069 | Obsequios

MALCOM

El atardecer es una mezcla de líneas de colores pasteles que se bifurcan entre las nubes en las alturas, algunas aves aparecen como puntos oscuros que se deslizan y contrastan en la paleta de cálidas tonalidades. Soy capaz de ver los últimos rayos del sol a través de la ventanilla del Jeep, desde el asiento del copiloto donde estoy sentado. Las pequeñas casas de la ciudad pasan en cámara lenta a los lados del vehículo al igual que lo hacen los habitantes de Betland. La imagen es una que podrías ver todos los días de tu vida, una que al estar acostumbrado a ella pasarías por alto y no mirarías por segunda vez. Sin embargo, desde mi punto de vista, a veces es necesario detenerse y apreciar lo que ignoramos de nuestra rutina.

Giro la cabeza y mis ojos caen en alguien que se ha vuelto bastante frecuente en mi vida últimamente, alguien que se transformó en parte del día a día en mi estadía aquí. Kansas tiene una mano en el volante mientras que con la otra intenta acomodarse los rebeldes mechones de cabello que insisten en taparle la visión. Su ventanilla está ligeramente baja a pesar de que es consciente de que hace frío y de que la brisa de principios de noviembre sopla en su rostro iluminado por lo que resta del sol. Su perfil es un conjunto de suaves facciones donde se resalta la ligera curva de su nariz, la de sus labios y su mentón. Sus delgadas y extensas pestañas destacan una mirada serena y despreocupada que se desliza por las calles de la ciudad.

La imagen rebosa de una armonía natural, una que sería capaz de apaciguar los latidos de un desenfrenado corazón y robar suspiros sin siquiera intentarlo. Ella se percata de que estoy contemplándola y arquea una ceja con cierta curiosidad y gracia en mi dirección.

—Has estado demasiado callado desde que salimos del bowling, ¿debería preocuparme? —inquiere ahora con ambas manos al volante—. Es raro que no estés regurgitando datos científicos o cosas que a nadie más que al difunto Einstein le interesen.

—Solamente pensaba y admiraba la vista —revelo tras una exhalación.

—Sí, es una imagen panorámica muy bonita, todo el mundo lo sabe —coincide mientras dobla en una esquina y comienza a reducir la velocidad a medida que nos acercamos a la casa de la señora Murphy.

El viernes de pasta pareció cancelarse dado que los Jaguars necesitan practicar exhaustivamente para el partido de mañana.

—Me estaba refiriendo a ti, no a la ciudad ni al atardecer —señalo.

—Ya lo sé, Beasley —reconoce—. Muchos coinciden en que los genes de los Shepard son dignos de admirar.

—Eso sonó muy arrogante y, sin ánimos de ofender, no creo que muchos seres humanos se detengan a contemplar la belleza de Bill —apunto—. Ni siquiera el hámster de Zoe puede mirarlo por tres segundos seguidos sin antes espantarse porque el hombre está gruñendo como una especie de animal salvaje, mirándote con ojos de caníbal o lanzando partículas de saliva a todas partes mientras grita cuál es el nivel de ineficacia de Timberg.

Ella estaciona frente a la casa de la señora Murphy y el motor se silencia lentamente. Sus manos siguen en el volante para el momento es que ladea la cabeza en mi dirección y me observa con un destello de diversión en sus ojos, uno que se va apagando con el paso de los segundos y da lugar a otro que está cargado de un sentimiento mucho más complejo.

Nos observamos mutuamente y no es necesario hablar para expresar lo que estamos evaluando o sintiendo. Tengo la certeza de que ambos estamos apreciando al otro, pensando cuánto serán capaces de extrañarse dos personas que se conocen hace relativamente poco e intentando identificar con exactitud qué es lo que sentimos respecto al que tenemos al lado. Rememoramos internamente viejas conversaciones y acciones del pasado que fueron las causantes de que ahora estemos aquí, encerrados dentro de un Jeep y con la nostalgia arraigada al pecho a pesar de que aún seguimos juntos.

