015 | Apertura

KANSAS

—¿Gabe Hyland regresó? —interroga Jamie con la boca llena, y Harriet le lanza una servilleta—. El diablo volvió al infierno, muchachas —añade llevándose un dedo con restos de chocolate a los labios.

—Abrir, cerrar, masticar, tragar y hablar. Eso es lo que deberías hacer. —Harriet ordena los pasos a seguir para comer una dona—. No abrir y mantener abierto para que veamos el proceso de trituración que se lleva a cabo en tu boca —reprocha revolviendo su café.

Blair's Place tiene algo que nadie más posee en la ciudad: las donas favoritas de la pelirroja. Y cuando hablamos de esta clase de comida, Jamie parece convertirse en una insaciable bestia come donas.

Mi plan de sábado por la mañana era quedarme en la cama, pero en cuanto Harriet llamó para decirme que Jamie no estuvo muy bien la noche del viernes, decidí sacrificar mi holgazanería mañanera por un bien mayor. Ella podía aparentar que llevaba bien la ruptura con Derek, pero ambas sabíamos que todavía le duele.

—No importa cuántas veces se lo repitas —ratifico llevándome la taza de café con leche a los labios—. Jamie Lynn no está hecha para seguir reglas de etiqueta.

—Y tú no estás hecha para seleccionar potenciales maridos, Kansas —replica la rubia dejando la cuchara a un lado—. Logan es un imbécil con todas las letras, ¿Y Gabe? Ese chico era un desastre a los catorce. No quiero imaginar lo que es ahora. —Sus ojos celestes encuentran los míos mientras el líquido se desliza por mi garganta—. No puedo creer que accediste a salir con él.

—No es una cita, por enésima vez. ¿Y qué esperabas que hiciera? El chico terminó lavando los platos por culpa de mi padre, y no es el mejor plan para un viernes por la noche.

No recuerdo haber sentido tanta vergüenza desde el día en que me llegó mi período y tuve que recurrir a Bill porque mi madre estaba trabajando. El diálogo se repite en mi cabeza.

—Toma una de esas toallas sanitarias de tu madre, Kansas.

—¿Qué se supone que haga ahora? —pregunté desde el otro lado de la puerta, a los once.

—Te la pones.

—¿Y cómo se supone que haga eso? —repliqué deshaciéndome de la envoltura—. ¿Por qué tiene una parte adhesiva?

—¿Tiene pegamento?

—Papá, ¿qué hago?

—¡No lo sé, nunca usé una!

—¿Para qué lado van las alas?

—¿Tiene alas? —inquirió sorprendido.

—¡Bill!

—Lo siento, pero no sé con qué clase de artefacto estoy tratando.

Sacudo mi cabeza para olvidarlo.

Tras lavar los platos, acompañé a Gabe hasta la casa de Mary, y luego de disculparme por el comportamiento de mi padre, él me dijo que había una forma de recompensárselo. Tras varias insinuaciones sexuales —obviamente en broma—, el castaño me pidió que lo acompañara al juego de esta tarde y que pagara todos los aperitivos que se le antojaran. No soy muy fanática del fútbol, en realidad ni siquiera lo entiendo a pesar de haberme pasado horas viendo las repeticiones de los partidos de los Kansas City Chiefs. Siendo honesta, a lo único que le prestaba atención era a los jugadores.

A Travis Kelce, principalmente.

Pero en cuanto Gabe mencionó que quería estar presente cuando los Vultures de Kripland le dieran una paliza a los Jaguars, no pude resistirme. Era lo menos que podía hacer por el energúmeno comportamiento de Bill y Malcom.

—Solo espero que su cerebro se haya agrandado en contenido tanto como su ego —dice Harriet llevándose la taza a los labios.

—¿Como te ocurrió a ti? —le dice Jamie, sonriéndole divertida con chocolate entre los dientes.

—Hasta yo tengo un límite de tolerancia con tu forma de comer —me río lanzándole otra servilleta—. Límpiate y deja al ego de Harriet en paz.

—Búrlate todo lo que quieras, pero sabemos que Gabe no es una buena opción de cita. Mucho menos para llevar a un partido que tiene como protagonista a tu papá.

—No es una cita si están ustedes dos metiendo sus narices y Bill con medio centenar de jugadores observándome desde el campo.

—Medio centenar y algo más —corrige Jamie—. No te olvides del trasero europeo.

Ojalá pudiera olvidarme.

