𝓒𝓪𝓹𝓲𝓽𝓾𝓵𝓸 𝓬𝓲𝓷𝓬𝓸 | 𝓛𝓸𝓼 𝓱𝓮𝓻𝓶𝓪𝓷𝓸𝓼 𝓑𝓵𝓲𝓷𝓬𝓱
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El paisaje a través de la ventana se movía con rapidez. Los árboles frondosos y secos, sus ramas desnudas esqueléticas, se alzaban como fantasmas en medio del cielo invernal, surcado por pájaros de plumaje blanco, que sobrevolaban las nubes grisáceas en aleteos silenciosos. Las vastas extensiones que se desplegaban fuera de la ventana, campos de nieve que brillaban bajo la luz gris del sol invernal, donde cada campo se fundía en un manto blanco. De vez en cuando, copos de nieve caían del cielo y chocaban contra la ventana con un leve tintineo, como pequeñas campanillas avisando su presencia, recordando con más claridad que ya no estaba en el reino donde había crecido.
—Ten —interrumpió el joven de tono más autoritario, extendiendo un abrigo grueso y pesado—. Es cálido.
Se acurrucó en la manta que la envolvía, evitando hacer contacto con ellos. El día anterior habían arribado en un puerto helado, seguidos por la multitud de personas con ropas ostentosas y bordados intrincados. La mayoría de los nobles, con una sonrisa forzada, intentaban agradar a ambos jóvenes. Evitando a tanta gente, ambos se presentaron como sus nuevos hermanos. Pero, para Alian, más que sonar cordial, se escucharon forzados, como si hablar con ella fuera una orden.
—Agrim Blinch —dijo mientras le ofrecía una gruesa manta—. Primer hijo, veinticuatro años.
—Manrih Blinch —continuó el otro joven, mientras cerraba la puerta del carruaje—. No tengas miedo, no hacemos daño. Mira, ¿te gusta?
El joven Manrih le entregó un peluche con forma de conejo. Alian se aferró a él todo el camino, mientras apretaba el muñeco contra su pecho, sintiendo sus manos congelarse de frío. El carruaje avanzó a través del camino cubierto de nieve, el sonido de las ruedas crujiendo bajo ellos, los edificios que bordeaban las calles del puerto eran oscuros, a base de piedra, con techos diseñados para soportar el peso de la nieve que se acumulaba en ellos. A través de la pequeña ventana, Alian podía ver que no había flores, ni colores vivos, sólo el monótono gris del invierno y el blanco interminable de la nieve. Dentro del carruaje, el frío era palpable, y el aliento de los tres se convertía en pequeñas nubes de vapor que se disipaba rápidamente.
El peluche de conejo era su único consuelo. La suavidad del muñeco contrastaba con el sombrío entorno. Nada de ese lugar le agradaba y un escalofrío recorrió su espalda. Alian apretó con fuerza al peluche, queriendo absorber algo de calor o consuelo, no pudiendo evitar recordar que se encontraba muy lejos de casa, en un lugar que no ofrecía calor ni hospitalidad.
—No llores —susurró Agrim mientras le limpiaba el rostro con un pañuelo—. Sonríe.
Abrió los ojos con sorpresa y se acurrucó más, buscando evitar el contacto con él. Pero él fue más rápido, sosteniendo con brusquedad su pequeña mano, intentando mantenerla quieta.
—¡Agrim, ten cuidado, es una niña! —dijo Manrih con tono fuerte, deteniendo a su mellizo—. Pobre, debe estar asustada.
El joven Manrih separó a su hermano de ella y la empezó a acomodar, dándole su espacio. Alian abrazó sus rodillas y se quedó observando con detenimiento a Manrih. Él no era tan brusco y amenazante como su hermano; sus ojos cansados y sin vida la habían asustado al principio, pero, ahora que lo notaba con más detalle, era un joven amable y más expresivo que Agrim, quien se mantenía rígido.
—Yo no... —farfulló Agrim para luego quedarse callado—. Olvídalo.
Agrim suspiró, luego se fijó en Alian y la miró con compasión.