—Si te quitas el cinturón de seguridad puede que podamos besarnos, genio —murmura en cuanto me ve inclinándome hacia ella con tal intención.

Me río con profundidad y cierta vergüenza mientras me deshago de la cinta que atraviesa mi pecho antes de girarme y, sin perder segundo alguno, capturar sus labios en un beso. Mis manos se deslizan entre la suavidad de las hebras de su alborotado cabello a medida que me regocijo con el sabor de su boca y la forma en que parece encajar como una pieza de rompecabezas con la mía. El corazón se me acelera y golpea con ferocidad contra mis costillas mientras una de sus pequeñas y frías manos se posa en mi mejilla con un toque tan escalofriante como encantador. Se desliza de mi rostro por mi cuello y termina posándose sobre el frenético órgano que bombea sangre dentro de mi pecho.

Ella me corresponde el beso con fuerza, anhelo y algo más. Mi cordura parece pender de un hilo para el momento en que su mano se presiona contra mi corazón y sus labios hacen exactamente lo mismo contra los míos. La acción es estremecedora en todo sentido, una que deshace los pensamientos y aquellos nudos de impotencia, nostalgia e ira que se habían formado en la boca de mi estómago por la idea de que pronto no estaré aquí para sentir lo que alguien como

Kansas tiene la capacidad de hacerte sentir.

—Me encantaría seguir compartiendo saliva contigo —asegura apartándose unas pocas pulgadas, los suficientes como para que su frente siga pegada a la mía—. Pero desafortunadamente tenemos que entrar antes de que una impaciente y furiosa Zoe Murphy le robe el teléfono a su mamá y comience a enviarme emoticones enojados por mensaje de texto —señala antes de encogerse de hombros y separarse con la intención de abrir la puerta del vehículo—. Y no sería la primera vez.

Reprime una sonrisa como usualmente lo hace y me pregunto a qué se debe. ¿Por qué esconder una expresión facial tan extraordinaria como esa?

Trazamos nuestro camino hasta el porche de la típica casa de estilo victoriano en silencio, subimos los escalones de la entrada y Kansas se prepara para tocar. Alcanzo su muñeca antes de que pueda hacerlo y su mirada intrigada se conecta con la mía a través de las masas de aire.

—Podríamos esperar a que lleguen los emoticones enojados —le recuerdo con cierta picardía. Estoy seguro de que sabríamos cómo entretenernos.

—Lamento haberte corrompido, Beasley —confiesa con un arrepentimiento que roza la falacia.

Admiro la forma en que brillan sus ojos con cierta gracia para el momento en que la puerta frente a nosotros se abre bruscamente y vislumbro una mano antes de sentir la forma en que algunos dedos se envuelven alrededor de mi brazo y tiran de mí hacia el interior de la casa.

—Llegas tarde a tu propia despedida, Tigre. —La voz de Ben, para mi total desconcierto y sorpresa, inunda mis oídos mientras me introduce en el corredor principal—. Pero oí lo que dijo Sunshine, así que ambos son culpables: ella por retenerte con sus encantos y tú por no resistirlos. —Lo observo perplejo mientras deja caer uno de sus brazos alrededor de mis hombros y me guía a través del pasillo—. De todas formas no te culpo, tiene unos labios muy boni... —antes de que pueda terminar la oración Kansas lo golpea en la nuca y nos adentramos a la sala principal.

La imagen me deja sin habla.

Una multitud de personas está arremolinándose alrededor de un televisor por el que transmiten una película de Disney titulada Entrenando a Papá. El equipo entero de los Jaguars se sienta sobre el piso y ríe con el film. Jamie, Harriet, Sierra y Claire están cerca de una improvisada mesa de aperitivos con los cuales la pelirroja se llena la boca. Bill, Anneley, la señora Hyland y Anne se sientan en los sofás tomando lo que parece ser café. A sus pies, Zoe y Adam permanecen lado a lado con los ojos clavados en la película. El niño está criticando la escena y la niña lo intenta hacer callar metiéndole un trozo de su galleta en la boca, la cual deduzco que hizo la vecina de los Shepard.

