004.ɪ ᴡɪɴ ᴀ ɢʀᴇᴀᴛ ʙᴇᴅ
ᴍᴇ ɢᴀɴᴏ ᴜɴᴀ ᴄᴀᴍᴀ ɢᴇɴɪᴀʟ
(Demasiado bueno para ser real)
LEO
EL CAMPAMENTO ME PARECÍA UN LUGAR GENIAL, AL MENOS HASTA LA PARTE DEL DRAGÓN.
El arquero, Will Solace, parecía bastante agradable. Todo lo que me enseñó era tan increíble que debería haber sido ilegal.
¿Buques de guerra griegos de verdad anclados en la playa que a veces realizaban combates de entrenamiento con flechas encendidas y explosivos? ¡Cool!
¿Talleres de artesanía en los que podías hacer esculturas con sierras mecánicas y sopletes? Yo estaba en plan: ¡Me apunto!
¿El bosque estaba lleno de monstruos y nadie debía entrar solo? ¡Genial!
Además, el campamento estaba lleno de chicas guapas. No acababa de entender el asunto del parentesco con los dioses, pero esperaba que eso no significara que era primo de todas aquellas señoritas. Eso sería una mierda.
Sobre todo sería una completa mierda si resultaba ser primo de aquella belleza con cara de ángel.
—Oye...la chica de la playa...la pelinegra con ojos verdes...la que te llamó cariño...
«Que el cielo no quiera y me diga que es su novia» pensé, rezando para que sea soltera.
Will se detuvo abruptamente y me miró por encima del hombro.
—¿Qué pasa con ella?
—¿Es tu novia?
El chico me observó unos segundos antes de sonreír de una forma que me recordó al Joker.
—No.
—Ah...eso es...
—Es mi madrastra.
Casi me ahogo con saliva y los pies se me enredaron por la sorpresa.
—¡¿Q-Qué?! —Will sonrió aún más si era posible—. ¿Es una broma?
—No, para nada —dijo conteniendo las ganas de reírse en mi cara—. Es la novia de mi padre, Apolo, dios del sol.
Bueno, tenía que ser. Por supuesto que una chica así tenía que ser novia de un dios.
—¿No es como... raro? —pregunté curioso—. Digo... es más o menos de tu edad.
—Es mayor por cuatro años, pero supongo que sí, a veces lo es, pero Dari siempre ha sido una figura muy maternal con los de mi cabaña. Era la mejor amiga de mis hermanos mayores.
La mirada de Will se volvió ausente, como perdido en sus memorias y parecía que el tema de sus hermanos era algo doloroso. No me hacía falta preguntar para darme cuenta que habían muerto.
—Lo siento...
—No importa —murmuró antes de seguir el recorrido—, murieron como héroes.
Will me enseñó las cabañas, el pabellón del comedor y la palestra de los combates con espada.
—¿Me darán una espada?
Me lanzó una mirada como si la idea le preocupara.
—Probablemente te la hagas tú mismo, teniendo en cuenta como son en la cabaña nueve.
—Sí, ¿qué pasa? ¿Vulcano?
—Normalmente no llamamos a los dioses por sus nombres romanos. Los nombres originales son griegos. Tu padre es Hefesto.
—¿Festo? —Había oído a alguien decir aquel nombre antes, pero aun así me quedé pasmado—. Parece el dios de los vaqueros.
—He-festo —me corrigió Will—. El dios de los herreros y el fuego.
También había oído eso, pero no quería pensar en ello. El dios del fuego... ¿En serio? Considerando lo que le había pasado a mi madre, parecía una broma de mal gusto.
—Entonces, ¿el martillo en llamas que me apareció encima de la cabeza era algo bueno o malo?
Will tardó un rato en contestar.
—Te han reconocido enseguida. Eso normalmente es bueno.
—Pero el tipo de los arcoíris y los ponis, Butch, habló de una maldición.
—Ah... no es nada. Desde que el último líder de la cabaña nueve murió...
