012.ᴀʙᴏᴜᴛ ʜᴏᴡ ᴛʜᴇ ɢᴏᴅ ᴏꜰ ꜰɪʀᴇ ɢɪᴠᴇꜱ ᴜꜱ ᴀɴ ᴇxᴛʀᴀ ᴍɪꜱꜱɪᴏɴ
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ꜱᴏʙʀᴇ ᴄᴏᴍᴏ ᴇʟ ᴅɪᴏꜱ ᴅᴇʟ ꜰᴜᴇɢᴏ ɴᴏꜱ ᴅᴀ ᴜɴᴀ ᴍɪꜱɪᴏɴ ᴇxᴛʀᴀ
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NO QUERÍA SEGUIR JUGANDO AL CORRE ARAÑITA QUE TE ATRAPO, pero la muy mierda seguía y seguía corriendo.
Ya creía que le habíamos perdido la pista cuando Tyson captó un lejano sonido metálico. Dimos unas cuantas vueltas, retrocedimos varias veces y por fin encontramos a la araña, que golpeaba una puerta de metal con su cabecita.
La puerta parecía una de aquellas anticuadas escotillas de los submarinos: con forma oval, remaches metálicos y una rueda, en lugar de un pomo, para abrirla. Encima de ella había una gran placa de latón, que el tiempo había cubierto de verdín, con una eta griega en el centro.
Nos miramos unos a otros.
—¿Listos para conocer a Hefesto? —dijo Grover nervioso.
—No —reconocí.
No me hacía muchas esperanzas, los Olímpicos eran bien cabrones en su mayoría, por no decir todos.
—¡Sí! —dijo Tyson, eufórico, mientras hacía girar la rueda.
En cuanto se abrió la puerta, la araña se deslizó al interior; Tyson la siguió de cerca y los demás avanzamos también, aunque con menos entusiasmo.
El lugar era inmenso. Como el garaje de un mecánico, estaba lleno de elevadores hidráulicos. En algunos de ellos había coches, pero en otros se veían cosas bastante más extrañas: un hippalektryon de bronce desprovisto de su cabeza de caballo y con un montón de cables colgando de su cola de gallo, un león de metal que parecía conectado a un cargador de batería, y un carro de guerra griego hecho enteramente de fuego.
Había además una docena de mesas de trabajo totalmente cubiertas de artilugios de menor tamaño. Se veían muchas herramientas colgadas y cada una tenía su silueta pintada en un tablero, aunque nada parecía estar en su sitio.
Por debajo del elevador hidráulico más cercano, que sostenía un Toyota Corolla del 98, asomaban dos piernas: la mitad inferior de un tipo enorme, con unos mugrientos pantalones grises y unos zapatos incluso más grandes que los de Tyson. En una de las piernas tenía una abrazadera metálica.
La araña se deslizó por debajo del coche y los martillazos se interrumpieron al instante.
—Vaya, vaya. —La voz retumbaba desde debajo del Corolla—. ¿Qué tenemos aquí?
El mecánico salió sobre un carrito y se sentó. Había visto a Hefesto en el Olimpo en una ocasión, así que creía estar preparada. En ese momento, sin embargo, tragué saliva.
Supongo que se habría lavado cuando lo vi en el Olimpo, o que habría usado algún truco mágico para que su forma resultara menos espantosa. Pero al parecer allí, en su propio taller, no le preocupaba en absoluto su aspecto.
Sus manos debían de ser del tamaño de unos guantes de béisbol y, sin embargo, sostenían la araña con increíble delicadeza. La desarmó en dos segundos y volvió a montarla.
—Ahí está —dijo entre dientes—. Mucho mejor así.
La araña dio un saltito alegre en su palma, lanzó un hilo de metal al techo y se alejó balanceándose.
Hefesto nos dirigió una mirada torva.
—¿No los he construido yo, verdad?
—¿Eh? —dijo Annabeth—. No, señor.
