Kafir

I know, I know
You can bring the fire I can bring the bones
I know, I know
You'll make the fire, my bones will make it grow

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No sabía su nombre, lo único que conocía era el frío de una sentencia vana y una palabra por la que lo llamaban. Le decían que era su destino el continuar el camino de aquel hombre irascible, mortal y tenebroso que los gobernaba. Le contaban que él no había nacido, que una máquina fue su madre, que los genes fueron perfeccionados hasta el punto en el que el más mínimo error significaría el nacimiento de una abominación.

Sus memorias eran vagas, simples torturas en las que no podía sentir dolor, pues a no ser que la espada atravesara su piel entonces no sentiría nada. ¿Cuál era el nombre de su condición? No lo sabía. Y durante los primeros años de su maldita vida no supo que estaba vivo, y la única prueba de que estaba equivocado era el dolor de las brasas ardientes o del filo de la espada en su piel.

Pero también le quitaron eso.

Ahora no sabía nada.

¿Como se sentía sentir?

Él había escuchado acerca de las emociones. Había aprendido a fingirlas e imitarlas:

Ira.

Miedo.

Tristeza.

Dolor.

Felicidad.

Simples conceptos, ninguna prueba de su existencia.

Solía practicarlos frente al espejo, pensando que quizás así lograría sentir algo además del típico vacío que lo llenaba. Pero todos los intentos eran vanos, simples imitaciones que su máscara lograba. Como una obra de Shakespeare en la que el telón nunca caía. Hasta que llegó al punto en el que dejó de intentar "sentir"; abandonó cualquier esperanza y dejó que su máscara inexpresiva fuera su mayor aliada.

A los seis años de edad le dieron un nombre, aunque para ser honestos ya lo llamaban de tantas formas que ni él mismo sabía cuál era la indicada.

¿Hafid?

¿Ibn Al Xu'ffasch?

¿Amir?

¿Damian?

Quizás ninguna era la correcta, quizás lo eran todas.

No lo sabía.

Y honestamente ya no le importaba.

Ya nada le importaba.

No recuerda cuándo fue la primera vez que tomó un lápiz en sus manos de asesino. Quizás cuando observó a esa mujer que se autoproclamaba su madre dibujar con un talento maldito el letal atardecer del desierto. Captó su esencia, y fue la única vez que presenció a su progenitora hacer lo que a él le liberaba.

La única vez que fue capaz de descubrir de dónde provenía el talento maldito por Dios.

Desde que tomó un pincel en sus manos, fue capaz de ver.

Por primera vez en su vida.

En su vaga existencia.

El arte se convirtió de alguna forma en su escape. En otro modo de saber que estaba vivo sin la necesidad de cortar su estampa con la daga que poseía desde siempre. En aquello que alimentó su curiosidad, su necesidad por libertad que se había mantenido oculta hasta ese ínfimo instante en el que rozó un lienzo con la punta de un carboncillo por primera vez.

Y ante aquel inocente anhelo de saber qué se ocultaba más allá de ese lugar, de esa línea de vida sin vida, las sombras se hicieron cargo de su arte.

Lo quemaron todo, obligándolo a observar mientras lo único que lo había mantenido vivo hasta ese momento era destrozado sin piedad alguna. Y junto a los hermosos lienzos e incontables hojas de papel también fueron enviadas al infierno esas semi-transparentes vetas de esperanza. Las sombras habían cumplido su objetivo, le habían entregado la primera y última advertencia.

Deja de crear y tener esperanzas de algo mejor, o tus ideas morirán de igual forma: en la hoguera.

No repitas el pecado de soñar, porque el siguiente fuego será el último.

En sus ojos fue reflejada la verdad. Él jamás podría sentir algo, estar completo. Porque siempre, de alguna forma u otra, las sombras se encargarían de destruir lo que logre a duras penas amar. Y cuando no lo hicieran las sombras entonces el verdugo de su alma sería él mismo.

Y ante la concepción de ese pensamiento sus esmeraldas, que hasta ese momento habían brillado con el flujo de esperanza, se vieron infectadas por el mismo rojo con el que el fuego brillaba con intensidad.