—¿Murió? ¿Fue una muerte dolorosa?
—Debería dejar que te lo cuenten tus compañeros.
—Sí, ¿dónde están mis colegas de cabaña? ¿No debería estar su líder haciéndome un recorrido VIP?
—Él...bueno...no puede. Ya verás por qué.
Will se adelantó antes de que pudiera preguntar algo más.
—Maldiciones y muerte —dije en voz baja para mí mismo—. Esto mejora cada vez más.
Desde fuera, la cabaña de Hefesto parecía una caravana descomunal con relucientes paredes metálicas y ventanas con láminas de metal. La entrada era como la puerta de la caja fuerte de un banco, de forma circular y con bastantes centímetros de grosor. Se abría con numerosos engranajes de latón que giraban y pistones hidráulicos que expulsaban humo.
Solté un silbido.
—Les va la onda mecánica, ¿eh?
Dentro, la cabaña parecía desierta. Había literas metálicas plegadas contra las paredes, como camas empotradas de alta tecnología. Cada una tenía un panel de control digital, lucecitas parpadeantes, piedras preciosas brillantes y engranajes dentados.
«Seguro que cada campista debe tener su propia cerradura de combinación para desenganchar su cama, y probablemente debe haber detrás un hueco para almacenar cosas, tal vez algunas trampas para no dejar entrar visitas inoportunas» pensé analizando cada parte lo que veía. «Al menos, así lo habría diseñado yo».
Una barra de bomberos bajaba del segundo piso, aunque no parecía que la cabaña tuviera segundo piso desde fuera. Una escalera de caracol descendía a una especie de sótano. Las paredes estaban llenas de todas las herramientas eléctricas que podía imaginar, además de una enorme colección de cuchillos, espadas y otros instrumentos de destrucción. Una gran mesa de trabajo rebosante de chatarra: tornillos, pernos, arandelas, clavos, remaches y un millón de piezas de máquinas más.
Me sentí tan tentado de meterme todo en los bolsillos de mi chaqueta. Me encantaba esa clase de cosas, pero necesitaría cien chaquetas más para que cupiera todo.
Al mirar a mi alrededor casi me imaginaba que estaba otra vez en el taller de máquinas de mi madre. No por las armas, sino por las herramientas, los montones de chatarra, el olor a grasa, metal y motores calientes.
«A ella le habría encantado ese sitio».
Aparté ese pensamiento de su cabeza. No me gustaban los recuerdos dolorosos.
Mi lema era "Sigue adelante". No hay que darle vueltas a las cosas. No hay que quedarse en un sitio demasiado tiempo. Era la única forma de escapar de la tristeza.
Tomé un largo instrumento de la pared.
—¿Una desbrozadora? ¿Para qué quiere una desbrozadora el dios del fuego?
—Te llevarías una sorpresa —dijo una voz en las sombras.
En el fondo de la habitación había una litera ocupada. Una cortina de tela de camuflaje oscura se descorrió, y vi a un chico que había resultado invisible un segundo antes. Era difícil decir gran cosa de él porque estaba cubierto de escayola. Tenía toda la cabeza envuelta en gasa menos la cara, que estaba hinchada y magullada.
«Parece el muñeco de Michelin después de una paliza».
—Soy Jake Mason. Te daría la mano, pero...
—Sí —contesté—. No te levantes.
El chico esbozó una sonrisa y acto seguido hizo una mueca como si le doliera mover la cabeza. Me preguntaba qué le habría pasado, pero me daba miedo preguntarlo.
—Bienvenido a la cabaña nueve. De momento, yo soy el líder.
—¿De momento? —pregunté.
Will Solace se aclaró la garganta.
—¿Dónde está todo el mundo, Jake?
—En las fraguas. Están trabajando en... ya sabes, ese problema.
—Ah —Will cambió de tema—. Bueno, ¿tienes una cama libre para Leo?
Jake me observó, evaluándome.