—Menos mal —gruñó el dios—. Un trabajo de muy mala calidad.
—Ah...bueno, gracias —murmuré.
Nos estudió a Annabeth, Percy y a mí.
—Mestizos —refunfuñó—. Podrían ser autómatas, desde luego, pero seguramente no lo son.
—Nos conocemos, señor —dijo Percy.
—¿Ah, sí? —preguntó con aire ausente. Me dio la sensación de que le traía sin cuidado. Más bien parecía cavilar cómo nos funcionaba la mandíbula; si iba con bisagra, con una palanca o con qué—. Bueno, pues si no te hice papilla la primera vez que nos vimos, supongo que no tengo por qué hacerlo ahora.
Miró a Grover y frunció el ceño aún más.
—Sátiro. —Luego miró a Tyson y sus ojos centellearon—. Bueno, un cíclope. Bien, bien. ¿Qué haces viajando con éstos?
—Eh... —balbuceó Tyson, contemplando maravillado al dios.
—Sí, bien dicho —asintió Hefesto—. Será mejor que tengan un buen motivo para molestarme. La suspensión de este Corolla es un verdadero quebradero de cabeza, ¿saben?
—Señor —intervino Annabeth, vacilante—, estamos buscando a Dédalo. Pensamos...
—¿A Dédalo? —rugió el dios—. ¿Quieren ver a ese viejo canalla? ¿Se atreven a buscarlo?
Su barba estalló en llamas y los ojos negros destellaron como carbones.
—Eh, sí, señor. Por favor —musitó Annabeth.
—Puf. Están perdiendo el tiempo.
Miró algo que tenía en la mesa y se acercó cojeando a recogerlo: un amasijo de muelles y placas de metal, que empezó a manipular. En apenas unos segundos sostenía en sus manos un halcón de plata y bronce. El artilugio extendió sus alas metálicas, parpadeó con sus ojos de obsidiana y echó a volar por el taller.
Tyson se puso a reír y a dar palmas. El pájaro se le posó en el hombro y le mordisqueó cariñosamente la oreja.
Hefesto lo observó. Su ceño no se modificó, pero me pareció ver un brillo más amable en sus ojos.
—Presiento que tienes algo que decirme, cíclope.
La sonrisa de Tyson se desvaneció.
—S-Sí, señor. Vimos al centímano.
Hefesto asintió. No parecía sorprendido.
—¿A Briares?
—Sí. Es... estaba asustado. No quiso ayudarnos.
—Y eso te preocupa.
—¡Sí! —La voz le tembló—. ¡Briares tendría que ser fuerte! Es el mayor y el más viejo de los cíclopes. Pero huyó.
Hefesto soltó un gruñido.
—Hubo un tiempo en el que admiraba a los centimanos. En los días de la primera guerra. Pero las personas, los monstruos e incluso los dioses cambian, joven cíclope. No puedes fiarte de ellos.
»Mira a mi querida madre, Hera. La han conocido, ¿verdad? Les habrá sonreído y les habrá hablado largo y tendido de lo importante que es la familia, ¿cierto? Lo cual no le impidió expulsarme del monte Olimpo cuando vio mi rostro.
—Creía que había sido Zeus —comentó Percy.
Hefesto carraspeó y lanzó un salivazo a una escupidera de bronce. Chasqueó los dedos y el robot halcón regresó otra vez a la mesa de trabajo.
—Ella prefiere contar esa versión —rezongó—. La hace quedar mejor, ¿no? Le echa toda la culpa a mi padre. La verdad es que a mi madre le gusta la familia, sí, pero sólo cierto tipo de familia. Las familias perfectas. Así que me echó un vistazo y... bueno, yo no encajo en esa imagen, ¿no?
Le quitó una pluma al halcón y el autómata entero se desmoronó en pedazos.
—Como que Hera cada vez me cae peor —dije recordando el ataque de Lamia que tuve unos meses antes, y que la diosa tenía parte de la culpa por castigar a una princesa inocente y convertirla en un horrible monstruo.