—¿En serio? —inquiere Kansas con incredulidad, y lo dice suficientemente alto como para que todos lo oigan—. ¡Arriba todo el mundo, se supone que tenían que estar atentos! ¿Nunca estuvieron en una despedida? —interroga frunciendo el ceño. Cada persona se pone de pie rápidamente y el silencio junto con la vergüenza cae sobre todos.

—Fui a una despedida de soltera el año pasado. —La voz de Hyland llega desde el segundo piso y lo vemos deslizarse sobre la barandilla de la escalera hasta caer frente a nosotros—. Lo primero que hicieron cuando llegó la prometida fue enterrar su rostro en un pastel adornado con genitales de fondant, luego llegaron los strippers y la cosa se puso seria —recuerda—. Dudo que Marcos quiera poner billetes en la ropa interior de hombres semidesnudos o, en su defecto, de Bill.

—No me refería a ese tipo de evento, ¿y por qué diablos estabas en una despedida de soltera, Gabe? —replica ella mientras el coach abre los ojos de par en par ante el comentario de Gabriel—. Bueno, Malcom... —añade girándose sobre sus pies y meneando la cabeza para hacer desaparecer los pensamientos del nieto de la vecina rodeado de bailarines exóticos—. Las cosas no tenían que salir así, pero tú sabes que en Betland nada sale de la forma en que lo planeas. —Se encoge de hombros refiriéndose a la sorpresa.

—Pero te lo compensaremos —asegura Ben palmeándome el hombro—. ¡Traigan los obsequios, equipo!

¿Obsequios?

¿Para mí?

La señora Hyland, la misma que nos ganó en los bolos, se acerca con una canasta de galletas de fibra, avena y frutos secos, hechas con harina de almendras. Asegura haberlas preparado únicamente para mí con un endulzante natural e ingredientes completamente sanos. Sus ojos brillan tras los ovalados lentes que cuelgan del puente de su nariz y arrugas se originan en su piel ante la albricia de sonreír. Tras ella el equipo entero se precipita hacia mí y recibo desde golpes en las nalgas hasta abrazos que rozan lo asfixiante. Mercury se aproxima y deja caer un balón entre mis manos, el mismo con el que ganamos el primer partido que jugué en Betland; está autografiado por cada miembro del equipo al igual que la camiseta que Joe y Timberg extienden frente a mí para que pueda apreciarla. Logan dice que apostará por el número veintisiete en la lotería pero que no debo hacerme ilusiones ya que probablemente no gane nada. Su broma es una pequeña ofensa, pero la forma en que lo dice con tanto aprecio y respeto la cambia totalmente hasta el punto de que estoy contento de escucharla. Claire me entrega un flashdrive que dice contener un montón de fotografías de los partidos, una recopilación de videos de los mismos y otras fotos que los Jaguars han sacado en el vestuario y en los entrenamientos que son bastante comprometedoras, e incluso hay algunas de la iniciación nudista de la que me obligaron a ser parte. Ella añade que está bastante traumatizada con las últimas. Hyland dice regalarme su honorable presencia y luego viene el obsequio de un pequeño humano rubio.

—¿Recuerdas cuando asesinaste a Chuck? —inquiere mientras intenta enderezarse en el sillón que se ha convertido en su cama durante las tardes; la señora Murphy la lleva todas las mañanas hasta la sala de estar así su hija puede al menos entretenerse con el televisor hasta que es hora de ir a dormir. Kansas mantiene un ojo sobre ella para que no haga mucho esfuerzo—. Bueno, yo lo reviví —añade orgullosa de sí misma y extiende un globo en mi dirección. Por suerte este no un anticonceptivo masculino. Me aproximo hacia el sofá y me acuclillo hasta que mis ojos están a la altura de los suyos—. El globo es para mí —aclara señalándose a sí misma. Obviamente no va a dejar tal objeto en mi cuidado cuando al último lo pinché con un tenedor—. Y esto es para ti —murmura entregándome un papel algo arrugado y una sonrisa carente de varios dientes.