—¿Crees en las maldiciones, Leo? ¿O en los fantasmas?
«Acabo de ver a la tía Callida, mi niñera malvada» pensé. «Tendría que estar muerta después de tantos años. Y no hay un día que no me acuerde de mi madre en el incendio del taller de máquinas. No me hables de fantasmas, muñeco».
En su lugar, dije:
—¿Fantasmas? Bah. No. Paso de esas cosas. Esta mañana un espíritu de la tormenta me tiró por el Gran Cañón, pero, ya sabes, son gajes del oficio.
Jake asintió.
—Eso está bien, porque te voy a dar la mejor cama de la cabaña: la de Beckendorf.
—Wow, Jake —dijo Will—. ¿Estás seguro?
—Litera 1-A, por favor —gritó Jake.
Toda la cabaña retumbó. Una sección circular del suelo se abrió girando en espiral como el objetivo de una cámara, y apareció una cama de matrimonio. El armazón de bronce tenía una consola de videojuegos incorporada en el pie, un equipo estéreo en la cabecera, un frigorífico con la puerta de cristal fijado en la base y un montón de paneles de control en el lateral.
Me lancé de un salto y me tumbé con los brazos por detrás de la cabeza.
—Creo que me acostumbraré a esto.
—Se repliega en una habitación privada que hay debajo.
—Sí, señor. Hasta luego. Estaré en la cueva de Leo. ¿Qué botón tengo que apretar?
—Espera —protestó Will Solace—, ¿tienen habitaciones privadas debajo del suelo?
Probablemente Jake se habría reído si no le hubiera dolido tanto.
—Tenemos muchos secretos, Will. Ustedes tienen su madrastra personal versión Giselle griega, pero los hijos de Apolo no pueden quedarse toda la diversión.
—Al menos nosotros recibimos las primeras tandas de galletas antes que nadie —masculló Will por lo bajo.
—Nuestros campistas han estado excavando el sistema de túneles que hay debajo de la cabaña nueve desde hace casi un siglo. Todavía no hemos encontrado el final. En cualquier caso, Leo, si no te importa dormir en la cama de un muerto, es tuya.
De repente se me quitaron las ganas de relajarme. Me incorporé, con cuidado de no tocar algún botón.
—¿Esta cama era...del líder que murió?
—Sí —asintió Jake—. Charles Beckendorf.
Me imaginé unas cuchillas de sierra atravesando el colchón o tal vez una granada cosida dentro de las almohadas.
—No murió en esta cama, ¿verdad?
—No —contestó Jake—. Murió en la guerra de los titanes el verano pasado.
—La guerra de los titanes —repetí—, que no tiene nada que ver con esta estupenda cama, ¿verdad?
—Los titanes —dijo Will como si hubiera dicho una estupidez—. Las criaturas grandes y poderosas que gobernaban el mundo antes que los dioses. El verano pasado intentaron volver. Su líder, Cronos, construyó un nuevo palacio en lo alto del monte Tamalpais, en California. Sus ejércitos llegaron a Nueva York y casi destruyeron el monte Olimpo. Muchos semidioses murieron intentando detenerlos.
—¿Supongo que eso no salió en las noticias?
Me parecía una pregunta razonable, pero Will sacudió la cabeza con incredulidad.
—¿No te enteraste de la erupción del monte Santa Helena, o de las extrañas tormentas que asolaron el país, o del edificio que se desplomó en Saint Louis?
Me encogí de hombros. El verano anterior me había fugado de otra casa de acogida. Luego un asistente social me pilló en Nuevo México, y el tribunal me condenó al correccional de menores más próximo: la Escuela del Monte.
—Supongo que estaba ocupado.
—Da igual —contestó Jake—. Tuviste suerte de no enterarte. El caso es que Beckendorf fue una de las primeras víctimas, y desde entonces...
—Su cabaña está maldita —me aventuré a agregar.
