⠀⠀⠀⠀⠀⠀⠀⠀⠀⠀⠀⠀⠀043.


La cámara volvió a temblar. En las paredes aparecieron más grietas. Règine echó un vistazo a las tallas en piedra que había encima de las puertas: las caras ceñudas del Miedo y el Pánico.

—Hermanos míos —dijo Règine—, hijos de Afrodita…, les dedico un sacrificio.

Règine le dio una última mirada a su arco, quien le había salvado en múltiples ocasiones. Sí, le dolía dejarlo pero en ese momento nada más importaba salvar a Annabeth y la esta estatua. Dejó el arco a los pies de Ares.

El arco también fue manchado de sangre inocente en múltiples ocasiones. Règine recuerda el cómo su madre le contó que perteneció a una emperatriz llena de odio, rencor, sedienta de poder y bañó el arco en sangre de inocentes. Con él mató a su esposo y a sus hijos para ella ser la única en el trono y al poder del imperio.
En ese tiempo, el arco de la emperatriz el terror del imperio.

Por más hermoso que sea algo, siempre tendrá un lado oscuro. Por ende, el arco era el sacrificio perfecto para el dios del miedo y el dios del pánico.

—Estoy aterrada —confesó—. Detesto hacer esto. Pero reconozco que es necesario.

Blandió su espada y cortó la cabeza de la estatua de bronce.

—¡No! —chilló Mimas.

Del cuello cercenado de la estatua salieron llamas rugientes. Se arremolinaron en torno a Règine y llenaron la estancia de una tormenta de emociones: odio, sed de sangre y miedo, pero también amor, porque nadie podía enfrentarse a la batalla sin que le importase algo: los compañeros, la familia, el hogar.

Règine extendió los brazos, y los espíritus  la convirtieron en el centro de su torbellino.

Acudiremos a tu llamada, susurraron en su mente. Cuando nos necesites, la destrucción, la devastación y la masacre acudirán, pero solo una vez. Nosotros completaremos tu cura.

Las llamas desaparecieron con el arco, y la estatua encadenada de Ares se deshizo en polvo.

—¡Muchacha insensata! —Mimas arremetió contra ella, seguido de Annabeth—. ¡Los espíritus te han abandonado!

Règine rió negando con la cabeza.

—A lo mejor te han abandonado a ti —dijo Règine.

Mimas levantó el martillo, pero se había olvidado de Annabeth. Ella le clavó la espada en el muslo, y el gigante se tambaleó hacia delante, desequilibrado.
Règine intervino tranquilamente y lo apuñaló en la barriga.

Mimas se dio de bruces contra la puerta más cercana. Se volvió justo cuando el rostro de piedra del Pánico se desprendió de la pared situada encima de él y se cayó antes de darle un beso de una tonelada.

El grito del gigante se interrumpió. Su cuerpo se quedó quieto. A continuación se desintegró en un montón de ceniza de seis metros.

Annabeth miró fijamente a Règine.

—¿Qué ha pasado?

—No estoy segura.

—Règine, has estado increíble, pero esos espíritus en llamas que has soltado…—Annabeth hizo una mueca al ver las tristeza en los ojos de la asiática, miró a los lados y se dio cuenta que le hacía falta su arco—. ¿Ese fue el sacrificio?

—Sí, pero ya no importa. Lo importante era liberar a los dioses y deshacernos de ese gigante.

—Lamento que hayas perdido tu arco, sé lo mucho que amabas el arco...¿Pero de qué nos sirven para encontrar la cura que buscamos?

—No lo sé. Han dicho que podría invocarlos cuando llegara el momento. Tal vez Artemisa y Apolo puedan explicar…

Annabeth dio un traspié y estuvo a punto de resbalar con la oreja cortada del gigante.

—Creo que la oreja del gigante es tu premio. Deberías de llevártela.

—Sí claro, ya que me la llevé corriendo—dijo Règine. Annabeth rió.