Es un dibujo hecho con una paleta de colores escasa, sumamente desproporcionado y ordinario. El texto tiene faltas ortográficas que podrían ocasionarle un infarto a un profesor de literatura o a uno de gramática y los gráficos dejan mucho que desear.

Es horrible.

Horriblemente lindo.

Un peso parece caer sobre mi pecho al levantar la vista y encontrar el rostro ansioso y alegre de la niña. La dulzura de su personalidad se refleja en los garabatos de la hoja de papel que sostengo entre los dedos y tiene la capacidad de curvar mis labios hacia arriba.

—Que esto quede entre tú y yo, parásito —susurro inclinándome hacia ella—. Pero este es el mejor regalo que me han dado alguna vez —confieso, y de forma automática sus ojos se amplían con sorpresa y entusiasmo.

—¿De verdad? —inquiere con cierta fascinación e inocencia—. ¿Es mejor que las galletas de la abuela de Adam?

—No lo dudes ni por...

Antes de que pueda terminar la frase ella abre los brazos tanto como puede e intenta rodear mi cuello. Me acerco vacilante para que no se esfuerce y quedo estático por varios segundos, los suficientes como para vislumbrar sobre el hombro de

Zoe a Anne con ojos cristalizados y, a su lado, una Kansas que se encuentra de brazos cruzados mientras ladea su cabeza y nos contempla en silencio. Soy capaz de ver la mezcla de sentimientos en sus ojos, tal como ella es capaz de verla en los míos.

No estoy acostumbrado al contacto físico con los adultos y mucho menos con los niños, así que al principio me encuentro incómodo mientras rodeo la pequeña circunferencia que representa la niña con mis brazos. Tal incomodidad desaparece al cabo de varios segundos en los cuales me permito aspirar el singular aroma de su cabello y disfrutar de la calidez que emana de su diminuto cuerpo.

Si la vida fuera justa yo tendría que haberla abrazado por primera vez hace siete años atrás, pero desafortunadamente no lo es, así que la envuelvo entre mis brazos esperando que esta no sea la última.

KANSAS

No tengo las palabras exactas para describir la noche. Cenamos pasta y vimos la película preferida de Zoe; charlamos, reímos, hicimos el juego de los sinónimos en el que Timberg perdió y tuvo que lavar los platos. Incluso rompió uno sin querer. Bill prácticamente le saltó a la yugular tras eso, como era de esperarse. Durante varias horas se narraron anécdotas, nació el debate sobre la exportación de petróleo —no pregunten cómo ni por qué—, y gritos llenaron el aire mientras se hacían competencias de lo más estúpidas. Fue un caos que resultó ser inmejorable, y esto no lo digo yo, sino la expresión en el rostro de Beasley.

Él disfrutó cada segundo, incluso cuando llegó la hora de decir adiós. Esta era la última vez que estaría con los Jaguars y, aunque no pasó demasiado tiempo en Betland, el equipo entero sintió el pesar de su partida. Contemplar a los imponentes jugadores abrazar a Malcom me contrajo el corazón, más que nada porque el número veintisiete les devolvía el abrazo con una fuerza, aprecio y sensibilidad que podría despojar de oxígeno a tus pulmones. Jamás lo vi con la guardia baja hasta ese momento, ese en el cual envolvió sus brazos alrededor de los hombros de sus compañeros.

Tras una despedida con cada persona que se hallaba en la casa, esta queda prácticamente vacía. Todos se han ido, incluso Bill que sabía que su hija pasaría la noche aquí. Supongo que no abrió la boca porque no puede reprocharme por querer pasar un par de horas con su jugador estrella y, de todos modos, creo que se marchó sin decir comentario alguno ya que sabe que mientras estemos bajo el mismo techo que Zoe nada indecente podría ocurrir. Él fue el único que no se despidió dado que vendrá mañana por la mañana antes de que Malcom y Mark partan hacia al aeropuerto.