Jake no contestó. Sin embargo, aquel chico tenía el cuerpo escayolado. Eso era una respuesta.
Entonces me fijé en las pequeñas cosas que no había visto antes: una de explosión en la pared, una mancha en el suelo que podía haber sido aceite...o sangre. Espadas rotas y máquinas hechas pedazos en los rincones de la habitación, tal vez de la frustración. En aquel lugar se palpaba la desgracia.
Jake suspiró sin entusiasmo.
—Bueno, debo dormir. Espero que te guste estar aquí, Leo. Antes era...un sitio muy agradable.
Cerró los ojos, y la cortina de camuflaje se corrió a través de la cama.
—Vamos, Leo —dijo Will—. Te llevaré a las fraguas.
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—¿Cómo murió? Me refiero a Beckendorf.
Will Solace avanzaba penosamente.
—Por una explosión. Beckendorf y Percy Jackson volaron un crucero lleno de monstruos. Beckendorf no sobrevivió.
Otra vez aquel nombre: Percy Jackson, el novio de Annabeth.
«Aquel chico debía de estar metido en todo».
—¿Así que Beckendorf era muy popular? Quiero decir... antes de que muriera.
—Era increíble —convino Will—. Su muerte fue un golpe muy duro para todo el campamento. Jake... se convirtió en líder en plena guerra. Igual que yo, de hecho. Jake hizo lo mejor que pudo, pero nunca quiso ser un líder. Simplemente le gusta construir cosas. Luego, después de la guerra, las cosas empezaron a torcerse. Los carros de la cabaña nueve saltaron por los aires. Sus autómatas se descontrolaron. Sus inventos empezaron a funcionar mal. Era como una maldición, y con el tiempo la gente empezó a llamarlo así: la maldición de la cabaña nueve. Entonces Jake tuvo el accidente...
—Que tiene algo que ver con el problema que él ha comentado.
—Están trabajando en ello —dijo Will sin entusiasmo—. Ya hemos llegado.
La fragua parecía como si una locomotora de vapor se hubiera estrellado contra el Partenón de Grecia y los dos se hubieran fundido. Las paredes manchadas de hollín estaban bordeadas de columnas de mármol blancas. Las chimeneas expulsaban humo por encima de un ornamentado gablete con grabados de dioses y monstruos. El edificio se hallaba en la orilla de un arroyo y tenía varias norias que hacían girar una serie de engranajes de bronce. Escuché máquinas rechinando en el interior, lumbres rugiendo y martillos golpeando yunques.
Cruzamos la puerta, y una docena de chicos y chicas que estaban trabajando en varios proyectos se quedaron paralizados. El ruido disminuyó hasta reducirse al rugido de la fragua y el clic, clic, clic de los engranajes y las palancas.
—¿Qué tal, chicos? —dijo Will—. Este es su nuevo hermano, Leo...eh... ¿cómo te apellidas?
—Valdez.
Eché un vistazo a los demás campistas.
«¿De verdad estoy emparentado con todos ellos?»
Mis primos venían de familias numerosas, pero siempre había tenido solo a mi madre... hasta que murió.
Los chicos se acercaron y empezaron a darme la mano y a presentarse. Sus nombres se confundían unos con otros: Shane, Christopher, Nyssa, Harley, sí, como la moto.
Sabía que nunca me acordaría de todos. Demasiados. Demasiado agobiante.
Ninguno se parecía al resto: todos tenían distintos tipos de cara, de tono de piel, de color de pelo, de estatura. A nadie se le ocurriría pensar:
"¡Eh, mira, es la familia de Hefesto!"
Pero todos tenían manos fuertes, ásperas por los callos y manchadas de lubricante. Incluso el pequeño Harley, que no debía de tener más de ocho años, parecía capaz de luchar seis asaltos con Chuck Norris sin despeinarse.