Hefesto me miró cuidadosamente.
—Así que tú eres la criatura de Eros —comentó analizándome—, veo el parecido. Belleza, carisma y un poco de peligro, igual que Afrodita. Puedo ver que lo vas a volver loco.
—¿A quién?
El dios se giró de nuevo hacia Tyson sin responderme.
—Créeme, joven cíclope —prosiguió Hefesto—, no puedes confiar en los demás. Fíate solamente del trabajo de tus propias manos.
Parecía una forma muy solitaria de vivir. Además, no es que me fiara precisamente del trabajo de Hefesto. Fueron sus toros mecánicos locos los que atacaron el campamento, y el año pasado, fue su modelo defectuoso de Talos el que se llevó la vida de Bianca.
El dios entornó los ojos mirando a Percy.
—A éste no le gusto —musitó—. No te preocupes, ya estoy acostumbrado. ¿Qué quieres pedirme tú, pequeño semidiós?
—Ya se lo hemos dicho —respondió—. Debemos encontrar a Dédalo. Un tipo que trabaja para Cronos, Luke, está tratando de encontrar la manera de orientarse por el laberinto para invadir el campamento. Si no nos adelantamos y encontramos primero a Dédalo...
—Y yo también se lo he dicho a ustedes, chico. Buscar a Dédalo es una pérdida de tiempo. Él no los ayudará.
—¿Por qué?
Hefesto se encogió de hombros.
—Algunos hemos sido desterrados sin contemplaciones... Y nuestro aprendizaje de que no debemos fiarnos de nadie ha resultado incluso más doloroso. Pídeme oro. O una espada flamígera. O un corcel mágico. Eso puedo concedértelo fácilmente. Pero el modo de encontrar a Dédalo...es un favor muy caro.
—Entonces sí sabe dónde está —lo presionó Annabeth.
—No es sabio ni juicioso andar buscando, muchacha.
—Mi madre dice que buscar es el principio de toda sabiduría.
Hefesto entornó sus ojos.
—¿Quién es tu madre?
—Atenea.
—Eso encaja. —Suspiró—. Buena diosa, Atenea. Una pena que prometiera no casarse nunca. Bien, mestiza. Puedo revelarte lo que deseas saber. Pero tiene un precio. Necesito un favor.
—El que usted diga —respondí.
Hefesto se echó a reír de un modo muy ruidoso, que sonaba como el resoplido de un fuelle enorme avivando el fuego.
—Ah, los héroes. Siempre haciendo promesas temerarias. ¡Qué refrescante! —dijo—. Cuídate de no ponerte tanto en peligro, niña. A la humanidad no le irá tan bien si algo te pasa, nadie lo quiere enojado hasta la locura.
Fruncí el ceño confundida.
Pulsó un botón de su mesa de trabajo y en la pared se abrieron unos postigos metálicos. O era una ventana enorme, o se trataba de una pantalla gigante de televisión, no estaba del todo seguro. Se veía una montaña gris rodeada de bosques. Debía de ser un volcán, porque de la cima salía humo.
—Una de mis fraguas —explicó Hefesto—. Tengo muchas, pero ésta era mi preferida.
—Es el monte Saint Helens —intervino Grover—. Los bosques de los alrededores son grandiosos.
—¿Has estado ahí? —pregunté.
—Buscando... ya sabes, a Pan.
—Un momento —dijo Annabeth, mirando a Hefesto—. Ha dicho que era su fragua preferida. ¿Qué sucedió?
Hefesto se rascó su barba humeante.
—Bueno, ahí es donde está atrapado el monstruo Tifón, ¿lo sabías? Antes era debajo del Etna, pero, cuando nos trasladamos a Norteamérica, su fuerza quedó sujeta bajo el monte Saint Helens. Una fuente de fuego espléndida, aunque algo peligrosa. Siempre cabe la posibilidad de que escape. Hay muchas erupciones últimamente; no para de arrojar humo. Está muy inquieto con la rebelión de los titanes.
