capítulo 5: Lo que nunca debió salir a la luz
La tierra aún estaba fresca sobre el ataúd de mi padre, Efraín, cuando los murmullos comenzaron a crecer como un enjambre venenoso a nuestras espaldas.
Decían que había mantenido una larga relación con su mucama, Betty. Que mi madre jamás se enteró… hasta ahora.
Mi madre, Martha, escuchaba cada palabra. Sus manos temblaban, pero no de tristeza.
—Maldigo a todos los que estén hablando mal de mi familia. —Su voz retumbó, quebrada y llena de furia—. ¡Y por lo que a mí respecta, todos se pueden ir al carajo!
Agarró un florero repleto de rosas rojas y lo lanzó contra el grupo que cuchicheaba. El vidrio estalló, las flores rodaron por la hierba húmeda y un silencio incómodo cayó sobre todos.
—¡Basta, madre! —corrí a sujetarla—. Te vas a meter en un problema grave.
—No soporto que nos difamen, Daniel… —sus lágrimas caían, pero su ira seguía intacta. Se hundió contra mi pecho como si buscara refugio.
—Ven conmigo. Te llevaré a casa. Necesitas tus pastillas y dormir un poco.
—Está bien… —murmuró, con un leve orgullo—. Qué suerte tengo de tener un hijo como tú, no como Damián… que solo sabe perderse en fiestas.
La acompañé hasta su habitación. Me aseguré de que tomara su medicación y la arropé. Cuando salí al pasillo, la vi.
Betty.
—Lamento mucho lo de tu padre… —dijo con esa voz suave que alguna vez me había hecho perder la cabeza.
—¿Por qué no me dices de una vez a qué has venido?
—Daniel… quiero que volvamos a estar juntos. Podemos empezar de nuevo.
Negué despacio.
—No. Mi lugar es aquí, con mi madre. Nada me hará alejarme de ella. Y otra cosa… cuando salgas de esta casa, olvida que existo. Igual que yo haré contigo.
—¿Por qué eres tan duro conmigo?
—Tú misma lo decidiste cuando te revolcaste con mi padre.
Ella se arrodilló, intentando aferrarse a mis manos, pero yo di un paso atrás.
—Levántate. No necesito tus lágrimas.
—Entonces… —susurró—, déjame al menos despedirme con un beso.
Me besó. Su boca sabía igual que antes, y su cuerpo… seguía encajando contra el mío como si los años no hubieran pasado. No quería demostrar que aún la amaba, no después de todo, y mucho menos arruinar la calma de mi madre.
Betty se fue esa misma noche.
A las nueve, conducía sola por calles desiertas de Los Ángeles. El asfalto estaba agrietado y la noche era un manto negro sin estrellas. Un bache hizo que el coche se sacudiera. El golpe seco fue seguido por el siseo del aire escapando de un neumático.
—Maldición… justo hoy. —Revisó la llanta. Pinchada.
No sabía cambiarla.
Entonces, unos faros se acercaron lentamente. Una camioneta negra se detuvo a pocos metros. La puerta se abrió y de las sombras emergió alguien familiar.
—Vaya, qué casualidad… —la voz de Damián, el hermano menor de Daniel, sonaba fría.
—Sé que soy la última persona que quieres encontrarte a estas horas, pero… ¿puedes ayudarme con la llanta?
Sin decir mucho, se agachó a trabajar. Cuando terminó, Betty le dio un abrazo de agradecimiento. Pero él no la soltó.
—¿Aún crees que eres la persona que menos quería encontrarme? —susurró, mirándola con una sonrisa torcida—. Te equivocas. Tú eres exactamente la persona que estaba buscando.
Betty trató de apartarse.
—Esto no es gracioso, Damián. Suéltame.
—¿Quién dijo que es una broma? —chascó los dedos, y dos hombres bajaron de la camioneta.
El miedo se reflejó en sus ojos.
—No… no, por favor.
—Vamos a divertirnos un poco —dijo él, arrastrándola hacia un callejón oscuro.
Lo que ocurrió allí fue brutal. La golpearon, la ataron a una tubería oxidada y desgarraron su ropa. Las risas y los gemidos forzados se mezclaban con el clic de una cámara que grababa cada segundo.
Cuando terminaron, la arrojaron al maletero de la camioneta.
—Tengo un lugar perfecto para ti… —susurró Damián, encendiendo un cigarro.
Pensaban venderla en un burdel donde moriría lentamente.
Pero lo que ninguno de ellos sabía era que aquella noche no terminaría como creían.
Y que pronto, todos pagarían por lo que acababan de hacer.
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