Todos los chicos compartían una triste seriedad. Tenían los hombros caídos como si la vida los hubiera maltratado mucho. Varios de ellos también parecían haber sido maltratados físicamente. Conté dos brazos en cabestrillo, un par de muletas, un parche, seis vendas elásticas y unas siete mil tiritas.
—¡Bueno! ¡He oído decir que esta es la cabaña de las fiestas!
Nadie se rió. Simplemente se me quedaron mirando.
Will Solace me dio unas palmaditas en el hombro.
—Los dejaré para que se vayan conociendo. ¿Alguien puede acompañar a Leo a cenar cuando llegue la hora?
—Yo me encargo —dijo una de las chicas.
Nyssa, recordé. Llevaba unos pantalones de camuflaje, una camiseta de tirantes que dejaba a la vista sus brazos musculosos y un pañuelo rojo sobre una mata de cabello moreno. Salvo por la tirita con una cara sonriente que llevaba en la barbilla, parecía una de esas heroínas de las películas de acción, como si en cualquier momento fuera a coger una ametralladora y a empezar a cargarse alienígenas malvados.
—Genial. Siempre he querido tener una hermana que me pudiera pegar una paliza.
Nyssa no sonrió.
—Vamos, graciosillo. Te enseñaré este sitio.
Estaba familiarizado con los talleres. Había crecido rodeado de mecánicos y herramientas eléctricas. Mi madre solía bromear diciendo que mi primer chupete había sido una llave de cruz. Pero yo no había visto ningún sitio como la fragua del campamento.
Un chico estaba trabajando en un hacha de guerra. No paraba de probar la hoja en una losa de hormigón. Cada vez que la golpeaba, el hacha cortaba la losa como si fuera queso derretido, pero el chico no parecía satisfecho y volvía a afilarla.
—¿Qué piensa matar con eso? ¿Un acorazado?
—Nunca se sabe. Incluso con el bronce celestial...
—¿Es el metal?
Ella asintió con un leve gesto de la cabeza.
—Extraído del mismísimo monte Olimpo. Es muy raro. Normalmente desintegra a los monstruos con los que entra en contacto, pero los más grandes y poderosos tienen la piel especialmente dura. Los drakon, por ejemplo...
—¿Quieres decir dragones?
—Son especies parecidas. Aprenderás las diferencias en clase de lucha contra monstruos.
—Clase de lucha contra monstruos. Sí, soy cinturón negro.
Ella no sonrió Esperaba que no fuera tan seria todo el tiempo.
«Mi familia paterna tiene que tener algo de sentido del humor, ¿no?» pensé tratando de mantenerme optimista.
Nos cruzamos con un par de chicos que estaban haciendo un juguete de bronce. Por lo menos, eso parecía. Era un centauro de menos de veinte centímetros de altura —mitad hombre, mitad caballo—, armado con un arco en miniatura. Uno de los campistas dio manivela a la cola del centauro, y este cobró vida rechinando. Se puso a galopar por la mesa gritando:
—¡Muere, mosquito! ¡Muere, mosquito! —Y disparando a todo lo que tenía a la vista.
Al parecer, no era la primera vez que pasaba, pues todo el mundo se tiró al suelo menos yo. Seis flechas del tamaño de agujas se clavaron en su camisa antes de que un campista tomara un martillo e hiciera pedazos el centauro.
—¡Estúpida maldición! —El campista agitó el martillo en dirección al cielo—. ¡Solo quiero un mata-insectos mágico! ¿Es mucho pedir?
—Los gringos se complican tanto, más fácil es el raid.
Levanté la vista al escuchar a alguien hablar en español. Era un chico de unos diecisiete años. De cabello castaño, los brazos repletos de tatuajes y un piercing en el labio. Llevaba un termo bajo el brazo y una especie de vasito de madera en la mano.
Estaba bajando las escaleras hacia las fraguas.
—¿Quién es el nuevo? —preguntó, mirándome.
Yo solo me había quedado en que hablaba español y se veía cool.
—Nuevo hermano, se llama...