—¿Qué quiere que hagamos? —preguntó Percy—. ¿Luchar con él?
Hefesto soltó un bufido.
—Eso sería suicida. Hasta los dioses huían de Tifón cuando estaba libre. No, recen más bien para no tener que verlo nunca. Últimamente he percibido la presencia de intrusos en mi montaña. Alguien o algo está usando mi fragua.
»Cuando yo llego no hay nadie, pero noto que la han utilizado. Deben de presentir mi llegada y desaparecen. Envío autómatas a investigar y no regresan. Hay algo antiguo allí... Algo maligno. Quiero saber quién se atreve a invadir mi territorio y si pretenden liberar a Tifón.
—¿Quiere que averigüemos quién es? —pregunté.
—Sí. Vayan allí. Quizá no presientan su llegada. Ustedes no son dioses.
—Menos mal que se ha dado cuenta —murmuró Percy.
—Vayan y averiguen lo que puedan —dijo Hefesto—. Vuelvan a informarme y les contaré lo que quieran saber de Dédalo.
—De acuerdo —convino Annabeth—. ¿Cómo podemos llegar allí?
Hefesto dio unas palmadas. La araña bajó balanceándose, colgada de un hilo de las vigas. Annabeth retrocedió un paso cuando el bicho aterrizó a sus pies.
—Mi creación les mostrará el camino —aseguró el dios—. No queda lejos si van por el laberinto. Y procuren mantenerse con vida, ¿de acuerdo? Los humanos son mucho más frágiles que los autómatas.
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Íbamos muy bien hasta que tropezamos con las raíces de los árboles. La araña corría a toda velocidad y nosotros manteníamos su ritmo, pero al ver un túnel lateral excavado en la tierra desnuda, plagado de gruesas raíces, Grover se detuvo en seco.
—¿Qué pasa? —pregunté.
Él ni siquiera se movió. Miraba boquiabierto el túnel, mientras el viento le alborotaba el rizado pelo.
—¡Vamos! —dijo Annabeth—. ¡Sigamos adelante!
—Es éste el camino —musitó Grover, sobrecogido—. Es éste.
—¿Qué camino? —preguntó Percy—. ¿Quieres decir... para encontrar a Pan?
Grover miró a Tyson.
—¿No lo hueles?
—Tierra —dijo Tyson—. Y plantas.
—¡Sí! Es el camino. ¡Estoy seguro!
La araña se alejaba ya por el pasadizo de piedra. Unos segundos más y le perderíamos la pista.
—Ya volveremos —prometió Annabeth—. En el camino de vuelta para hablar con Hefesto.
—El túnel habrá desaparecido para entonces —protestó Grover—. Tengo que seguirlo. ¡Una puerta así no permanecerá abierta!
—Pero no podemos —objetó Annabeth—. ¡Las fraguas!
Grover la miró con tristeza.
—Tengo que hacerlo, Annabeth. ¿No lo comprendes?
Ella parecía desesperada, como si no entendiera nada. La araña casi se había perdido de vista. Recordé la conversación con Grover de la noche anterior y comprendí de inmediato lo que debíamos hacer.
—Nos dividiremos —decidí.
—¡No! —dijo Annabeth—. Sería muy peligroso. ¿Cómo volveremos a encontrarnos? Además, no puede ir solo.
Tyson le puso a Grover una mano en el hombro.
—Voy con él.
—¿Estás seguro? —preguntó Percy con preocupación.
—El niño cabra necesita ayuda —dijo Tyson—. Encontraremos al dios. Yo no soy como Hefesto. Me fío de los amigos.
Grover respiró hondo.
—Volveremos a encontrarnos, Percy. Aún conservamos la conexión por empatía. Tengo... tengo que hacerlo.
No lo culpaba. Era el objetivo de su vida. Si no encontraba a Pan en aquel viaje, el consejo no le daría otra oportunidad.
