007.ᴀʙᴏᴜᴛ ʜᴏᴡ ᴛʜᴇ ɢᴏᴅꜱ ʟɪᴋᴇ ʙᴜʀɴᴛ ꜰᴏᴏᴅ
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ꜱᴏʙʀᴇ ᴄᴏᴍᴏ ᴀ ʟᴏꜱ ᴅɪᴏꜱᴇꜱ ʟᴇꜱ ɢᴜꜱᴛᴀ ʟᴀ ᴄᴏᴍɪᴅᴀ Qᴜᴇᴍᴀᴅᴀ
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EL CHISME, como suele ocurrir naturalmente con los chismes, se extendió como pólvora.
Dondequiera que íbamos, los campistas señalaban a Percy y murmuraban algo sobre el episodio. O puede que sólo nos miraran a Annabeth y a mí, que seguíamos bastante empapadas.
Nos enseñó unos cuantos sitios más: el taller de metal, donde los chicos forjaban sus propias espadas; el taller de artes y oficios,el rocódromo, que en realidad consistía en dos muros enfrentados que se sacudían violentamente, arrojaban piedras, despedían lava y chocaban uno contra otro si no llegabas arriba con la suficiente celeridad.
Por último, regresamos al lago de las canoas, donde un sendero conducía de vuelta a las cabañas.
—Tengo que entrenar —dijo Annabeth sin más—. La cena es a las siete y media. Sólo tienen que seguir desde su cabaña hasta el comedor.
—Siento lo ocurrido en el baño, Annabeth.
—No importa.
—No ha sido culpa mía.
—Tienes que hablar con el Oráculo -dijo Annabeth de repente.
—¿Con quién?
—No con quién, sino con qué. El Oráculo. Se lo pediré a Quirón.
Miró el fondo del lago, pensativo y luego observó algo a lo lejos. Seguí su mirada, hacia dos adolescentes sentadas con las piernas cruzadas en la base del embarcadero, a unos seis metros de profundidad.
Sonrieron y lo saludaron como si fuera un amigo que no veían desde hacía mucho tiempo.
Percy, les devolvió el saludo.
—No las animes —le avisó Annabeth—. Las náyades son terribles como novias.
«¡¿Novias?!».
La miré con la boca abierta, y luego a Percy que seguía con la mano en alto saludándolas, pero parecía paralizado por lo que Annabeth había dicho.
Tomé su mano y la bajé bruscamente.
—¿Náyades? —repitió, sujetando mi propia mano con fuerza—. Hasta aquí hemos llegado. Nos vamos a casa.
Dio unos pasos, arrastrándome con él cuando Annabeth lo detuvo con el ceño fruncido.
—¿Es que no lo captas, Percy? Ya estás en casa. Éste es el único lugar seguro en la tierra para los chicos como nosotros.
—¿Te refieres a chicos con problemas mentales?
—Me refiero a no humanos. O por lo menos no del todo humanos. Medio humanos.
—¿Medio humanos y medio qué?
—Creo que ya lo sabes.
Sentí un leve temblor viniendo de él. Supongo que era demasiado para él.
—Y medio dioses —murmuré. Annabeth asintió.
—Tu padre no está muerto, Percy. Es uno de los Olímpicos —dijo—, y seguramente el tuyo también, Darlene.
—Eso es... una locura.
—¿Lo es? ¿Qué es lo más habitual en las antiguas historias de los dioses? Iban por ahí enamorándose de los humanos y teniendo hijos con ellos, ¿Crees que han cambiado de costumbres en los últimos milenios?
—Pero no son más que...—lo que sea que iba a decir, no lo dijo—. Pero si todos los chicos que hay aquí son medio dioses...
—Semidioses —corrigió Annabeth.
—Entonces ¿quién es tu padre?
Annabeth lo miró como si estuviera evaluando enterrarle su cuchillo en el ojo, supuse que entonces, debía ser un tema del que no le gustaba hablar.
—Mi padre es profesor en West Point. No lo veo desde que era muy pequeña. Da clases de Historia de Norteamérica.
—Entonces es humano.