—¡Me llamo Leo! —exclamé en el mismo idioma, interrumpiendo a Nyssa.
El chico sonrió.
—¿Qué haces, capo? Soy Héctor.
Sonreí emocionado.
—¡Qué bien! —dije sonriendo—. ¡Un hermano mayor que habla mi idioma!
Héctor y Nyssa se miraron, entonces Héctor soltó una risita y ella bufó.
—No, más bien sobrino.
Se me congeló la sonrisa.
—¿Eh?
—Soy nieto de Hefesto, no su hijo. Mi padre es tu hermano.
Me sentí un poco como si alguien me hubiera dado un golpe en la cabeza con uno de los martillos.
—¿Cómo que nieto? —pregunté, arrugando la frente.
Héctor se rió otra vez y le dio un sorbo a su bebida en el vasito de madera. Olía raro, como a algo herbal, pero también tenía un toque amargo que me hacía fruncir la nariz.
—Es una larga historia. Mi viejo es uno de los hijos de Hefesto, pero no logró llegar al campamento. Bueno, él y otros más. En su lugar, él, mi mamá y mi otro papá fundaron el Santuario —explicó Héctor, luego me resumió en qué consistía ese lugar y como gracias a Darlene, como dijo que se llamaba la belleza de la playa, ahora el Santuario estaba asociado al Campamento y él podía vivir aquí durante el verano. Acabó la historia con un encogimiento de hombros—. Y nada, acá estoy.
—¿Entonces eres como... un semidiós de segunda generación? —pregunté.
—Ponele. —Miró su vasito y me lo extendió—. ¿Un mate?
—¿Qué es eso?
—Mate. —Lo miré sin entender—. Dale, flaco, ¿qué tanta vuelta? Tomá y listo —dijo rodando los ojos.
Miré a Nyssa, ella se encogió de hombros, pero una leve sonrisa se asomó por la comisura del labio.
No me daba mucha confianza. A veces este tipo de situaciones daba pie a que me hicieran alguna broma pesada, pero Héctor había tomado también, así que no debía ser tan malo. ¿Verdad?
—Por qué no —respondí, tomándolo.
—Ni se te ocurra —espetó con tono seco cuando estaba por revolverlo con la cañita.
Me quedé paralizado, y asentí levemente. Le di un sorbo y me quemé la lengua. Estaba muy caliente, amargo y no estaba seguro de si me gustaba o si quería escupirlo. Me esforcé por tragar, notando cómo Héctor me observaba, claramente disfrutando de mi reacción.
—¿Y? —preguntó, alzando una ceja mientras cruzaba los brazos.
—Eh... diferente —respondí, tosiendo un poco—. No está mal. Un poco amargo.
Héctor soltó una carcajada, que sonó más como un trueno suave en la fragua. Incluso algunos de los otros chicos de la cabaña nueve levantaron la mirada para ver de qué se reía.
—Te falta práctica, chabón. Pero tranca, es un gusto adquirido.
Nyssa chasqueó la lengua con impaciencia.
—¿Vamos a seguir con la gira o prefieres quedarte perdiendo el tiempo con Héctor? —preguntó, cruzando los brazos.
Antes de que pudiera responder, una explosión resonó al fondo de la fragua, seguida por un grito que decía:
—¡Fue sin querer! ¡No explota tanto como parece!
—¿Ese tipo de cosas pasan a menudo? —pregunté.
—Últimamente todo lo que construimos se convierte en chatarra —dijo Héctor.
—¿La maldición?
Nyssa frunció los labios.
—No creo en maldiciones, pero algo pasa. Y si no resolvemos el problema del dragón, la situación va a empeorar todavía más.
—¿El problema del dragón?
Esperaba que se refiriera a un dragón en miniatura, tal vez uno que mataba cucarachas, pero me daba la impresión de que no iba a tener tanta suerte.
