Nueve


A las diez y cuarto de la mañana siguiente estábamos en el puerto, esperando el ferry que nos llevaría a una isla que quedaba a media hora en barco de la ciudad. Hayes estaba sentado en un banco, intentando mantenerse despierto, pero se le cerraban los ojos y se le caía la cabeza, lo que hacía que Max, Ellie y yo nos riéramos sin parar de mirarlo.

El viaje en tren hacia allí, estando Max y yo solos, había sido callado. Esa vez no era un silencio familiar, ni cómodo, ni nada de eso: era tenso. Tenso porque la noche anterior pudieron haber pasado muchas cosas, y probablemente él ya se estaba arrepintiendo. O quizás no. En mi mente no dejaba de repetirme que había sido un error suyo fruto del alcohol, pero algo dentro de mí me decía que no había sido así, que él quería hacerlo tanto como yo.

—Ah, Julia, te hemos conseguido una tienda —me dijo Ellie, y sacó la bolsa de tela rectangular que llevaba colgada en el hombro.

—Gracias —contesté con una sonrisa, y metí la bolsa en mi mochila. Me cupo bastante justa, pero conseguí que entrara y que la mochila cerrara bien.

—Es de mi compañero de piso —me explicó, y procedió a hablarme de él y de sus locuras.

Muchas veces me preguntaba por qué Ellie y Hayes, siendo de otros países y viviendo ambos en la misma ciudad, no vivían juntos, pero tampoco quería parecer cotilla preguntándoselo. Tendrían sus motivos.

El ferry llegó a las once y nos subimos en dirección a la primera de las dos islas que íbamos a visitar ese día. Ellie se sentó conmigo y Hayes fue a sentarse en los asientos de delante para no marearse, a lo que Max lo siguió.

El ferry arrancó y me quedé unos segundos mirando como, poco a poco, dejábamos la ciudad de Auckland atrás. Había barcos pesqueros a lo lejos, gaviotas buscando comida, y el sol haciendo brillar el mar. Hacía muy buen día, y eso me llenaba de energía.

—Mira, voy a ir directa a la cuestión, porque Hayes ha intentado sacarle información a Max pero es imposible: ¿qué hay entre vosotros dos? —me giré hacia Ellie cuando me habló y me la encontré mirándome con una sonrisa pícara.

Al parecer la relación inexistente entre Max y yo era el tema de conversación favorito de esos dos.

—¿Entre Max y yo? —contesté con otra pregunta.

—He visto cómo os miráis —me explicó.

—Y, ¿cómo nos miramos? —seguí mi dinámica de preguntar, y no para distraerla sino porque estaba algo perdida. ¿Que yo me comía a Max con los ojos? Podía ser, pero dudaba que fuera lo mismo al revés.

—Venga, va, se nota que hay algo —me empujó suavemente por el hombro y solté una carcajada.

—Max y yo somos amigos —aclaré, muy a mi pesar, aunque en realidad apenas éramos conocidos cuando vine aquí.

—¿Tienes novio? —me preguntó.

—No —contesté, sintiendo algo de alivio al decirlo.

—Pues yo creo que a Max le gustas —me dijo, y tuve que reprimir otra carcajada—. De verdad. Seguramente ya lo sepas, pero aunque parezca que Max tenga un ligue nuevo cada semana, no es así. Creo que tuvo algo con una chica de su trabajo hace unos meses, pero tú eres la primera chica que trae a casa desde que estamos aquí.

—Nos conocemos, supo que venía a Auckland y me invitó a quedarme en casa —resumí—. No significa nada, solo que es amable.

Ella me miró levantando una ceja.

—Ya, claro —dijo, con el sarcasmo presente en su voz—. No sé, yo aprovecharía. Max es genial, y encima es guapo.

Reí, porque tenía toda la razón, y no volvió a insistir más con el tema.

En media hora llegamos a la primera isla que íbamos a visitar. La idea era solo hacer una excursión por la ruta marcada, pero terminó complicándose porque Hayes quiso ir a explorar, según él, y terminamos perdiéndonos. Afortunadamente, después de un buen rato caminando nos encontramos con un señor que, tras mirarnos como si fuéramos tontos por habernos perdido en una isla minúscula, nos señaló por dónde había que ir para volver a la vía principal.

Toda la tensión que había sentido esa mañana con Max había desaparecido y, aunque mi cabeza seguía hecha un lío, decidí dejar de darle vueltas y todo volvió a fluir con normalidad entre nosotros.