Su voluntad hacía que el color de sus orbes cambiaran y, en ese momento, Hafid decidió que si su arte no era permitido, entonces las sombras no escaparían de la furia del heredero de los verdes infiernos.

Él lo recuerda.

Fue justo después de ese momento que comenzaron los entrenamientos sin piedad, las matanzas descontroladas y las cicatrices a marcar camino sobre su estampa manchada de sangre. También recuerda las cirugías, obsesiones de su madre en la búsqueda de lograr el soldado perfecto. El perfecto hijo.

Recuerda los ataques en medio de la noche, los felinos entrenados a base de sangre y paciencia y aquella vez que conoció el infierno a costa de una espada y la cabeza del demonio.

Recuerda no sentir nada, y como una figura alada lo trajo de vuelta del inframundo.

Recuerda las cuerdas de un violín rasgar su carne.

Recuerda las torturas.

Recuerda la sangre.

Pero también recuerda otras cosas.

Otros leves e ínfimos  momentos.

Cuando su madre y él luchaban a muerte cada 13 de Agosto, siendo esa la única razón por la que tenía una idea de cuál era su edad.

Él no contaba los años, mucho menos los meses.

Contaba los enfrentamientos.

Talia y él luchaban sin piedad ni control.

Ella buscando forjar el mejor guerrero.

Él intentando descubrir el nombre de su Alejandro Magno.

Pero...

¿Era realmente el nombre de su padre lo que le interesaba?

¿O era acaso su madre la razón de que Hafid permitiera su derrota?

Y es que para él la simbología del murciélago era más que suficiente, el tener a su supuesto padre como aquel rey inalcanzable. Porque él sabía que en el momento en el que supiera su nombre, en que lo conociera cara a cara, todo caería y su padre se convertiría en nada más que un simple mortal.

Y él no lo deseaba.

Él prefería mil veces que su progenitor nunca dejara de ser Alejandro Magno para convertirse en un ser humano con defectos y debilidades como cualquier otro.

Pero no es por eso por lo que luchaba.

Sino por su madre.

Porque desde que tenía memoria estos fueron los únicos momentos en los que ambos pudieron compartir un poco. Porque era esa la única forma en la que podían demostrar su afecto y ser simplemente madre e hijo. Porque él no quería dejar de hacer esto con su madre. Porque ello conllevaría a que estos pequeños sino inexistentes momentos se desvanecieran en simples y vanas memorias.

Y él no lo deseaba.

En absoluto.

Los entrenamientos nunca cesaron.

Mucho menos la sangre.

Y a cada nueva herida iba perdiendo un pedazo de su sensibilidad, de su alma.

Y a cada nueva cicatriz le costaba más recuperarla.

Su consciencia se drenaba poco a poco.

Y él sabía que ya casi nada quedaba de lo poco que él solía ser.

Hafid quería decir que le dolía.

Que sentía su alma despedazarse.

Pero estaría mintiendo.

La máscara comenzaba a convertirse en una parte de él.

Hafid comenzaba a abstraerse en su mundo.

A pensar en cuál sería su destino si alguna vez la máscara se fusionara por completo con lo poco que quedaba de él.

A rememorar los momentos en los que su cuerpo era una masa inerte.

Cuando la sangre se convirtió en su mar.

Cuando los parajes del infierno sustituyeron a los horizontes del desierto.

Pensaba que quizás en el inframundo lograría saberse completo.

O al menos más como él mismo.

Los entrenamientos se convirtieron en nada más que sangre. Gritos sórdidos de guerra y carne desgarrada. Quizás en un intento desesperado de que en alguna de esas veladas una espada se llevara su vida, y junto a ella, su sufrimiento. Él deseaba que fuese su madre la causante, en un 13 de agosto.

Hafid añoraba que su vida acabara el mismo día y con la misma persona que comenzó.