Nyssa y Héctor me llevaron hasta un gran mapa colocado en una pared que estaba siendo estudiado por un par de chicas. El mapa mostraba el campamento: un semicírculo de tierra con el estrecho de Long Island en la orilla norte, el bosque al oeste, las cabañas al este y un anillo de colinas al sur.
—Tiene que ser en las colinas —dijo la primera chica.
—Ya hemos mirado en las colinas —protestó la segunda—. El bosque es un mejor escondite.
—Pero ya hemos puesto trampas...
—Un momento —dije mirando el mapa—. ¿Han perdido un dragón? ¿Un dragón de tamaño real?
—Es un dragón de bronce —dijo Nyssa—. Pero sí, es un autómata de tamaño real. Lo construyeron en la cabaña de Hefesto hace años. Luego se perdió en el bosque hasta hace un par de veranos, cuando Beckendorf lo encontró hecho pedazos y lo reconstruyó. Ha estado ayudando a proteger el campamento, pero es un poco impredecible.
—Impredecible —repetí.
—Se estropea y echa abajo cabañas —agregó Héctor—, prende fuego a la gente, intenta comerse a los sátiros...
—Eso es muy impredecible.
Nyssa asintió.
—Beckendorf era el único que podía controlarlo. Pero murió, y el dragón empeoró aún más. Al final se puso hecho una furia y escapó. De vez en cuando aparece, arrasa algo y vuelve a escapar. Todo el mundo espera que lo encontremos y lo destruyamos...
—¿Que lo destruyan? —Me quedé horrorizado—. ¿Quieren destruir un dragón de bronce de tamaño real?
—Yo dije lo mismo —masculló Héctor dando otro sorbo a su mate.
—Escupe fuego —explicó Nyssa—. Es mortal y está fuera de control.
—¡Pero es un dragón! Es alucinante.. ¿No pueden intentar hablar con él, controlarlo?
—Lo hemos intentado. Jake Mason lo intentó, y ya ves lo bien que funcionó.
Pensé en Jake, envuelto en escayola, tumbado a solas en su litera.
—Aun así...
—No hay otra opción.
Héctor apuntó en el mapa.
—Intentemos colocar más trampas en el bosque: aquí, aquí y aquí —le dijo a las chicas—. Pongamos un cebo con aceite para motores de viscosidad treinta.
—¿El dragón bebe eso?
—Sí —Nyssa suspiró apesadumbrada—. Le gusta con un poco de salsa de tabasco justo antes de irse a dormir. Si hace saltar una trampa, podemos ir con aerosoles de ácido; eso debería derretir su piel. Luego tomamos unas sierras para cortar metal y... acabamos el trabajo.
Todos se quedaron tristes. Me di cuenta de que no tenían más ganas de matar al dragón que yo.
—Hey. Tiene que haber otra forma.
Nyssa no parecía convencida, pero unos cuantos campistas más dejaron lo que estaban haciendo y se acercaron a oír la conversación.
—¿Cómo qué? —preguntó uno—. Ese bicho escupe fuego. Ni siquiera podemos acercarnos.
«Fuego», pensé «La de cosas que podría contarles sobre el fuego...».
Pero tenía que andarme con cuidado, aunque fueran mis hermanos y hermanas. Sobre todo si tenía que vivir con ellos.
—Bueno... —Vacilé—. Hefesto es el dios del fuego, ¿no? ¿Y ninguno de ustedes es resistente al fuego o algo parecido?
Ninguno de los presentes reaccionó como si fuera una pregunta absurda, lo cual fue un alivio, pero Nyssa negó con la cabeza seriamente.
—Esa es una capacidad del Cíclope, Leo. Los hijos de Hefesto... solo somos buenos con las manos. Somos constructores, artesanos, armeros..., cosas así.
Dejé caer los hombros.
—Ah.
Un chico situado en la parte de atrás dijo:
—Bueno, hace mucho...
—Sí, bueno—concedió Nyssa—. Hace mucho tiempo, algunos hijos de Hefesto nacían con el poder sobre el fuego. Pero era una capacidad muy poco habitual. Y siempre peligrosa. Hace siglos que no ha nacido ningún semidiós así. El último...