—¿Me puedo quedar despierta un rato más? —suplica Zoe observando a su madre, que se encuentra de pie frente a las escaleras. Entonces se abraza a sus piernas y ruega como la insistente niña que es. Anne está por negar con la cabeza en cuanto ve a Malcom asentir con un gesto despreocupado.

—Yo la cargaré hasta la cama —asegura sabiendo de antemano que Zoe se quedará dormida en el sofá donde estamos sentados.

—De acuerdo, pero lávate los dien... De todas formas sé que no lo harás —le dice a la pequeña antes de acariciar su cabello y reprimir una risa—. Mañana te prepararé el desayuno antes de que te vayas, Malcom —informa regalándole una pequeña sonrisa al muchacho—. Buenas noches, chicos —añade antes de comenzar a subir los escalones y desaparecer al cabo de los segundos, no sin antes indicar dónde hay mantas y almohadas adicionales.

—Esto sería una pijamada si estuvieran usando pijamas —reflexiona Zoe antes de llegar al sillón y extender los brazos para que la ayude a subir. Ella se instala en medio de nosotros y deja caer su cabeza contra mi hombro y uno de sus pies sobre el muslo de Malcom—. ¿Quieres que te preste uno? —inquiere con emoción mientras contempla al inglés.

—No creo que pueda caber en uno de tus pijamas —apunta él—. Y, de todas formas, no me gustan los estampados pueriles de animales o seres mágicos, mucho menos si son de color magenta, maiot, flamenco, crepe y de esa clase —detalla.

—¿Flamenco? ¿Ese no es un animal? —interroga una pensativa Zoe—. ¡Yo creo que vi uno la vez en que mi mamá me llevó al zoológico, y estoy segura de que no era un color! Los colores no caminan.

—Solamente existen seis especies de Fenicopteriformes, la inusual coloración de sus plumas se debe a su alimentación: comen crustáceos, algas, camarones y un par de cosas más. —Me froto el puente de la nariz y cierro los ojos en cuanto comienza a hablar. ¿No puede mantener su conocimiento al margen de una conversación? —. Cuando nacen en realidad no son rosados, sino marrones, blancos o incluso grises. Su plumaje cambia cuando alcanzan la madurez —prosigue observando a la niña que rasca su cabeza tal vez por desconcierto o por piojos. —Se denomina color flamenco al rosa que adquieren las plumas tras los primeros tres años a partir del nacimiento.

—¿Entonces si el flamenco come algo rosado quedará rosado? —inquiere Zoe. Malcom niega con la cabeza y está a punto de dar otra explicación antes de que ella vuelva a hablar—. ¿Y si yo como cosas rosas seré rosa? ¿Y si como lechuga seré verde? ¿Y si como chocolate seré como Joe? —chilla con un brillo de emoción en sus ojos.

Beasley me contempla con una súplica en su mirada. Definitivamente no sabe cómo hacerle entender que ella no se tornará del color de lo que coma.

—Tú trajiste a colación los flamencos —digo encogiéndome de hombros, divertida ante la exasperación que se desata en sus ojos—. Arréglalo.

Lo que sigue es un tiempo desmedido, uno en el que el inglés intenta hacerle entender a Zoe cómo funciona la coloración del plumaje del ave y ella malinterpreta cada palabra. Beasley debe volver a empezar una y otra vez.

Una de mis manos se pierde entre las hebras de la niña mientras le acaricio el cabello y me río ocasionalmente de las tonterías que salen de su boca. Ella parlotea sobre flamencos espaciales, comida multicolor y cosas que carecen de sentido. Malcom la escucha con una expresión de horror plasmada en su rostro mientras habla de magia y un montón de otros términos que la lógica y el conocimiento de él se niegan a reconocer.