—Pues claro. ¿Acaso crees que sólo los dioses masculinos pueden encontrar atractivos a los humanos? ¡Qué sexista eres!
—¿Quién es tu madre, entonces? —preguntó rodando los ojos.
—Cabaña seis.
—¿Qué es?
Annabeth se irguió.
—Atenea, diosa de la sabiduría y la batalla.
—¿Y mi padre?
—Por determinar —repuso Annabeth—, como te he dicho antes. Nadie lo sabe.
Nos explicó, que a veces los dioses están demasiado ocupados para prestarle atención a sus hijos semidioses, sobre cómo, con algo de suerte, se interesarían lo suficiente como para al menos señalar "¡Eh, este mestizo es mi hijo"; pero la mayoría de las veces, se tardaban o ni siquiera les importaba.
Pensé en algunos chicos que había visto en la cabaña de Hermes, adolescentes que parecían irritados y deprimidos, como a la espera de una llamada que jamás llegaría. Había conocido chicos así en la academia Yancy, enviados a internados por padres ricos que no tenían tiempo para ellos.
Pero los dioses deberían comportarse mejor, ¿no?
—Así que estoy atrapado aquí, ¿verdad? —dijo Percy—. ¿Para el resto de mi vida?
—Depende. Algunos campistas se quedan sólo durante el verano.
Nos explicó brevemente sobre cómo los monstruos persiguen a los semidioses y cómo algunos mestizos tienen menos presencia divina y podían pasar desapercibidos y otros no.
—¿Así que los monstruos no pueden entrar aquí? —pregunté.
Annabeth meneó la cabeza.
—No a menos que se los utilice intencionadamente para surtir los bosques o sean invocados por alguien de dentro.
—¿Por qué querría nadie invocar a un monstruo?
—Para combates de entrenamiento. Para hacer chistes prácticos —dijo encogiéndose de hombros—. Lo importante es que los límites están sellados para mantener fuera a los mortales y los monstruos. Desde fuera, los mortales miran el valle y no ven nada raro, sólo una granja de fresas.
—¿Así que tú eres anual?
Annabeth asintió. Por el cuello de la camiseta se sacó un collar de cuero con cinco cuentas de arcilla de distintos colores. Era igual que el de Luke, pero el de ella también llevaba un grueso anillo de oro, como un sello.
—Estoy aquí desde que tenía siete años. Cada agosto, el último día de la sesión estival, te otorgan una cuenta por sobrevivir un año más. Llevo más tiempo aquí que la mayoría de los consejeros, y ellos están todos en la universidad.
—¿Cómo llegaste tan pronto?
Hizo girar el anillo de su collar.
—Eso no es asunto tuyo.
—Ok...bueno, y... ¿podría marcharme de aquí si quisiera?
—Sería un suicidio, pero podrías, con el permiso del señor D o de Quirón. Por supuesto, no dan ningún permiso hasta el final del verano a menos que...
—¿A menos qué?
—Que te asignen una misión. Pero eso casi nunca ocurre. La última vez... —Dejó la frase a medias; su tono sugería que la última vez no había ido bien.
—En la enfermería —dijo Percy—, cuando me dabas aquella cosa...
—Ambrosía.
—Sí. Me preguntaste algo del solsticio de verano.
Los hombros de Annabeth se tensaron.
—¿Así que sabes algo?
—Bueno... no. En nuestra antigua escuela oí hablar a Grover y Quirón acerca de ello. Grover mencionó el solsticio de verano. Dijo algo como que no nos quedaba demasiado tiempo para la fecha límite. ¿A qué se refería?
—Ojalá lo supiera. Quirón y los sátiros lo saben, pero no tienen intención de contármelo. Algo va mal en el Olimpo, algo importante. La última vez que estuve allí todo parecía tan normal...
—¿Has estado en el Olimpo? —cuestioné curiosa.
—Algunos de los anuales; Luke, Clarisse, yo y otros, hicimos una excursión durante el solsticio de invierno. Es entonces cuando los dioses celebran su gran consejo anual.
—Pero... ¿cómo llegaste hasta allí?