Pero al igual que con su arte, los pensamientos de una muerte honrada también fueron destrozados por las sombras de sus ojos que cambiaban de dolor. Comenzó a pasar tiempo en las catacumbas, reconciliandose con los espectros a los que había abandonado en el olvido. Solía caminar por ahí cuando su edad era más tierna, imaginando entre polvorientos pasillos la luz de un futuro mejor, más limpio.

Se imaginaba volando, como un ave. Repartiendo justicia y sin sangre en sus manitas sin cicatrices. Quizás en ese sueño él tendría amigos, hermanos y familia que le quisiesen, que lo llamaran "enano" y que disfrazaran entre bromas el cariño. A lo mejor encontraría en alguien eso que su madre encontró en su padre, eso que, según lo que había leído, hacía que todo pareciese más brillante.

Pero todos eran sueños.

Nada más que trémulos y malditos  sueños.

Ilusiones que ayudaron en su momento al urge de libertad.

Ahora maldecía sin piedad el momento en el que vio a ese petirrojo que impulsó sus fantasías.

Ese mismo impulso que lo dirigió de vuelta a los pasadizos debajo de la fortaleza en una búsqueda de quizás resucitar un pedazo de su alma. Y en uno de sus escapes a los recuerdos de un vívido sueño encontró algo que le dio a su alma otra razón para regresar allí.

Desde que tenía memoria se supo el único menor de edad en Nanda Parbat.

Es por eso que el ver a una niña, de más o menos su misma edad, le causó otro cambio de iris. Ella estaba allí, acostada en el suelo pútrido y cubierta de sangre. Las alas llenaron su rango de visión, y él recordó con sus alas a aquellas aves negras que le recordaban su tortura y prisión en ese lugar al mismo tiempo que la libertad inalcanzable.

No pudo ver su rostro, pero con su simple perfil fue capaz de determinar una cosa...

Demonio.

Testigo del trato de Ra's al Ghul con el señor del inframundo.

Pero a Hafid no le importó.

El calor que se expandió desde ese espacio vacío en su pecho al resto de su cuerpo fue suficiente razón para que no le importara.

Ella despertó.

Y cuando abrió sus ojos él fue capaz de admirar en gemas de amatista su reflejo.

Pero esta vez fue diferente.

Porque siempre que se miraba al espejo lo único que podía observar era un intento de niño roto, con sangre en las manos y el alma despedazada.

Pero ahora, al verse reflejado en dos piscinas de amatista, se supo vivo sin necesidad de espada o carboncillo.

Ella volvió a cerrar los orbes escondidos entre oscuras hebras, y él se fundió con las sombras pintadas de negro al ver a uno de los asesinos tomar a la joven de los brazos fuertemente. Ella luchó, le concedería eso, pero en desesperación, cansancio y falta de entrenamiento los resultados nunca podrían haber sido buenos.

Hafid la vio desaparecer al final del pasillo, y junto a aquella a la que nombró en sus pensamientos por el color de sus ojos él también decidió irse.

De vuelta a su dolor.

Con una sensación agridulce en su seca garganta.

Una que no podía desaparecer simplemente porque no deseaba que lo hiciera.

El tiempo pasó y de alguna forma u otra él se encontraba orbitando alrededor del ángel negro.

A Hafid le gustaba verla, imaginar las razones por las que un ángel como ella había caído en un infierno como aquel. ¿Sería por su herencia? Quizás, pero nadie merecía perecer allí simplemente por su sangre... Y ya no sabía si ese pensamiento era irónico o hipócrita...

Intentó buscar información sobre aquella alada figura, pero mientras más buscaba más lejos parecía estar de una respuesta lógica. Ella era como un fantasma, un espectro que lo atormentaba como un recordatorio de lo que nunca lograría obtener...

¿Libertad?

¿Alas?

¿Belleza?

O quizás...

¿Amor...?

En algún momento los entrenamientos se alargaron y los horarios cambiaron. Él ya no podía verla y comprobó que, en efecto, uno no sabe lo que tiene hasta que lo pierde.