Me encuentro comparando el color de sus ojos, cabello y piel. Analizo las curvas de sus narices y escudriño la forma en la que reaccionan; ¿cómo fue que no se me cruzó antes por la cabeza que ellos podrían ser hermanos cuando son físicamente tan iguales? De todas formas, no es como si pudiera deducirlo dado que yo creía que Zoe había nacido en Estados Unidos y que Anne era su verdadera madre, y obviamente no tenía ni la menor idea de que Malcom tenía una hermana.

Es ahora donde me percato de la cantidad de pistas que hubo a lo largo de su estadía, la cantidad de preguntas que me hizo indirecta y directamente sobre ella y la forma en que intentó mantener cierta distancia de Zoe cuando se mantuvo reacio a ella los primeros días. «¿Por qué la cuidas?», preguntó él en una oportunidad el segundo día que nos conocimos, asumiendo que no se trataba de dinero. Si tan solo hubiera sabido que había mucho más que simple curiosidad tras sus palabras...

Al cabo de lo que parece una hora la voz de la niña se va apagando y llega un punto en que el número veintisiete sigue discutiendo y argumentándole a la pared. Toco su brazo y hago un ademán hacia el pequeño ser humano dormido entre nosotros. Sus labios se cierran y sus ojos oceánicos contemplan con paz a Zoe, la tenue luz de la lámpara de la sala le da a su mirada un brillo suave y nostálgico. Sin decir palabra alguna él se pone de pie y pasa un brazo bajo las rodillas de la niña y otro a través de su espalda. La levanta con cuidado y la contempla acurrucarse más cerca del calor de su pecho.

—¿Guías el camino? —me pregunta en un murmuro.

Asiento y me incorporo para guiarlo escaleras arriba a través del extenso corredor de la planta alta. De vez en cuando echo una mirada sobre mi hombro para verlo seguirme con ella en brazos, para voluntariamente exponer mi corazón a la escena que sé que me partirá el alma trozo por trozo cuando él se marche y yo recuerde la forma en que solía cargar a su hermana hasta su cuarto.

¿Por qué soy tan masoquista conmigo misma a veces? Es mi pregunta existencial, una que no tiene respuesta más que el hecho de que creo que a todos nos gusta recordar cosas del pasado, pero ahí no entra el masoquismo, entra cuando recuerdas el ayer con dolor y un sentido de pérdida, cuando te comienzas a preguntar qué podrías haber hecho diferente para cambiarlo todo y de tal forma modificar el presente. Por eso admiro a aquellos que recuerdan con nostalgia y alegría, aquellos que no se atormentan con el bendito «¿qué hubiera pasado si...?». Estoy segura de que voy a atormentarme con esa pregunta cuando Beasley se suba al avión, y eso se debe a que a veces no puedo recordar sin comenzar a cuestionarme todo lo que hice y no hice, todo lo que hicieron y no hicieron los demás y todo lo que la vida arrojó y le faltó arrojar.

Abro la puerta de la habitación de Zoe y me dirijo directamente a la pequeña cama con cobijas de color rosado. ¿O son de color flamenco? Me pregunto.

Maldito Beasley.

Malcom la deposita sobre el colchón con cuidado antes de comenzar a sacarle el zapato izquierdo, yo hago lo mismo con el derecho y luego me encargo de cubrirla con las sábanas.

—Le apestan los pies —dice por lo bajo, arrugando su nariz con desagrado y ganándose una mirada de mi parte.

Estamos a punto de salir cuando recuerdo que debo encender la luz de su mesa de noche. Malcom arquea una ceja en mi dirección preguntándose cómo es posible que una niña de su edad deba dormir con una luz encendida.

Ella antes no le temía a la oscuridad, es algo que comenzó el día del robo.

Salimos del cuarto y él se encarga de cerrar la puerta con delicadeza, es entonces cuando nos encontramos de pie uno frente al otro en el pasillo vacío y fundido en la penumbra.

