protestar, un millar de desperdicios se alzaron del fondo y vinieron disparados hacia mí desde ambos lados: piedras, cristales rotos, latas, neumáticos.
Ya me lo esperaba, desde luego. El agua que tenía delante se endureció hasta convertirse en un escudo y los desperdicios rebotaron sin causarme daño. Todos salvo uno: un grueso pedazo de vidrio, que atravesó la barrera y me dio en el pecho. Debería haberme matado, pero se hizo añicos al estrellarse contra mi piel.
Los dos dioses-río me observaron.
—¿Hijo de Poseidón? —preguntó Este.
Asentí.
—¿Con una zambullida en el Estigio? —añadió Hudson.
—Ajá.
Chasquearon la lengua, contrariados.
—Vaya, hombre. Perfecto —dijo Este—. ¿Y ahora cómo lo matamos?
—Podríamos electrocutarlo —sugirió Hudson, pensativo—. Si encontrara unos cables de arranque...
—¡Escúchenme! —grité—. ¡El ejército de Cronos está invadiendo Manhattan!
—¿Crees que no lo sabemos? —soltó Este—. Ahora mismo noto la vibración de sus barcos. Ya casi han pasado.
—Sí —asintió Hudson—. Yo también tengo unos cuantos monstruos asquerosos cruzando mis aguas.
—¡Pues detenganlos! —grité—. ¡Ahóguenlos! ¡Hundan sus barcos!
—¿Por qué deberíamos hacerlo, según tú? —rezongó Hudson—. Bien, invaden el Olimpo. ¿Y a nosotros, qué?
—Porque puedo pagaros —dije, y saqué el dólar de arena que mi padre me había regalado por mi cumpleaños.
Los dioses de los ríos abrieron los ojos como platos.
—¡Es mío! —dijo uno—. Trae aquí, chaval, y te prometo que esa escoria de Cronos no cruzará el río Este.
—¡De eso nada! —gritó el otro—. ¡Ese dólar de arena será mío si no quieres que deje pasar a esos barcos por el Hudson!
—Lleguemos a un arreglo. —Partí el dólar de arena. Una oleada de agua fresca y limpia surgió entre ambas mitades, como si la polución de la bahía estuviera disolviéndose—. Cada uno de vosotros se lleva una mitad. A cambio, mantendrá lejos de Manhattan a las fuerzas de Cronos.
—Uf, niño —gimió Hudson, alargando una mano hacia una mitad del dólar de arena—. ¡Hace tanto que no estoy limpio!
—El poder de Poseidón —murmuró Este—. Es un idiota integral, pero desde luego sabe cómo acabar con la polución.
Los dos se miraron un momento y hablaron al unísono:
—Trato hecho.
Le di a cada uno su mitad. Ellos las tomaron con veneración.
—¿Y los invasores?
Este hizo un ademán.
—Acaban de hundirse.
Hudson chasqueó los dedos.
—Una manada de perros del infierno se ha tirado de cabeza.
—Gracias —dije—. Sigan así de limpios.
Cuando ya subía hacia la superficie, Este me gritó:
—¡Oye, niño!, ¡vuelve cada vez que tengas un dólar de arena que gastar! Bueno, si sales vivo.
—¡La maldición de Aquiles! —bufó Hudson—. Siempre se creen que eso va a salvarlos.
—Si supieran... —remachó Este.
Los dos se echaron a reír y se disolvieron en el agua.
Cuando llegué a la orilla, Annabeth estaba hablando por el móvil, pero colgó nada más verme. Parecía consternada.
—Ha funcionado —le informé—. Los ríos están controlados.
—Menos mal. Porque tenemos otros problemas. Acaba de llamarme Michael. Hay otro ejército avanzando por el puente de Williamsburg. La cabaña de Apolo necesita ayuda. Y algo más. ¿Sabes cuál es el monstruo que encabeza la marcha? El Minotauro.
━━━━━━━━♪♡♪━━━━━━━━
Por suerte, Blackjack estaba de servicio.
Solté mi silbido más convincente y en pocos minutos divisé en el cielo dos formas oscuras volando en círculos. Al principio parecían halcones, pero cuando bajaron un poco más distinguí las largas patas de los pegasos lanzadas al galope.
