Quince

Mi penúltimo día en Auckland lo empecé como me habría gustado seguir empezando todos mis días: desnuda, envuelta en las sábanas y con Max abrazado a mi cuerpo, su cabeza reposando en mi pecho.

Fui la primera en despertarse, y quise quedarme un rato más en esa posición, porque iba a ser la última vez. Mi vuelo salía la mañana siguiente, muy temprano, y no tendría tiempo para disfrutar de esto. Max seguía durmiendo, imperturbable, y podía escuchar su respiración tranquila.

Cerré los ojos y respiré hondo. No quería volver. En Barcelona solo me esperaba lo de siempre y cosas peores, como venían a ser la Selectividad y la cercanía de mi ex novio, al que ya había bloqueado de toda red social habida y por haber, y mi ex mejor amiga. Evidentemente, no podía estar evitándolo para siempre, pero solo quería un poco más de tiempo en mi burbuja sin preocupaciones y con Max a mi lado.

Cogí mi móvil y vi que tenía varios mensajes de mi padre, preguntándome mil cosas diferentes sobre mi viaje de vuelta —que si cuándo iba a volver, a qué hora despegaba, a qué hora llegaba, a qué terminal tenía que ir a buscarme, si tenía las maletas hechas...—, y un par de Sandra proponiendo planes de fiesta para cuando volviera.

De repente, el móvil de Max empezó a vibrar encima de la mesilla, y miré en su dirección para ver una llamada entrante de Miriam, cuyo nombre relacioné rápidamente con el de su hermana. Eran las ocho de la mañana en Auckland, ocho de la tarde en Barcelona, y me planteé despertar a Max por si era importante, pero lo noté moverse encima de mí y soltó un gruñido.

—¿Qué hora es? —fue lo primero que me preguntó, con voz ronca y los ojos aún cerrados.

—Las ocho —contesté.

—Aún puedo dormir media hora más... —murmuró, separándose de mí y apoyando la cabeza en la almohada.

—Es una llamada —le dije—, de Miriam.

Abrió los ojos con una ceja levantada, repentinamente despierto, y se incorporó para coger su móvil de la mesilla de noche.

—Voy a preparar algo para desayunar —le dije, y me levanté para empezar a vestirme, queriendo darle intimidad para hablar con su hermana.

Me puse unas bragas y unos leggings, junto con la primera camiseta que encontré, que era una de Max.

—¿Qué pasa, Mir? —le preguntó, frotándose un ojo con la mano que no tenía ocupada.

Siento despertarte... —escuché una voz suave viniendo del teléfono y, tras ponerme el jersey, salí de la habitación.

Fui a mi cuarto para buscar unos calcetines limpios, y cuando me los hube puesto salí a la sala de estar. Allí vi a Ellie sentada en el sofá, con el portátil encima de las piernas y envuelta en una manta.

—Buenos días —me saludó con una voz que delataba que las cosas no iban muy bien en sus fosas nasales.

—¿Estás bien? —le pregunté.

—Estoy resfriadísima —contestó—. Me he levantado hecha una mierda.

—¿Te has tomado algo? —pregunté, y ella asintió.

—Una pastilla, pero de poco ha servido. —Suspiró— ¿Dónde está Max, muerto por agotamiento sexual?

Solté una carcajada y negué con la cabeza.

—Está hablando con su hermana —le dije—. ¿Quieres algo de desayunar?

—Eres un ángel —contestó con una pequeña sonrisa—, pero con tanto moco no tengo ni hambre.

Empecé a preparar café y un par de tortillas francesas, y pocos minutos más tarde, cuando ya las estaba poniendo en platos, Max salió de la habitación bostezando. Solo llevaba unos pantalones de chándal, y me quedé unos segundos mirando su torso desnudo. No importaba las veces que lo hubiera visto, para mí esos abdominales ligeramente marcados, el sutil hilo de vello bajando desde su ombligo hasta el elástico de los pantalones y los pocos tatuajes esparcidos por ahí, siempre serían algo digno de observar.

—¿Ellie? —preguntó al ver a la rubia sentada en el sofá, levantando una ceja.

—Resfriado —resumió ella, y Max asintió antes de venir a la cocina.

Todavía tenía cara de dormido y, cuando pasó por detrás de mí, rodeó mi cintura con un brazo y apoyó la barbilla en mi hombro. Pude notar el calor que desprendía su cuerpo rodeando el mío, y cerré los ojos durante un segundo.

—Huele bien —comentó, refiriéndose a la comida, y sonreí.