Completamente solos.

Por última vez.

Siento un nudo formarse en mi garganta mientras nos contemplamos a tan corta distancia. Siento su pesar y ansiedad como si fueran míos, y tal vez sea porque ambos nos encontramos en una posición en que sabemos que se originan sensaciones que uno no sabe si clasificar como desgarradoras o extraordinarias.

Extiende su brazo y sus dedos tocan los míos en un roce estremecedor, las manos se unen y tira de mí hacia las escaleras. Bajamos en silencio, oyendo la forma en que las tablas se hunden bajo nuestro peso hasta que llegamos a la planta baja y él se detiene un momento para recoger una de las mantas que Anne nos dijo que podíamos usar. Se deja caer en el sofá y tira de mí hasta que estoy sentada a su lado, es ahí cuando extiende y deja caer la cobija sobre nuestros cuerpos y su brazo cae sobre mis hombros. Las yemas de sus dedos rozan mi busto y me obligo a tomar una pequeña respiración antes de adherirme a su costado; mi cabeza descansa sobre su hombro y llevo mis rodillas a mi pecho mientras el silencio se extiende entre nosotros.

—Es curioso —apunta rompiendo el mutismo—. Internamente estuve esperando este momento durante todo el día, y a su vez no deseaba que llegase alguna vez. —Me limito a asentir mientras observo las sombras que nos envuelven—. Y antes de decir, hacer o no decir y no hacer completamente nada quiero pedirte algo. —Esto llama mi atención y me alejo unas pocas pulgadas como para mirarlo a los ojos.

—Dadas las circunstancias esta podría ser tu única oportunidad para pedirme un favor y que, sorprendentemente, yo lo cumpla —le recuerdo—. Así que no lo desperdicies, Beas...

Me interrumpe.

—No quiero verte.

Me quedo perpleja, con la respiración entrecortada y cada músculo del cuerpo tenso ante sus palabras. Me distancio más y busco respuestas en sus ojos, respuestas que no logro ver.

—¿A qué te refieres? —inquiero en voz baja, desconcertada.

—No quiero verte mañana, no quiero tener que despedirme —confiesa antes de que su pecho se infle tras una larga inhalación—. Yo jamás me despedí de alguien que... que quisiese realmente, alguien a quien verdaderamente pudiera extrañar. —La honestidad y vulnerabilidad que hace acto de presencia en la inestabilidad de su voz me oprime el corazón—. Sé que nos volveremos a ver, tal vez dentro de varias semanas o incluso unos meses, pero la realidad es que no quiero tener que pasar por algo como una despedida.

—Eso no es verdad —señalo analizando cada palabra—. Tú tienes miedo de cambiar de opinión.

Las comisuras de sus labios se curvan en una sonrisa que abunda en tristeza y en una diversión de lo más amarga.

—¿Soy tan malo intentando mentir? —inquiere.

—Apestas como los pies de Zoe en eso —reconozco ganándome una mirada divertida de su parte, pero cualquier rastro de picardía se desvanece en cuanto los otros sentimientos entran a la escena.

—Quiero irme a Chicago, quiero jugar para los Bears y también quiero aprovechar la oportunidad que me has dado para estudiar en una excelente universidad —enumera con una curiosa mezcla de impotencia y albricia—. Sé lo que quiero y lo que es mejor para mí, pero no puedo evitar pensar que podría sentir el más mínimo arrepentimiento si nos despedimos. —Su mano alcanza la mía y nuestros dedos se entrelazan en una unión cálida y fuerte—. Eso me bastará para comenzar a cuestionarme cualquier decisión y, a pesar de que sé que me iré de todas formas, no deseo tener que hacerlo con un nudo en la garganta, y mucho menos cuando sé que sentirás lo mismo. Quiero que lo último que veas de mí sea esto —murmura bajando su mirada a nuestras manos—. Y verte durmiendo serenamente con tus estertores es lo último que quiero ver y oír de ti hasta los próximos meses.