Luego de dejar a Gabe, fui directo a mi habitación. Mi padre se había comportado como un auténtico controlador al pedirle a Beasley que se sumara a su escuadrón anti-chicos, y como si no fuera lo suficientemente malo, Malcom había aceptado. De otra forma, no hubiera tratado a Hyland de forma tan distante y descortés por la tarde. Tampoco había pasado por desapercibido su comportamiento durante la cena. Tanto él como Bill y Logan se mantuvieron alejados de la cálida y humorística conversación que se había entablado en la sala. No importaba si Beasley miraba a Gabe de mala forma porque estaba convenientemente del lado de su entrenador o simplemente porque le caía mal, no dejaba de ser desapacible. Además, ¿cómo diablos te cae mal una persona si ni siquiera te das la oportunidad de conocerla? Podría ser una pregunta un tanto irónica teniendo en cuenta nuestro comienzo el martes, pero en el momento en que intenté disculparme por mi conducta, él lo arruinó todo al abrir su bocota.

Llamarme incompetente no fue una buena base para soldar una amistad.

—La fiesta en casa de Chase ya está organizada para festejar la victoria —nos recuerda Jamie encaminándose a su tercera dona.

—¿Y si pierden? —interroga Harriet.

—¿Cuándo el resultado de un partido frustró la oportunidad de los universitarios para beber hasta la estupidez? —digo yo, dándole un mordisco a mi tostada—. Nunca —aclaro.

—No creo que estén de ánimos para festejar si pierden —señala la rubia—. Si ganan, tienen la posibilidad de clasificar en cuartos de final para competir por el trofeo de la temporada —explica contemplando con desagrado a Jamie, que rasga con sus dientes el chocolate que recubre la dona—. Bill los exprimirá como naranjas si llegan a pasar, y definitivamente no tendrás ni a tu padre ni a Beasley sobre ti por esas semanas.

La idea de que se la pasen entrenando es bastante tentadora, porque en verdad disfrutaría oír las quejas de Malcom al levantarse a las cinco de la mañana para hacer sus seis millas de lunes a domingo.

Mi teléfono suena desde mi bolso y mantengo la tostada entre los dientes mientras lo busco en el pequeño caos de papeles, lápices y dinero que hay ahí dentro.

De: Señora Murphy

¿Cómo estás, Kansas? Quería avisarte que el próximo martes es la obra de teatro de Zoe, espero que puedas venir. Malkom también está invitado.

Genial, seguramente Zoe le deletreó el nombre de Beasley a su madre.

—Pensé que Ben te había dicho que le dieras esto a Bill. —Frunce el ceño Harriet antes de extender su mano y sacar el mapa que sobresale del bolso en mi regazo.

—Iba a hacerlo, pero quería asegurarme de saber qué diablos era antes de entregárselo.

—¿Y qué es? —interroga Jamie dando un sorbo a su té.

—Aún no lo sé. —Exhalo fatigada—. Lo único que pude descifrar de ese supuesto ritual es que es mañana, y el punto de encuentro es en una cascada de la reserva.

—¿Qué creen que harán? Porque dudo que un ritual de iniciación se base en salir a dar un paseo por la montaña, silbar y comer sándwiches de queso. Bill Shepard no parece el tipo de hombre que hace picnics.

—Tal vez deberíamos averiguarlo —las palabras de Jamie hacen que Harriet y yo intercambiemos miradas.

En cuanto la pelirroja sonríe, tengo la certeza de que mis planes de domingo se han ido por el desagüe.

MALCOM

—¡Timberg, pedazo de cochino! —exclama el entrenador al entrar al vestuario del gimnasio—. ¡Cúbrete el trasero, por el amor de Dios! —le ordena tapándose los ojos con su libreta.

Chase automáticamente toma una toalla para cubrirse mientras sus mejillas se tornan rojas. Tengo la teoría de que el trato de Bill con el número dieciséis es muy personal, porque de todos los muchachos que andan desnudos por el vestuario, es al único a quién lo regaña por pasearse como su madre lo trajo al mundo.

—¡Mi trabajo debería ser gratificante! —espeta caminando por el estrecho pasillo que hay entre las bancas y los casilleros—. ¡Y no hay nada de gratificante en ver tus nalgas, Timberg!

El entrenador comienza a lanzar las camisetas que se encuentran en un descomunal cesto de ropa mientras yo termino de acomodar y ajustar mis hombreras. Los jugadores las atrapan en el aire mientras se cambian. Si no estuviéramos a punto de enfrentarnos a los Vultures de Kripland, hubiera trotado hasta la casa de los Shepard en busca de una plancha.

La mañana del sábado ha sido buena. Bill me levantó a las siete para salir a correr, y en cuanto bajé con mis zapatillas deportivas puestas, encontré una montaña de panqueques integrales y vasos de leche descremada listos para su ingesta. Me fijé la fecha de caducidad esta vez, solo por las dudas.