—Seguro que estarán bien —dije asintiendo—. Además, esa era la razón por la que Grover vino. —Él asintió efusivo.
—Espero que tu intuición sea cierta —masculló Percy.
—Estoy seguro —dijo Grover.
—Ve con cuidado.
Tyson contuvo un sollozo y nos dio a los tres uno de sus abrazos rompehuesos. Enseguida él y Grover se internaron en el túnel de las raíces y desaparecieron en la oscuridad.
—Esto no me gusta —se quejó Annabeth—. Separarse es una idea muy, pero que muy mala.
—Tranquila, Annie —dije. Aunque la verdad, yo también estaba un poco preocupada—, Grover tiene instinto y Tyson sabe cuidarse solo. Se cuidarán el uno al otro.
—Volveremos a encontrarnos —declaró Percy—. Y ahora vamos. ¡La araña se está alejando!
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No había pasado mucho tiempo cuando el túnel empezó a calentarse en serio.
Los muros de piedra adquirieron un brillo candente y el aire se puso sofocante. Daba la sensación de que caminábamos por un horno. El pasadizo descendía en una pronunciada pendiente y al fondo se oía un gran rugido, como el fragor de un río de metal. La araña se deslizaba a toda velocidad; Annabeth y Percy la seguían de cerca.
—¡Eh, espérenme! —grité—. ¡Tengo patitas cortas!
Ambos bajaron un poco la velocidad, y Percy miró a Annabeth con curiosidad.
—Oye.
—¿Qué?
—Hay una cosa que ha comentado Hefesto antes... sobre Atenea.
—Ah, que juró no casarse nunca —respondió Annabeth—. Como Artemisa y Hestia. Es una de las diosas solteras.
—Pero entonces...
—¿Cómo es que tiene hijos semidioses? —indagué divertida. Percy siempre estaba medio perdido cuando se trataba de los mitos.
Asintió. Se puso completamente rojo.
—Percy, ¿tú sabes cómo nació Atenea? —cuestionó Annabeth.
—Brotó de la cabeza de Zeus con la armadura completa. O algo así.
—Exacto. No nació de la manera normal. Surgió literalmente del pensamiento. Y sus hijos nacen del mismo modo. Cuando Atenea se enamora de un mortal es algo puramente intelectual, tal como amó a Ulises en las antiguas historias. Es un encuentro de las mentes. Ella diría que es la forma más pura de amor.
Pues tenía algo de razón. Una vez me gustó un chico que cada vez que hablaba en la clase de matemática yo no entendía nada, igual que hablarme en chino, pero me ponía boba escucharlo con tanta seguridad.
—Entonces tu padre y Atenea... tú no fuiste...
—Nací de parto cerebral —me confirmó Annabeth—. Literalmente. Los hijos de Atenea brotamos del pensamiento divino de nuestra madre y del ingenio mortal de nuestro padre. Se supone que somos un regalo, una bendición de la diosa a los hombres que ella ha elegido.
—Pero...
—Percy, casi he perdido de vista a la araña. ¿Pretendes que te explique ahora los detalles exactos de mi nacimiento?
—Eh... no. Ya está bien.
Esbozó una sonrisa socarrona.
—Me lo imaginaba.
Se adelantó corriendo y ambos la seguimos
El rugido había ido en aumento. Después de un kilómetro más o menos, desembocamos en una caverna del tamaño del estadio de la Super Bowl. Nuestra araña se detuvo y se acurrucó hasta formar una bola. Habíamos llegado a la fragua de Hefesto.
No había suelo propiamente dicho, sólo un lago de lava que bullía mucho más abajo, a centenares de metros. Nosotros estábamos en una cresta rocosa que rodeaba todo el perímetro de la caverna. Una red de puentes metálicos se extendía sobre el abismo. Y en el centro, una inmensa plataforma con toda clase de máquinas, calderas, fraguas y el yunque más grande que he visto en mi vida: un bloque de hierro como una casa.