Cuando llegamos a la segunda isla con otro ferry, a las cinco de la tarde, casi caímos muertos en la arena de la playa que había delante de la zona de acampada. Era un lugar bonito y tranquilo. Una isla algo más pequeña que la anterior, con un volcán inactivo en el medio.

—No te haré caso nunca más —le dije a Hayes, y Ellie asintió, sentada a mi lado.

—Yo os he avisado —contestó.

Hayes rió, ajeno a las ganas de matarlo que teníamos todos, y pronto empezamos a montar las tiendas. Una vez conseguido, dejé mis cosas en la mía y me preparé la cama. Tenía un saco de dormir que Max me había dejado, así que iba a dormir calentita. Caliente, y rodeada del olor de Max, y eso me gustaba, aunque sonara un poco como una psicópata.

Cenamos los sándwiches que habíamos preparado mirando a la playa. Habría sido bonito poder hacer una hoguera, pero hacerla en un espacio protegido no parecía una buena idea, así que tuvimos que conformarnos con una lámpara eléctrica que Ellie había traído. Al terminar, Max sacó varias cervezas de su mochila —y unas cuantas de las que me gustaban a mí, las de frutos del bosque—, y él y yo abrimos una botella cada uno. Hayes y Ellie, en cambio, se excusaron de una forma muy poco sutil y se fueron a su tienda.

Nos quedamos Max y yo solos en silencio, cada uno con una botella de cerveza en la mano y mirando al cielo.

A los pocos minutos escuché a Ellie reírse y luego un gemido, dejando claro lo que estaban a punto de hacer. Solté una carcajada y Max se echó a reír también.

—Están siempre igual —dijo, jugando con el cuello de la botella con sus manos—. Como ahora estás tú en casa se cortan un poco, pero antes era un espectáculo.

Reí, imaginando la situación, y di otro trago a mi cerveza. Saqué la bufanda, que me había puesto en las piernas, y me la envolví alrededor del cuello, notando algo más de frío ahora que corría el viento. Aún así, nunca había estado tan bien como allí, con una cerveza de sabor afrutado entre las manos, el sonido del mar de fondo, un cielo precioso y Max a mi lado.

—Oye —le dije—. Gracias por dejar que me quede en tu casa.

—Me gusta que estés en casa —contestó. Para variar, me sonrojé, y aunque no había apenas luz estaba segura de que él lo sabía—. Me siento... Te siento como algo familiar. Tener a alguien de Barcelona aquí es agradable. Esto está tan lejos que no recibo muchas visitas, excepto de mi hermana, que vino una vez.

—¿Tienes una hermana? —pregunté.

—Sí, Miriam —dijo—. Tiene tu edad, creo... Porque tienes dieciocho, ¿no?

—Sí. —Acompañé mi respuesta con un asentimiento de cabeza.

—Entonces, ¿has hecho la selectividad hace poco? —me preguntó.

—Sí, y la he suspendido —contesté con algo de amargura, aunque tenía mis motivos para haber suspendido—. Me tocará volver a presentarme en septiembre, aunque tampoco me preocupa porque me lo sé bien.

—¿Suspendiste por lo de tu ex? —adivinó.

—Sí —respondí, encogiéndome de hombros—. Patético, pero cierto.

—No es patético —me contradijo—. Yo tampoco habría podido hacer un examen en condiciones si me hubiera pasado algo así.

—¿Alguna vez has pasado por una ruptura? —me aventuré a preguntar, aunque ya sabía que sí porque Raquel me había chivado que él había tenido una novia hace años.

—Sí —contestó—. No fue agradable.

—Nunca lo es. —Suspiré.— Yo creo que ni aún terminando bien es fácil.

—Ya —dijo—. Con Lidia terminamos bien, pero fue una mierda igualmente. De todos modos, con el paso del tiempo te das cuenta de que la vida sigue, y no merece la pena estancarse estando triste.

Sonreí, porque me parecía tierno que Max tuviera un lado sentimental. Hacía apenas dos semanas me parecía una persona más bien lejana, misteriosa, y no sabía apenas nada de él, pero en ese momento vi que era mucho más abierto de lo que aparentaba.

—¿Ves eso? —preguntó de repente, señalando con el dedo al cielo.

—¿Cuál de todas las cosas? —Reí, mirando los miles de estrellas que decoraban el cielo.

La noche, igual que el día, estaba acompañada de un cielo despejado, y gracias a la poca luz que había en la isla las estrellas se podían ver perfectamente.