—¿Todo bien? Sonaba a emergencia —le pregunté, refiriéndome a la llamada.

Max asintió con la cabeza y se separó de mí.

—Era mi hermana diciendo algo de que se había dejado las llaves y no podía entrar en casa —explicó mientras vertía café en dos tazas diferentes—. Parecía triste, supongo que se habrá peleado con Oscar.

—¿Tus padres no están? —inquirí.

—Vive con su novio —contestó Max, tendiéndome una taza.

—¿Dieciocho años y ya independizada? Joder, qué envidia. —Cogí la taza.

—Él tiene veinticinco y un trabajo estable. —Max se encogió de hombros—. Ella ahora dice que no quiere ir a la universidad ni estudiar más, cuando siempre había querido ser abogada. ¿Quién la entiende? No sé ni para qué hizo la selectividad.

—¿Aprobó? —pregunté.

—Sacó un doce y medio —contestó, y mis ojos se abrieron de par en par.

Un doce y medio sobre catorce era como un sueño hecho realidad. Y más para mí, que había sacado una nota tan baja que no merecía la pena ni mencionarla.

—¿Y no va a ir? Pero si con esa nota puede entrar en la carrera que quiera —dije, sorprendida.

Max se encogió de hombros.

—Yo ya estoy cansado de insistir, y mis padres igual. Es su vida, ella sabrá lo que hace.

No pregunté más porque no era asunto mío, pero me había sorprendido ver a Max contrariado por algo —aunque solo hubiera sido ligeramente—. Tampoco parecía excesivamente preocupado, se notaba que era un tema que ya tenía aburrido, pero a mí tampoco me hubiera hecho gracia que Claudia hubiera decidido tirar su futuro a la basura. Que sí, que hay más opciones a parte de la universidad, pero querer hacer algo con todas tus fuerzas y luego decidir no hacerlo de golpe sonaba muy extraño.

Desayunamos tranquilamente, hablando con Ellie, que se quejaba de tener que estar trabajando incluso enferma, aunque fuera desde casa. Me preparé un té, y Max añadió a su desayuno unas tostadas con esa pasta negra asquerosa que me había dado a probar días atrás.

—¿No vas a llegar tarde? —le pregunté a Max, viendo que ya eran casi las nueve.

Me miró y sonrió.

—Me he pedido el día libre —me dijo.

—Pero, ¿cuántos días libres te tomas tú? —cuestionó Ellie, con la envidia presente en su tono—. ¿Tan mal trabajas que no quieren ni que vayas?

Max soltó una carcajada y se apoyó en el respaldo de la silla.

—No he tenido días libres desde que empecé —explicó, untando otra tostada—. Me debían dos semanas de vacaciones.

—Entonces, ¿cuál es el plan? —pregunté, ilusionada.

Pensaba que iba a pasar mi último día en el país haciendo cosas sola, así que esa noticia había sido todo un giro en los acontecimientos.

—¿Qué tenías pensado? —contestó con otra pregunta.

Me paré a pensar un segundo.

—Pensaba ir a la playa —contesté—. He visto que en la costa este, aquí al lado, hay playas bonitas.

—¡Dejad de hablar en español, que no puedo cotillear! —gritó Ellie desde el salón, y Max soltó una carcajada.

—Te aguantas —le contestó lo suficientemente alto para que lo escuchara.

Así que Max y yo volvimos a adueñarnos de la furgoneta de Hayes, que por suerte tenía un coche aparte, porque sino tendríamos que haber ido con transporte público, que era mi plan inicial, y al parecer la comunicación desde Auckland hasta el parque natural en el que estaba la playa era casi inexistente.

Llegamos a Waitakere Ranges, el parque, media hora más tarde. Vimos una gran parte desde la furgoneta, y finalmente llegamos a la zona de la costa. Estuvimos gran parte de la mañana caminando sin rumbo fijo, paseando por las playas, mojándonos los pies y casi cogiendo hipotermias de nuevo, besándonos de vez en cuando.

Era pasado el mediodía cuando nos sentamos en unas rocas al lado del agua.

—Al final no me contaste ningún secreto —dije tras unos minutos en silencio, observando las olas romper contra las muchas rocas que había en esa zona.

Pensé que Max ni se acordaría del día en que me pidió que le contara un secreto y terminó en sexo, pero rió.

—Vamos a ver —murmuró, pensativo—... No sé silbar.

—¿No sabes silbar? —Levanté una ceja, con una sonrisa divertida asomándose por mis labios.