—Tu nombre era Alian, ¿no? —dijo Manrih, buscando conversar con ella —. ¿Recuerdas cómo nos llamamos?
Alian asintió con la cabeza, aún resguardándose en la manta.
—Bien, yo soy Manrih —remarcó, señalando el único pendiente que llevaba en la oreja—. Me puedes reconocer por esto si te cuesta, yo lo llevo del lado derecho.
—Izquierdo —interrumpió Agrim, señalando su oreja.
—Sí, el de Agrim está en la izquierda —continuó, sonriendo de manera leve—. Nosotros queremos que te sientas cómoda, no buscamos hacerte daño. Estamos por llegar a Criman; cuando lleguemos te daremos ropa mullida, ¿te gustaría de algún color...?
Se quedó en silencio y bajó la mirada. Recordó con melancólica su hogar, el sol acariciando sus mejillas, el pasto salvaje cosquilleando sus pies descalzos, el aroma de la hierba y las hierbas silvestres. Su madre, llamándola a comer, sonriendo y acariciando su cabello. Un picor en sus ojos volvió y, con la voz algo rota, respondió:
—Mi mamá —dijo con la cabeza gacha—. Quiero volver con mi mamá.
Los hermanos se observaron con cierto gesto de preocupación, aunque uno de ellos no lo demostrara. Manrih intentó acercarse a ella, pero Alian se acomodó más hacia una esquina de los asientos, sollozando en silencio.
—Cartas —comentó Agrim a su hermano—. Dile.
Manrih sintió fastidio; a veces no lograba soportar a su propio mellizo.
—¡Cierto! ¿Alian quiere mucho a su mamá? —pregunto, tratando de llamar su atención—. ¿Cómo pudimos obviar eso? Nosotros podemos contactar con ella.
—Cartas.
—Sí, cartas, como Agrim dice...
—Cartas.
Manrih lo observó, buscando avisar con la mirada que se detuviera.
—Exacto. Podemos mandarle cartas cuando lleguemos a la mansión. Tu mamá sabrá que estás bien. Es más, tal vez logremos traerla, ¿verdad, Agrim?
—No.
El abrupto rechazo de Agrim cayó como un balde de agua fría. Alian levantó la cabeza, mirando a los dos hermanos con ojos llenos de lágrimas. Manrih suspiró, sintiendo de solucionar la falta de comunicación por parte de su hermano.
—Agrim, no seas tan duro —dijo Manrih con un tono de reproche—. Alian, haremos todo lo posible para que te sientas mejor. Vamos a escribirle a tu mamá y le diremos que estás bien.
Alian asintió lentamente, aunque su corazón aún seguía con tristeza y anhelo. Apretó el peluche del conejo contra su pecho, buscando consuelo mientras el carruaje seguía su trayecto. El paisaje helado continuaba deslizándose más allá de la ventana, recordando constantemente la distancia que la separaba de su hogar. Sin embargo, las palabras de Manrih le habían ofrecido una pequeña chispa de esperanza en medio del incierto futuro.
—¿Podré hablar con mi mamá?
La mirada de Agrim rodó hacia la ventana, evitando responder. Manrih, al contrario, asintió y, sonriendo, se acomodó a su lado.
—Por supuesto, ¿quién podría negarlo?
Agrim soltó un bufido que se vio opacado por el traqueteo del carruaje y los sollozos de Alian. Era imposible traer a un Melieto por los roces que había entre ambos reinos, Imperio y Mellet. La única razón por la cual parecían estar en tregua era por la recolección de bendecidos y por el rey gobernante de Mellet. Sin embargo, solo bastaba un movimiento para que cualquier reino se declarara la guerra, y si eso ocurría, el ducado debía empezar a investigar sobre nuevos tipos de armas. Agrim soltó una sonrisa amarga recordando cómo no llegaría a descansar bien si eso llegaba a ocurrir. Tras notar el extraño silencio que había dentro del carruaje, giró para observar a su hermano quien acunaba a Alian en sus brazos.