«Eh, jefe. —Blackjack aterrizó con un trotecillo, seguido de su amigo Porkpie—. ¡Los dioses del viento por poco nos mandan a Pensilvania! ¡Menos mal que he dicho que estaba con usted!».
—Gracias por venir —le dije—. Por cierto, ¿por qué galopan los pegasos mientras están volando?
Blackjack soltó un relincho.
«¿Y por qué los humanos balancean los brazos al andar? No lo sé, jefe. Te sale sin pensarlo. ¿A dónde?».
—Hemos de llegar cuanto antes al puente de Williamsburg.
Blackjack negó con la cabeza.
«¡Y que lo diga, jefe! Lo hemos sobrevolado al venir para aquí y no tenía buena pinta. ¡Suba!».
De camino hacia el puente se me fue formando un nudo en la boca del estómago. El Minotauro había sido uno de los primeros monstruos que había derrotado. Cuatro años atrás, había estado a punto de matar a mi madre en la colina Mestiza. Aún tenía pesadillas.
Había confiado en que el Minotauro seguiría muerto unos cuantos siglos más, pero debería haber sabido que mi suerte no iba a durar tanto.
Y tenía un punto más para apresurarme a llegar antes de que algo malo ocurriera. Si algo le pasaba a Michael, no estaba seguro si Darlene lo soportaría.
Siendo su alma gemela, hace un año había visto lo que le había hecho perderla. No podía dejar que eso le pasara a ella.
Divisamos la batalla antes de tenerla lo bastante cerca como para identificar a los guerreros. Era plena madrugada ya, pero el puente resplandecía de luz. Había coches incendiados y arcos de fuego surcando el aire en ambas direcciones: las flechas incendiarias y las lanzas que arrojaban ambos bandos.
Cuando nos acercamos para hacer una pasada a poca altura, advertí que la cabaña de Apolo se batía en retirada. Corrían a parapetarse detrás de los coches para disparar a sus anchas desde allí; lanzaban flechas explosivas y arrojaban abrojos de afiladas púas a la carretera; levantaban barricadas donde podían, arrastrando a los conductores dormidos fuera de sus coches para que no quedaran expuestos al peligro. Pero el enemigo seguía avanzando pese a todo.
Encabezaba la marcha una falange entera de dracaenae, con los escudos juntos y las puntas de las lanzas asomando en lo alto. De vez en cuando, alguna flecha se clavaba en un cuello o una pierna de reptil, o en la juntura de una armadura, y la desafortunada mujer-serpiente se desintegraba, pero la mayor parte de los dardos de Apolo se estrellaban contra aquel muro de escudos sin causar ningún daño.
Detrás, avanzaba un centenar de monstruos.
Los perros del infierno se adelantaban a veces de un salto, rebasando su línea defensiva. La mayoría caían bajo las flechas, pero uno de ellos atrapó a un campista de Apolo y se lo llevó a rastras. No vi lo que sucedió con él después.
Prefería no saberlo.
—¡Allí! —gritó Annabeth desde el lomo de su pegaso.
En efecto, en medio de la legión invasora iba el Viejo Cabezón: el Minotauro en persona.
La última vez que lo había visto no llevaba nada encima, salvo los calzoncillos, unos blancos y ajustados. No sé por qué, quizá lo habían sacado de la cama para perseguirme. Esta vez, en cambio, sí venía preparado para la batalla.
Ahora debía de medir tres metros al menos. Llevaba a la espalda un hacha de doble filo, pero era demasiado impaciente para molestarse en usarla. En cuanto me vio sobrevolar en círculos el puente, o me olió, cosa más probable, porque tenía mala vista, soltó un bramido mayúsculo y alzó en sus brazos una limusina blanca.
—¡Baja en picado! —le grité a Blackjack.
«¿Qué? —dijo el pegaso—. Imposible, no va... ¡Santo cielo!».
Debíamos de estar al menos a treinta metros de altura, pero la limusina venía hacia nosotros girando sobre sí misma como un boomerang de dos toneladas.
Annabeth y Porkpie hicieron un brusco viraje a la izquierda para esquivarla, pero Blackjack cerró las alas y se dejó caer a plomo. La limusina pasó casi rozándome la cabeza y no me dio por unos cuantos centímetros; se coló entre los cables de suspensión del puente sin tocarlos y se desplomó hacia las aguas del río Este.