—Eso de ahí, lo que parecen dos nubes pequeñas —concretó, y tardé unos segundos en encontrar lo que parecía una nube blanca en medio del cielo nocturno, y luego otra un poco más a la izquierda de mayor tamaño.

—Ah, ya lo veo —contesté—. ¿Qué es? No lo había visto nunca.

—Porque solo se ven en el hemisferio sur —me explicó—. Son las Nubes de Magallanes, dos galaxias enanas.

—Vaya, qué informado estás —reconocí, con tono jocoso—. A mí me gusta mirar al cielo, pero toda la parte teórica no me la sé. De hecho, solo reconozco la constelación de Orión y la Osa Mayor.

—No está mal —contestó, sin despegar la vista de las estrellas—. Cuando era pequeño quería ser astronauta.

Me eché a reír por lo tierno que me parecía.

—Yo quería ser policía —respondí.

—¿Policía? —Me miró con una ceja levantada.

—Sí —asentí—. Pero no de las que persiguen a criminales, más como de las que controlan el tráfico.

—Así que supongo que te estarás preparando para las oposiciones de policía ahora —bromeó

Negué con la cabeza, riendo.

—Ahora me va más la enfermería —le conté.

—Esa es una carrera guay —reconoció.

—Lo es. —Sonreí.— Cuando mi madre estaba enferma me pasaba la vida en el hospital, y lejos de terminar odiándolo no hacía más que admirar la dedicación de las enfermeras. Me gustó de inmediato, y supe que había nacido para eso.

—Yo a tu edad no tenía ni idea de lo que quería hacer —admitió.

—Ni que hiciera tanto de eso —contesté, levantando una ceja—. ¿Qué edad tienes ahora?

—Veintidós —respondió—. Terminé en Arquitectura después de muchas dudas, pero no me arrepiento. Terminé la carrera aquí y me encanta mi trabajo.

—Ojalá yo pueda decir lo mismo algún día —dije.

La conversación terminó ahí, y nos acabamos la cerveza sin prisa, mirando al cielo y, de vez en cuando, el uno al otro.

Al cabo de un buen rato decidí levantarme.

—Estoy muerta, creo que me voy a dormir —dije, y Max asintió con la cabeza antes de coger la lámpara y levantarse.

Caminamos hacia donde habíamos plantado las tiendas en silencio, dejando que nuestros hombros se rozaran ocasionalmente mientras caminábamos y sin decir nada al respecto ni apartarnos. Empecé a sentir esa tensión, esa anticipación que me invadía cuando estaba en estas situaciones con él, y algo dentro de mí gritaba que tenía que hacerlo. Tenía que arrancar esa espina de dudas que había en mi interior y que llevaba el nombre de Max, pero seguía teniendo miedo.

Llegamos a mi tienda, y nos quedamos quietos delante de ella.

—Buenas noches —me dijo Max, pero no se movió ni hizo ademán de irse a su tienda, solo se quedó de pie mirándome.

—Buenas noches —contesté, y cuando abrí la entrada a mi tienda Max empezó a irse.

Hazlo, tonta.

—Max —lo llamé, y cuando él se giró hacia mí y sus ojos verdes me encontraron, supe lo que tenía que hacer.

Cogí todo el coraje que tenía, me acerqué a él, llevé una de mis manos a su mejilla y, tras ponerme de puntillas, junté nuestros labios.

Max respondió de inmediato y el nudo en mi estómago desapareció de golpe. Sus labios atraparon los míos, con delicadez pero sin piedad, y sus manos fueron a mi cintura. Y nos quedamos ahí, en medio de la isla, con la lámpara en el suelo, devorándonos el uno al otro durante lo que parecieron segundos para mí, pero probablemente fue más tiempo.

El sabor de su boca me embriagó cuando su lengua encontró la mía, y de forma casi involuntaria mi mano viajó a su pelo, cumpliendo mis fantasías, y tiré de él de forma suave. Cuando Max gimió, tuve que reprimir muchos impulsos.

Podrían haber pasado muchas cosas. Podríamos haber entrado en mi tienda y habernos dejado llevar, pero sentí que era demasiado rápido. No era que esos temas solieran preocuparme, para mí cada cosa pasaba a su tiempo, sin importar si se consideraba temprano o tarde, y justamente por eso supe que Max y yo haciendo más que besarnos no era algo que debiera ocurrir esa noche.

Me separé lentamente, mirándolo a los ojos, y sonreí.

—Buenas noches, Max.

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