— Debemos de idear algún plan para salir rápido de este lugar.

El lugar volvió a temblar.

—Sí, no quiero morir aplastada por millones de rocas—Règine se quedó mirando la segunda puerta, que todavía tenía la cara del Miedo encima—. Gracias por ayudarme a matar al gigante, hermanos. Necesito otro favor: una vía de escape. Y, creedme, estoy realmente aterrada. Os ofrezco esta, ejem, bonita oreja como sacrificio.

La cara de piedra no respondió. Otra sección de la pared se desprendió. Una red de grietas apareció en el techo.
Règine cogió la mano de Annabeth.

—Vamos a cruzar esa puerta. Si funciona, puede que aparezcamos otra vez en la superficie.

—¿Y si no?

Règine miró la cara del Miedo.

—Créeme que no sonaría bonito en voz alta.

La sala se desplomó alrededor de ellas mientras se sumían en la oscuridad.













—Oye, ¿quieres un helado? —preguntó Annabeth mientras iban camino a Argos II, el cual no se encontraba muy lejos pero no les vendría mal un helado.

—¿Tú invitas? —la rubia asintió—. Entonces sí.

Llegaron al puesto de helado más cercano, el cual se ubicaba en un lugar turístico por lo que las miradas sobre las chicas no pudo ser inevitable pues sus imágenes eran bastante...llamativas. Ambas estaban despelucadas, tenían heridas por todo el cuerpo, estaban mugrientas y Annabeth tenía un moretón en el pómulo.

—¿De qué es el tuyo? —preguntó Règine balanceando sus pies, ambas chicas se sentaron en una banca a descansar.

—Limón y fresa.

—¿Me das a probar?

Annabeth rodó los ojos antes de extenderle su helado.

—Mmm. No sabe tan mal.

—Sí, bueno, ya debemos de irnos antes de que Percy inunde el pobre barco de los nervios.













—¡No quiero morir tan joven y hermosa! —chilló Règine sujetándose de la cuerda justo cuando el barco se tambaleó a un lado.

Una ola del tamaño de un rascacielos rompió sobre la cubierta de proa y arrastró las ballestas delanteras y la mitad de la barandilla al mar. Las velas estaban hechas jirones.
Relampagueaba por todas partes, y los rayos caían al agua como si fueran focos.
La lluvia horizontal azotaba la cara de Jason. Las nubes eran tan oscuras que
Leo se había sujetado a la consola de control con un arnés y una cuerda elástica. Tal vez le había parecido buena idea cuando se lo había colocado, pero cada vez que una ola golpeaba el barco, lo arrastraba y a continuación lo estampaba otra vez contra el tablero de control como a una pelota humana enganchada con una goma a una raqueta.

Entre Règine, Piper y  Annabeth estaban tratando de salvar el aparejo. Frank se había transformado en gorila. Mantenía el equilibrio, inclinado, en el lado de la barandilla de estribor y usaba su enorme fuerza y sus pies flexibles para agarrarse mientras desenredaba unos remos rotos.

Al parecer, la tripulación trataba de preparar el barco para volar, pero, aunque consiguieran despegar, aunque Règine no estaba segura de que en el cielo corrieran menos peligro.

Hasta Festo, el mascarón de proa, trataba de ayudar. El dragón metálico expulsaba fuego a la lluvia, aunque eso no parecía disuadir a la tormenta.

Solo Percy estaba teniendo algo de suerte. Se encontraba junto al mástil central, con las manos extendidas como si estuviera andando en la cuerda floja.
Cada vez que el barco se inclinaba, empujaba en la dirección contraria, y la cubierta se estabilizaba. Invocaba puños gigantes de agua marina para que se estrellasen contra las olas más grandes antes de que alcanzasen la cubierta, de modo que parecía que el mar se estaba pegando repetidamente en la cara.

Con una tormenta tan severa, el barco ya habría zozobrado si Percy no hubiera intervenido.

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