—Llora mucho —comentó Manrih, para luego observarlo—. Debe sentirse muy abrumada por toda esta situación.
—Sí —contestó, ayudando a su hermano a acomodar a la menor en los asientos—. Mucho dolor.
Manrih encogió sus hombros en señal de estar de acuerdo con las palabras de su mellizo. Ambos hermanos la dejaron desahogarse, dándole palmadas de vez en cuando cuando hipaba. El carruaje siguió el tramo, deteniéndose luego de una hora en un silencioso pueblo.
La puerta del carruaje se abrió y, ante sus ojos, Alian pudo ver el pueblo más blanco que había conocido en su vida. Todas las calles estaban cubiertas de nieve, la fuente en la plaza estaba sin agua, y la única vegetación a los alrededores eran hierbas secas y árboles sin hojas. Un ambiente tétrico, cargado de desolación, tristeza y desesperanza en cada persona.
—No ha cambiado nada desde que nos fuimos.
—Sí.
—Creí que pondrían el nuevo sistema de hilación, nos presionaron mucho por eso, ¿recuerdas? —Un año.
—Ah... me hiciste recordarlo.
Ambos hermanos parecían estar conversando sobre un suceso pasado. Por las miradas rápidas que daban a su entorno, Alian pudo darse cuenta de que ellos también habían pisado ese lugar hace mucho tiempo. Los hermanos la sostenían de ambas manos, levantándola de vez en cuando, jugando con ella. Al principio, Alian se sintió cohibida, pero tras ver cómo ambos hermanos no buscaban lastimarla, terminó sonriendo en cuanto sintió coordinar con ellos al levantarla.
—Más alto —dijo Manrih avisando que la levantaría con más altura. —Alto, muy alto.
Alian fue levantada y soltó una gran risa, contagiada por el ánimo de Manrih. Su risa se escuchaba por la plazuela, y los pobladores empezaron a observar la escena, sorprendidos. Las sonrisas y calidez humana no eran comunes en el Imperio, al menos no en la capital. La característica del Imperio era su eterno invierno, la poca sensibilidad humana, y sus extensos dominios obtenidos por varias guerras. Alian no pudo notar que su risa y el juego entre los tres estaban siendo el foco de atención entre la gente, quienes los envidiaban pues no podían sentir aquel sentimiento en sus cortas y miserables vidas.
Tras estar jugando por un buen rato, Manrih terminó cargándola en sus brazos para evitar que se enfermara por las calles frías. Agrim, que ahora parecía estar de buen humor, entró a una tienda de aspecto lujoso y brillante. Sobre la puerta había letras doradas, las cuales podían leerse como "Ensueños del León". La campanilla resonó en la tienda, avisando su llegada. En un inicio, la tienda se veía desolada, hasta que Agrim tocó el escaparate.
—Ropa —dijo con el ceño fruncido—. Marie Anne.
En el escaparate, con unas lujosas ropas, una dama emergió con una amplia sonrisa.
—Altezas, cuánto tiempo sin verlos —saludó la dama, que se veía transparente—. El duque no ha regresado todavía.
—Bendecida.
—Oh, ya veo —exclamó alegre mientras giraba para observar a Alian—. ¿Esa es la niña? Ha pasado tiempo desde que no veo a un bendecido.
—Ropa.
—Ropas para ella, se nos va a enfermar si sigue con esta manta —completó Manrih.
La dama asintió y, de repente, Alian se quedó perpleja ante lo que veía. La dama había desaparecido. Se esfumó como apareció, dejándola confundida. Ella observó a Manrih e intentó preguntar sobre lo ocurrido cuando vio cómo aparecía frente a ellos.
—Uhm... sí, este color es el correcto —dijo emocionada para luego chasquear los dedos—. ¡Millicent! ¡Julen! ¡Fary! ¡Al vestidor!
Alian solo pudo sentir cómo era arrastrada por un viento fuerte hacia un cuarto cálido, y antes de poder abrir los ojos de nuevo, ya estaba fuera del vestidor con una ropa suave y cálida.