—¿Estertores?

—Es el nombre clínico de lo que usualmente llaman ronquidos —informa.

—Yo no... — comienzo, pero entonces me pregunto si en verdad ronco y decido dejarlo ir—. Está bien. Si no quieres una despedida no la tendrás, pero créeme que te arrepentirás —lo señalo intentando aligerar un poco el ambiente—. No podrás manosear este cuerpo por última vez.

—No digas manosear, suena demasiado vulgar —me reprocha—. En su lugar puedes decir magrear, sobar, to... —Las palabras se desvanecen en el aire mientras acorto la distancia entre nosotros y deposito un pequeño beso contra sus labios.

—Echaré de menos tus sinónimos —confieso.

Él sonríe de aquella forma que despoja a mis pulmones de oxígeno, con una peculiaridad digna de admirar.

Sus manos llegan a mis mejillas y se inclina para dejar que sus labios encuentren los míos otra vez, para permitirles moverse unos contra otros a un ritmo ya muy familiar. Mis párpados ceden ante la suavidad del beso mientras mi corazón comienza a acelerar su ritmo. Los latidos se incrementan con cada segundo que las bocas permanecen juntas y disfrutamos del sutil pero significativo contacto del otro.

Él tira de mi cuerpo y me encuentro en su regazo al instante. Una de mis manos se curva alrededor de su nuca y la otra se posa en su hombro para luego vagar hacia abajo, directo a su pecho. Sus manos, tan inquietas como siempre, no son capaces de permanecer en mis mejillas por demasiado tiempo. La primera se enreda en las hebras de mi cabello y la otra desciende por mi espalda provocando que me estremezca ante el tacto. Una descarga de electricidad parece recorrer ida y vuelta mi columna vertebral mientras su boca reclama la mía con deleite y ansiedad. Entonces él toma distancia, la suficiente como para verme a los ojos con su mirada del más profundo color azul. Hay tantos sentimientos y palabras encerradas allí que ni siquiera sé por dónde empezar; ¿se supone que debo contemplar la angustia o enfocarme en la alegría? ¿El deseo o la impotencia? ¿La admiración o la aflicción? Jamás había presenciado una mirada que dijera tanto por sí sola, que fuera un completo caos de sentimientos contradictorios.

—No hay nada que puedas decirme que ya no sepa —le aseguro—. Así que no hace falta que digas nada, Malcom.

—¿Pero eres consciente de cuánto te quiero? —insiste en preguntar.

—¿Tú lo eres? —replico.

—Claro que lo soy.

—Ahí tienes tu respuesta, idio... —el insulto queda incompleto en cuanto vuelve a presionar sus labios contra los míos.

Sin embargo, esta vez, el beso está cargado de intensidad. La pasión es indescriptible, esa vehemencia que logra fusionarse con cierta dulzura resulta ser lo suficientemente poderosa como estremecer cada pulgada de mi cuerpo.

Nos separamos y su mano retoma el camino a mi mejilla, lista para acariciar la piel y transmitir su característica calidez. Nos observamos por demasiado tiempo, tanto como para que nuestros corazones vuelvan a latir como usualmente lo hacen; puedo sentir el suyo bajo mi palma, golpeando rítmicamente. Es entonces cuando me acomodo contra su pecho y puedo oírlo, escucho ese idílico sonido que fácilmente se convierte en mi canción favorita.

Nos quedamos ahí, sintiendo al otro y deseando que el reloj que simboliza al tiempo se atrase o congele por unas horas más. E, inevitablemente, mis ojos se cierran a pesar de que lucho contra el cansancio. Caigo en un sueño profundo sabiendo que cuando despierte Malcom Beasley ya no estará.

—Adiós, mujer imprudente y desinteresada por la seguridad de los niños. —Lo oigo murmurar en mi oído con cierta gracia.

El recuerdo de ese momento lo es todo, y a partir de ahora es lo único que me queda.

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