—En el ferrocarril de Long Island, claro. Bajas en la estación Penn. Edificio Empire State, ascensor especial hasta el piso seiscientos. Son de Nueva York, ¿no?
—Sí, desde luego —respondió Percy.
—Soy de Inglaterra, pero hace dos años vivo en Nueva York —dije yo al mismo tiempo.
—Justo después de la visita —prosiguió Annabeth—, el tiempo comenzó a cambiar, como si hubiera estallado una trifulca entre los dioses. Desde entonces, he escuchado a escondidas a los sátiros un par de veces. Lo máximo que he llegado a escuchar es que han robado algo importante. Y si no lo devuelven antes del solsticio de verano, va a pasar algo malo. Cuando llegaste, esperaba... Quiero decir... Atenea se lleva bien con todo el mundo, menos con Ares. Bueno, claro, y está la rivalidad con Poseidón. Pero, aparte de eso, creí que podríamos trabajar juntos. Pensaba que sabrías algo.
Ignoré que claramente me estaba dejando fuera porque lo que contaba era algo muy serio.
Percy negó con la cabeza.
—Tengo que conseguir una misión —murmuró Annabeth para sí—. Ya no soy una niña. Si sólo me contaran el problema...
Olí humo de barbacoa que llegaba de alguna parte cercana. Annabeth debió de escuchar los rugidos de nuestros estómagos, pues nos dijo que nos adelantáramos. La dejamos en el embarcadero, recorriendo la barandilla con un dedo como si trazara un plan de batalla.
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Íbamos de regreso a nuestra cabaña, aun seguíamos tomados de la mano y comenzaba a extrañar no estar al borde de un desmayo.
—Lamento haberte mojado a ti también —dijo con tono avergonzado.
—¿Estás bromeando? —cuestioné emocionada—. ¡Eso fue grandioso!
El se rió y luego murmuró—: Me alegra que estés aquí, Dari. No me siento si seguimos estando juntos.
¿Oyeron eso? Es el sonido de mi corazón retumbando como loco.
—¿Y qué hay de tí? ¿Tienes idea de quién es tu padre? —preguntó.
Me encogí de hombros.
—No, solo sé que es uno de los casados. —Respondí, él me miró asombrado—. Mi mamá debe saber quién es, nos hizo mudarnos toda mi vida, asustada de que la esposa de mi padre nos encontrara—. Me detuve al comprender lo que ella decía siempre—. "Las esposas de hombres así no se toman a la ligera", eso decía siempre que preguntaba, ahora tiene sentido, las esposas de los dioses tienen historial de ser celosas y vengativas.
—Entonces es algo bueno que este lugar sea seguro para ti —dijo pasando su brazo por mis hombros—. Y cuando vayamos a casa, yo te protegeré de tu madrastra loca.
Me reí, pero por dentro estaba que gritaba de emoción. Y estoy segura que debí sonrojarme.
De vuelta en la cabaña 11, todo el mundo estaba hablando y alborotaba mientras esperaban la cena. Por primera vez, advertí que muchos campistas tenían rasgos similares: narices afiladas, cejas arqueadas, sonrisas maliciosas. Eran la clase de chicos que los profesores señalarían como problemáticos.
Afortunadamente, nadie nos prestó demasiada atención mientras nos dirigía a nuestro sitio en el suelo, Percy dejó su cuerno en el suelo.
El consejero, Luke, se acercó. También tenía el parecido familiar de Hermes, aunque deslucido por la cicatriz de su mejilla derecha, pero su sonrisa estaba intacta.
—Les he encontrado un saco de dormir —dijo—. Y he robado algunas toallas del almacén del campamento.
No se podía saber si bromeaba o no a propósito del robo.
—Gracias —contesté tomándolas y pasándole una a Percy.
—De nada. —Se sentó a mi lado y se recostó contra la pared—. ¿Ha sido duro el primer día?
—No pertenezco a este lugar. Ni siquiera creo en los dioses —dijo mi amigo, yo me encogí de hombros.