—¡Aww! ¡Pero qué niña más tierna! —chillaba con emoción la dama, traspasando los objetos, poniéndose al lado de Agrim—. Lo digo en serio, alteza. En mis trescientos veinte años no había visto una niña tan linda, lástima que su cabello esté tan maltratado.
Su boca se abrió ante lo escuchado. La dama acababa de decir que tenía más de trescientos años. Alian contó con sus dedos y pudo sentir que ella era minúscula.
—Gracias por la rapidez, Marie Anne.
—No hay de qué, alteza, es mi deber como Aleuro.
—Senda.
—¿Oh? ¿Buscan una senda?
—Agrim vino por la senda del ducado, debemos llegar hoy mismo.
La dama Marie Anne asintió comprendiendo, guiándoles dentro de la tienda. Alian volvió a ser cargada en los brazos de Manrih, quien la ayudaba a bajar las extensas escaleras que había en el subsuelo de la tienda. Debajo de la tienda se encontraba un extenso camino igual de lujoso que la parte superior, para luego llegar a un amplio salón que era alumbrado tenuemente con velas, dando un ambiente misterioso que le provocó curiosidad.
Frente a ellos había cinco símbolos en el piso, círculos mágicos con runas antiguas que ambos hermanos conocían muy bien. Cada uno brillando de manera distinta, exceptuando uno que se encontraba sin brillo.
—Recuerdo que la senda para el ducado es celeste —dijo mientras señalaba el símbolo del extremo izquierdo—. Sin embargo, necesito saber si sus altezas tienen el permiso.
—Sí.
Agrim sacó un broche de oro que tenía la cabeza de un león como grabado. La dama Marie Anne lo observó con seriedad, distinta a la que había mostrado en el piso superior. Tocó con sumo cuidado cada relieve, y al terminar, volvió a su ánimo habitual.
—Correcto. Altezas, tengan un buen viaje.
Los hermanos Blinch se posicionaron dentro del símbolo y, aferrándose al cuello de Manrih, Alian escuchó cómo ambos murmuraban en un idioma extraño un cántico, siendo envueltos en varios símbolos extraños y volviéndose todo borroso por breves segundos.
El sonido desapareció y su visión se volvió negra hasta que recuperó los sentidos al sentir una opresión en su cuerpo, como si hubieran caído de una gran altura. Los ojos volvieron a poder enfocar su entorno y se quedó asombrada al ver una enorme mansión lujosa, con un paisaje distinto al del pueblo donde habían arribado, e incluso el de la misma capital. El sol alumbraba con poca fuerza, pero se lograba sentir el calor en la piel, la nieve estaba presente en pocas cantidades, y un extenso jardín tenía flores coloreadas, vivas, transmitiendo un entorno calmado y sin esa lugubridad que logró ver en todo el viaje. Ese lugar tenía más vida que todo lo que había visto en el camino, dándole comodidad.
Manrih la bajó de sus brazos y la tomó de la mano, guiandola por la entrada de ese extenso terreno. Agrim pasó por delante de ellos, siendo recibido por una dama de vestido elegante y pomposo, seguida por sirvientes y dos niños de similar aspecto a los hermanos Blinch.
—Saludos, madre —dijo, dando una reverencia a la dama quien lo observaba amablemente—. Regresamos.
La duquesa Blinch sonrió y bajó la cabeza en forma de saludo.
—Encantada de tenerlos de regreso, mis niños.
Alian notó la sonrisa de felicidad que Manrih soltó y sintió algo de pena. Ellos también tenían a una madre a la cual querían. Ella también tenía una mamá que de seguro la extrañaba. Recordando las palabras sobre poder comunicarse con su madre, recuperó la esperanza y, apretando con fuerza la mano de Manrih, respiró profundo, saludando con fuerza, con el deseo de que lograran escucharla.
—¡Buenos días, soy Alian Silver!
La duquesa la observó en silencio, para luego sonreír, transmitiendo genuina felicidad al conocerla.
—Un gusto conocerte, Alian. Bienvenida al ducado Banshet.
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