—Nunca he sabido. —Se encogió de hombros—. Supongo que me perdí esa valiosa parte de la infancia.

Solté una carcajada.

—Max, silbar es básico —dije, y él rió—. Si quieres te enseño.

—Ni hablar —contestó.

Sonreí con malicia y me acerqué a él.

—¿Acaso te da vergüenza?

Max me miró, sin perder la sonrisa.

—No voy a malgastar parte de tu último día aquí intentando aprender a silbar —dijo—. Créeme, es un caso perdido. Mi padre intentó enseñarme un verano y no funcionó.

—Está bien, está bien —contesté, intentando no volver a reír, aunque a Max también le hacía gracia.

Nos quedamos en silencio de nuevo, con el sonido de las olas rompiendo y los pájaros silbando de fondo. Hacía viento; no tanto como para que fuera molesto, pero suficiente como para que el pelo de Max ondeara con él, mientras sus ojos verdes se perdían en el horizonte.

—En el fondo te envidio —dijo Max de repente, y me giré hacia él—. A veces me gustaría poder ir a Barcelona más fácilmente. No porque no me guste estar aquí pero, no sé, poder coger un avión y estar ahí en un par de horas, pasar un fin de semana en casa y estar cerca por si hay alguna emergencia. No me arrepiento de haber venido, pero a veces me doy cuenta de lo lejos que estoy y me siento raro.

—¿No te has planteado nunca volver? —inquirí.

—Sí, claro, muchas veces —contestó—. No llevo ni un año aquí, pero al principio era rarísimo estar tan lejos. Tardé relativamente poco en acostumbrarme, pero a veces lo mandaría todo a tomar por culo y me iría a casa. Suerte que son solo momentos puntuales, porque me gusta estar aquí. Me siento mucho más libre, aunque Barcelona siempre será mi hogar.

—¿Volverás algún día? —pregunté, intentando que no se notara mucho que hacía rato que lo mío había dejado de ser curiosidad sino que necesitaba saberlo, necesitaba oír que volvería a verle.

—Sí, supongo —respondió—. Pero no sé cuándo.

Volvimos a casa sin haber vuelto a sacar ese tema, por mi parte porque era mi último día y no quería pasarlo pensando en que me iba a ir y Max se quedaría allí, a miles de kilómetros de mí.

No sabía cómo se sentía él al respecto, si me iba a echar de menos o si seguiría con su vida tranquilamente, y pronto encontraría a otra chica con la que hacer lo mismo que conmigo. No eran celos, en absoluto, era incertidumbre. Quería convencerme de que lo nuestro, para él, había significado algo más que unos cuantos —muchos— polvos durante una época determinada de su vida, pero tampoco quería preguntarlo porque, si la respuesta era negativa, me iba a doler, y no habría podido con dos dramas amorosos en tan poco tiempo.

En el fondo daba igual, porque al día siguiente me iría para no verlo hasta vete a saber cuándo. Quizás incluso decidía quedarse allí y no volvía a verlo nunca más. Joder.

—¿Un dólar neozelandés por tus pensamientos? —preguntó en tono de broma.

Reí y apoyé la cabeza en el respaldo del asiento.

—Esa frase está muy usada —dije.

—¿Alguna vez la has escuchado con dólares neozelandeses? Porque yo no —rebatió, y volví a reír, pero esta vez él se unió con una suave carcajada y una sonrisa de lado.

—Estaba preparándome mentalmente para volver a casa —simplifiqué mis pensamientos, contestando a su pregunta—. Tengo muchas cosas por hacer aún.

—¿Has hecho el check-in de los billetes? —preguntó.

—Lo haré ahora, cuando lleguemos —respondí.

Max aparcó la furgoneta delante de la casa, y entramos para ser recibidos por un silencio sepulcral. Pasamos por delante de la habitación de Hayes y, por la puerta entreabierta, pude ver que Ellie se había quedado dormida en la cama, aún enrollada en la manta del sofá. Sonreí al verla y pensé que, aunque hiciera solo tres semanas que la conocía, a ella también la iba a echar de menos. Y a Hayes, y la casa, y todo lo que había allí.

Nos planteamos hacer algo de comer, aunque era tarde, pero Max me dijo que había un pequeño restaurante que abría a todas horas cerca de allí, y que no se le había ocurrido enseñármelo hasta entonces. Así que comimos en el acogedor restaurante, hablando de trabajo, estudios y otras banalidades, y por la tarde fuimos al puerto. Volvimos a casa horas más tarde, a las nueve, y me encontré con que Ellie y Hayes habían preparado una cena de despedida.