Siento que me estoy tomando todo esto demasiado bien. Aunque quizá es porque estoy muy familiarizada con todas estas cosas griegas.
—Ya —contestó—. Así empezamos todos. Y luego, cuando empiezas a creer en ellos, tampoco es más fácil.
Su amargura me sorprendió, porque Luke parecía un tipo que se tomaba las cosas con filosofía. Parecía capaz de controlar cualquier situación.
—¿Así que tu padre es Hermes? —le pregunté.
Se sacó una navaja automática del bolsillo y se quitó el barro de la sandalia.
—Sí, Hermes.
—El tipo de las zapatillas con alas —comentó Percy.
—Ese. Los mensajeros. La medicina. Los viajantes, mercaderes, ladrones. Todos los que usan las carreteras. Por eso estás aquí, disfrutando de la hospitalidad de la cabaña once. Hermes no es quisquilloso a la hora de patrocinar.
—¿Has visto a tu padre? —pregunté.
—Una vez—. Luke levantó la cabeza y se obligó a sonreír—. No se preocupen. Los campistas suelen ser buena gente. Después de todo, somos familia lejana, ¿no? Nos cuidamos unos a otros.
Sonreí, agradecida por su presencia tranquila. Luke nos había dado la bienvenida a la cabaña. Incluso había robado para nosotros algunos artículos de baño.
—Clarisse, de Ares, ha gastado bromas sobre que yo sea material de los «Tres Grandes». Después Annabeth, en dos ocasiones, ha dicho que yo podría ser «el elegido». Me dijo que tendría que hablar con el Oráculo. ¿De qué va todo eso? —preguntó Percy.
Luke cerró su navaja.
—Odio las profecías.
—¿Qué quieres decir?
Apareció un tic junto a la cicatriz.
—Digamos que me equivoqué a base de bien. Los últimos dos años, desde que fallé en mi viaje al Jardín de las Hespérides, Quirón no ha vuelto a permitir más misiones. Annabeth se muere de ganas de salir al mundo. Estuvo dándole tanto la paliza a Quirón que al final le dijo que él ya conocía su destino. Tenía una profecía del Oráculo. No se lo contó todo, pero le dijo que Annabeth no estaba destinada a partir aún en una misión. Tenía que esperar a que alguien especial llegara al campamento.
—¿Alguien especial?
—No te preocupes, Percy —repuso Luke—. A Annabeth le gusta pensar que cada nuevo campista que pasa por aquí es la señal que ella está esperando. Vamos, es la hora de la cena.
Al momento de decirlo, sonó un cuerno a lo lejos.
—¡Once, formen fila! —vociferó Luke.
La cabaña al completo, unos veinte, formamos en el espacio común.. La fila iba por orden de antigüedad, así que éramos los últimos, aún así, Percy me dejó ir delante.
Los campistas llegaron también de otras cabañas, excepto de las tres vacías del final, y de la número ocho, que parecía normal de día, pero que ahora que se ponía el sol empezaba a brillar argentada.
Subimos por la colina hasta el pabellón del comedor. Se nos unieron los sátiros desde el prado. Las náyades emergieron del lago de las canoas. Unas cuantas chicas más salieron del bosque; y cuando digo del bosque, quiero decir directamente del bosque. Una niña de unos nueve o diez años surgió del tronco de un arce y llegó saltando por la colina.
En total, habría unos cien campistas, una docena de sátiros y otra docena surtida de ninfas del bosque y náyades.
En el pabellón, las antorchas ardían alrededor de las columnas de mármol. Una hoguera central refulgía en un brasero de bronce del tamaño de una bañera. Cada cabaña tenía su propia mesa, cubierta con un mantel blanco rematado en morado. Cuatro mesas estaban vacías, pero la de la cabaña once estaba llena en exceso. Tuvimos que apretujarnos al borde del asiento.
Vi a Grover sentado a la mesa doce con el señor D, unos cuantos sátiros y una pareja de chicos rubios regordetes clavados al señor D. Quirón estaba de pie a un lado, la mesa de picnic era demasiado pequeña para un centauro.