Él no era dependiente a ella, aún no sabía lo que eran las emociones y por ende no sentía ningún tipo de atadura al ángel, mucho menos afecto. Pero sería muy hipócrita de su parte el negar que la simple mención de su "nombre" le traía una especie de luz a la sombra de su vida. Como una veta transparente de esperanza.

El tiempo pasó y la fecha llegó una vez más.

El enfrentamiento fue duro, más que de costumbre. Talia no dudó, luchó a sangre y espada con más rigor que en años anteriores, empujándolo a su límite.

Choque de metales, pelea de miradas, esmeralda contra esmeralda.

Parecía querer esto, querer terminar con este calvario de una vez por todas. Pero su promesa le detuvo...

No.

No ganaría.

No esta vez.

Él lo sabía, sabía que en algún lugar dentro de esa cáscara se ocultaba la misma mujer que le cantaba para dormir cuando no tenía más de 5 meses de nacido. Que le acunaba en sus brazos al año. Que bailaba con él un tango a los 2 años. Que lo llamaba "querubín" y su "amir" antes de los 3.

Su mamá estaba allí, él sólo debía recordárselo. Recordarle que esos momentos de ternura indefinida existieron, que simplemente estaban ocultos en su memoria durante todo este tiempo. Que esa era la razón de su resistencia a vencerla. Que deseaba hacerla recordar.

Pero ella no atraía las memorias, no sabía que esos momentos de madre e hijo habían sido reales.

Talia aprovechó un momento de debilidad y le atravesó con la espada el hombro. Rompiendo con ello su piel, sus músculos y su alma. Y cuando Hafid estaba en el suelo, aún sin sentir dolor, ella se acercó.

No intentes que recuerde lo que nunca he olvidado. No trates de devolver a mi lo que nunca volverá. Lucha, y así encontrarás una salida de este infierno, Amir. Ya el pasado está perdido, y jamás volverá... Feliz cumpleaños, Damian... Tú pierdes.

Y luego ella se fue, abandonándolo.

Solo.

Pero por más que lo intentaba.

Ante las filosas palabras.

Él no sintió nada.

Giró la vista hacia el lugar donde alumbraba el faro de gemas a la distancia. Y la vio allí. Sus ojos se conectaron como la primera vez, amatista contra esmeralda. Él se fue.

Esa noche intentó sanarse.

No el cuerpo, sino el alma.

Pero por más que lo intentaba, nada la remendaba.

Hasta que escuchó la puerta abrirse y, al no haber terminado aún el día, cualquier cosa era posible.

Un ataque, un disparo, fuego.

No sería la primera vez.

Ni tampoco la última.

Es por eso que tan pronto como la puerta se abrió él atacó.

Pero cuanta sería su sorpresa.

—¿Jumishat?

Ella estaba allí, más cerca que nunca, con el aparente objetivo de sanarlo. Él no confiaba en nadie, mucho menos en el hecho de que Talia enviara a alguien para curarlo cuando siempre había sido ese un trabajo de él mismo. Pero no supo por qué razón sus defensas bajaron ante la mirada de dos gemas sobre él.

Se dejó llevar ante las piedras preciosas más hermosas que había visto en sus 8 años de vida...

Pero algo fue mal.

Volvió la vista del infierno.

Y el fuego abrasador.

Las torturas.

La sangre.

El llanto.

Pero no desde su propio cuerpo.

Sino desde las memorias negras de un ángel roto.

Ahora entendía.

Porqué estaba allí.

Porqué estaba tan rota.

Porqué se identificó con ella sin intentarlo.

Se separaron.

La electricidad lo inundó.

Y la atacó en un reflejo de su incomprensión e impotencia.

La atacó porque no entendía el fuego que le surgía por dentro.

Pero todo volvió a comenzar otra vez.

La confusión y desconfianza.

Ella lo miró otra vez.

Y el dolor de una mirada fraccionada le rompió y remendó el alma...

El dolor.

La traición.

El sufrimiento.

La pena.

Todo llegaba a él cuando ella lo miraba.

Hafid sonrió.

Porque por primera vez en su vida...

Sintió algo.

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