Unas criaturas se movían por la plataforma: una serie de sombras extrañas y oscuras que quedaban demasiado lejos para distinguirlas con claridad.
—No podremos acercarnos a hurtadillas —dije.
Annabeth recogió la araña metálica y se la metió en el bolsillo.
—Yo sí. Esperen aquí.
—¡Un momento! —exclamó Percy. Pero, antes de que pudiera discutir, se puso la gorra de los Yankees y se volvió invisible.
No me atreví a llamarla a gritos, pero no me gustaba la idea de que se acercara sola a la fragua. Miré a Percy, pero él también se había marchado sigilosamente por la cresta que bordeaba el lago de lava.
—Genial, y ahora estoy sola —mascullé.
Bajé con cuidado, tratando de seguirlo. El calor era espantoso, y eso que he estado a centímetros de Apolo cuando se ponía en modo supernova porque se enojaba, pero esto era realmente insoportable.
En muy pocos minutos, estaba empapada de sudor. Los ojos me ardían a causa del humo. Avanzamos poco a poco, procurando no acercarnos demasiado al borde, hasta que nos encontramos el paso bloqueado por una vagoneta con ruedas metálicas, como las que usan en las minas.
Descubrimos que estaba medio llena de residuos de metal. Íbamos a intentar rodearla, arrimándonos a la pared, cuando oímos voces que venían de más adelante, seguramente de un túnel lateral.
Percy me hizo señas de que no hiciera ningún ruido.
—¿Lo llevamos? —preguntó uno.
—Sí —respondió otro—. La película casi ha terminado.
Me entró pánico. No teníamos tiempo de retroceder. No se me ocurría ningún sitio donde escondernos... salvo la vagoneta.
Lo sujeté del brazo y lo empujé hacia ella, nos encaramos a toda prisa, escondiendonos dentro y bajo la lona. Percy agarró con fuerza a Contracorriente por las dudas.
La vagoneta se movió con una sacudida.
—¡Uf! —dijo una voz ronca—. Pesa una tonelada.
—Es bronce celestial —expuso el otro—. ¿Qué te creías?
Nos empujaron hacia delante. Doblamos una esquina y por el eco de las ruedas en las paredes deduje que habíamos cruzado un túnel hasta llegar a una pequeña habitación. Confiaba en que no fueran a arrojarnos a un recipiente de fundición. Si empezaban a volcar la vagoneta, tendríamos que salir de allí y abrirnos paso con las espadas.
Me llegaba una algarabía de voces que parloteaban, pero no sonaban humanas: algo a medio camino entre el grito de una foca y el gruñido de un perro. Había otros sonidos también: algo similar a un viejo proyector de cine y una vocecita que narraba una historia.
—Acomodense atrás —ordenó una nueva voz procedente del otro extremo de la habitación—. Ahora, jóvenes, presten atención a la película. Luego habrá tiempo para preguntas.
Las voces se acallaron y pude oír la película.
«A medida que el demonio marino madura —decía el narrador— se producen cambios en su cuerpo. Tal vez habrán notado que les han crecido colmillos y sienten un repentino deseo de devorar seres humanos. Estos cambios son perfectamente normales y les suceden a todos los monstruos jóvenes.»
«Genial, una clase de pubertad monstruosa».
Un clamor de excitados gruñidos inundó la habitación. El profesor ordenó a los jóvenes que guardaran silencio y la proyección continuó. La mayor parte no la entendí y tampoco me atrevía a asomar la cabeza. La película seguía hablando de crisis de crecimiento, de problemas de acné causados por el trabajo en las fraguas y de la higiene adecuada de las aletas. Y por fin, concluyó.
—Ahora, jóvenes —dijo el instructor—, ¿cuál es el nombre correcto de nuestra especie?
—¡Demonios marinos! —ladró uno.
—No. ¿Alguien más?