Tras terminar de cenar y despedirme de ellos, me fui a la habitación de Max. Empecé a hacer la maleta porque, aunque había organizado ya algunas cosas, me faltaba bastante por terminar. Max se ofreció a ayudarme pero le dije que no hacía falta, así se echó en la cama y me miró mientras recogía. Sentía sus ojos sobre mí mientras hacía las maletas, intentando no pensar demasiado en lo que eso conllevaba.

Estaba terminando de cerrar la maleta cuando escuché a Max levantarse y acercarse a mí por detrás. Sus manos encontraron mis caderas y su boca el hueco de mi cuello, donde dejó un beso. Dejé lo que estaba haciendo, aún de pie, y cerré los ojos.

Me quitó la camiseta despacio. Mis ojos seguían cerrados y aún podía sentir sus labios dejando lentos besos en mi cuello. Solo se separó para terminar de quitar la prenda por mi cabeza. Entonces la dejó caer al suelo, y noté sus dedos en mi cintura desnuda. Trazó círculos con ellos en mi piel, que noté erizarse bajo su tacto.

Cuando apartó su boca, me giré hacia él. Acaricié su mejilla, y lo besé. Ni siquiera sé cuánto tiempo estuvimos besándonos; puede que fueran segundos, minutos... La verdad es que había perdido completamente la noción del tiempo.

La ropa empezó a sobrar, y las prendas fueron cayendo una a una al suelo hasta que solo estaban mis bragas y sus calzoncillos, en los que se marcaba su erección, haciendo de última barrera entre nosotros. Empecé a caminar, sin dejar de besarlo, hasta que Max cayó sobre la cama y me senté encima de él. Sus manos tantearon mi piel hasta agarrar mi culo, aumentando la intensidad del momento, y con un dedo atrapó el elástico de mis bragas para bajarlas sin prisa.

Ni siquiera llegó a quitarse los calzoncillos del todo, solo se los bajó y alargó el brazo hasta coger un condón de la mesilla de noche. Se lo puse rápidamente y me senté encima de él. No perdí ni un segundo: empecé a moverme, y a los pocos segundos ambos estábamos gimiendo. Sus manos tocaban y acariciaban todo mi cuerpo, mientras que las mías se apoyaban en su pecho para poder moverme bien.

Se corrió él primero, minutos más tarde, y estuvo besándome y tocándome hasta que yo también llegué.

—Ojalá no tuvieras que irte —murmuró cuando mis párpados empezaban a pesar, y poco después me quedé dormida.


***


Llegamos al aeropuerto a las seis y media de la mañana. Mi vuelo salía a las ocho pero, aún teniendo una hora y media para facturar la maleta, pasar el control de seguridad y llegar a la puerta de embarque, estaba estresada. Estresada y triste, pero no dejé que se me notara.

Max estuvo conmigo ayudándome con la maleta y el equipaje de mano. Se quedó mientras facturé el equipaje. Se quedó a desayunar conmigo en una de las cafeterías que había antes del control de seguridad, pero hablamos más bien poco, y todo lo que decíamos tenía que ver con mi vuelo. No hablábamos más allá de eso, porque en menos de un día yo volvería a estar en Barcelona y él seguiría en Auckland.

Cuando quedaba menos de media hora para que se abrieran las puertas de embarque de mi vuelo, fuimos a la zona del control de seguridad. Nos miramos unos segundos y, sin querer darle más vueltas, lo abracé.

—Gracias por todo —murmuré, con mi cara escondida en su cuello e intentando controlar todo lo que estaba sintiendo.

—Ha sido un placer —su voz salió grave y la noté vibrar en su pecho.

Me separé de él y forcé una sonrisa que él me devolvió.

—Adiós, Max —dije.

—Adiós, Julia.

Sin querer alargarlo más, cogí la mochila que llevaba como equipaje de mano y caminé hasta la cola del control de seguridad. Me giré un momento, solo para ver cómo Max caminaba de vuelta a la salida del aeropuerto, de espaldas a mí.


_________

Capítulo dedicado a Marta y Xènia, que me obligaron a actualizar mientras me daban latigazos (hace ya unas semanas pero oye, que he actualizado).

Aviso de que entrego mi trabajo final de carrera el día 21, y a partir de ahí las actualizaciones volverán a normalizarse.

Va, haced vuestras teorías: ¿qué va a pasar a partir de ahora? 

Un abrazo,

Claire

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