Los demás monstruos soltaban gritos y abucheos, y el Minotauro tomó otro coche en sus manos.
—Déjanos detrás de las líneas de la cabaña de Apolo —le ordené a Blackjack—. No te alejes demasiado por si te necesito, pero ponte enseguida a cubierto.
«¡No pienso discutir, jefe!».
Descendió a toda velocidad y fue a posarse tras un autobús escolar volcado, donde había dos campistas apostados. Annabeth y yo bajamos de un salto en cuanto los pegasos tocaron el suelo con sus cascos. Luego Blackjack y Porkpie desaparecieron en el cielo oscuro.
Michael corrió a nuestro encuentro. Tenía el brazo vendado y su cara de hurón tiznada, y apenas le quedaban flechas en el carcaj, pero sonreía como si lo estuviera pasando en grande.
—Ya era hora de que llegaran. ¿Y los demás refuerzos?
—Por ahora, somos nosotros los refuerzos —repuse.
—Entonces estamos servidos.
—¿Todavía tienes tu carro volador? —preguntó Annabeth.
—No —dijo Michael—. Lo dejé en el campamento. Le dije a Clarisse que podía quedárselo. Le prometí a Darlene que dejaría de pelear, y la verdad es que no valía la pena seguir discutiendo por esa cosa. Pero ella me contestó que ya era tarde. Que nunca más íbamos a ofenderla en su honor, o una estupidez por el estilo.
—Al menos lo intentaste.
Se encogió de hombros.
—Sí, bueno, le solté unos cuantos insultos cuando me dijo que aun así no pensaba combatir. Me temo que eso tampoco ayudó demasiado. ¡Ahí vienen esos adefesios!
Sacó una flecha y se la lanzó al enemigo. La saeta voló con un agudo silbido y, al estrellarse en el suelo, desató una explosión que sonó como una guitarra eléctrica amplificada por un altavoz brutal. Los coches cercanos saltaron por los aires. Los monstruos soltaron sus armas y se taparon los oídos con muecas de dolor. Algunos echaron a correr; otros se desintegraron allí mismo.
—Era mi última flecha sónica —comentó.
—¿Un regalito de tu padre, el dios de la música? —pregunté.
Me dio una mirada de muerte. Y recordé que la razón por la que él y Dari no se hablaban, era precisamente el padre de Michael.
—Un pobre intento de arreglar las cosas—bufó acomodándose el arco en el brazo—. En todo caso, la música a tope puede perjudicar la salud, por desgracia, no siempre mata.
En efecto, la mayoría de los monstruos, una vez recuperados de su aturdimiento, empezaban a reagruparse.
—Tenemos que retroceder —dijo Michael—. Tengo a Cambryn, Melanie y Urian colocando trampas un poco más abajo.
—No —respondí—. Trae a tus campistas a esta posición y aguarda mi señal. Vamos a mandar al enemigo de vuelta a Brooklyn.
Michael se echó a reír.
—¿Cómo piensas hacerlo?
Desenvainé mi espada.
—Percy —dijo Annabeth—, déjame ir contigo.
—Demasiado peligroso. Además, necesito que ayudes a Michael a coordinar la línea defensiva. Yo distraeré a los monstruos. Ustedes agrupense aquí. Saquen de en medio a los mortales dormidos. Luego pueden empezar a abatir monstruos a distancia mientras yo los mantengo ocupados. Si hay alguien capaz de hacer todo eso, eres tú.
—Muchas gracias —gruñó Michael.
Mantuve los ojos fijos en Annabeth, que asintió de mala gana.
—Está bien. En marcha —dije. Antes de que pudiera acobardarme, añadí—: ¿No hay un beso para darme suerte? Ya es una especie de tradición, ¿no?
Temí que me diera un puñetazo. Pero lo que hizo fue sacar su cuchillo y mirar al ejército de monstruos.
—Regresa vivo, sesos de alga. Entonces veremos.
Pensé que era la mejor oferta que iba a sacar, de modo que salí de detrás del autobús escolar y caminé por el puente a la vista de todos, directo hacia el enemigo.
UHHHHHHH
Se viene...se viene...
Bạn đang đọc truyện trên: AzTruyen.Top