Annabeth se hallaba en la mesa seis con un grupo de chicos de aspecto atlético y serio, todos con sus ojos grises y el pelo rubio color miel. Clarisse se sentaba detrás de nosotros en la mesa de Ares. Al parecer había superado el remojón, porque estaba riendo y eructando con todos sus hermanos.
Al final, Quirón coceó el suelo de mármol blanco del pabellón y todo el mundo guardó silencio. Levantó su copa y brindó:
—¡Por los dioses!
Las ninfas del bosque se acercaron con bandejas de comida: uvas, manzanas, fresas, queso, pan fresco, y barbacoa. Tenía el vaso vacío, pero Luke dijo:
—Háblale. Pide lo que quieras beber... sin alcohol, por supuesto.
—Pepsi —murmuré, mi vaso se llenó del delicioso líquido y bebí encantada.
—Aquí tienen —dijo Luke tendiendonos una bandeja de jamón ahumado.
Llené mi plato y noté que todo el mundo se levantaba y llevaban sus platos al fuego en el centro del pabellón.
—Vengan —indicó Luke.
Al acercarme, vi que todos tiraban parte de su comida al fuego: la fresa más hermosa, el trozo de carne más jugoso, el rollito más crujiente y con más mantequilla.
Luke me murmuró al oído:
—Quemamos ofrendas para los dioses. Les gusta el olor.
—Estás bromeando.
Su mirada me advirtió que no era ninguna broma.
«Me parece un desperdicio total de comida quemarla porque a un ser inmortal y todopoderoso le gusta el olor de la comida quemada» pensé, pero aún así decidí que era mejor si seguía las normas cuando sentí a Vicktor haciendo un ruido disconforme.
Luke se acercó al fuego, inclinó la cabeza y arrojó un gordo racimo de uvas negras.
—Hermes —dijo.
Yo era la siguiente.
Ojalá hubiera sabido qué nombre de dios pronunciar. Decidí que la voz en mi mente era un buen inicio.
«Quienquiera que seas, Vicktor, dímelo. Por favor.» Me incliné y eché un poco del jamón, Percy imitó mi acción.
Cuando todo el mundo regresó a sus asientos y hubo terminado su comida, Quirón volvió a cocear el suelo para llamar nuestra atención.
El señor D se levantó con un gran suspiro.
—Sí, supongo que es mejor que salude a todos, mocosos. Bueno, hola. Nuestro director de actividades, Quirón, dice que el próximo capturar la bandera es el viernes. De momento, los laureles están en poder de la cabaña cinco.
En la mesa de Ares se alzaron vítores amenazadores.
—Personalmente —prosiguió el señor D—, no podría importarme menos, pero los felicito. También debería decirles que hoy han llegado dos nuevos campistas. Peter Johnson y Darla Barren. —Quirón se inclinó y le murmuró algo—. Esto... Percy Jackson y...Darlene Backer —se corrigió el señor D—. Pues muy bien. Hurra y todo eso. Ahora pueden sentarse alrededor de la tonta hoguera del campamento.
Todo el mundo vitoreó. Nos dirigimos al anfiteatro, donde la cabaña de Apolo dirigió el coro.
Noté a Lee Fletcher, el chico médico que me había atendido cuando me desperté, sentado en medio, rodeado de otros chicos parecidos a él.
Cantamos canciones de campamento sobre los dioses, comimos bocadillos de galleta, chocolate y malvaviscos y bromeamos. Me sentí en casa.
Más tarde, por la noche, cuando las chispas de la hoguera ascendían hacia un cielo estrellado, la caracola volvió a sonar y todos regresamos en fila a las cabañas. No me di cuenta de lo cansada que estaba hasta que me derrumbé en el saco de dormir prestado.
Percy estaba a mi lado, y sujetaba el cuerno del minotauro, se quedó dormido en un instante. Pensé en mamá y el abuelo, esperaba que no estuviera entrando en pánico y organizando una manera de sacarme de aquí y llevarme a algún lugar remoto del mundo.
Cuando al final cerré los ojos, me dormí al instante. Ese fue mi primer día en el Campamento Mestizo.
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