Al regresar, el Jeep de Kansas no estaba y, luego de ordenarme que comiera una ración de fruta, Bill se duchó y se esfumó en cuestión de minutos. Ni siquiera dijo a dónde iba, solo dejó un intenso rastro de desodorante tras su partida. Con la casa para mí solo, decidí relajarme con algo de Mozart, la sonata 11 se oyó desde mi teléfono mientras echaba un vistazo a la caja de partituras de la señora Shepard.

Hurgar no es algo propio de mí, pero no logré resistirme. Eran melodías magníficas, de artistas que fueron trascendentales en el tiempo. Jamás comprendí cómo existiendo canciones tan apasionantes y cautivantes como esas las personas perdían su tiempo escuchando algo tan repetitivo y vulgar como el reggaeton.

En fin, cuantas más partituras veía, más ganas de escuchar tocar a Kansas me daban. Aunque por su fanatismo con Pearl Jam, no podía entender cómo alguien que amaba el grunge y el rock alternativo podría llegar a tocar algo tan delicado y complejo como una pieza de Frédéric Chopin o Beethoven.

—Presten atención, muchachos —llama el entrenador con las manos en sus caderas—. Los Vultures nos derrotaron el año pasado y es hora de cobrar la revancha —dice con el desafío y la anticipación en sus ojos—. Nuestro pase a cuartos de final está en juego, así que van a salir y les patearán el maldito trasero a esos Kriplandeses, ¡¿entendido?! —exclama antes de lanzar la camiseta del número siete a Mercury.

Termino de ajustar mis hombreras justo a tiempo para que Bill me lance un casco.

—Entonces, Jaguars, ¡¿listos para acabar con ellos?!

—¡Sí, señor! —gritamos.

—¡¿Listos para hacer que vuelvan llorando a Kripland?!

—¡Sí, señor!

—¡¿Listos para salir a dar batalla?!

—¡No, señor! —exclama Chase desesperado mientras presiona la parte delantera de sus pantalones—. ¡Antes pido permiso para ir al sanitario, señor!

El equipo entero se gira para ver a un nervioso y sonriente número dieciséis, cuya sonrisa se le borra de los labios en cuanto se percata de que ya es hora de salir y de que su cuerpo es de lo más inoportuno como para decirle que debe sacar las impurezas de su ser justo en este momento. Las venas en la frente y garganta del entrenador parecen estar al borde del colapso y, si no salimos pronto de los vestidores, estoy seguro de que esto se convertirá en un baño de sangre.

Las camisetas ya están lo suficientemente arrugadas como para que también estén sucias.

—¡Permiso denegado, ya no hay tiempo! Los quiero calentando en el campo. ¡Todos fuera, ahora! —grita Shepard—. ¡Especialmente tú, Timberg! ¡Y ni se te ocurra cagarte en medio del partido! —le ladra cuando pasa por su lado.

Los gritos cargados de entusiasmo surcan el aire mientras el equipo sale trotando del vestuario entre alaridos de guerra y empujones.

—Malcom —llama el entrenador, y si hay motivo por el cual aún no estoy en el campo es porque no tengo camiseta—. Muéstrame lo que puedes hacer, muchacho —masculla entregándome la prenda y palmeándome el hombro.

Bill me observa a los ojos por unos pocos segundos, los suficientes para que llegue a describir su mirada como una mezcla pasión y ferocidad.

—Cuando escuché hablar de ti, instantáneamente te quise en mi equipo —confiesa con la voz cargada de serenidad, lo cual parece imposible viniendo de Bill Shepard—. Demuéstrame que no me equivoqué contigo, Beasley —añade antes de colgarse su silbato alrededor del cuello.

Se marcha y quedo a solas en el silencio del vestuario. Paso mis dedos por mi apellido escrito en letras blancas e intento tragar el nudo que se ha formado en mi garganta.

Atravesé el Atlántico para esto, dejé toda mi mísera vida en Londres para reconstruirla en Estados Unidos, para empezar de cero, para olvidarme de todo y de todos en Merton, para tener la certeza de que lo que habían dejado mis padres aquí, se encontraba en buen estado. Todo lo que alguna vez deseé fue alejarme de esa ciudad, de ese pequeño y precario departamento en el que tantos años viví. En el segundo en que descubrí el fútbol, también descubrí que existía la posibilidad de marcharme, y ahora, con esta camiseta entre mis manos, sé que tomé la decisión correcta.

Observo el número que resalta sobre el fondo rojo, el que, si en verdad creyera en la suerte, sería mi número de la fortuna: el veintisiete.

Que el juego comience. 

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