Miró a su alrededor en busca de ayuda.
—Fue en el año 1666 —comentó Héctor, se mordió el piercing antes de continuar—. Un joven llamado Thomas Faynor. Provocó el gran incendio de Londres y destruyó gran parte de la ciudad.
—Así es —dijo Nyssa—. Cuando aparece un hijo de Hefesto así, normalmente significa que va a pasar algo catastrófico. Y no necesitamos más catástrofes.
Intenté despojar su cara de toda emoción, lo cual no era mi fuerte.
—Entiendo lo que quieres decir. Pero es una lástima. Si pudieran resistir las llamas, podrían acercarse al dragón.
—Esa es buena —murmuró Héctor apuntándome con un dedo.
—Entonces solo te mataría con las garras y los colmillos —rebatió Nyssa—. O simplemente te pisaría. No, tenemos que destruirlo. Créeme, si a alguien se le ocurriera otra solución...
No terminó la frase, pero capté el mensaje. Esa era la gran prueba de la cabaña. Si pudieran hacer algo que solo Beckendorf podía hacer, si pudieran dominar al dragón sin matarlo, tal vez se levantaría la maldición.
Pero no tenían ideas. El campista que descubriera cómo conseguirlo sería un héroe.
A lo lejos sonó una caracola. Los campistas empezaron a recoger sus herramientas y proyectos. No me había dado cuenta de que se estaba haciendo tan tarde, pero al mirar por las ventanas vi que el sol se estaba poniendo. El déficit de atención a veces provocaba eso. Si estaba aburrido, una clase de cincuenta minutos me parecía de seis horas. Pero si estaba interesado en algo, como visitar un campamento de semidioses, las horas se me pasaban volando y, zas, de repente se hacía de noche.
—La cena —dijo Nyssa—. Vamos, Leo.
—Es en el pabellón, ¿verdad? —pregunté. Ella asintió con la cabeza—. Adelántese ¿Me dan... un segundo?
Nyssa vaciló. Acto seguido, su expresión se suavizó.
—Claro. Tienes muchas cosas que asimilar. Me acuerdo de mi primer día. Ven cuando estés listo, pero no toques nada. Casi todos los proyectos que hay aquí pueden matarte si no tienes cuidado.
—Nada de tocar —prometí.
Mis compañeros de cabaña salieron en fila de la fragua. No tardé en quedarme solo con los sonidos de los rugidos, las norias y las pequeñas máquinas que emitían chasquidos y zumbidos.
Me quedé mirando el mapa del campamento: los puntos en los que mis nuevos hermanos iban a colocar trampas para cazar al dragón. Era un plan equivocado.
Simple y llanamente equivocado.
«Muy poco habitual» pensé «Y siempre peligroso».
Tendí la mano y me examiné los dedos. Eran largos y finos, sin callos como los de los hijos de Hefesto. Nunca había sido el chico más grande ni el más fuerte del grupo. Había sobrevivido en barrios duros, colegios duros y hogares de acogida duros utilizando el ingenio. Era el payaso de la clase, el bufón de la corte, porque había aprendido pronto que si contaba chistes y fingía que no tenía miedo, normalmente no me pegaban.
Incluso los peores matones me soportaban, me dejaban andar cerca para divertirse. Además, el humor era una buena forma de ocultar el dolor. Y si eso no funcionaba, siempre había un plan B.
Huir. Una y otra vez.
También había un plan C, pero me había prometido a mí mismo que no volvería a utilizarlo nunca.
Sin embargo, en ese momento sentía el deseo de ponerlo a prueba: cosa que no había hecho desde el accidente, desde la muerte de mi madre.
Extendí los dedos y noté un hormigueo, como si se me estuvieran despertando. Entonces las llamas brotaron parpadeando, rizos de fuego ardiente danzando en la palma de mi mano.
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