—¡Telekhines! —gruñó otro monstruo.
—¡Muy bien! —dijo el instructor—. ¿Y por qué estamos aquí?
—¡Venganza! —gritaron varios.
—Sí, sí, pero ¿por qué?
—¡Zeus es malvado! —intervino un monstruo—. Nos arrojó al Tártaro sólo porque utilizábamos la magia.
—En efecto —confirmó el maestro—. Después de que hubiéramos fabricado muchas de las mejores armas de los dioses... El tridente de Poseidón, para empezar. Y por supuesto, ¡la mayor arma de los titanes! Zeus, sin embargo, se deshizo de nosotros y prefirió confiar en esos cíclopes tan torpes. Por eso nos estamos apoderando de las fraguas del usurpador Hefesto. Y pronto controlaremos los hornos submarinos, ¡nuestro hogar ancestral!
—Así pues, jóvenes, ¿a quién serviremos?
—¡A Cronos! —gritaron todos.
Contuve un jadeo, recordé la visión que tuve del telekhine sosteniendo la guadaña de Cronos. Esto era malo, muy malo.
—Y cuando crezcan y se conviertan en telekhines adultos, ¿fabricaran armas para su ejército?
—¡Sí!
—Excelente. Bueno. Les hemos traído un poco de chatarra para que practiquen Veamos lo ingeniosos que son.
Hubo un revuelo de cuerpos en movimiento y de voces excitadas que se aproximaban a la vagoneta.
—Prepárate —gesticulo Percy sin voz.
Sujeté la horquilla, lista para activarla. Cuando retiraron la lona de un tirón, nos levantamos bruscamente al tiempo que nuestras espadas cobraban vida y nos encontré ante un montón... de perros.
O sea, tenían cara de perro, con el hocico negro, ojos castaños y orejas puntiagudas. Pero sus cuerpos eran negros y lustrosos, como los de los mamíferos marinos, con unas piernas rechonchas a medio camino entre las aletas y los pies, y con manos casi humanas, pero provistas de garras. Era algo parecido a la combinación de un crío, un dóberman y un león marino.
—Sí que son feos —murmuré.
—¡Semidioses! —gruñó uno.
—¡Cománselos! —gritó otro.
No llegaron más lejos porque lancé un gran mandoble, trazando un arco con Resplandor, y toda la primera fila de monstruos quedó volatilizada.
—¡Atrás! —grité al resto, fingiendo ferocidad. Al fondo estaba el maestro: un telekhine de casi dos metros que me gruñía con sus colmillos de dóberman.
Hice todo lo posible para intimidarlo con la mirada.
—¡Nueva lección! —anunció Percy—. La mayoría de los monstruos se volatilizan cuando los hiere una espada de bronce celestial. Este cambio es perfectamente normal... ¡y lo experimentaran ahora mismo si no se hacen para atrás!
Para mi sorpresa, funcionó. Los monstruos retrocedieron, pero eran veinte por lo menos y no íbamos a durar mucho con la bravuconería.
Saltamos de la vagoneta, grité—: ¡La clase ha terminado! —Y corrimos hacia la salida.
Ya saben mi lema: semidioses que huyen, semidioses que siguen vivos.
Los monstruos nos persiguieron ladrando y soltando gruñidos. Esperaba que aquellas piernas achaparradas y con aletas no les permitieran correr muy deprisa, pero la verdad es que avanzaban con bastante ligereza. Gracias a los dioses, había una puerta en el túnel que conducía a la caverna.
En cuanto ambos entramos, la cerré de golpe y giré la rueda para trancarla, aunque dudaba de que eso los mantuviera a raya mucho tiempo.
No sabía qué hacer. Annabeth andaba por allí, pero era invisible.
Nuestras posibilidades de hacer una sutil labor de reconocimiento habían saltado por los aires, así que corrimos hacia la plataforma suspendida sobre el lago de lava.
¿Listas para el drama Annabeth-Darlene por el beso a Percy?
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